martes, febrero 26, 2013

Dos Napoleones.



Estaba convencido que tenía que escribir una novela (o poema narrativo) sobre los últimos días de Napoleón en Santa Elena. Se había fascinado con su figura desde una tarde lluviosa en Itapema cuando su familia estaba jugando un juego de mesa llamado Indicios, el que consistía en que uno sacaba una tarjeta y empezaba a darle pistas, en tandas de tres para que el otro adivinara. Había cuatro categorías, la más interesante era la de los personajes. Ese día, su madre le leía los indicios y él no podía adivinar el personaje que le había tocado en la tarjeta roja, le leyó todas y una se le grabó en la mente: “Nació y murió en una isla”.
En otros momentos de su vida Napoleón Bonaparte se había cruzado de formas iluminadas. El suceso que más recuerda era cuando un día de verano, un febrero gris y lluvioso, azotado por el fenómeno del Niño, se cruzó con el personaje (en ese momento más personaje que nunca) durante su lectura de la novela Guerra y Paz. Es durante los momentos posteriores a la batalla de Austerlitz, cuando el Príncipe Andrés estaba herido en el sueldo, donde tiene su epifanía mirando el vasto cielo azul, y en ese momento aparece el Emperador Napoleón I en una de las pocas escenas donde está de cuerpo entero y no simplemente referido. Ahí le informan que el oficial en el piso está herido y por el valor que demuestra, que demostró, indica que lo curen. La figura de Napoleón, visto desde abajo, en su caballo es casi hipnótica. Además de estar en uno de los momentos que quedó más fijo en su recuerdo.
Pero nunca conoció nada en profundidad sobre su vida. Sí tuvo profundidad en su vida ya que lleva más de treinta años andando por el mundo. Napoleón era un faro pero un misterio, no se podía poner de acuerdo consigo mismo si había sido malo o bueno, justo o injusto. A veces odiaba las cosas que decían el Capitán Aubrey en las novelas sobre la marina inglesa en esa época, en otras oportunidades estaba de acuerdo con sus apreciaciones. No sabía cómo era Santa Elena, no conocía los planes de batalla.
Al principio había comprado libros, acumulado apuntes y citas, había copiado y pegado a procesadores de textos. Todo eso superó las sucesivas mudanzas de escritorios y de casas que había tenido en su vida. Alguna vez su esposa, cuando estaban rearmando la oficina para poner otro escritorio, el del ella, le preguntó qué tenía la caja de papel madera. Le explicó que eran sus archivos de toda su vida. Su esposa quiso abrirla, pensó que había fotos y que podría reírse un rato, distenderse del trabajo que estaban haciendo a costa de su vergüenza. No la paró, ni lo intentó, y ella encontró los papeles, a veces amarillos, fotocopias, hojas de libros arrancadas y tiradas ahí. Volvió a repreguntar qué es esto y él le tuvo que explicar. Era el plan de su vida, desde los quince, para escribir una novela (o un poema narrativo) sobre los últimos días de Napoleón en Santa Elena. Su esposa le comentó que no sabía que tenía ese costado, que nunca se lo había mostrado. Sus palabras salieron casi en un susurro, con su mirada un poco perdida y él no sabía si era algo bueno o malo, pero por si acaso le afirmó que todos los días uno aprendía algo nuevo del otro. Ella no dijo nada más y ambos se dedicaron a ordenar la oficina en silencio, hasta que apareció una música desde afuera, desde la ventana abierta.
Repasando sus papeles se dio cuenta que tal vez el sentido de su vida no era escribir sino acumular información. Fue mirando –no leía- todos los papeles que tenía de Napoleón, desde los más antiguos hasta lo modernos. La información era mucha y había muchos papeles que sólo tocaban de refilón algún tema referido al emperador francés. En las hojas aparecían nombres de todos lados de Europa: Córcega, París, Viena, Berlín, Leipzig, Waterloo. Datos de lugares a dónde nunca había ido y que cada vez veía más difícil llegar a pisar. Porque eso también había sido un eje en su vida, conocer los lugares importantes de la historia occidental, conocer los lugares de las guerras napoleónicas. En una reunión de amigos, a la pregunta de cuáles eran los lugares que cada uno quería conocer, él respondió que quería ir a Borodino y ser uno de los tantos que representaban la batalla. Sus amigos lo miraron algo perplejos, aunque lo conocían, pero no esperaban esa respuesta. Todos habían mencionado playas y destinos exóticos más bien lúdicos.
