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martes, enero 06, 2015

La Partida

La novela, de título La Partida, era la historia de unos cinco días de Gregorio Astley, un hombre de cuarenta años, viviendo de las regalías de su primera, y única, novela Partida Doble. Esta, a su vez, trababa sobre la huída existencial de un contador público nacional luego de perder todos los ahorros de su familia en una noche de vacaciones de verano en el casino de Mar del Plata. Astley era, como el personaje de su novela, contador público y jugador, nada más que contaba con mucho más recursos que su personaje, que era un simple empleado en un estudio grande del centro. Astley era ludópata, pero había tomado ciertas precauciones, sabía que los fondos de su libro entraban a su cuenta del banco los finales de mes, por lo que había instruido que una cierta cantidad necesaria para pagar impuestos y otras menudencias, se pasaran a otra cuenta dentro del mismo banco, a la que él no tenía acceso. Esta la manejaba su ex mujer, que con eso mantenía a la hija de ambos, Flora. Gregorio Astley nunca ganaba dinero en sus muchas excursiones por boliches, bingos, casinos, legales o no tanto. Según lo que se implicaba en la historia Astley tenía problemas con el dinero, pero no de la manera usual, esa sería la de no-tenerlo, sino que le molestaba tenerlo. Tal vez por eso iba a todos esos lugares, donde todos lo conocían, pero pocos lo apreciaban, porque era un tipo ordenado, aunque andaba casi siempre zaparrastroso y flaco como una hoja, con ojeras grandes y el pelo grasoso. El lugar al que más iba era un garito llamado “El Partido” donde todos eran tahúres y usureros que lo miraban mal porque siempre era honesto y nunca pedía prestado. La novela seguía esos hilos conductores, donde todos los días se parecían al anterior, en el que Gregorio Astley se levantaba tarde, tipo una o dos, e intentaba escribir, no consiguiéndolo, hasta que a la noche se iba, primero a tomar unos tragos al bar de siempre y luego a jugar la plata que tenía encima. El giro en la trama se daba cuando un muchacho de barrio, un chiquilín, le hacía una apuesta por todo el dinero que tenía a la resolución de una partida de naipes. Gregorio Astley tenía sólo unos mil pesos y se los apostó, toda la noche venía de racha, perdiendo consistentemente. Pero en un giro del destino, ganó y el chiquilín le pagó. De ahí en adelante empezó a ganar todo lo que jugaba hasta que sintió que se tenía que ir porque si no seguiría ganando. A su casa volvió borracho y durmió intranquilo hasta que se aparecieron frente a él dos patovicas que le informaron que el dueño de “El Partido” estaba seguro que había hecho trampa y quería que le devolviera todo más intereses en dos días. Ahí empezó su espiral descendente, tomando el dinero que había ganado la noche anterior fue a todos los lugares que conocía e intentó seguir su racha de suerte, para darse cuenta que la normalidad había vuelto y perdió todo el dinero. Le pidió a su exesposa un préstamo, cuando fue a buscar a su hija Flora, que se lo negó. Con Flora jugaron en la plaza de la estación de trenes y comieron helado mientras Astley creyó haber visto a los matones del dueño de “El Partido” rondando por todos los lugares a donde llevaba a su hija. Por miedo a que algo le pudiera pasar a Flora, intentó ir al banco a sacar dinero, pero su cuenta estaba seca, la de su exesposa tiene todo el dinero que le quedaba. Cuando devolvió a Flora a lo de su madre, le informó que vuelve a casar con quien estaba viviendo desde que se separaron y que se irían a vivir a Córdoba, a donde su próximo marido tenía que ir a vivir porque lo habían ascendido en su trabajo en una automotriz. La mudanza era inmediata, se irían en cuestión de dos días. Astley no demoró en poner sus objeciones, pero luego desistió. Esa noche volvió a jugar a “El Partido” y consiguió que el dueño le hiciera un préstamo, algo que quería desde hacía mucho tiempo. Perdió todo el dinero del préstamo, y le pidió dinero a sus amigos del garito, que le prestaron y volvió a perder. Cuando volvió a su casa, lo hizo caminando, sin un peso, se encontró sólo con la luz del alba. Allí no tenía nada para comer, nada en la heladera, su lugar estaba despojado de todo, salvo de unos cuantos portarretratos que no empeñó y de todos los libros que le habían dado de la editorial para regalar, que no regaló porque no tenía amigos. Se quedó en el sillón mirando la televisión, no tenía cable, miraba ATC, las películas blanco y negro de la noche, mientras en una radio sonaba una canción de Kenny Rogers, el Jugador. Agarró su anillo de bodas, que lo tenía en la caja fuerte, de la que había olvidado la combinación hacía años, con algunos dólares, que cambió en la madrugada a unos conocidos arrebatadores y pungas. Se subió al tren a Constitución, ahí tomaría el subte y se iría a Retiro, donde tomará el tren a Córdoba. Mientras hacía el viaje le cuenta su historia a su compañero de asiento, con el que había empezado hablar cuando éste le ofreció un trago de su petaca. Le comentó que su secreto era saber qué es lo que puede gastar y qué es lo que tiene que guardar. Y le recitó su credo, que lo mejor a lo que se puede aspirar es a morir en el sueño. La novela terminaba con él mirando por la ventana, viendo pasar el paisaje, mientras el otro le contaba a su vez su vida, que a él no le interesaba. Gregorio Astley se fue quedando dormido mientras escuchaba que la partida nunca era la solución, pero que a veces había que hacer partir a los que no pagaban, que lo conocía, lo había visto y lo había seguido, había visto a su hija jugar con él en la plaza. Lo último que se narraba es que Astley se iba durmiendo profundamente luego de apagar su cigarrillo.


viernes, enero 04, 2013

Hojarasca.



Explotó en un remolino de hojas
Escritas a máquina y garabateadas a mano
Que lo escondió en una nube imaginaria
Entre la cual cayó como una bolsa de papas
En el medio de nuestro túnel
Mientras pasaba un tren diesel
Y no es escuchaba nada
Más que el golpeteo de los durmientes
No hubo luz del sol ni claro de luna
Cuando su alma dejó su cuerpo
Inerte y tirado en el largo pasillo
Entre el este y el oeste
Por debajo de la estación de trenes
Donde quedó el cuerpo
Entre el olor a vegetales podridos
Y plástico viejo de juguetes gastados
A la vista de los testigos presénciales
La ayuda tardó en llegar
Quizás porque pareció un chiste
O una escena de película
Por cómo cayó
Por la nube de folios
Por las poesías que quedaron el aire
Nadie lo ayudó
No había nada que hacer
Cuando su cabeza tocó el piso
Ya estaba muerto
Todos sintieron un escalofrío
Detrás del cuello
Quizás era porque la parca
Anduvo suspirando aliento frío
Detrás de todos los presentes
Un buen rato
Y lo eligió a él
El más viejo de todos
Los que cruzaban por el túnel.

Nadie lo sabía pero es un poeta
Era un padre de una hija que casi no conocía
Tenía un amante de su misma edad
Desde hacía más de diez años
Su hija y esposa no se enteraron que murió
No sintieron nada en ese momento
Su amante no volvió a verlo
Aunque fue su amante durante todo el tiempo
Tal vez porque amante se es toda la vida
Era algo viejo y caminaba poco encorvado
Y lo último que tomó fue un café con ginebra
En el café que todavía está en la estación
Que todavía guarda su mesa
No hablaba con nadie
Sólo pedía su café y ginebra
Y se dedicaba a leer y a garabatear
Sobre las páginas escritas a máquina
En su eterno poema
El que empezó cuando tenía quince años
Siguió cuando usaba uniforme de ferroviario
Y que escribió durante el resto de vida.

La nube es un poema
Fue una niebla de hojarasca
Sin presunto principio ni final
Algo que parece ser eterno
Sin mayúsculas o puntos o comas
Un poema sobre Cayo Julio César
Su vida y sus logros y miserias
Especialmente su caída
Y parece ser un trabajo en desarrollo
Un maldito work in progress
Tal vez el de toda su vida
O el de un ratito de vida
Las hojas que volaron
Hablaban de la muerte del tirano
De las idus de marzo
Los días en que el metal llenó su cuerpo
No hay rastros de otros sucesos
Ni sabemos si existen más hojas
Más versos rimas o métrica
Pero parece algo de un todo
Tampoco hay un orden
Porque la muerte aparece en todas las hojas
Los versos son largos
Y parecen ser intercambiables
Puesto que la historia no cambia
Pero las ideas cambian
Si se leen de una forma el tirano es amado
Con otro orden es un demócrata odiado.

Nos dedicamos a encontrar
Durante larga vida
Los diferentes fragmentos del poema
Para poder ordenar y editar
El sentido de la vida
Del viejo que murió en el túnel
Entre medio del este y del oeste
Más allá de comunismos y capitalismos
De algunos Smith y otros Marx
Pero no sabemos quién es
No tenía nombre en su cuerpo
Más que su cara
Que le debe decir algo a quienes lo conocen
Tal vez muchos o quizás pocos
Puesto que a nosotros no dice nada
Pero ahora es nuestra obsesión
Y escribimos cuentos y novelas
Inventamos odas y elegías
Hasta leímos algo en su tumba de expósito
Él es nuestro Natalia Natalia
Nos basamos en su presunta vida
Nuestra suya existencia
Así nos divertimos
Entre los cafés y el vermouth
En las sobremesas en la mesa
Creamos de un muerto una vida.

domingo, mayo 27, 2012

Nombres Falsos.

