lunes, enero 12, 2009

La Taba

El flujo de agua continua que era el río estaba algo picado. Zaucedo miraba el agua y pensaba en ese viejo axioma, lo había escuchado por primera vez hacía mucho tiempo, que se pregunta si es el mismo río que corre. Se para con el agua en la cantimplora y camina hasta donde estaba el fuego. Mira el asado cocinándose en la pequeña parrillita y se sienta en la sombra de un árbol, se posa contra el tronco y se queda mirando el horizonte. Había zonas donde lo podía ver sin ningún problema, en otros lugares sólo podía ver una zona arbolada artificialmente.

Una brisa cálida soplaba por la pampa. Tranquilamente él busca en el bolsillo de su camisa, encuentra la marquilla, la saca y golpea reiteradas veces el paquete de Saratoga para darse cuenta que no había ningún cigarrillo allí. Hace un bollito la cajetilla de cigarrillos y la tira a unos pocos metros de donde él estaba. El bollito vuela en la dirección que la tiro, cambia el rumbo por la brisa y cae. Allí por el celofán que cubría el paquete vuelve a tomar lentamente algo de la forma que había tenido en su mano.

Toma un trago de agua mientras mira a lo lejos el camino de tierra que pasa cerca de la línea artificial de árboles plantados hacia cientos de años. Se levanta y da unos pasos hasta la parrilla. Saca su facón de su costado y pincha un par de veces la carne. Faltaba un rato. Va hasta el límite del pasto con la calle de grava. Ahí su sombra se extendía unos metros, había pasado el mediodía y la tarde se imponía con su monotonía de fin de semana.

A lo lejos, al sur, vio una densa nube de tierra que seguramente levantaba un automóvil que venía en su dirección. El gaucho se quedó mirando en esa dirección, luego vuelve con la misma parcimonia de siempre a la sombra. Allí se queda mirando la nube de tierra. Estaba esperando llegar a ver el auto que levantaba eso, pero todavía no se divisaba.

Se pone a mirar enfrente de la calle, en la parte este (Él estaba en la orilla oeste de la calle, la que daba al río, a los árboles, a la sombra) estaban los postes de luz puestos a una distancia equidistante uno de cada uno, un poco más allá estaban los postes que sostenían la alambrada, tenía tres alambres, el de arriba era de púas, los dos de abajo eran simples, uno de los cuales debía estar electrificado. Atrás de la alambrada las vacas lo miraban pastando vagamente. Para esa dirección se veía toda la pampa húmeda, la llanura casi sin árboles, sólo había árboles cerca del casco de estancia que estaba unas cuantas leguas al noroeste.

El auto se acercaba, cada vez estaba más cerca de su posición. El gaucho sabía que el vehículo iba a pasar en algún momento cerca de él, cerca del río, cerca de la línea de los árboles. Todavía el auto estaba detrás del horizonte levantando la tierra suelta de la grava en ese día de verano. Hacia mucho tiempo que no llovía y todo estaba muy seco. Zaucedo agarra su cuchillo y se pone en cuchillas frente a la parrilla. Corta un pedazo de asado y lo mira, se lo lleva a la boca. Come. Toma un poco de agua que hacía muy poco había sacado del río. Va hasta donde estaba su mochila y allí agarra una bolsa de pan que había comprado a primera mañana por un caserío perdido de la provincia. Compró un par de panes caseros. Agarra uno de ellos y lo corta al medio, luego va a la parrilla y corta la carne en lonjas paralelas. Se hace un sanguche.

Parado al borde del camino come su emparedado. Lo tenía intrigado la nube de tierra que cada vez estaba más cercana, pensó que debía venir a una velocidad considerable. Cada tanto le daba un mordisco y masticaba lentamente. Su mano derecha tenía el emparedado y la izquierda estaba libre y apoyada contra su cintura. Tenía el brazo izquierdo en jarra. Levantó la mirada y mira el sol. El gran disco dorado estaba en el cielo, moviéndose lentamente e imperceptiblemente.