Siempre se quedaba corto en extensión e ideas, por más que tenía más conocimientos sobre el tema de los que podía aplicar en su novela (o poema narrativo). Muchas veces esos cuentos cortos, con cortísimos párrafos y extensas oraciones terminaban formando un arco narrativo solitario, que por lo demás cortaba y pegaba bajo diferentes nombres. Así fue como fue creando un sólido catálogo de cuentos sobre diferentes lugares protagonizados por personajes, ficticios o reales, que veían a lo lejos al Emperador francés durante las guerras napoleónicas. Por insistencia de su mujer, una afamada fotógrafa, premiada en varios certámenes y que exponía regularmente en diferentes galerías, en la cual tenía un buen nombre y gran prestigio ganado, empezó a mandar, a desgano, esos cuentos, que él no consideraba mas que viñetas, a diferentes concursos literarios. Primero municipales, de diferentes intendencias del interior del país, y luego empezó a enviar a premios cada vez más grandes, en prestigio y dote. Así fue como fue colgando menciones en la oficina, que estaban cerca de las fotos de su mujer.
Un día un amigo de un conocido, se le acercó con la idea de juntar todos esos cuentos, él lo corrigió varias veces diciendo que eran viñetas, para juntarlas en un tomo en común y salir al mercado. Lo consideró por muchos días en la mesa familiar, en charlas con su esposa, cuando su bebe dormía. Ella lo instaba a que aprovechara la oportunidad que se le presentaba casi sin pedirla, le decía con palabras largas y ampulosas, tal y como era su costumbre, que miles de autores se mordían los codos mandando sus manuscritos a diferentes editoriales y a él le había caído la oportunidad del cielo, que no podía dejar pasar esa chance que se la abría. Por el contrario él le decía que todo eso era parte de algo más grande, que era el trabajo de su vida, y que publicarlo en ese momento sería un gran error, puesto que era algo que no había terminado y que deseaba terminar, antes de dar a la imprenta.
Cuestiones del destino hicieron que los cuentos premiados y otros cuantos más que tenía guardados en una carpeta en la computadora bajo el rótulo de “Napoleón”, terminaran en un tomo que se llamó Viñetas de las Guerras Napoleónicas. Como su nombre lo indicaba eran narraciones cortas que trascurrían durante ese período histórico, en el cual varios personajes ficticios o reales veían (o simplemente mencionaban) a Napoleón Bonaparte de soslayo, y lo que los generaba la figura del Emperador de Francia. El libro era coherente y los cuentos estaban ordenados de manera histórica, los primeros cuentos ambientados en 1803 y con el último siendo una corta viñeta (escrita especialmente para el libro) el 20 de noviembre de 1815. Había años y batallas más representadas que otras, y eso no tenía otra intención más que capricho del autor. Aunque él decía que era inutilidad del autor para poder representar bien sus ideas en un cuento.
El libro se vendió muy bien y llegó a aparecer en varias listas que armaban diarios y revistas especializadas en el mercado editorial en sus libros más vendidos del mes o de la semana. La gente (los lectores) lo compraba y lo regalaba puesto que pensaban que era un presente considerado y cultural. Él detestaba el libro, lo consideraba un fallido y cuando lo veía o le pedían hablar de Viñetas de las Guerras Napoleónicas, lo hacía a desgano pero demostrando siempre tacto y cautela para no molestar a sus editores, con los cuales tenía un muy buen trato y con los que se había convertido rápidamente en amigos más allá del oficio. Por otro lado cuando le preguntaban qué era lo que estaba escribiendo, él mencionaba que seguía intentando escribir una novela (o poema narrativo) sobre la vida de Napoleón, empezando desde su infancia en Córcega hasta su muerte en Santa Elena. Su editor le decía que debía dejar a la sombra de Napoleón en paz y pasar a otros proyectos, escribir sobre otro tema, sin dejar de lado la veta histórica, que lo había hecho tan famoso. Cada tanto le mandaba ideas, recortes de diarios sobre historia pero nunca sobre los años napoleónicos, en un intento de encenderle la lamparita y que la musa se pose sobre su hombro para que pueda inspirarse en otros tópicos.