Creo que la historia que más me gusta de José María Arce, me dice, es una de cuando era joven, recién salido de la facultad, aunque realmente no sé si haya terminado o si simplemente fue un par de clases. Pero bueno. Enciende el cigarrillo con las brasas del anterior y se lo pone rápidamente en la boca. Mientras tomo un poco de la grapa que nos había traído el despensero que nos hacía el favor de esperarnos mientras nosotros a su vez esperábamos a que Arce llegara. Ulises me dijo que era mejor llegar temprano, ya que uno nunca sabía a qué hora podía llegar a acercarse por el lugar. Pero el tano nos hacía la gamba, tenías las luces apagadas del local, sólo un pequeño velador, que no iluminaba casi nada en nuestra mesa y una luz al fondo, que usaba para leer. Había tenido la gentileza de habernos dejado la grapa y Ulises hablaba como si le tuviera miedo a la oscuridad. 
En esa época se hacía llamar Brausen, lo miro con incredulidad entre las penumbras, creo que no llega a ver mi cara, o no le da demasiada importancia a mi sorpresa. Había conseguido una beca, no sé cómo hace pero siempre consigue buenos trabajas con poca presencia o becas de fundaciones que nadie conoce. Bueno, estaba trabajando sobre los poemas de Weldon Kees, haciendo traducciones, aunque él, las llama versiones, y no sé si tiene más de dos o tres poemas traducidos, o versionados. Me lo imagino andando todos los días con un saco de tweed arrugado, un Bremen gris, camisa y pantalón de vestir negro. Todos los días con lo mismo, a lo sumo le agregaría una bufanda en los días más frío de junio o julio, pero siempre vestido así, todo el tiempo. Así me lo imagino al Brausen de Arce. Lo vi una sola vez en esa época, la primera vez que lo vi en mi vida, yo estaba de oyente en una clase de literatura americana, y él estaba sentado al lado del profesor, sin hacer nada, leyendo unas notas. Siempre aparecía con el profesor, se sentaba en el banco adelante, y leía las notas, siempre vestido igual, siempre arrugado. Nunca le pregunté por eso, creo que me respondería con mentiras. Así es él, y me mira sobre la llama del cigarrillo. A veces pierdo el hilo de su monologo porque me hipnotiza el eterno moviendo de la brasa roja del cigarrillo en sus labios.
Vivía en capital, cerca de avenida de mayo, en un edificio viejo, algo coqueto, según lo que sé, pero él tenía una buhardilla en el último piso. No tenia muebles, salvo una mesa y la cama. La cocina era a garrafa y las ventanas estaban siempre sucias. Conocí ese piso hace poco, todavía allí tiene libros, es como su almacén. A él le había llamado la atención un vecino, que vivía justo debajo de él. Supongo que lo que le había abierto la curiosidad era su acento, su forma de decir hola, que creo que al principio, y como buenos vecinos, eran las únicas palabras que habían intercambiado cuando se cruzaban por las escaleras, el edificio no tiene ascensor.
El despensero se acercó a la puerta y la abrió, por un momento Ulises se calla y espera. Yo tenía la puerta de frente, así que se dio vuelta para mirar, pero no había llegado, y el despensero hizo entrar a un perro de la calle, que al parecer era de él o vivía en el despacho de bebidas. Le serví un poco de grapa en su vaso y rellené el mío.  En esa época sé que dormía de día, toda la mañana hasta bien pasado el mediodía, iba a la facultad, me lo encontré varias veces allí, pero nunca intercambiamos palabras, y a la noche se iba a la biblioteca del congreso a trabajar sobre sus versiones. Allí estaba hasta las doce, luego se iba a los bares de avenida de mayo y así pasaba el rato. Creo que en uno de esos bares se encontró con su vecino. También creo que su vecino lo reconoció y le hizo un gesto de amistad con el vaso, pero esa noche no pasó de eso. La vida de Arce, entonces Brausen, aunque vaya a saber cuál es su nombre, una vez iba con él y un tipo le empezó a gritar Santamaría, Santamaría, eh, viejo y querido Santamaría y Arce me dijo que apuráramos el paso. Cuándo le pregunté que era eso, me dijo simplemente, otra vida.
Así que pasaba las noches yendo a la biblioteca del congreso hasta que cerraba, después andaba por Rivadavia o avenida de mayo, caminando y terminaba en el bar. Siempre el mismo bar, no sé que tomaba, pero me imagino que empezaría con un café y seguiría con ginebra, gin & tónica, Martini o un Tom Collins. Tal vez con cada apellido toma un cóctel diferente de ginebra. Supongo que se fue acercando a propósito a su vecino. Algo le había llamado la atención. No sé cómo habrá roto el hielo, quizás le contó su trabajo con los poemas de Weldon Kees, o su vida, o su suicidio. Quizás fue el vecino que se le acercó porque necesitaba romper la soledad de sus salidas nocturnas al bar. O necesitaba a alguien que lo acercara a su departamento cuando estaba borracho. No lo sé. Nunca he podido saber cuál fue la razón, pero sí sé que con el tiempo se encontraban en ese bar de avenida de Mayo a tomar y charlar.
Prendió otro cigarrillo con la brasa del anterior, ya era el tercer cigarrillo de la noche, desde que estábamos sentados, Ulises parecía aburrido, pero contaba como si quisiera que yo aprovechara la historia de alguna manera, tenía esas cosas, a veces sin que le pidas nada se ponía a contar cuentos sólo para que uno los escriba. Él era el narrador oral del grupo, pero casi nadie lo escuchaba. Supongo que fue alguna de esas veces que caminaban el corto trayecto desde el bar, que nunca supe exactamente cuál era, hasta el edificio de departamentos. Allí llevó al vecino, que se hacía llamar August Stramm y era alemán. Esa fue la primera vez que entró al departamento del vecino. Era coqueto, con muebles de diferentes estilo, bibliotecas con libros viejos pero todo muy armado, casi como si no hubiera personalidad en los estantes. Le sorprendió que no hubiera fotos, en una casa tan formal no había fotos ni de parientes, ni de esposas, ni de hijos. Pero no le dio importancia. Lo sentó en un chaise longue, donde quedó dormido al instante. Arce, siendo Brausen, husmeó un poco el lugar, agarró un libro, en alemán y se sentó en un sillón regencia de pana blanca. Se quedó dormido.
A la mañana siguiente, era sábado, creo, Arce se despertó antes que Stramm y empezó a irse cuando el otro lo vio, y le preguntó qué estaba haciendo allí. Procedió a explicarle toda la noche, pero el otro no le creía demasiado, fue hasta una cómoda, abrió un cajón y sacó una pistola. La apuntó, supongo que con una Walther PP, pero él nunca me dijo con qué, y le dijo que se vaya. Arce se fue con las manos en altos, con el libro del alemán en la mano y el bolso al cuello. Se fue a su buhardilla, tiró el libro y se quedó dormido de nuevo. No sé si de miedo, o de cansancio, o borrachera o qué, pero se durmió, esto él me lo jura, pero jura mucho en vano y casi todas sus historias tienen dejos de irrealidades. Recuerdo que huno una vez que no apareció con su saco de tweed arrugado, su Bremen gris, su camisa blanca y sus pantalones de vestir negro por el aula de literatura americana. Siempre supuse que esa tarde era la siguiente de esa noche, un sábado de práctica. Pero quién sabe.
Ulises hizo un alto, toma un poco de grapa, vacía su vaso de un saque y yo le vuelvo a servir, por primera vez en la noche siento deseos de fumar, pero no le pido un cigarrillo, aunque él está volviendo a encender otro con la brasa del anterior. El perro está dormido entre mis piernas, el despensero duerme con un libro en su pecho, la puerta está cerrada a cal y canto, y entre los pósteres de garrafa Sánchez, Eliseo Mouriño y demás glorias de Banfield sigue con su historia. Tuvo que esperar hasta el lunes para volver a su rutina. Por la noche estuvo en la biblioteca del congreso hasta las once y media, más o menos, chequeando diccionarios de inglés, viejos diarios de época y demás cosas que hacía allí. Además, ya en esa época estaba empezando a buscar la figura de Rafael Hithlodino, creo que sus primeros pasos fueron esas noches en ese lugar, me parece que allí escuchó a un linyera que dormía todo lo que podía en la sala sobre la ubicación de ese libro en Lisboa. Luego volvió a ir al bar, creo que dio una vuelta más larga, tal vez se perdió un poco por las calles del barrio, dando vueltas hasta llegar a nueve de julio o plaza de mayo para luego retomar, armarse de valor y volver al bar, donde pensaba que estaría su vecino alemán. No es algo muy Arce, le digo, normalmente anda escapando. Eso es verdad, dice Ulises mirando la braza de su cigarrillo en su mano, pero en esa época era Brausen, sonríe y me apunta con los dedos índice y anular donde sostiene el cigarrillo.
No estaba, resume rápidamente. Stramm no estaba en el bar. A la otra noche tampoco. Y la otra en vez de ir directamente al bar, Arce fue al edificio y golpeó durante un rato la puerta, nadie atendía. Entonces, Brausen, y no Arce, entró. El lugar estaba a oscuras, pero Stramm estaba allí, en un sillón de cuero, con su Walther PP apuntándole. Le hizo gestos para que se sentara en el sillón regencia de pana, él cumplió las órdenes, sin levantar los brazos, tampoco hizo ningún gesto ampuloso. Había un olor a alcohol fuerte que embargaba el ambiente, pero él jura que no había más sonidos que la respiración de Stramm y el movimiento de un reloj antiguo cerca de la ventana que daba a la calle.