Así era su vida. Todo se movía lentamente por años siempre igual. Había momentos en que todo tenía más velocidad pero desde que Remolacha estaba a unas leguas de distancia enterrado ya no tenía muchos deseos de andar por la pampa buscando el final. Buscando el final a todo, a la pampa, a la vida, a los deseos y los recuerdos.

Le da otro mordisco. Camina en paralelo a la calle que une todas las estancias y los ranchos. A lo lejos ve un tronco caído a la sombra el cual le parece realmente cómodo para ver pasar el vehículo. Le intrigaba, iba a ser el primer signo de vida (A parte de las vacas) que iba a ver desde el momento que le había pagado con las pocas monedas que tenía a la encargada de la panadería que lo miró de soslayo y sin decir palabras le dio el vuelto y el pan en una bolsa transparente que decía en letras rojas: “Panadería La Única. Calle Brigadier General Augusto Márquez 21. Puerto Manifiesto.” Ya llegaba a ver el auto, o por lo menos la sombra del auto que levantaba. Llega al tronco y se sienta. Busca la mejor posición, una vez que se sienta le da otro mordisco al emparedado. Mastica lentamente, deshaciendo el bolo alimenticio con su dentadura amarillenta entrada en años.

Con su mano libre agarra un canto rodado que estaban a todos los costados de la calle y del tronco caído. Ve un nido de hornero en la cima de uno de los postes de la alambrada que estaba en la otra orilla del camino. Le tira la piedra y falla el disparo. Aunque él quería fallar.

Un tero se la pasa gritando su nombre en los cielos. El viento lleva el canto del ave desde donde estaba hasta él. El viento, además de cantos de aves, lleva nombres y noticias lejanas. En la pulpería hacía un par meses, aunque el tiempo para él era un concepto por demás abstracto e inocuo, le habían dado una importante noticia que había ido de boca en boca durante bastante tiempo hasta llegar a él.

Había llegado en un micro. Fue la única persona que bajó, al anochecer del primer día de la semana, aunque el colectivo iba bastante lleno. Zaucedo había viajado sentado mirando pasar los similares paisajes que se veían todo el recorrido. Sólo era quebrado, momentáneamente, cuando estaban entrando en algún pueblo, por el rancherío y la mayor presencia humana, algunos a caballo, otros a pie y algunos tomando mate en los estrechos parques sin pasto de sus humildes casas. Algún perro desahuciado perseguía al micro por un par de cuadras hasta que se cansaba y volvía al trote, con la lengua afuera, por las calles de tierra. Al llegar al pueblo el micro paró en la primer esquina del pueblo, abrió las puertas y marcó la parada.

Zaucedo bajó, saludo al chofer y al acompañante, que los conocía desde mucho tiempo atrás, y que a veces lo dejaban viajar gratis. Una vez en el pueblo dejo la mochila en el piso y buscó la marquilla de cigarrillos Saratoga. La encontró en el bolsillo de su camisa. Golpeó un par de veces e hizo saltar un par de cigarros. Directamente toma con los labios el que había salido más, vuelve a poner la cajetilla con el celofán en el bolsillo. Le enciende y fuma. El sol se veía en el horizonte y en una hora iba a caer la noche.

Anduvo por la calle principal del caserío, que también era parte de la ruta. Era la única calle que estaba asfaltada del pueblo, aunque no figuraba en ningún mapa y para llegar había que haber estado alguna vez en él. Un par de cuadras caminando, cruzando un par de calles de tierra. Llegó a la pulpería en el otro lado del pueblo.

