Cabalgó al compás de la brújula. Tranquilo, mirando el horizonte mezclado con los pastizales verdes que marcaban el final de la tierra y el inicio del imperio del cielo. Cada tanto bajaba su cabeza y miraba la brújula, notando que siempre marcaba el rumbo norte, que seguía desde hacia días sin saber por qué.
El viento acariciaba el prado, movía las hojas de los pocos árboles que se cruzaba en el camino, llevándolas consigo un rato hasta que la gravedad las depositaba de nuevo en el piso. Una simple brisa fría que le calaba hondo en los huesos inmortales del gaucho Zaucedo soplaba. La brisa generaba un sonido que él no podía definir con palabras, no por falta de léxico sino por inexactitud del idioma. Un sonido en su oído que pensaba, por momentos, que eran las palabras de los dioses, hablándole, susurrándole al oído. Pero todavía no hablaba ese idioma, por más que leyera mil libros. Lo demás sonidos eran los cascos del caballo, Remolacha, golpeando al trote contra la planicie pampeana.
El mismo rumbo siguiendo el sol, que ya estaba en la curva descendiente del día. Cada tanto Zaucedo miraba el camino que había dejado, viendo la larga sombra que proyectaban él y su caballo. Mirando lo que había dejado atrás, que por lo que se veía no era demasiado.
Lentamente el día iba dejando paso a la noche. El sol se iba acunando en el horizonte, generando un color rojizo en el cielo, que se mezclaba con las nubes blancas y negras que pululaban por la atmósfera diáfana de esa jornada que se iba acabando.
En su memoria, sólo algunos días tenían plena personalidad; jornadas que tenían recuerdos guardados, cosas memorables o hechos destacables. Pero la mayoría de los días eran como ese, interminables horas cabalgando al horizonte, al cual nunca llegaba. Hubo días en los que Zaucedo fue feliz, en su rancho con su china adorada. Recordaba esos momentos de felicidad conyugal con una gran sonrisa en su cara. Siempre, cuando el día estaba en su descenso, la veía en el cielo, como la había dejado cuando empezó el recorrido. Su largo y sedoso pelo, sus ojos negros con esa mirada penetrante que tanto le gustaba, sus pómulos, su nariz pequeña y su boca minúscula cerrada fuertemente, siempre esperando para decir las palabras justas, efímeras y cortantes. Pero la imagen, iluminada por los rayos del sol, proyectados en cierto sentido que llegaban a su memoria en cierta manera inexplicable en esa hora del día, se iba cuando pasaba cierto punto. Como esa imagen de hecho había ido envejeciendo ante sus ojos, mientras Zaucedo siempre estaba igual.
Remolacha relinchaba y galopaba despacio, Zaucedo se apeaba en su poncho negro y blanco, con su facón atrás cruzado en su cintura. Miraba el horizonte, a los cuatro costados en busca de figuras humanas o indios. El guacho hacía cuatro días que no pronunciaba palabra, solamente algunas onomatopeyas para que Remolacha acelere o disminuya el ritmo. Hubo temporadas en que no dijo palabras por semanas, temporadas en las que le costaba recordar su tono de voz o el sentido del idioma. Hablaba diez idiomas entre cristianos y aborígenes. Había visto revoluciones, guerras, esclavitud, tres continentes, dos océanos y muchos mares, ríos y lagunas. Y en ese día, estaba perdido en la inmensidad de la pampa recordando a la china, que había sido su última mujer, la más amada, la mejor.
Las mujeres envejecían y sus rasgos siempre eran los mismos en la memoria. Zaucedo no cambiaba, era siempre igual, siempre el mismo. Andaba por la pampa con su poncho, su facón y sus vituallas buscando el sentido de la vida. Buscando a la muerte, que le era esquiva desde tanto tiempo atrás.
La primera vez que murió fue de un disparo de mosquete, hecho por un casaca roja en alguna batalla perdida en las memorias del Imperio Británico. Estuvo un largo rato tirado en el piso, hasta que la respiración le volvió, le volvieron los recuerdos y las sensaciones. La cara en el aire de una mujer que había amado en el cielo abrió los ojos y lo llamó de nuevo a la vida. Se levantó cuando los disparos habían cesado y solo quedaban los cadáveres en el campo de batalla. Noto que su chaleco estaba agujerado en el pecho, quemado en los bordes y con sangre coagulada en todo su cuerpo. Tenía la cicatriz. Tenía todas las cicatrices (Físicas) de sus muertes y todas las cicatrices (emocionales) de sus nacimientos. Buscó por varios días al regimiento del soldado que le había disparado. La venganza fue dulce, pero efímera. Y fue la única.
Ahora, en la llanura pampeana buscaba las respuestas en la soledad, en los silencios y en las perdidas. Pero en los silencios sólo se encuentran las respuestas a las preguntas no hechas. Los cascos de Remolacha golpeaban constantemente contra el piso, generando una música rítmica que se mezclaba con el sonido de la brisa que ya era viento y que llevaba consigo las hojas, las ramas, las palabras, los recuerdos, las ausencias y las penas.