wer sie arbeiten, dijo en alemán Stramm, me dijo Arce que le dijo, dice Ulises, MOSSAD, CIA, SIDE. Estos últimos acrónimos eran lo único que entendía, me dijo Arce, dice Ulises. Y me apuntaba, movía el arma con cada palabra, como si eso hiciera que las respuestas broten, con cada palabra intendeible, que las repetía una y otra, vez movía el arma de manera amenazante. Hasta que se cansó y retrayó la corredera para atrás, se paró y volvió a repetir las palabras. Ulises fuma tranquilo y el humo se hace tornasolado con la poca luz del lugar. Me dice que Arce temblaba cuando le contaba el cuento, y hacía los gestos del alemán, que de hecho, mientras se lo contaba, en el medio del Bar el Sol, que ya no existe más, en la esquina de la estación de Banfield, se paró de repente y le gesticulaba como apuntándole con un arma. Dijo que en sus ojos veía el recuerdo, y que o el suceso había pasado o que Arce era mucho mejor actor que lo que cualquiera podía llegar a creer. Al final, Stramm, se cansó de hablar en alemán y no obtener respuesta, y Arce, o Brausen, estaba mudo, en shock y no le salían las palabras. Y le preguntó, para quién trabajas. Mossad, CIA, Side. Arce dice que le dijo que trabajaba para el Instituto de Traducción Henry Larssen, que le habían dado una beca para traducir los poemas completos de Weldon Kees. Stramm todavía le apuntaba con el arma. No le creía.
Al final, Ulises encendía otro cigarrillo y se nos había acabado la grapa, Stramm se volvió a sentar pero nunca le dejó de apuntar. Le dijo que era una muy buena covertura, que había comprobado los papeles y todo parecía estar en orden, pero que era eso lo que le le llamaba la atención. Pero que ya no le importaba nada y que Stramm ya no servía, puesto que si él, Brausen, que era Arce, me dijo Ulises, recalcandolo hasta el hartazgo, lo había podido encontrar, y que asumía que era del servicio de inteligencia argentino, que otros jugadores más importantes lo podían encontrar a su vez. Se quedó callado un momento, y Ulises recreo el silencio, y en el despacho de bebidas no se escuchaba un alma, mas que el perro que soñaba a mis pies. Le dijo que su nombre era Georg Heym, que había nacido en Dresde antes del bombardeo, en diciembre del 44. Su padre era Hauptmann en la Wehrmacht, y nunca lo había conocido, murió en la toma de Breslau, cuando los rusos quemaron las ruinas de la ciudad. Él había crecido entre medio de uniformes americanes, britanicos y franceses en alemania occidental, a donde su madre había huido cuando los rusos tomaron Prusia y Silesia, con él, bebé, en brazos. Luego, había crecido y había entrado al servicio externo de Alemania Occidental, trabajando primero en Bonn y luego en varias capitales europeas del este. Hasta que recayó en Argentina.
Ulises se para y va hasta donde el despenciero duerme tranquilamente, yo veo la brasa del cigarrillo que se aleja y se pasa detrás de la barra, agarra una botella cualquiera y vuelve. El perro duerme bajo mis pies, como su dueño, y José María Arce todavía no da señales de vida. Se sienta y me sirve, pruebo, era Hesperidina, a mi nunca me gustó mucho esa bebida, pero era lo que había, y tomamos eso. Arce me dijo que el alemán, Stramm, aunque nacido Heym, le siguió contando su vida. En Argentina trabajó para la embajada alemana, pero desde hacía tiempo trabajaba para el servicio de inteligencia alemán, así fue como de un día para otro cambió el nombre, Stramm volvió a Bonn y Heym fundó una importadora con oficinas en Paseo Colón, cerca del puerto. Desde esa tapadera ellos, él era parte de varios, debían obtener información sobre los nazis que aún vivían en Argentina, lo que había pasado con Eichmann había encendido las alarmas. A él le había tocado la tarea de encontrar a Heinrich Müller (conocido como Gestapo Müller), el más alto gerarca de la Alemania Nazi que no se había encontrado paradero.
Arce me dijo que escuchaba todo con una mezcla de incredulidad y pasión, mientras Stramm todavía le apuntaba con el arma a Brausen. Aquí, en este país, me encontré con un personaje llamado Manfredini, dijo Arce que le explicó Stramm, me dice Ulises. Un personaje extraño, un poeta italiano fascista, enamorado de Gabrielle D’Annunzio que había tenido algunos contactos con las brigadas rojas, lo cual era muy raro, que había escapado de Italia, a Francia y finalmente a España, donde había conocido a dos personas importantes: al jefe de Odessa, que le dio datos sobre la emigración nazi a América Latina y a López Rega, del que se hizo amigo, y se lo llevó a Argentina. Allí siguió la pista de los nazis que quedaban en la década del setenta. Y yo, me lo encontré, dijo Arce, que informó que Alemán, dice Ulises. Me puso en la pista de Gestapo Müller.
En este punto Ulises para, toma aire y se queda mirando cualquier punto en el espacio. El perro se había despertado y se había ido a la puerta. Mueve la cola y espera. Parecía que quería salir o alquien estaba llegando. Pero al rato, el perro vuelve a tirarse, esta vez cerca de la puerta, pero despierto, esperando. Dice que encontró a ese nazi, aunque todo lo que dijo de Müller fue raro. Según Stramm, estaba viviendo en San Juan, lejos de los lugares donde los cazadores de nazis buscaban, Buenos Aires, Córdoba y Bariloche. Al parecer Stramm se dirigió personalmente, aunque ya esa fase de la operación no era de su competencia, e hizo inteligencia in situ a Paul von Sthüler. Él está convencido que, me dijo Arce, dice Ulises, que era Müller. No como ese pobre tipo que encontraron en Centroamerica y dijeron que era, no, este, según él, era. Estaba viejo, ya tenía alrededor de setenta y siete años.
Lo que después me dijo Arce, que pasó, fueron puras incoherencias, según él Stramm, le volvió a apuntar, y le puso el arma en la sien, sentía el olor a aceite y pólvora que lo embriagaba. Gatilló el arma. Brausen debía estar muerto, dijo Ulises, pero la Walther estaba descargada y en vez del disparo, hizo un sonido seco a resortes. Stramm empezó a reir. Y le dijo que debía ver su cara. Que creyó que lo iba a matar. Y se reía con fuerza, y sin parar. En algún punto Brausen, o en ese punto, ya, Arce, empezó a reir también. Stramm se volvió a sentar en su sillón de cuero y le dijo que todo era un cuento, una novela de espionaje que estaba escribiendo. Y volvió a reir. Que había cosas ciertas, sobre su nacimiento, lo de su padre y su empresa, pero que el resto eran ulucubraciones, como todos esos cuentos que se dicen de la Stasi, y estas palabras, al parecer, quedaron grabadas en la mente de Arce, porque la repitió varias veces. Al final le dijo que Heym era un escritor era un escritor expresionista alemán, muerto en un raro accidente en un río congelado.
Arce, en ese momento me miró, dice Ulises, y me dijo: no estoy muy seguro de nada de lo que pasó esa noche, pero sé que luego no lo volví a ver más. Tampoco sé porqué tendría miedo de los servicios secretos occidentales, si supuestamente él hubiera pertenecido al servicio secreto alemán. Yo le dije que no se preocupe por eso, si era todo mentira, era todo una historia que le había contado. Tal vez, me dice Ulises, mientras Arce todavía dudaba, Brausen estaba totalmente seguro que lo que había oído era verdad, que Stramm era Heym, que era espia y que había encontrado, por medio de los datos de un tal Manfredini, a Heinrich Müller, alias Gestapo Müller en San Juan, haciéndose pasar por Paul von Sthüler. En ese punto, medio que me perdí con todos los nombres que me daba Ulises, pero él reía. No le importaba, le parecía que la historia era buena, divertida, e interesante.
Llegado al caso, me dice Ulises, de llegar a ser cierta, Paul von Sthüler está muerto, hoy tendría más de cien años. El jefe de la Gestapo nunca fue enconrado, dice, aunque creen que murió cuando escapaba de Berlín. Algunos dicen que huyó a la Unión Soviética, lo que, aunque primeramente inverosímil, al final, con ciertos datos, puede ser probable. La opción de sudamérica, le digo, no sé, dice Ulises, acá encontraron a Eichmann, y no dijo nada sobre su jefe, mejor dicho, sobre el paradero, aunque Eichmann era SS y Müller Gestapo, le dije. Sí, responde Ulises. Y Arce, qué cree al final de todo esto, le pregunto. Nada de lo que diga José María Arce puede ser tomado en serio, con el tiempo se fue poniendo cada vez más paranoico, vos lo sabés, de hecho, yo lo sabía, lo sé, cree que lo persiguen agentes del gobierno de Utopía, el estado perfecto descripto por Tomás Moro, dicen que lo buscan para sacarle el libro de Rafael Hitlodino que encontró en Lisboa. Una vez mandó un paquete, que anduvo entre varias manos. Por las mías pasó, yo se lo dí a Ulises, no me atreví a abrirlo, sé que Ulises tampoco lo abrió. Creo que ninguno lo abrió. Al final, todos teníamos un poco de miedo.
Se nos acabó la bebida. El perro se levanta y empieza a ladrar, salta contra la puerta y da vueltas, la cola se mueve en signo de alegría. El despendero se despierta y camina rápido sobresaltado hasta la puerta, la abre y espera. Sale, mira arriba y abajo en la calle, el perro se escapa. El despensero está afuera, gritando el nombre del perro, con los brazos en jarra y silba bien fuerte. Ulises y yo lo miramos, una mano me toca el hombro, me doy vuelta y es José María Arce, que me saludaba, haciéndome señas para que no haga ruido nos vamos por la puerta de atrás.


