La mañana diáfana, se respiraba en el aire lo lindo del día. Mariano no iba del todo tranquilo, caminaba apurado por el centro mirando a los pies de las personas. Tenía el capote cerrado hasta el cuello, el último botón también estaba cerrado, cosa que él nunca hacía.
En ese instante recordó la última vez que vio a Marianela McCail en esa noche fría. Lloviznaba antes de la lluvia, estaban hablando sobre la espera y el tiempo. Sputnik estaba de sobretodo, tenía la bufanda mal puesta. Él estaba mirando por sobre su cabeza, no la quería ver a los ojos, las lagrimas saltarían en un mar de penurias que intentaba evitar. Se iba, y no sabía si volvería. Londres, estudios, trabajo, idiomas. Vio como ella se alejaba en el remis blanco, como ella saludaba desde detrás de la ventanilla trasera, moviendo la mano en el aire en movimientos pendulantes. Él también la saludó y se fue pateando latas hasta su casa. Una vez allí, sin llorar, sin penas, sin culpas (Todo esto vendría más tarde) se sacó el sobretodo y notó, que mientras él no la miraba, ella le había abrochado el último botón. Ese botón que ese día el se había abrochado solo una vez en la calle, solo para que el cuello del tapado quedara parado cerca de su cuello.
Sin demasiado apuro caminaba rápido hacia ningún lado en especial. Iba pensando en historias e histerias para escribir esa tarde. No tenía nada que hacer, a nadie a quien ver, nada que mirar, nada que escuchar, pero siempre tenía algo que leer, algo que escribir. “Las musas muchas veces se van mucho más tarde que el amor mismo” se dijo en voz alta pensando en Marianela.
En algún momento, sin intentar mirarlo; sin mirarlo. Agarra un papel de su bolso notando las palabras de ella escritas allí, camina por la peatonal intentando esquivar a todas las personas que están allí. Decide que no va a leerlo allí entre todas las personas, camina hasta llegar a algún lugar más lejano. Algún lugar más tranquilo para poder leerlo.
Anda un buen rato a paso apurado, evitando a la gente y esquivando charcos.
Llega hasta el colegio Barker, allí se sienta en una de las ventanas bajas que tiene. Nadie anda cerca, se pone a leer la necrología vespertina. Se queda un rato tranquilo leyendo las palabras cuidadosamente. Tranquilo lee y busca pistas o cuestiones similares. Sabiendo que no las hay, que no tiene por qué hacer esas cosas.
Luego, después de leer, se queda pensando. En algún otro momento haber encontrado un papel así en su bolso lo hubiera devastado hasta las lagrimas, pero ya esta más armado para todo. Mira a las personas que pasan, que no son tantas, no notando nada en especial en ninguna de ellas, nada que lo atraiga, nada que hacer personajes de esas personas. Esta sentado mirando a las personas pasar, en ese hermoso día de invierno, un poco frío, bastante ventoso pero hermoso al final.
De pronto escucha a su costado:
“Señor, señor, señor ¿Tiene un cigarrillo? Señor, señor, señor ¿Tiene un cigarrillo?”
Se ve partir, trasmigrar hacía un pasado no muy lejano. Se deja llevar por los recuerdos llevados por esas palabra. No recuerda bien cuándo, no recuerda bien cómo, no recuerda bien por qué; pero en algún momento esas palabras habían sonado en su cerebro antes.
Se ve caminando de la mano de Marianela, podría haber sido un sábado a la tarde yendo a comprar libros, podría haber sido cualquier día de la semana para ir a tomar un café y charlar durante horas. Podría ser cualquier día lo mismo da, ese día existió.
Mientras ellos iban pasando por esa misma calle, en ese mismo lugar una señora mayor, agarrada como una presidiario a los barrotes de las rejas de calle les pedía un cigarrillo a ellos que pasaban por ahí, luego de haber estacionado el auto cerca. Miraron un rato a la vieja que tenía cada mano agarrada a un barrote con dos barrotes en el medio. Su cara estaba apoyada en esos barrotes vacíos intentando sacar la cabeza por ellos.