El día ya era amarillo, el sol rojizo se dormía en la cuna del horizonte, mientras la luna ya se notaba en el cielo. Zaucedo hizo que Remolacha parara de golpe, se puso a mirar en todas direcciones para encontrar algún lugar donde pasar la noche. Vio, a unas leguas unos árboles y se dirigió hacía allí, chistando y apurando a su caballo y compañero.
A los pocos minutos, o sin saber necesariamente ese dato, a lo que le pareció unos pocos minutos, estaba en ese lugar, con un riacho que iba a ningún lado y varios árboles para posarse, apearse y dormirse. Había vendido todos sus relojes en Flandes, cuando se dio cuenta que tenía todo el tiempo del mundo. Medir la hora era cosa para los mortales se había dicho en flamenco, en un día perdido de su memoria.
Agarro varías ramas caídas y armo un fuego con alguna dificultad. El cielo amenazaba a chaparrón, las nubes se fueron poniendo negras a tono con la inútil luz que proyectaba la luna, que peleaba una batalla para mantenerse en el cielo. Batalla que perdía porque las nubes eran muchas y se dejaban llevar por el dios viento.
Remolacha andaba libre, mientras Zaucedo comía tasajo, apoyado contra un sauce llorón que se movía todo el tiempo. Sus ramas y hojas largas se movían a la par del viento, que lo llevaba en la dirección que ellos habían venido. Se para y va hasta el vado, recolecta un poco de agua que toma, y luego, guarda en su cantimplora. Parado, miraba el cielo, ya sin estrellas y sin luna, que se iluminaba amenazante por momentos con los rayos que venían primero. Al rato, el mundo crujía como desgarrándose, un sonido que decía que se quebraba en dos. El fuego se mantenía, esa era la principal preocupación del gaucho.
A lo lejos Zaucedo ve algo, un punto en el horizonte que se dirigía hacia donde estaban ellos. Camina lentamente hasta el lugar donde había dejado el gran facón clavado en la tierra seca y dura. Tenía el mosquete que había viajado por todos lados con él sobre Remolacha, atado a las monturas de frazadas. Agarra el facón, se lo pone en la espalda, escondido por su poncho. El rostro curtido por mil batallas no demostraba más expresión que algún dejo de fastidio por el descanso aplazado.
Pero no se mueve, es un objeto más en la llanura. Parado, mirando ese punto que se fue transformando en una carreta. El gaucho se distiende, con su vista, nota quien es. Y camina con las primeras gotas de lluvia que caen del cielo, golpeando fuerte, rítmicamente. Gotas grandes que al principio el gaucho esquiva como en un baile, pero que en un momento se transforman en una cortina de agua que empieza enlodar los pastizales altos que se mueven al son del viento en esa orquesta natural.
Saluda a la carreta con su mano, el que guía lo distingue y le devuelve el saludo. Mientras que lo que torna siempre retorna. La carreta, avanzando más lento porque todo ya era un lodazal se acerca a la fila de árboles. Una vez allí se saludan con la mirada y el mercader empieza a hacer negocios con el gaucho. Primero vituallas y objetos pecuniarios. Luego, para delicia del gaucho, libros. El mercader había conseguido un par de joyitas robadas del Potosí y Asunción. El fuego empezaba a menguar por el agua, y se tuvieron que conformar con apearse en sus ponchos o vestimentas.
El mercader de la caravana le dio unos datos de algunos hacendados que necesitaban un buen par de manos. Zaucedo tomó notas mentales, pero por el momento tenía divisas, de todos los colores e idiomas.
Se durmieron entrada la noche, mientras el guacho escuchaba las historias de misterios y muertes que contaba el mercader, ya conocidas por el gaucho y hasta, algunas, vividas cuando tenía otro nombre y otra profesión. Las contaba en versos, casi como recitando pero sin guitarra, ya que no tenía el don de la música. Hasta que el mercader se durmió y el gaucho abrió los libros en francés e inglés que empezó a memorizar. Necesitaba memorizar los libros ya que no podía llevarlos consigo, por lo menos no más de uno o dos a la vez. Y casi como un ángel, el mercader aparecía para conseguirle nuevos libros y llevarse los libros que ya habían sido memorizados, siempre con una ganancia favorable al hombre de negocios, que lo consideraba un gaucho guacho bruto e inculto pero con un fetichismo por los libros.
El mercader siempre desaparecía sin sonidos en la madrugada, casi como un fantasma desaparecía. Mientras que Zaucedo se levantaba sólo al alba, cuando los rayos del sol se notaban con total densidad y los colores empezaban a ganarle a la oscuridad. El alma se le iluminaba y recordaba a sus mujeres, sus amadas y sus perdidas pedidas, guardadas en la memoria.
El día se levantaba con el sol que salía por el este, e iba haciendo el arco conocido. El gaucho se pasaba la mano por la barba crecida, miraba al cielo, siempre en ese orden. Luego sacaba la brújula de su lugar, la examinaba y buscaba el norte, yendo siempre al sur.
2 comentarios:
Remiendo:
A. Remolacha debería ser una yegua; lo pensé y así funciona mejor.
B. Donde dice mercader, supongo que sería mejor decir: Buhonero.
Eso.
Memorizar aquello que no podemos cargar. No es eso lo que hacemos con los momentos?
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