lunes, febrero 27, 2012

La Inundación.


Las primeras dos gotas que notó golpearon cerca del margen de la hoja de papel, formando una pequeña deformación. A Julia esa imagen le hace recordar cuando en las noches de verano leía y su dedo gordo dejaba una huella en el papel. Pero esos recuerdos duran sólo un efímero segundo ya que nota que la lluvia va a caer con mucha intensidad en pocos instantes más, por lo que la copia del manuscrito se la pone junto al pecho acunándola como a un bebe, toma velozmente sus lápices y lapiceras de colores de la mesa, agarra por el borde del vaso largo su cerveza y camina con paso apurado hacia dentro del bar, a una mesa cerca de la ventana. Mientras todos los demás veraneantes corren para apearse debajo de toldos o dentro de otros locales.
Dentro, ella tira todo sobre la mesa redonda mientras afuera se larga el chaparrón anunciado, tan típicos en esa zona durante el verano. Antes, desde su antigua posición veía el río, la casa de Cultura y el lugar donde los camiones hidrantes paraban para reabastecerse. Ahora, aunque está un poco más allá de su lugar original, no logra ver más de diez metros de distancia. Toma un largo trago de su cerveza, que no se mojó, porque su mano cubría la parte de arriba del vaso. La copia del manuscrito que está usando no tiene muchas imperfecciones por el agua. Podrá seguir trabajando en ella hasta que o llegue su primo, apodado “El Espectro”, como era originalmente el plan, o hasta que aparezca su marido para llevarla de nuevo a la quinta. Julia sabe que su primo no aparecerá, pero nunca por eso deja de ir a las citas que acuerdan de antemano.
Se sienta, se siente mojada, el pelo le cae sobre la cara, se arregla cómo puede y mira por la ventana. Recuerda los chaparrones estivales de su juventud en ese mismo pueblo, de su primer beso bajo la lluvia no demasiado lejos de ese lugar, de los bailes nocturnos que terminaban en corridas porque el agua caía con fuerza y todos se tenían que esconder bajo los árboles y los toldos que se ponían especialmente para la ocasión.
Ordena los lápices en la mesa y toma la lapicera roja. Se mete de nuevo en el manuscrito, en la fotocopia, una de la que sus ayudantes sacaron cuando el muchacho, Fernando, les llevó las cajas con los inéditos de su abuelo. Una vez que Julia había aceptado el desafío de poner en orden, corregir y recopilar todos los inéditos, luego de haber leído algunos extractos y asegurarse de la calidad del material, la primera medida que tomó fue que sus ayudantes de cátedra (que nada tienen que ver con el proyecto que le insumió los últimos dos años de su vida) le sacaran tres fotocopias a los originales. Luego, con las copias hizo que dos octogenarios egresados de las Academias Pitman pasaran esos escritos en computadora. Los octogenarios eran reacios a usar las PC, pero Julia logró con mucha simpatía y paciencia hacerles entender que era necesario tener una copia digital, sobre la que haría luego las correcciones, de los manuscritos. Así fueron los primeros pasos que dio, antes de empezar a leer todo, o sea, antes de empezar a trabajar.
Y ya había leído todo, había corregido casi todo. Le faltaba el cuento que tenía enfrente de sí. El último, cronológicamente en la historia, y el último que fue escrito. Ya desde los primeros cuentos se mencionaba que el destino de la ciudad de William Morris, lugar de ficción en el medio de la pampa húmeda, aunque con certeza eso no se puede precisar, era el de terminar inundada por efectos de un lago artificial de una represa río arriba. Por eso el gobierno de la provincia había ido borrando a la ciudad de los mapas lentamente. Primero sacándola de las guías, luego removiendo los carteles de la ruta y al final, simplemente olvidando que existe y fundando un pueblo con el mismo nombre en el conurbano bonaerense. Además el perenne intendente había tenido sus discusiones con el gobierno provincial, lo que no ayudó a la posición de la ciudad. En este último cuento se contaba el desarrollo de la inundación. Se contaba el destino final de la ciudad (otrora pueblo; durante los cuentos y las novelas, que abarcan una veintena de años, crece en población, y a su vez en personajes). Julia venía dejando ese trabajo de lado en los últimos tiempos, desde la fiesta de año nuevo no tocaba página, cuando su marido le preguntaba la razón ella le decía que hacía muchos años que estaba viviendo en el pueblo, del cual no se sentía con suficientes fuerzas como para salir. Él entendía, tenía sus propios demonios dando vueltas, o podría decirse que él era el demonio que le daba vueltas a un joven inocente.
El cuento había sido el primer escrito que había encontrado el muchacho que le había acercado el proyecto. Lo había visto al lado de la máquina de escribir de su abuelo la última vez que entró a la casa para intentar hablarle. El muchacho se llama Fernando Zambra, es abogado (cuando le había acercado las cajas era estudiante) y trabaja en la una secretaría legal y técnica de la Cancillería, por lo que pasa sus horas libres estudiando idiomas (francés, alemán, danés, hebreo, ruso) para conseguir una experiencia en el extranjero. Su abuelo se llamaba Don Alberto Daniel Dabul-Vallejos, famoso en ciertos ámbitos de alta alcurnia, no por haber nacido en cuna de plata sino por haberse casado con una de las mujeres más adineradas y de mejor apellido del país. Su esposa falleció relativamente joven y Don Alberto crío a sus tres hijos (dos mujeres y un varón) solo. Nunca se volvió a casar. Su nieto favorito era Fernando, hijo de su hija mayor, y a éste le legó sus manuscritos luego de su suicido (con una pastilla de cianuro, “como los jerarcas nazis en el final de la guerra” le dijo Fernando a Julia). Su nieto lo encontró, muerto, al lado de la máquina de escribir, en el rollo había una hoja dónde solamente decía: Los misterios se esconden a la vista en la vida, los libros libres se guardan en la cochera. Nadie terminó de entender la frase hasta que en el testamento Don Alberto le legó a su nieto preferido, entre otras cosas materiales menores, la llave de una cochera en la calle Carlos Croce, en la ciudad de Lomas de Zamora. Allí encontró las cajas. Con los cuentos, las novelas, unos cuatro mil papeles mecanografiados que conformaban una obra que había empezado en el momento que murió su mujer (por la fecha del manuscrito más antiguo) hasta horas antes de su muerte elegida.
Así fue cómo llegaron los manuscritos a las manos de Julia, Fernando había sido alumno suyo en un curso sobre historia del arte, y decidió que ella era la mejor para el trabajo. Julia tomó todas las medidas para organizar todos esos manuscritos que contaban la historia de ese pueblo (luego ciudad) llamado William Morris. Cuentos fantásticos, policiales, banales; novelas de personajes, experimentales o existencialistas, todo sobre el núcleo de la ciudad, con personajes recurrentes, que envejecen, contando unos veinte años de existencia, desde el momento en que anuncian que el pueblo dejará de existir hasta el momento que el agua borra todos los rastros de las calles, las casas, los bares, la plaza y la ribera. Todo narrado desde esa pluma, sin que nadie lo supiera en vida, sin intención de publicar nunca nada, sin que ninguno de sus familiares supiera de la vida secreta de Don Alberto. Algunas veces, le contó Fernando, cuando él llegaba escuchaba el repiqueteo de la máquina de escribir, una viejo armatoste Remington gris (uno de los objetos que le dejó en herencia), pero ni bien cerraba la puerta los sonidos cesaban. Nunca nadie supo nada. Nadie ni siquiera lo sospechó. Nadie sabe cuando escribía y varios miembros de la familia (numerosa y patricia) dudan que Alberto haya escrito todas esas páginas.
Julia no sabe si lo escribió Alberto, pero con los años se dio cuenta que todos lo que ella leyó salió de la misma pluma. Y esa pluma había escrito el último cuento, el que estaba al costado de su máquina de escribir con el mensaje cuando lo encontraron. Y el cuento trataba sobre las últimas horas de William Morris, pero contado años después, en primera persona por alguien que había nacido allí en el año setenta y vivió allí cinco años, hasta que toda huella del lugar de su natalicio se borró. Así el personaje desde sus recuerdos intenta recontar las últimas horas de su ciudad. En su relato hay un personaje especial, su vecino de enfrente, un personaje que nunca fue importante en ningún cuento o novela, pero que siempre está, atrás, de costado, en unas pocas palabras a veces, pero siempre ahí: Paul von Sthüler. El narrador recuerda cómo lo veía todas las mañanas y recuenta, además varios de los sucesos de los otros relatos, por ejemplo como von Sthüler escuchó a un borracho decir que su trabajo era cazar lobisones en las noches de luna llena, o cuando robaron el banco de la ciudad y el único testigo había sido el que limpiaba los zapatos enfrente, siendo von Sthüler el único que le daba crédito al hombre, o los sucesos que llevaron a la muerte del Naila y cómo encontró el cadáver.
El relato empieza así: “Yo nací en un pueblo que hoy no existe ni nadie recuerda” (Ella tachó con un lápiz rojo el «Yo») y hace un recuento de la historia de la ciudad hasta su último día cuando “el agua entró desaforadamente, inundando la casa donde había vivido toda mi infancia. Tapó todos mis recuerdos y nunca pude volver a mi hamaca en el sauce del fondo o el almacén de ramos generales del Turco donde le compraba los cigarrillos a mi viejo. El agua borró parte de mi vida, una parte que ni aparece en los viejos mapas”. Así se nos cuentan las últimas horas de la ciudad. Y Julia corrige, tacha y arregla la gramática, hace un trabajo sutil, pero que es necesario.