Ellos le negaron el cigarrillo porque ninguno de los dos fumaban, o por lo menos, ninguno tenia en ese momentos cigarrillos. Pero eso fue un suceso que quedó vivo en el resto del día, de qué habría que hacer si esa persona te pide el cigarrillo. Estaba encerrada en un geriátrico, agarrada a las rejas, presa en el final de su vida sin poder darse un gusto, por un cigarrillo.
Marianela ese día estaba indignada con la familia, hablando de cómo podía estar esa señora ahí suplicando por un cigarrillo. También estaba indignada con el geriátrico que no la atendían y la dejaban estar en el patio, muriéndose de frío (En ese momento, Marino se dio cuenta en el presente que el recuerdo también era en invierno o por lo menos, en un día frío como ese) suplicando por cigarrillos. Mariano ese día tenía la idea de comprarle un atado de cigarrillos y dárselo. En algún punto sentía una gran curiosidad de cómo conseguiría fósforos, pero una vez que se dio cuenta que en la cocina podría conseguirlos, no le dedicó más tiempo a pensar en ello, y decidió no comprar el atado de cigarrillos ya que el placer morboso de que los tenga pero que nos los pueda fumar se había ido.
Tal vez había sido el mismo día que al ver un camión de mudanza de “Verga hermanos” había estado toda la tarde con eso, piensa él en el presente. Se da cuenta que no debía de ser así, ya que el día de la verga habían estado todo el santo día jodiendo con el apellido de verga de esa familia. “Dolores de Verga” recordó en plan hilarante “Buenos días yo soy el señor Verga y esta es mi esposa de Verga”. “Los pequeños Verga”. “Ah, así que esta es la pequeña Verga” en alusión a la bebe recién nacida.
Ese día, cualquier día que haya sido, habían levantado apuestas para ver cuanto tiempo más vivía la señora de las rejas. Pasaron muchas veces más y nunca la vieron ni escucharon ese vozarrón agudo pedir por puchos. Los dos llegaron a la conclusión que había fallecido. Marianela había cobrado su premio.
En el presente, mientras Mariano escuchaba a la vieja suplicar por un pucho, vitipeó a Marianela por haberse cobrado el premio. Escucha varías veces más ese:
“Señor, señor, señor ¿tiene un cigarrillo?”
Piensa: “A mí siempre me suceden estas cosas la señora del jilguero, la señora de los fasos, mierda”.
La gente pasaba e increíblemente todos le negaban el cigarrillo a la señora, que a cada atisbo de persona que encontraba, con el mismo tono, con los tres clásicos “señor”, suplicaba por un cigarrillo que por el momento se le negaba. En ese pequeño rato no pasó ninguna mujer, una de las dudas que siempre había tenido es si la vieja le pediría cigarrillos a las mujeres. Eso no lo descubrió ese día.
Mariano sentado allí se debatía entre comprarle un atado o mandarla a la mierda. Estuvo dos minutos. Pasaron tres personas y pasaron tres “señor, señor, señor ¿Tiene un cigarrillo?” Se estaba hartando de ese juego.
Se para, se acomoda el capote y el bolso. Camina para el rumbo de la vieja que al verlo le dice:
“Joven, joven, joven. ¿Tiene un cigarrillo?”
Mariano al escuchar el joven sonríe, piensa que la vieja no esta tan mal del balero al fin de cuentas. Piensa en Marianela, piensa en qué le diría si él le dice que le compró un atado de cigarrillos a la señora mayor de la reja sobre la cual alguna vez habían hablando largo y tendido una tarde o un mediodía. Sabe que no se lo podrá contar por algún tiempo, quizá no se lo cuente nunca. Pero al encontrar una de esas cosas que eran “suyas”, y solo suyas, lo puso un poco más alegre, lo hizo recordar lo “especial” de lo que compartieron. Aunque también le hizo sentirse mal pensar en si alguna vez lograría tener eso mismo con otra persona.
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