Pero su proyecto seguía y no podía terminar de hilar sus nudos dramáticos con la vida del General francés por lo que siempre terminaba con esas pequeñas viñetas que lo habían hecho famoso y exitoso, pero que él sabía que lo iban a generar en alguien que se copia a sí mismo. A su vez tenía el problema de sentir que no lograba, en ningún momento, escribir a la altura de sus pretensiones. Cuando volvía a releer lo escrito (reciente o antiguo, inédito o publicado) sentía timidez por lo puesto en papel y le entraba un miedo al escribir que duraba un tiempo largo. A veces, cuando sentía que había escrito algo bueno, le agarraba otro tipo de temor, uno que lo coartaba de escribir, no podía seguir con esa página ya que sentía que podía arruinar lo ya escrito. Así era como muchas veces empezaba a narrar partes de su obra y las dejaba sin terminar, dejadas de lado, pero no perdidas.
Desapareció de la industria editorial, nadie lo extrañó, aunque su libro seguía vendiéndose en librerías. Se reimprimió varias veces y muchas veces, cuando salía con su esposa y su hijo a pasear y tal vez ir al cine por la calle corrientes, lo encontraba y le daba dolores de panza.
Nunca dejó de armar lo que quería escribir, pero cada día que pasaba y se daba cuenta que sus intenciones no las podía plasmar. Él suponía que era por falta de métodos y, además, sentía que le faltaban recursos para poder armar su obra magna. Por eso empezó a pensar en ir a talleres literarios de, dicho sea de paso, colegas suyos, autores editados como él, pero que no sentían los miedos que él profesaba ante sus textos. Aunque la timidez que le daba aparecer en esos lugares era mayúscula, ya que pensaba que tomaría el lugar de alguien que era inédito, que además podría ser un genial escritor a futuro, y que él cooptaría su lugar coartando su futuro ya que tal vez lo único que necesitaba era ese espaldarazo del taller. Un día se encontró con uno de los pocos autores que conocía, ya que eran de la misma editorial y además habían congeniado en los encuentros en común, hablando llegó a enterarse que tenía un taller literario y lo invitó a participar algún día. Aprovechó la invitación y fue a un par de encuentros como ayuda, y para dar sus perspectivas sobre los textos, aunque su verdadera intención fue encontrar medios para poder llegar a escribir su novela (o poema narrativo). Pero no le sirvió, no encontró las herramientas que estaba buscando, aunque escuchó varios buenos cuentos y conoció a un muchacho que escribía de mil maravillas, también se encontró con un par de resentidos que escribían muy mal y otros que tal vez podían mejorar, en ese momento todavía estaban verdes y sus cuentos, aunque algunas veces bien escritos, eran muy aburridos.
Su esposa intentaba que siga escribiendo, y lo instaba a que intentará escribir algo más. Él le mostraba sus proyectos, los extractos que empezaba y no terminaba por temor. Una vez ella se molestó porque no encontraba una buena novela de misterio, un buen policial al estilo de los viejos escritos británicos, con un detective que investigue y un misterio magistral. Como estaban en la ruta, y tenía mucho tiempo que matar, él le contó el misterio de la muerte de Napoleón en Santa Elena, las sospechas de homicidio y todo eso. Ella hizo que lo escriba, de unos papeles y escritos ya armados, lo escribió explícitamente para su mujer. Terminó escribiendo un novelón de más de quinientas páginas.
Esa novela se llamó Isla Cerrada y su esposa lo leyó, se entusiasmó y quiso que la publique, pero a él no le parecía que merezca serlo. Igual, una vez su editor fue a cenar a su casa en una comida de amigos y su esposa le comentó sobre esa novela, el editor le dijo que la tenía bien guardada y se la pidió para leerla. Él se la dio pero para leerla, el editor tampoco le tenía mucha fe al libro, ya que desde hacía mucho tiempo no encontraba un buen policial. Pero lo entusiasmó y empezó a buscar la forma de editarlo. Primero tuvo que convencerlo, que era el paso más costoso, pero surcado ese inconveniente pudo cumplir su objetivo.