Pero por más que la ciudad esté en primer plano Paul von Sthüler es el verdadero protagonista del relato. Se cuenta cómo el narrador conocía al Alemán (así se lo llama en los primeros cuentos y novelas, luego se lo llama por nombre o, a veces, y son muchas, como el Prusiano), que vivía enfrente de su casa. Recuenta las pocas veces que charlaron, donde el Prusiano le decía que había nacido en un pueblito cerca de Königsberg, sobre las costas del mar báltico. También sabía que era miembro de una familia aristócrata junker y que como muchos de su clase había estudiado en la Academia de Guerra Prusiana en Berlín. Le contaba historias sobre sus peleas en el barro en la primera guerra mundial con solo veinte años, le comentaba como eran las trincheras en Verdún, cómo era Kiev, dónde estuvo unos meses antes que los alemanes la dejaran para que entren primero los nacionalistas ucranianos y luego los bolcheviques. Todo le sonaba a historia, a mentira, a ficción, pero el narrador recontaba cómo lo fascinaban esas historias y eso tuvo un peso sustancial en encontrar su verdadera vocación.
El relato intercala la historia de Paul von Sthüler y las horas finales de William Morris. El narrador nunca supo nada más del prusiano una vez que el agua había borrado al pueblo, del que nadie nunca más volvió a escuchar. El Narrador sin nombre había estudiado historia y uno de sus proyectos personales era intentar revivir el recuerdo de la ciudad en un libro. Nadie quería recordar a una ciudad que había desaparecido bajo las aguas y mucha gente ni siquiera sabía que alguna vez esa ciudad había existido. Todos sabían que estaba el lago artificial pero nadie sabía lo que escondía. Lo tenían por loco al contar sus recuerdos iniciales de infante. Así que emprendió la búsqueda de todos que habían habitado la ciudad. Fue encontrando a varios y armó el libro en base a esas entrevistas. Todo iba bien hasta que se puso a buscar al prusiano. Lo buscaba por dos motivos. Una por su ciudad. El otro porque su tesis profesional tenía que ver con el período de la República de Weimar. Pensaba que así mataría dos pájaros de un tiro. Pero el Prusiano fue imposible de hallar. Se enteró que ningún Paul von Sthüler había entrado al país en los registros de inmigración. Se fue dando cuenta que el Prusiano era una máscara de alguien más, de otra persona. Y mientras el proyecto de la historia de la ciudad crecía en fotos, historias y páginas, el misterio de quién había sido el alemán se incrementaba en su mente.
Desde hacía tiempo todos habían ido armando teorías sobre ese personaje, que siempre aparecía de refilón. Julia sospechaba que algo había con ese personaje pero no sabía qué, tenía varias ideas pero no podía poner el ojo en ninguna. Uno de sus ayudantes señalaba que el Prusiano en realidad era la representación de Dios, un ser que está siempre y al que no le prestamos atención más que en algunas oportunidades. No había mucho con qué solventar esa teoría pero era por lo menos agradable y se reían cuando la formulaba. No sabía porqué Dios sería alemán. Fernando tenía una teoría. Para él von Sthüler era nazi, un criminal de guerra, tal vez miembro de las SS (o sino de las Waffen-SS). Que era testigo de las historias, muchas veces él estaba pareciendo inocente, pero no lo era. Y mencionaba ejemplos. Pero lo más importante para Fernando era que Paul von Sthüler no era un personaje de ficción sino un ser de carne y hueso.
Mientras Julia corregía los textos, Fernando usaba sus influencias para intentar develar el misterio de Paul von Sthüler en la vida real. Sostenía que todos los datos que había dado su abuelo eran ciertos: que era prusiano, que había nacido cerca de Königsberg, que había participado en la primera guerra mundial, pero estaba seguro de dos cosas, que no era aristócrata y que no había sido oficial, sino soldado en la Primera Guerra Mundial. Tenía sus razones y Julia las consideraba lógicas, pero el extrapolar un personaje de ficción a una ofrenda de la vida real, le parecía tirado de los pelos. Pero Fernando estaba obsesionado con la idea. Decía que tenía que ser alguien que su abuelo haya conocido, y que hubiera moldeado el personaje desde allí. Que todo era una pista para desenmascarar a esa persona que se escondía detrás de la máscara de la ficción. Julia le afirmaba que de llegar a ser cierto, cosa que dudaba, lo más probable es que la persona en cuestión estuviera ya muerta, pero Fernando no se detenía por eso, decía que la verdad era más importante que la vida o la muerte. Por esas razones leía y relía todos los extractos donde aparecía el personaje (o podría llegar a estar, muchas veces se presumía que era el Prusiano pero no estaba explicitado en los cuentos o novelas), buscaba signos y datos. Y como su propio proyecto personal fue armando una biografía de Paul von Sthüler, el resumen de la ciudad de William Morris, pero en sólo un personaje.
Para Julia, por lo menos en el cuento que está corrigiendo, el alemán significa un cierto paralelismo entre la desaparición del pueblo y el desarraigo del prusiano. Eso porque Prusia ya no existía más (su territorio era parte de Polonia, Rusia y Lituania), sus ciudades (hasta la ciudad donde había nacido el personaje) habían cambiando de nombres (por ejemplo, Danzig ahora era Gdansk), que en esos lugares ya no se hablaba más alemán y, en muchos casos, ni siquiera vivían alemanes étnicos. Desde ese punto de vista leía ese último cuento, si había alguna tenue asimilación entre la desaparición de la ciudad y los recuerdos del Prusiano esa era la razón que encontraba, esa era su idea crítica. De eso Julia estaba segura. De todo lo demás, no sabía nada. Por lo pronto no le interesa. Además en esos momentos había llegado a interesar a una editorial para intentar ir publicando algunos relatos (con lo cual ella se llevaría un cierto porcentaje como sueldo a sus dos años de trabajo). Piensa en lo que le había dicho el editor, «estamos interesados, no estamos extasiados, esto no es una olla de oro, pero es interesante». Antes de irse de la oficina le había aclarado: «Encaja con nuestro catalogo de rescates». Eso la ponía contenta, quería que otros llegaran a disfrutar del viaje como había disfrutado ella.
Termina el trabajo mientras lee las últimas líneas, donde el narrador mira desde la orilla del lago en dirección de dónde estaba su ciudad. Rememora al prusiano y sopesa cómo se lo comió la tierra (y a la ciudad el agua). Desecha la idea de contratar una lancha con equipos de buceo para entrar de nuevo a su casa. Sabe que sería una tarea ciclópea, nadie sabe a ciencia cierta dónde está la ciudad en el inmenso lago. Cerca del final recuenta que en una de las entrevistas sobre el pueblo, un vecino le dijo, que en una noche de borrachera Paul von Sthüler confesó que ese no era su nombre, que era nazi, y que había escapado a los rusos desde el frente oriental por medio de líneas enemigas hasta ponerse en contacto con miembros de lo que se iba a dar en llamar ODESSA. Así escapó vía Suiza. Y le confeso que tenía una caja fuerte llena de papeles de todo tipo en su casa. El narrador piensa que quizás la caja fuerte todavía esté allí, con los papeles que lo incriminan esperando que alguien la abra, allá abajo en la tumba acuática. Los otros vecinos no daban crédito a esas palabras, decían que era uno de ellos, uno como cualquier otra persona, peronista y buen cristiano. Julia relee toda esa parte. Se lo mandará por correo electrónico a Fernando. Sabe que estos últimos párrafos lo alentarán en su búsqueda. Por un momento sopesa hacer desaparecer este último cuento por el bien del muchacho. Pero decide que no es su lugar.
Mira el reloj. Se da cuenta que su primo ya faltó a la cita, que ya no llegará, eso lo sabía de antemano. No la sorprende. Siempre pasa lo mismo, lo espera sabiendo que no lo verá por eso se entretiene con otras cosas. Todavía llueve afuera. No tanto, pero cae agua. Ve un auto que se estaciona en la puerta, ella lo mira por la ventana, porque es exactamente igual a uno que tenía su padre cuando ella era chica pero que desde hace años está metido en el garaje de la casa quinta sin que nadie pueda hacerlo andar. La ventanilla baja y ve a su marido que la saluda, haciéndole gestos para que suba rápido. Julia agarra todos sus papeles, los mete en el bolso grande desordenadamente y sale corriendo debajo de la lluvia. Entra al coche, el olor a encierro la embarga, encima está mezclado con el olor a humedad. Le pregunta por el coche, él le dice que pensó en el Volvo viejo, agarró la llave, la metió y simplemente el auto arrancó. Ella le dice que así suena un poco fácil. Su marido responde que podría decirle que le cambió la batería, le puso nafta e hizo otras cosas, pero eso sería responderle con la vida real y por lo pronto es mejor vivir un poco en fantasías. Ella sonríe y lo abraza. Se besan. Julia le dice que viven en la vida real, juntos.
Mientras volvían, entre el ruido del motor y los limpiaparabrisas, su marido le dice que en la guantera había impreso un mail que le había mandado Fernando. Julia busca el papel, lo saca y lee: “Encontré a un Paul von Sthüler que vive (o vivió) en la ciudad de William Morris, en el Partido de Hurlingham. Lo voy a buscar”. Ella estruja el papel, se lo queda en la mano, apretándolo fuerte. Mira el río a lo lejos y piensa que el agua erosiona todo, salvo los recuerdos.