Estaba abierto, no había nadie dentro. Ni siquiera estaba el pulpero. Cuatro mesas dispersas con números impares de sillas en cada una de ellas. Fue hasta la barra y grita el nombre del pulpero un par de veces. El viejo aparece por un recodo y cuando lo ve, le dice: “estas igual Zaucedo... Creo que las historias que se contaban de vos eran todas ciertas, che”. Se acercan y se dan las manos. El gaucho se sienta en uno de los taburetes mientras que el pulpero toma su posición detrás de la barra.

Sin intermediar palabras el pulpero le sirve una ginebra en un vaso, mientras se pone a secar con un repasador vasos similares a los que estaba en la barra. Se pone a hablar de personas que ambos conocían. El pulpero, que había vivido toda la vida en el caserío y que lo único que conocía del “mundo externo” era la cabecera del partido a unos cuantos kilómetros de distancia, al que había ido en contadas ocasiones cuando era joven, le va informando sobre las actividades de la zona. Le cuenta sobre las carreras de caballos, sobre los tugurios y ciertos trabajos que a Zaucedo le podían interesar. El gaucho le cuenta que no andaba en busca de trabajo por el momento aunque le da las gracias por las noticias. Él le pregunta al pulpero sobre varias personas que Zaucedo conocía en el pueblo. Casi todos estaban muertos, “algunos hace muchos años, che”. Al gaucho no lo sorprendió, estaba esperando eso. Tomó de un trago la ginebra, el pulpero rellenó otra vez sin que el gaucho se lo pidiera. Se acodó cómodamente en la barra, mientras cayeron algunos nuevos parroquianos a los cuales él no conocía. La conversación se interrumpe cada vez que entra alguien y toma su posición (Que por lo que Zaucedo conocía a ese tipo de gente, era siempre la misma) en las mesas. El boliche se fue llenando de gente, lo que eran un puñado de hombres y un par de chinas.

En algún momento el pulpero, mientras agarraba unos vasos y una garrafa de ginebra, le dice que alguien que ambos habían conocido hacía unos sesenta años más o menos, estaba en un hospital en el centro. El gaucho preguntó qué centro, porque así se referían a la cabecera del partido y, además, a la ciudad capital. El pulpero le dice que en la capital. Zaucedo silbó para expresar su admiración. “Se está muriendo” le dijo el pulpero mientras se iba a las mesas.

El gaucho se quedó pensando en esa frase, se está muriendo. Mientras miraba a todas las personas que habían estado a su espalda, las veía y notaba que todos estaban muriendo. Que la vida era un proceso a la muerte. Mientras tanto se reía de la frase que rebotaba en su memoria, esa frase corta, se está muriendo. Ve el auto ahora, mucho más claro, viniendo a una velocidad exagerada para el estado del camino de graba. Hasta ese caserío mismo donde había escuchado la frase se estaba muriendo. Zaucedo había visto morir a muchas personas y todavía le seguía sorprendiendo la muerte. Averiguó en qué hospital, le quería pegar una visita a su amigo. Debía ver cómo hacer para llegar, por lo menos llegar antes que se muera. Desde que él lo conocía su amigo se estaba muriendo. Pero la frase le queda un rato más.

En cada eco que daba la frase el auto se acercaba por la calle rural. Se está muriendo. Y el auto estaba un par de leguas más acá. Siente los cascos de un caballo, levemente. Se da cuenta que había estado tan hipnotizado con la polvadera y el auto que se acercaba que no había notado al jinete que se acercaba. Estaba detrás de la alambrada, al trotecito en paralelo a los alambres y a la línea de postes de luz. Lo ve, mira primero al pingo, manchado, alto y precioso. Luego mira al jinete. Era un muchacho de catorce o quince años, no más. Lo reconoce cuando el muchacho le hace un gesto de reconocimiento con la cara, él devuelve el gesto. Lo había visto correr varias veces a joven jinete. Era un prodigo, y le había hecho ganar varios patacones a su cuenta. Era muy veloz y poner dinero en su contra era virtualmente un suicidio, aunque cada vez era menos rentable. Por toda la llanura ya sabían que el muchacho era el jinete más veloz de toda la pampa húmeda. Al llegar a su altura, el muchacho de nuevo hace un gesto, mientras una vaca rumiaba, y en perpendicular a donde él estaba sentado, sale a los galopes limpios luego de darle un par de rebencazos a cada lado del caballo. Lo ve galopar rápidamente hasta que en un tris lo pierde de vista comido por el horizonte limpio de obstáculos y eternamente plano.