En Isla Cerrada, que era una suerte de Santa Elena, nunca mencionada explícitamente, llegaba un detective del Scotland Yard, caído en desgracia por un asunto de la corona, en el bergantín Tartarus llamado John Hidden. Tenía que investigar la muerte, y descartar un homicidio, de un General de Artillería de un ejército enemigo, que estaba purgando una pena perpetua en la isla. La isla funcionaba como los misterios de cuarto cerrado, ya que al morir el General, nadie había podido salir de la isla, y los únicos que habían entrado eran John Hidden y su ayudante. Allí el detective pululaba por todos los bares de la isla buscando datos para armarse una idea del General, hacía experimentos y hacía analizar al cadáver por su ayudante, que convenientemente también era médico. Así llegaba a dilucidar el crimen, John Hidden apresaba al asesino, aunque luego demuestra que era espía del mismo gobierno británico. Todo lo demuestra en la mansión del gobernador, pero John Hidden era un patriota y no hace público el asunto. Su ya dañada reputación no sufrió demasiado del no-esclarecimiento pero el detective terminó quedándose en la isla como comisario inspector.
El libro fue un éxito, un best-seller que sobrepasó con creces la venta de su anterior libro. Todo lo que se consideraba de sesudo de su obra anterior no se encontraba en esta y era simplemente un pasatiempo. Cierta crítica de obra especifica, los críticos de policiales, amaron el libro, con su atención al detalle histórico y el crimen interesante, con todas las aristas políticas de época. La crítica, por lo general, destrozó al libro, cosa que no molestó a los que compraban la novela, que se vendió y reimprimió durante mucho tiempo. Una productora independiente, conocidos de su mujer, compraron los derechos del libro y produjo una miniserie de seis capítulos que se trasmitió los domingos a la noche por el canal público con inmenso éxito lo que logro que el libro se vendiera aún más, y además se vendiera la edición de DVD. La diferencias entre una y otra no eran muy sustanciales, aunque la isla era Martín García (donde además había sido filmada) y el nombre del detective era Juan Escondido.
Con una reputación cimentada él simplemente esperó para volver a escribir. Planeó minuciosamente el armado de lo único que siempre quiso escribir su novela (o poema narrativo) de la vida de Napoleón Bonaparte. Armó y planificó su vida, ahora desahogada, para lograr su proyecto. Se pasaba tardes en las bibliotecas del Congreso y la Biblioteca Nacional. Pero la profundidad del proyecto insumió su vida. Cada vez que encontraba una veta para aprovechar, ahí se abría una rendija a la que entraba, abriendo todo un gran mundo de interpretaciones e historias. En un primer momento, sus viñetas se fueron uniendo pero la forma era extraña, ya que siempre perdía el rumbo y los sucesos se expandían, abriendo miles de historias paralelas, que él sentía la necesidad de seguir.
La última vez que examinó sus papeles de trabajo, al sentirse tan profundamente deprimido, había conseguido éxitos y lo consideraban un autor vendedor, pero él no creía que haya sido exitoso. No podía encontrar la forma de armar el libro que tanto le había dado vueltas por su cabeza desde que era tan pequeño. Llegó a encontrar más de de tres mil folios escritos, que formaban más o menos la historia, la vida de Napoleón, pero de sus generales (por ej. Joaquim Murat era parte importante de sus escritos), de sus familiares, amigos y amantes. El libro era eterno, tanto como la vida de cualquiera, como la de Napoleón Bonaparte. Cada vez que le hacían una entrevista recordando los éxitos Isla Cerrada y Viñetas de las Guerras Napoleónicas (cada vez menos), le preguntaban qué estaba escribiendo, si lo estaba haciendo, y él respondía que su objetivo de la vida, por lo menos en lo que narración se refiere, era escribir la vida de Napoleón. Le preguntaban si todavía estaba escribiendo y respondía siempre que sí, cuando le preguntaban cuándo terminaría, siempre respondía que no sabía cuándo llegaría al día de la muerte de Napoleón.
Su propia muerte lo encontró antes que él llegara a la muerte del Emperador Francés. Sus hijos contrataron a su editor amigo para ordenar sus papeles y publicar el libro del que tanto hablaba su padre. El editor encontró la tarea fascinante y pudo, cortando varias historias (Que luego compilaría en un libro de cuentos llamado Historias al Costado), armar una aproximación a una obra, llamada Historia de una Vida, aunque siempre pensó que la novela (con partes de poema narrativo) hablaba de la historia de dos vidas, como lo consignó en el prólogo que escribió para la primera edición, aumentado en la segunda. No se vendió tanto, pero fue un éxito de crítica, que la llamó obra magistral para luego ser olvidada en las mesas de saldos.

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