miércoles, diciembre 28, 2011

Franz.


Franz, aunque no sea realmente ese su nombre, para por mi costado, seguro que vuelve del baño, otra razón para ir al fondo de la pizzería no se me ocurre, a menos que quiera hablar con el mozo que está detrás de la barra o se acercara a saludar al pizzero. Eso normalmente no pasa, pero el pizzero está acá desde hace casi cuarenta años. La calidad de su producto fue bajando con el paso de los años. También pusieron muchísimas pizzerías por el barrio. Antes él estaba solo. Pero no creo que Franz lo conozca. O mejor Marc. No, no. Franz. Franz parece estar medio perdido, esperando a alguien. O esperando algo.
El tren pasa. Otro, cada una cierta cantidad de minutos, que nunca supe, los trenes pasan. Tal vez, lo más correcto sería decir que los trenes se suceden. No llega. Por lo pronto él no llega. Al parecer me han dejado de clavo en esta pizzería. “Llegamos tipo ocho”, dijo por teléfono. Pero son las ocho y media y no llegan. No sé quién, o quiénes, es el plural, tampoco. Sí sé que el individual es Suaznabar. “Espéranos ahí Ulises, llegamos tipo ocho”. Claro que el tipo ocho de Suaznabar es bastante difuso, mucho más que cualquier otro tipo ocho que yo conozca.
Por lo menos Franz está en mi misma situación. Aunque acompañado por una mujer. Anette, ahora se llama Anette. Podría llamarse Dora, también; pero Anette sirve mejor a los propósitos de mi aburrimiento. Ella está tranquila, sólo veo la parte de atrás de su cuerpo, su larga cabellera rubia. Él, Franz, ahora se sienta y se apoya contra la pared. Ambos toman cerveza. Y comen maní. Ella no. Pero el maní está sobre la mesa. Franz mira para afuera cada dos por tres. Está esperando a alguien. O a algo. Estoy seguro. Anette parece aburrida, aunque está algo nerviosa. Su pierna bailotea debajo de la mesa. Tiene una larga pollera de bambula. Me parece extraño para una persona de su edad.
Ella tiene un anillo dorado en el dedo. Él no. No hay demasiados gestos cariñosos. Casi no se tocaron desde que llegaron después que yo. Se sentaron sin casi mirarse. Franz pidió una cerveza y le trajeron también el maní. Franz come el maní casi sin ganas. Anette sólo mira para afuera, que es su paisaje, ya que está de frente. Ella también espera. De otra forma, pero espera.
Qué podría haber entre ellos dos por lo cual esperan. Dos personas que parecen que no tienen demasiado en común. Quizás son amantes. Pero qué harían dos amantes en una pizzería enfrente de la estación de trenes de una ciudad suburbana cercana la noche de un día de verano. Habría alguna razón. Una, por lo menos existen, están ahí, los dos, Franz y Anette. Él con sus dedos sucios de pintura y ella con sus manos finas, casi aristocráticas. Quizás esperan que la policía los encuentre. Pero eso no sucede en los suburbios, o en Argentina. Nadie encuentra a nadie. Pero una razón hay. Tal vez es mínima y ni siquiera ambos lo saben, pero existe. Siempre hay algo. Quizás son amantes en fuga, y no se animen a tocarse en público. Les falte dinero y estén armando planes para irse al campo, donde él puede pintar casas para vivir y pintar cuadros para sobrevivir. Y ella qué hará. Tal vez en el pueblo del interior, donde terminen viviendo cuando dejen de esperar, venda antigüedades, en una pequeña tienda que no tenga nada que ver con su pasado aristocrático.
Franz escapa del marido de ella, Anette tiene más edad, eso se ve, se nota. O quizás yo lo quiera notar, para terminar de armar algo que no está ahí pero que a mí me gustaría que estuviera. Pero al marido de ella le importa que se escape. Y le importa que se escape con Franz. Creo que lo conoce, quizás le pintó la casa, o tal vez vio sus cuadros, esos cuadros coloridos con los que se manchó las manos.
Miraran para afuera porque piensan que las garras del marido de ella llegará hasta este minúsculo lugar en las afueras de la gran ciudad. La noche cae y ellos esperan que algo pase, que alguien llegue, que algo acaezca. Como yo, que espero que lleguen varios, aunque no sé quienes varios son, más que uno solo. No hay papel. El diario está lejos. El pizzero no trae la pizza. No esperan la pizza. Eso es seguro. No miran para dentro del local y se sentaron hace poco tiempo, miran para afuera, lo que esperan viene de afuera. Lo que viene está afuera de la puerta del local, afuera de las ventas.  
Y si este Franz también tuviera mala suerte. Si este Franz que está escapando con una Anette, otra Anette, tuviera también la misma mala suerte. Me imagino que tal vez esperase algo bueno que entre por la puerta, un amigo que los lleve a una casa lejana o una amiga de ella que les llevase en una valija las joyas que el esposo aristocrático de ella le regaló cuando todavía estaban enamorados. Si alguna vez lo estuvieron, cosa que dudo, ella no parece de las que se enamoran, aunque está con Franz, que mira para afuera y saca un cigarrillo del paquete que reposaba sobre la mesa. Franz sabe que no se puede fumar en los locales de la provincia de Buenos Aires, pero no le importa. Tampoco le importa al pizzero que no le va a decir nada, además fuma todo el tiempo. Ni a los parroquianos que leen con la poca luz del local los diarios populares, que buscan los resultados de la lotería para saber si ganaron unos pesos en la clandestina o los resultados de las carreras del día anterior pensando en a quién le van a jugar sus últimas monedas. Tal vez alguno gane. Pero Franz no. Franz dentro de la buena suerte, dentro de las cosas que parecen que van a salir bien, algo le va a salir muy mal.
Toma un trago de cerveza. Mira para afuera. El sol se va lentamente detrás de la estación de trenes. Todos miramos al oeste, es la orientación del local. Las luces rojas del cielo se mezclan con lo negro de las sombras. El panorama es extraño, la gente se vuelve a sus casas, se ve bien pero las luces están encendidas. Franz debe mirar todo con ojos de pintor, pensando en que ya apagó la radio y se vuelve en bicicleta a su hogar, pero hoy no fue así. Hoy se encontró con Anette, que escapó de su casa en los barrios más pudientes de la ciudad. Pero Franz mira el paisaje, dado vuelta, torcido, para colorear los árboles de azul, el cielo de rojo, las casa de negro y las sombras de amarillo. Toda su mirada está puesta sobre las imágenes expresivas que su imaginación cambia un poco.
Anette no habla. Pero toma su cerveza de manera más rápida que Franz. Él está más en el afuera, ella parece estar más en el momento. Franz estará pensando en el futuro, quizás se encuentra en la trinchera, esperando el momento de volver a casa. Quizás sabe que falta poco para eso. No sé da cuenta que muy probablemente, dentro de todo lo bueno que tiene, a Anette, su futuro promisorio, algo va a salir muy mal. Me imagino al marido, el verdadero, el del anillo, el aristócrata, entrar por la puerta del local, blandiendo un arma en el aire. Pero no me lo imagino enojado con Franz ni decepcionado con Anette, sino que su ego no puedo soportar lo que pasará en la sociedad. Porque para ser sincero él sabía que Anette no la amaba ni él a ella. Viene sólo a recuperar las joyas.
Pero no, todo eso del marido, eso no está bien. No suma, resta. Entonces, digamos, Franz y Anette sí están esperando la valija de las joyas que se llevó de la casa. Anette sí escapa a su castillo aristócrata. Hasta ahí sí. Pero no entra el marido y blande un revólver. No. El marido sabe y respeta. Está herido, pero no más que eso. Se encama con cuánta mujer encuentra por ahí, así que eso no le importa. Sí le hiere que su mujer se haya ido. Y con un pintor. De casas o de cuadros, no le importa, es un pintor. Entonces esperan la valija, que es lo único que van a tener para sustentar el futuro en San Vicente, Cañuelas o General Villegas.
Hasta ahí bien. Esperan en la pizzería que probablemente Franz debía haber conocido antes, aunque yo nunca lo vi y paso a menudo por aquí, y como él, espero. Aguardo a un plural del que sólo conozco a un individual. Ellos esperan a algún amigo. Qué pasará después. Sigo creyendo en la teoría de la mala suerte dentro de un marco genérico de buenaventura.
Entonces, llegará el amigo con la valija y se la entregará. Ellos terminarán la pizza, que el pizzero dejó caer sobre la mesa. Franz come con la mano y Anette usa los cubiertos, él come apurado y ella come más lentamente. Pero sigue intranquila, algo todavía la aquieta, quizás piensa que el que les tiene que traer la valija se la ha quedado. Llegará y ella se pondrá más tranquila. Franz me parece que nunca lo estará, que siempre mirará por sobre su hombro. Esto es lo que piensa porque no mirará por sobre su hombro mucho tiempo más. Pero sí se puede decir que lo hará el resto de su vida.
Saldrán, se irán, serán felices un rato, unos días, tres o cuatro, hasta fin de año. En fin de año, andando por el pueblo, a las doce y pico, cuando el cielo nocturno se llena de cohetes y fuegos artificiales, ocurrirá la tragedia. Un borracho dirá algo como: Los imperios se desmoronan, las repúblicas se fundan, pero los locos continúan. Y Franz, mirando a Anette, aunque en ese momento no sea Anette, y esté de suéter, porque es un diciembre inusualmente frío, y sombrero de ala gris, responderá: Bravo, Mounsier Segalot, ¡Eso es lucidez! Luego caminarán un largo rato hasta llegar a la plaza del pueblo, donde seguirán mirando los cohetes. Sus manos siguen sucias, y ahora, sí, Franz la toca como si fueran una pareja, pero pensará en el todo y en la nada y en si el mundo se ha convertido en un sueño, o el sueño en mundo. Vivirá feliz, por primera será feliz, pero mirará por sobre su hombro, buscando al marido de Anette. Hasta que un disparo perdido le dará en la cabeza y lo matará instantáneamente. Así la historia de Franz terminará, no así la de Anette, que tal vez, o tal vez no, vuelva al lecho marital, y llore cada vez que vea las manos sucias de pintura de alguno de los pintores que arreglan la casa de veraneo de la familia de su marido.
Pero ahora comen pizza. Ella, Anette, todavía zapatea y el, mientras come y toma cerveza, fuma. Y no llega nadie. Hasta que terminan y se limpian con las servilletas de papel barato que sacaron de un servilletero de Coca-Cola, y dejan junto a los restos de aceitunas y pan de pizza, las servilletas aceitosas, transparente. Las manos llenas de pintura y aceite de Franz esperan la cuenta, luego que ella haya rechazado el café. Ella paga. Y se para. Se va. Él espera un rato, que parece largo, pero se va luego. Anette cruza la calle y camina por la plaza, antes que la pierda de vista, él va muy atrás. Franz camina con las manos en los bolsillos, lejano, y se sienta en la parada a esperar el colectivo. Sólo lo pierdo cuando uno se para enfrente de él y se va, y Franz ya no está. Desapareció como en una película.
Y Suaznabar no llega, ni siquiera sé quiénes son el plural de su oración, si eran uno o muchos, si era su esposa o Wilmar, o los dos, o varios más. No sé qué querían, no sé nada. Como nunca supe nada. Sólo que ahora son las diez de la noche y ya me cansé de esperar y la cerveza está caliente. Así que me voy.