Da el último bocado y se para ir a la parrilla a cortar otro pedazo de carne. El automóvil, que ya se lo notaba gris metalizado, una break chata, que iba a gran velocidad, estaba cada vez más cerca. En el punto que a unos diez minutos ya estaría a la par de él. Tranquilamente, sin el apuro de saber que con cada movimiento se le iba un poco de vida, llega hasta la cantimplora que había dejado cerca de la parrilla. Desenrosca la tapa y toma un sorbo, la escupe porque ya estaba a temperatura ambiente. Se acerca al río (O mejor dicho, riacho, ya que sólo lo separaban unos cuantos metros de la otra orilla) y se agacha en la costa, que era principalmente de tierra y piedras. Mira el agua que se movía eternamente y piensa en que no es el mismo río de antes, ni siquiera es el mismo río que había conocido años atrás cuando paraba a tascar con Remolacha en esa zona. Pero claro, ni siquiera la zona era la misma, no había postes de luz, no había alambrados, no había molinos en el horizonte y menos algún rancho perdido a decenas de leguas a la distancia. Rellena la cantimplora mientras mira el color del agua acaramelada, estaba bastante correntoso, bastante picado. Toma un sorbo. Vuelve a rellenarla.

Camina hasta el camino, escuchando el auto que frenaba cerca suyo. El ruido cambia, del sonido del auto andando en la grava, al sonido del auto estacionando sobre la hierba. El gaucho mira el coche, lleno de tierra por todos los costados, las ventanas abiertas en un cuarto. Tres personas bajan del coche. La que manejaba era él más alto, pelo lacio castaño, tez blanca, ojeras de cansancio alrededor de sus ojos marrones oscuros y barba de varios días ennegrecía su rostro. Este le hizo una señal con la cabeza mientras le pregunta:

“¿Usted es Zaucedo, don?”

“Sí, señor. El mismo que viste y calza.” Prendas viejas y alpargatas gastadas pensó él mismo y una sonrisa ilumina su rostro, ninguna de los tres que venían en el auto entienden el porqué de su sonrisa pero no se dignan en preguntar nada.

Se acercan hacia donde estaba él, que les ofrece un poco de asada. Que al parece aceptan más por lo que consideraban cortesía que por deseo. Mientras el gaucho corta, el más regordete de los tres, el más prolijo, afeitado y mejor peinado, le dice:

“Lito nos dijo que usted es un chamán.”

“¿Qué Lito, el del “Bar de Lito”?” Le daba un emparedado de vacío a cada uno.

“Sí, ese Lito... Realmente no sabíamos que usted lo conocía.” Dice el tercero, que era flaco, muy flaco, con el pelo bastante más largo de los tres, los ojos eran de un marrón bastante avellanado y tenía varías motas de barba aunque no le crecían en todo el rostro.

“Sí, pero asumía que estaba muerto, realmente... Espero que no les moleste si les pregunto: ¿Quiénes son ustedes?” El tercero estaba dándole la primera degustación a la carne y le hace un gesto afirmativo con todo el cuerpo, Zaucedo responde con una sonrisa.

El primero le responde: “Perdón. Yo soy Suaznabar; él (el que comía el emparedado, el tercero) es Mariano Sputnik y aquel es Ulises Margariño... Veníamos a preguntarle si usted es un chamán tal como nos dijo Lito”.

“Bueno... Chamán no soy. Pero sé algunas formas de curar enfermedades que la medicina moderna o no conoce o no aprueba... Bah, no conoce.”