sábado, diciembre 03, 2011

Agua dulce.


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Porque el agua dulce besa la costa tiernamente, se posa, se recuesta y se vuelve a ir, rápidamente, en un eterno movimiento lúdico. Se repite todo ese devenir una y otra vez para que suceda otra vez y una más. No importa si el día es soleado y claro o nublado y oscuro, siempre pasa lo mismo con la costa y el agua. Una se posa delicadamente sobre la otra para volver a irse sin casi gozar del toqueteo fútil.
Y cuando el agua se va queda la arena mojada, junto con palitos pinchudos y los cantos rodados, piedras amorfas y hojas muertas. A veces hay niños jugando, otras hay mujeres tomando sol o solitarios no-mirando la otra orilla. Pero no es necesario que haya gente, hay lugares donde nunca hubo pisadas y sin embargo el juego siempre sigue igual. Yendo y viniendo, ganando perdiendo.
Tal vez, en algún momento, esa agua dulce deje de besar la costa. Tal vez, en algún instante, deje de haber orilla, quizás, porque deje de haber agua. O en algún momento, probablemente, el agua cambie el gusto, y empiece a ser un poco más malvada, un poco más salada. Ahí cambiará todo lo que fue pasando, dejará de suceder lo que venía aconteciendo desde millones de años atrás y todo mutará a otro mundo real, que a todos los que hayan vivido el pasado les parecerá irrisorio. Pero así será.
Por el momento el agua dulce se posa sobre la orilla, dejando un rastro húmedo a su paso. Pero a decir verdad siempre hay pequeñas variaciones que el ojo no entrenado no puede notar. Salvo en algunos casos, donde un árbol o alguna construcción terminan siendo un indicador que algo malo está pasando. En esos momentos se nota que el agua sube y cuando eso pasa no hay nada que la pueda detener. Se pueden poner paredes, muros, o cualquier invento que ocurra, pero el agua dulce sube, y levanta su nivel, hasta en algún momento desbordar esas defensas antinaturales que se afincan como grandes salvadores.
Avatares como esos suceden todo el tiempo, pero no por eso el agua deja de tener su movimiento. Por supuesto que a veces es más violento y otras veces más suave, pero eso no deja de hacer notar que siempre es lo mismo, que nunca deja de ocurrir, por lo menos desde que los ojos se han posado en ella.
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Qué pasará, se pregunta Mariano, si el agua dejará de fluir. Qué pasaría si los ríos, riachos, lagos y lagunas se esfumaran en el abrasante calor. La vida dejaría de existir. Pero las preguntas tienen respuesta y por eso camina a la vera del río Uruguay, mirando en dónde poner sus pisadas y observando todo lo ancho del río hasta la otra orilla, en donde, empieza otro diseño de bandera, otra habla y otra vida.
Anda tranquilo entre una zona media boscosa donde no hay playa, sólo un pequeño sendero oscuro, escondido entre sombras, entre sauces y palmeras. Pisa tranquilo con las manos en los bolsillos de su rompevientos colorado, buscando el lugar donde el río besa a la costa tiernamente, cómo leyó por allí en un poema prosaico de un autor amigo que hace poco había fallecido, y que como regalo le había dejado en las cartas enviadas, todos sus cuentos y poemas escritos. Todos los que no escribió se los llevó con él a dónde se haya ido.
Y la semblanza del río lo había traído a las costas, a otro río, menos ancho, más azul celeste, menos imponente pero más parecido, al fin, al concepto de río. Porque no eran muchos los que podían hablar de cómo había sido él en los últimos años más que un puñado, de los cuales, dos no podían asistir, y él tomó la palabra mientras miraba el féretro comenzó a bajar.
Encuentra un sauce caído, con las raíces expuestas y todavía sucias de tierra mojada. Se sienta en el lomo y mira el río por entre las ramas. Se siente escondido en su lugar, piensa que nadie lo puede ver. Las palabras se las lleva el viento y llegan a algún lugar, como los gemidos de las noches dulces y los amantes comprensivos. Por más que ciertas palabras hayan quedado gravadas en su mente no puede recordar qué fue lo que dijo en el momento que tiró la rosa blanca sobre el cajón que se llevaba a su amigo.
Las cosas que le decía en sus últimos días, en su cuarto sucio y lleno de polvo, sólo iluminado por la luz que se podía inmiscuir por entre las aberturas de la persiana. Sentado sobre unas pilas de libros que se movían constantemente, asimismo él tenía que hacer equilibrio para no caerse. Las palabras salían a borbotones o directamente no salían. Supuestamente así era su prosa. Si charlaba lo hacía sobre libros leídos o las cosas que quería escribir. Nadie pensaba que escribía, aunque Mariano Sputnik tenía la idea que lo hacía, la máquina de escribir siempre estaba cerca de su amigo ido.
Escucha unos suspiros y algunos pasos austeros que se acercan. También siente que alguien se acerca, y hay risas y palabras suaves que se aproximan. Algo se aproxima, se dice, pero no sabe qué es. Mariano escondido en su sauce intenta observar por entre la maleza, pero sólo siente. Nota que en un claro una chica joven que no llega a los veinte años se sienta en la arena húmeda por la lluvia de la noche de anoche, el muchacho, mucho más grande llega un poco más tarde y clava el machete en la arena. Se acercan, se besan como amantes escondidos y se dicen palabras al oído que no puede oír.
Un poema a los amantes era una carta que le había enviado hacía dos años. Se lo había leído a su editor que le dijo que era bueno. El mito de su amigo encerrado en un cuartucho lleno de libros, olor a encierro mezclado con tabaco se había propagado en ciertos círculos que siempre estaban buscando lo raro, lo oscuro. Un amigo suyo sólo leía a poetas oscuros y siempre le rogó que le dejase leer las cartas. Pero eran escritos para él, las ficciones de su amigo a él. Y los amantes se besan sacándose la ropa como las ganas, era como una escena escrita en francés, sólo narrada en francés podría cobrar sentido lírico. Mientras tanto el gringo sacaba la verga del pantalón y ella con ojos bien abiertos la miraba como si era la primera que veía. Él le enseñaba y ella parecía querer aprender, tal vez había leído mucho.
Ella parece dormir en una cama simple entre sus ositos de peluche esperando a que su criada la levantase a la mañana con café con leche y galletitas. Él es un gringo grande, morocho, con ojos sabios y manos callosas. Sus dedos se aferran a la ropa delicada de la niña y se las saca de manera que el deseo le indica. Se deja ella, él hacía, ella cada tanto deshacía para que él volviera a indicar el camino. Mariano es un muchacho de ciudad sentado en un sauce con la vista puesta en un acto sexual, el río que llega y se va, y la otra costa a lo lejos. El amigo está muerto desde hace un tiempo y fue enterrado a la vera del río, donde las cenizas de sus poemas y escritos iban a ir a parar si cumplía con sus deseos.
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Como amantes escondidos juegan a lo que sólo dos pueden jugar de manera expuesta en un claro de luna, entre medio de los cantos de sirena y los exploradores perdidos que buscan la forma de volver a casa. Uno logra encontrar el hogar calido entre las paredes húmedas del nicho. Una pequeña serenata suena en el aire armada de suspiros y respiraciones acaloradas que va in crescendo poco a poco mientras el violín amarra las ganas entre las manos de ella. Nadie los debería escuchar ni ver puesto que el juego es íntimo y de a dos. La oscuridad reinante y la cercanía del río los cobija como una manta que los tapa de los ojos ajenos que nada tienen que hacer cerca. Es el juego de dos miradas que se observan viendo reflejos del pasado e imágenes del futuro. La rapidez del violín se torna rítmica y ella cada tanto, como buena amante, acompaña con movimientos de solista que aumentan el placer. Pero eso sólo dura un corto tiempo, puesto que cambia el ritmo de la pieza durante el cuarto minuto, para volver a los mimos y las caricias del inicio. Cuando una mano mueve los pelos de la cara de la otra. Pero al final tres o cuatro estocadas fuertes y profundas demuestran que la pasión está ahí. Cortas, lentas, profundas y sin demasiado brillo. Los ojos se abren para no ver nada de lo que se rodea. La boca abierta intentando respirar toda la vida que parece escaparse en un segundo de gloria que viene, se encuentra y se va. Un segundo de gloria en una mañana de pasión de un sábado tranquilo, caluroso y húmedo, en un cuartillo escondido, entre medio de sábanas, libros, frazadas y suciedad. Una mancha roja que queda en el piso. El trapo blanco mojado que no limpia sino que esparce. Una mujer desnuda que corre de aquí por allí y un hombre desnudo que todavía anda atrás de la mujer que ahora perdió la mirada extraviada y la pone en diversas cosas terrenales que antes no existían. El violín que dejó de existir, como el muchacho joven que entró por una ventana cerca del piso y besó a su noviecita inocente antes que el sol se pusiera en paralelo a su mirada, cuando se va a comer un sándwich de milanesa a la costanera y ella vuelve al comedor donde el almuerzo es regado con recuerdos de un momento espacial.
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El río no crece, decrece. Los que están cerca gritan pensando que están lejos del mundo, mientras que simplemente están rodeados de él. Mariano no ve mas que lo que hay alrededor de él. Un cuarto oscuro. Un asiento de libros que se balancea. Siempre es mejor armar pilas de tapas duras, decía, los otros se mueven más. Y lo único que quedaba en aquella habitación oscura, con las cortinas rotas desde hacía años, eran los libros, era la máquina de escribir y pocas otras cosas más. Alguien se había ido, y nadie había vuelto.
Mariano Sputnik mira el cielo entre las hojas negras por el sol. Entre los ruidos de los movimientos espasmódicos de los amantes cercanos, que se escondían de la ciudad sólo para en algún momento terminar volviendo a ella. Volviendo a la ciudad, volviendo a la vida, que había sido dejada de lado por su amigo, para volver a ser rodeado por un ataúd que se entierra hasta el centro de la tierra, donde están todos los otros amigos que han sido dejados por la gran vida y han entrado en el otro mundo, donde hay más personas que en la tierra, aunque muchísimos hayan sido olvidados.
Intenta no olvidar sus modismos, sus frases recurrentes. Sabe que olvidará su risa y cree que la voz se le modulará con las insuflas de otros tonos pero de un sentimiento que durará para siempre. Como los gemidos de ella a las caricias del gringo, que parecen ser bruscas. Los gemidos de él, mezclados con los de ella, y las palabras fuertes que le dice. Vos sos mi puta, sí, siempre, sólo mía. Y la golpea, marcando de rojo su blanca piel, marcando el lugar donde ha estado, pensando que quizás vuelva a estar allí si tiene ganas. Sabiendo que su amigo no volverá a estar sentado con una copita de ginebra cerca de la ventana cerrada con un foquito tenue bamboleando cerca suyo cambiando su cara con los sucesivos movimientos de la débil luz. La cara del amigo siempre cambiando dependiendo del claroscuro que le dé, y así pensaba que era miles.
Los poemas están esparcidos por el piso. Los pisaban cuando iban de la cocinita a la sala de la máquina de escribir. Poemas en verso, sonetos, poemas prosaicos pintados con las formas de las suelas de los zapatos o zapatillas que las pisaran. Palabras poéticas con logotipos de marcas de zapatillas alemanas. El amor mezclado con adidas o pumas que se dibujaban por encima de las palabras. El río que se acerca a la orilla y se va. El amante que saca la verga de dentro de ella y eyacula sobre su cuerpo, su cara y su pelo. Y se vuelve a poner los pantalones. Agarra el machete y sopesa matarla por un instante. La vida y la muerte juntas en un solo momento.
El se viste y no lo ve. Ella se viste y cree verlo a Mariano entre las malezas. Mariano Sputnik que la mira a ella con su cuerpo perfecto, su cuerpo turgente, su cara manchada y su pelo sucio de ramas, de hojas, de arena y de semen. Él que se acerca al río para pillar mientras chifla. El sonido de un bote, rítmico, maquinal y molesto. Que se inmiscuye como se metían los sonidos de los colectivos arrancar y estacionar en la estación, o los trenes cuando tronaban sus bocinas para avisar a los suicidas que ya estaban llegando. Y el amigo que siempre le decía que todos los días había un suicida en la estación que paraba por algún momento. La novela que nunca escribirá es sobre suicidas, sobre miles de suicidas que elijen las vías del tren como la muerte. Los suicidas que saben más de la vida que los que todavía la viven, que elijen el momento de su muerte sin que otra cosa se les meta entre  medio.
Y su amigo se suicidó un día de octubre. Mientras otras cosas pasaban. Mientras las cartas viajaban a un centro del correo argentino para mandar a destino. Al destino. Cuando el féretro tocó el piso el supo que las lágrimas siempre están de más que lo que importa es la vida que pasó. Vendrá la muerte, eso es innegable, y tendrá los ojos de alguien, porque para todos la muerte tiene una mirada. Y Mariano espera que sea bella. Le preguntará en sus propios cuentos, cuando su amigo sea una vez más personaje, cómo es la mirada de la muerte. Y él responderá, amarga y bella, lo mejor que pasa en la vida. La muerte da sentido. Mientras los amantes se van, dejando una estela de olores y ruidos, por el mismo camino en que habían venido.
Y él, se queda mirando el río, que besa tiernamente la orilla y el sol que está en el medio del cielo. Esperará el asado en la estancia y volverá al pueblo. Se emborrachará antes de la ruta y dormirá. Al otro día volverá e intentará rescatar todos los poemas con las marcas de suela. No los quemará. Su amigo será su Kafka y él el idiota de Max Brod. Pero serán para él. Tanta belleza no puede negarse. La belleza de Helena nunca desapareció, está ahí, en el río.
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la puerta está abierta
quien quiere entrar que pase
y quien pase que siga camino
hasta el final del pasillo.

así discurren los amantes
por estancias sucias
y sábanas blancas manchadas
hasta que caen de la cama.

volver a empezar el juego
cuando ya no es divertido
y encontrar el hogar fuera
en donde nunca se lo buscó.

una mujer, un hombre y un niño
pastan por el campo ajeno
buscando lo que han perdido
hace años y días lejanos.

Uno busca libertad,
el otro busca amor,
el tercero no busca nada
pero ninguno encuentra.
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domingo, septiembre 25, 2011

Manfredini, una corta biografia.

Extracto de Zar Alejandro I (Pág. 154-158).