Empezaron a comer lentamente mientras él se preparaba otro emparedado. Era el último pedazo de pan ya que no esperaba comer acompañado. Por un momento entre las cuatro personas se produjo un momento de silencio que era interrumpido por los sonidos de la acción de masticar. Zaucedo miraba a los extraños que lo miraban a su vez a él. Había llegado a la conclusión, desde el momento que los había visto bajar del vehículo y dejar las puertas abiertas que no eran ninguna amenaza.

El llamado Suaznabar, terminando su emparedado, resume la conversación cuando un jilguero pasa por los aires gritando “Jesús te ama”. Alguna vez, un amigo a Suaznabar le había contado le había contado una historia donde varias veces una señora con un changuito por la calle le había preguntado si sabía lo que decía el jilguero.

“Un amigo nuestro, está desde hace mucho tiempo, gravemente herido. Los médicos, nos han dicho que está en las manos de Dios. Lo cual es raro pues la frase proviene de un médico socialista dicha sobre la humanidad de un paciente anarquista; pero oxímorones de lado, queremos saber si usted puede hacer algo por él.”

Zaucedo lee total sinceridad en sus ojos. Normalmente diría que no y seguiría su camino, pero al parecer el destino de esos personajes y el de él mismo están unidos. Siente que ellos pueden ser un buen recurso para llegar a la capital más temprano.

“¿Qué le pasó... A su amigo, digo?”

“Varios tiros, en el pecho.”

Silva Zaucedo. Pero luego afirma:

“Sí, algo puedo hacer. Me tienen que llevar a la ciudad... Pero algo puedo hacer... Veremos si da resultado... ¿En las manos de Dios, dijo?” Los tres afirman, algo esperanzados por las frases del gaucho que estaba con la camisa blanca manchada de verde y negro arremangada a la altura de los codos y con una bombacha bastante moderna. Tenía puestas unas alpargatas viejas y traspiraba por los costados de la boina. “Iluso... Un medico, diciendo en las manos de Dios... Si estamos todos muriendo.” Dice. Y para dentro, sólo para él, se dice algunos.

Comen lentamente, a instancias del gaucho que dice que no hay demasiado apuro. Al terminar lo ayudan a levantar todos los bártulos, y lo meten en lo que Zaucedo llama una mochila, aunque en realidad dista bastante de serlo. Es más bien un bolso estilo militar bastante grande y de tela de lona. Dejan la parilla, pero le tiran agua encima para apagar las brasas. Meten el bolso (O la mochila, como la llama el gaucho) en el baúl y todos toman los mismos asientos en que estaban. Más la adición del gaucho en uno de los asientos traseros.

“¿Cómo me encontraron?” Les pregunta.

“Preguntamos en la YPF que está al empezar el camino rural. Un par de playeros, uno más viejo y el otro más joven, nos dieron su, presumible, paradero.” Dice Suaznabar al volante, mientras que daba marcha atrás para poner el auto sobre la calle de grava nuevamente, en sentido inverso al que venían. Lo saca arando en primera, por unos instantes el auto se queda en el mismo lugar hasta que rápidamente emprende camino. Cada vez más rápido mientras mete segunda, tercera y, hasta, cuarta.

“Mire usted... Pero qué bueno que me encontraron. Tenía que ir a la ciudad.”

“¿A qué?” Le pregunta uno, aunque realmente no sabe cuál de los tres, entre el sonido de las ruedas girando y la música que sonaba dentro.

“A ver a un amigo” dice.

La última vez que vio a su amigo es una historia. La anteúltima vez que vio a su amigo, Amado Higinio López, fue mientras estaban en el campo jugando a la taba. Estaban jugando por varios patacones. Él supone que de eso debe hacer como sesenta años. Uno a cada lado del queso, un campo de tierra seca en la parte de atrás del rancho de la madre de Amado.

Se dice que la madre trabajaba en un tugurio de la zona, cuando llegó un gringo viejo y la embarazó. De esa unión efímera nació Amado, también otra de las cosas que se dicen es que la madre le puso ese nombre porque ya desde su concepción supo que no iba a ser amado por nadie. La madre tenía un dejo de ironía en todas sus frases y el nombre de su hijo, que nadie nunca supo porque no lo abortó, lo demuestra. Muchos en los pueblos en que lo conocían decían que la madre en ese momento no se le ocurrió ponerle indeseado. Pero Zaucedo sabía que eso no iba con la personalidad de la madre, que la última vez que la vio había sido fumando un cigarro rubio y tomando ginebra en una casa de mala muerte en el medio del campo.

El gaucho estaba tirando suertes todo el tiempo, y Amado tenía que pagar. Todo el tiempo. Desde seis metros cada uno a la línea, enfrentados. Mirándose las caras, Zaucedo tiraba todo el tiempo suertes, mientras que Amado tiraba culos continuamente. Hasta que la taba quedó en pinino, habían acordado pagar triple por ello. Zaucedo lo había liquidado en un par de tiros. A su amigo ya no le quedaba nada de dinero, y empezaron a apostar cosas más abstractas como ser el amor de una china, el cuerpo de su amada y cosas así. En algún momento Amado se quedó sin china, sin amada (Aunque todo el pueblo sabía que se revolcaba con todos, hasta con Zaucedo a veces, y que, más importante, no lo amaba). Le dijo al gaucho que le apostaba su caballo. Zaucedo aceptó aunque ya no tenía ganas de apostar nada más, le ganó el caballo con un par de suertes.

Amado, sin ningún concepto abstracto y nada material que más jugar, le da su taba. Le dice que le va a pagar todo lo que le debe. Mientras el gaucho se ríe y le dice que no hay ningún problema. Todo está bien así. Amado le dice que no se preocupe, que su honor todavía lo tiene... Si llegara a perder el honor, sabes qué. Me mato... Le dijo; aunque podría matarte a vos y conservar el honor, la china y los porotos.

Los dos se ríen. El auto pasa por la estación de servicio vacía. Los playeros estaban sentados cerca del cartel que decía YPF en la callecita de piedras que llevaba y salía de la estación. Estaba fumando los dos sentados sobre una masa de cemento donde se apoyaba el cartel de la compañía. Al ver pasar el auto, notan que en la parte de atrás va Zaucedo y lo saludan agitando el brazo, tenían el cigarrillo en la boca los dos y lo saludaban, el playero más viejo y el playero más joven, con la mano derecha y los dedos bien abiertos. El más joven movía mucho más la mano, el más viejo mantenía la mano casi en posición vertical en posición de saludo.

El auto agarra la ruta principal, dejando atrás de sí el polvo y el chofe da la orden de subir las ventanillas que iba a prender el aire acondicionado. Todos las suben, mientras Suaznabar pasa por primera vez a quinta y el sonido del motor empieza rugir a menos revoluciones. Delante iba un camión que iba mucho más lento, ellos se acercan tanto que Zaucedo lee una calcomanía amarilla que decía: VISITE HELVETICA; LA CAPITAL NACIONAL DE.. y cuando iba a leer de qué era el auto con un giro brusco pasa al otro lado de la banda doble y amarilla, acelerando pasa al camión. Un auto venía en dirección opuesta haciendo luces y tocando bocina. Una vez que Suaznabar con la break clarea al camión con el calcomanía amarilla al lado de la patente de carga, el auto pasa. La maniobra había sido apretada, pero precisa. El auto había dejado varias puteadas desde atrás de las ventanillas, mientras que Suaznabar dijo:

“Andate a la re mil puta que te re mil parió hijo de re mil puta... (Y luego de una pausa; dice) Puto.”

Llegan a un cruce de caminos. En el cartel verde dice en contrastantes letras blancas fluorescentes:

Santa María 86 Km

Colonia Vega 106 Km..