La vida de Manfredini[I] no podría ser tranquila, de esas que son de quedarse en una casa y esperar la muerte. La historia que se crea comienza a mediados de la década del cincuenta, ya con su movimiento artístico[II] fuera de moda en los círculos literarios de Turín, decide dejar su hogar adoptivo y viajar a Roma, afincarse una temporada en esa ciudad, donde cree que está el futuro, dejando atrás por algún tiempo el Piamonte. Allí se había afiliado ni bien llegado al partido político neofascita “Movimiento Social Italiano”. Había militado en la línea más extrema y rápidamente empezó a escalar posiciones, hasta tener un cierto poder y generar una masa de seguidores que lo apoyaban, dio discursos en mítines y salió a la calle varias veces, algunas veces terminó siendo corrido por los carabinieris por desmanes callejeros. Pero los movimientos de los otros miembros más centristas, terminó de aislar a su rama y dejarla de lado en un ostracismo molesto para Manfredini. Eso hizo que se desencante de la acción de los partidos políticos, con todas las marchas y contramarchas internas, las discusiones y los predicamentos.
Pero aún así eso le había abierto las puertas de la sociedad y había conocido a mucha gente y generó contactos con el mundo cultural de esa ciudad, por más que muchos desdeñaban al poeta austriaco, como lo llamaban. Los años pasaron lentos, escribía poemas, trabajaba solamente en el ámbito del partido, en el área cultural, pregonando que la primera batalla que había que ganar era precisamente la de la cultura, a nadie de las otras ramas le importaba la cultura y ninguno pensó que desde allí podía hacer daño. No tardó en tener un séquito de jóvenes poetas y narradores, de adentro y de fuera del partido (alguno hasta era parte del PCI)[III], que escuchaban sus palabras como mesiánicas, siempre había tenido ese poder, desde sus primeros días en Trieste.
Uno de esos muchachos de las reuniones culturales, un tal Carlo Massara, iba a ser importante en los contactos que lo iban a llevar a surcar su futuro. Un día lo invitó a conocer en una cena a su padre[IV], éste era un banquero importante que partía los meses del año entre Londres, París y Nueva York, donde había abierto oficinas en esos días. Con ese hombre de negocios hizo muy buenas migas de entrada y hasta le consiguió un trabajo en la fundación del banco, dándole carta blanca para todos sus proyectos. Nunca le preguntó nada sobre la Fundación, la consideraba más una fachada para desviar impuestos que lo que Manfredini creó desde allí, una usina cultural de dónde salieron varios artistas italianos de mediados de los sesenta. De esta forma fue como desistió de todo lo que tenía que ver con el partido, aunque nunca se desafilió, en inclusive se volvió a afiliar cuando se refundó con el nombre de Alianza Nacional. El banquero de a poco lo fue también lo fue ingresando, lentamente, en otras esferas de poder, y así fue como Manfredini se convirtió en uno de los miembros de Propaganda Due, la logia masónica italiana. De esa manera se pone en contacto con los miembros italianos de la Operación Gladio, para esto ya eran los finales de la década del sesenta y Manfredini conocía a muchísima gente de poder.
Su archivo en el servicio de inteligencia interna italiano se engrosaba cada vez más con las operaciones que muchas veces él mismo planeaba y ejecutaba, pero en ningún momento nadie intentó hacer nada contra él, en un principio era considerado simplemente como un peón. El servicio de inteligencia tenía abierto su archivo desde finales del cuarenta y ocho, desde los tristemente celebres sucesos de Trieste[V].
En algún momento de los años de plomo Manfredini, que había renunciado al trabajo en la Fundación pero manteniendo buenas relaciones con el banquero, que ya vivía todo el año en Nueva York, participó (algunos también dicen que los planeó) en ciertos actos dentro de la esfera de la denominada strategia della tensione que se salieron de cause, que hasta el atentado en la estación de Bolonia fue uno de los más graves atentados en la Italia de la postguerra, y así fue como se marchó al exilio antes que la policía italiana empezara a preguntar por él. La protección del banquero y de varios miembros de la logia fue clave para eso. Nunca más volvió a Italia[VI], aunque siempre se consideró, antes que nada, italiano e irredentista.
Su primer destino estuvo en París, donde se hizo conocido en un círculo de poetas exiliados del Barrio Latino. En esa época se lo encontraba en los cafés del Bulevar Saint-Michel, siempre al costado de alguna bella señorita mucho más joven que él. Pocos sabían que estaba casado desde hacía varios años, casi nadie conocía a su señora. Estos son los años donde publica por primera vez sus poemas[VII]. Sus poemas siguen estando cerca de los postulados de la Poesia Artificale, pero le agrega nuevos giros, ahora son versos de larga extensión (su más famoso poema, La inclusión de las armas, tiene casi 300 versos) y casi siempre giran en torno a temas épicos, hasta algunos tienen algunos toques de heroicidad impensados en otras épocas. Se hace un nombre, obtiene algunas reseñas positivas en algunos semanarios franceses, alemanes, belgas e italianos.
Pero la vida en Francia no va con su talante, siente tranquilidad y eso hace decaer su inspiración que necesita de movimiento. Además cree que la sociedad francesa está aburguesada y que los rojos, africanos y demás están avanzando. Cruza los pirineos, visita Andorra, Gerona, Barcelona, Valencia, Granada, Sevilla y se afinca en Madrid, en los últimos años de la dictadura de Franco. Esta estancia iba a ser sólo por un tiempo pero termina estando allí varios años.
Por conocidos en común se encuentra en una cena íntima en una casa segura de un miembro español de la logia con José López Rega con el que hace muy buenas migas. A Manfredini desde siempre le interesó el espiritismo y esa coincidencia de sentarse uno al lado del otro genera que hablen en susurros y sobreentendidos toda la noche. Por intermedio de Pepito (que se sepa es el único que lo llamaba así, en su español italianizado) visita a Juan Domingo Perón en Puerta de Hierro. Éste no le causa una grata impresión, no le termina de agradar por ciertos modos campechanos que tenía. Aunque se dice que el General siempre habló muy bien, las pocas veces que lo hizo, del poeta. Manfredini en esa época estaba empezando a escribir un ensayo sobre la diáspora Nazi[VIII] con entrevistas que empezó a hacer en España, se encontró con Wolfgang Jugler, León Degrelle; pero el que más le interesó y por el que pensó que la idea podía llegar a ser un gran legado para la historia fue cuando se entrevistó con Otto Skorzeny en Mallorca. Ese proyecto nunca vio a la luz, nunca pudo terminarlo por más que escribió más de mil folios, Manfredini nunca se sintió del todo conforme y siempre reelaboraba el temario, sus postulados y demás. Algunas páginas extraídas del ensayo fueron publicadas en revistas fascistas italianas, neonazis españolas y argentinas en traducción de grandes plumas. Nunca tuvo nombre, por más que cada vez que se encontraba con alguien lo llamaba de una forma, que siempre era diferente a la anterior.
Cuando López Rega volvió a la Argentina en el 73 para ocupar la cartera de Bienestar Social, se llevó a su amigo con él, para que pudiera entrevistarse con los nazis que están en la Argentina. Manfredini tiene la mayor base de datos sobre dónde viven los nazis en aquel país, sólo inferior (aunque esta afirmación es todavía disputada) a las del propio Estado Argentino. A Manfredini no le interesaba demasiado la política en Argentina, allí se dedicaba a su ensayo y a escribir poesías. Todavía publicaba en Francia (donde aún hoy tiene una base de seguidores importante) y en Italia, en el resto del mundo su obra es virtualmente desconocida, aunque en los primeros días de su estancia escribió una novela corta, que publica en castellano en España y Argentina, que versa sobre un largo monologo del Conde de Saint Germain donde discute, con ningún interlocutor en especial, sobre arte y política. La novela se llama Santo Hermano[IX], versa sobre un largo monologo, donde el Conde cuenta su vida (varios hechos pueden leerse de manera distorsionada y ficcionalizada como la del propio autor) a un interlocutor que no participa, aunque se va demostrando durante el relato que es el heredero del título, y que será el que represente en la próxima generación al Conde de Saint Germain, su inmortalidad así se explica. El Conde puede ser leído como una aliteración de las ideas de Manfredini.
El panorama cultural argentino le desagradaba. La realidad política argentina no le interesaba, pero obviamente estuvo siempre del lado de su amigo Lopecito. Participó de algunos operativos de la Triple A, más que nada para apaciguar su espíritu guerrero (Nombre de un poema de esa época de su vida, inédito). Se sabe que participó de algunos ametrallamientos desde autos en movimiento y cosas así, no se sabe a ciencia cierta que haya asesinado a alguien, pero si no lo hizo fue más por impericia o casualidad que por otra cosa. Odiaba a los comunistas, pero no le interesaba tampoco demasiado el peronismo, al que como extranjero nunca terminó de entender. El llamaba a ese país, la tierra joven y sin historia.
Sólo encontró eco de sus actividades culturales en la Argentina en un grupo de artistas (se hacían llamar Artificialistas[X]) perdidos en una ciudad al sur de la Provincia de Buenos Aires, a donde viajaba seguido, y se cree que tenía una amante. Su esposa, se casó en Turín en el 59, luego de un ataque terrorista organizado por integrantes de la Operación Glauco, se queda en el gran Buenos Aires, en la ciudad de Merlo. Están distanciados pero a cada nuevo país que va la lleva. Ella también le era infiel, lo fue con varios de los poetas de los diversos grupos de los que fue cabeza su marido.
Sintió un odio irrefrenable por Juan L. Ortiz. Nadie sabe porqué, pero esto lo comentaba su grupo de poetas al sur de la provincia de Buenos Aires. Según palabras de estos, era porque escribía los poemas opuestos a los que escribió él, probablemente por la forma contemplativa que tenía el poeta entrerriano de describir la selva, el río y su provincia. Planeó matarlo, con o sin la ayuda de la triple A, una vez, se sabe viajó hasta Paraná y esperó a encontrarlo a la salida de su casa, pero cuando lo hizo, apareció con un grupo de amigos, entre los que estaba Juan José Saer, aunque Manfredini no lo sabía ni lo supo nunca, por un momento pensó en matarlos a todos, pero desistió de eso, nadie sabe porqué. Ese odio fue fuerte y profundo, quizás para toda la vida, pero efímero su deseo de asesinarlo.
El golpe militar del 76 lo encontró en la cordillera de los Andes, en la ciudad de San Rafael. Durante esa época no tiene ningún problema con las autoridades, hasta algunas voces señalan que se llevó bien con uno o varios miembros de la Junta Militar. Al parecer las relaciones con la logia P2 nunca cesan y estuvo en contacto con varios de los miembros que vivían en el Cono Sur.
Su figura es bastante conocida en ciertos círculos. Se entrevistó con varios jerarcas nazis en Argentina y Chile, les hizo largas entrevistas, donde hablaron del Eje, de los errores tácticos en la guerra y, hasta alguno de ellos (las entrevistas siempre fueron escritas manteniendo el anonimato, con nombres ficticios, aclarado desde un principio, por más que varios teóricos puedan llegar a saber quién es quién y no haya mucha discusión sobre eso), en alguna ocasión, llegó a decir que el Führer, varias veces, más al final del conflicto, luego de las batallas de Stalingrado y Kursk[XI], había tenido errores tácticos que habían costado material y hombres en el frente este. Esto se lo encontró en una carpeta que olvidó en su casa, y quedó en posesión de su mujer, de la cual ya a esa altura separado de facto. Se pierden sus rastros cuando llegó la democracia a la Argentina.
Su nombre aparece en la lista que se le encontró a Liceo Gelli en el ochenta y uno. Algunos dicen que se quedó en Argentina y otros, la mayoría dice que volvió a Europa. No se ponen de acuerdo si volvió a España, Francia o a Italia. Muchos dicen que siendo como toda la vida fue miembro de la Poesia Artificialle no puede haber muerto de muerte natural, sino que se pegó un tiro en algún hotel perdido. Eso lo señaló una persona que se hacía llamar Naptha, diciendo: “Siempre me comentaba, cuando estaba ebrio que era cuando se ponía más sincero, que no iba a morir en una cama, dejando que la muerte me lleve sin luchar, decía levantando la voz. Voy a elegir el momento y va a ser de una forma artificial, ni una enfermedad o el destino me va a llevar, sino que me moriré por una bala, por un camión que me atropelle; quiero morir de una forma artificial”. Pero sobre su muerte, nada se sabe, de estar vivo hoy, tendría más de noventa años.



[I] Manfredini. Nació en la ciudad de Trieste en 1914, ciudad del Imperio Austrohungaro.
[II] El (Su) movimiento se llamaba Poesia Artificialle, se inició con la proclama de su manifiesto en un diario regional del Piamonte, al mismo tiempo que se publicó en el diario de la ciudad de Turín, La Stampa, de donde era oriundo el movimiento. Luego, se publicó, a su vez, en diarios italoparlantes de Suiza y en el Corriere Della Sera de Milán.
[III] Enrico Mansaro, Piero Costacurta, Giovanna DelSanto, Kunrad von Manstein, entre los más conocidos.
[IV] Carlo Massara padre.
[V] Operación “Fuime”, llamada internamente por los revolucionarios.
[VI] Aunque tampoco nunca se probó que haya retornado.
[VII] La Inclusión de las armas y otros poemas. Manfredini. 1969. París. Editorial Klaus & Kursit.
[VIII] El Diario de la Huida. Nazis en el exilio. Manfredini, edición al cuidado de Carlos Machado. 2008. Buenos Aires. Editorial Thule SA.
[IX] Santo Hermano. Manfredini. 1974. Buenos Aires. Editorial MarcoSanto SRL.  
[X] Manifiesto Artificialista. Publicado en el semanario –sí, semanario- Diario Nuevo Sur, Viedma, 1973.
[XI] Página 623, El Diario de la Huida.