Buenos Aires 213 Km..

“La verdad que fue difícil encontrar esta zona... No figura en ninguno de los mapas” Le dice Mariano Sputnik.

“Sí, dice Zaucedo, está zona es casi como una zona mítica. Ningún mapa es exacto, hay varios riachos sin nombre, como el que estuvimos a la vera recién. Es casi como una zona literaria, todos los personajes son raros. Hay secretos por todos lados y las ciudades guardan personajes que harían las delicias de cualquier autor... Pero así es toda la pampa húmeda.”

Y todos se callan mientras el auto agarra la ruta provincial N° 5 bis, que estaba totalmente vacía. El gaucho se queda mirando primero los planos móviles. El más cercano que se movía a gran velocidad compuesto de las matas de pastos no cortadas detrás de la banquina. Luego el campo, con sus grandes monstruos metálicos que llevaban los cables, cada tanto uno era diferente de los otros, siendo más grande y más imponente, estos se movían a una velocidad moderada. Cada tanto más allá, a unos kilómetros aparecía un rancho o un casco de estancia; pero esto era cada tantas decenas de kilómetros. Tenía casi todos un camino arbolado que llegaba hasta el casco, un establo y un molino. Este paisaje pasaba a menor velocidad que el resto pero a mayor velocidad del horizonte (Y tal vez un par de árboles sobre él) que de hecho casi no pasaba.

La noche iba cayendo y los ojos del gaucho se iban cerrando contra la ventana. El auto vibraba cada tanto y se sentían los rebajes y los acelerones que pegaba el conductor cuando algún tractor o auto viejo aparecía en la ruta. Zaucedo cerro los ojos mientras escuchaba la música extraña que salía de los parlantes. Muy pocas conversaciones tenían los demás, desde que habían salido. Pocas palabras, exiguas, eran las que cruzaban. El gaucho pensaba que era tal vez porque o no tenían mucho que decir o estaban cansados o el viaje de ida les había acabado todas las conversaciones que podían tener. Luego sabría que estaban todos muy triste y cansados de muchas noches de vigilia al costado de su amigo acribillado a balazos una madrugada enfrente de su panadería por un ex militar luego de ir a ver a un pintor que le hacía un retrato. Todo muy burgués le sonaba al gaucho.

Se durmió mientras el sol caía en el horizonte y las vacas pastaban al costado de la ruta.

Cuando se despertó la noche era cerrada y sin estrellas. Cada tanto un par de relámpagos iluminaron todo el cielo nocturno, preguntó cuanto faltaba y ellos le dijeron que ya estaban casi ahí. Zaucedo se quedó mirando las casas bajas y las calles empedradas por donde andaban. Se había perdido la entrada a la ciudad, cosa que siempre le fascinaba ver los primeros cordones de civilización, viendo como cada vez la monstruosa ciudad se comía al campo y cada vez más villas miserias bordeaban a la ciudad de Buenos Aires.

La última vez que el guacho había entrado a la ciudad era mucho más chica y había muchas carretas y caballos dando vueltas. Ahora eran todos autos con las luces encendidas andando por autopistas, avenidas y calles llenas de semáforos, carteles de propaganda y luces por todos lados. De un momento a otro la lluvia empezó a caer. Y los limpias parabrisas empezaron a andar. Justo a tiempo” se dijo Zaucedo, aunque estaban en verano las temperaturas en toda la zona pampeana habían sido muy altas.

Pasaron por la puerta del “Bar de Lito”. El gaucho recordó cuando esa era la única casa en toda esa zona. Un montón de gauchos, jinetes y tahúres pasaban por esa zona para ir al hipódromo o a la estación para ir a la zona de Barracas al Sud. Él cada tanto paraba en el bar, que tenía la mejor, más fina y barata, ginebra de la zona; y charlaba largas horas con Lito; aunque en este momento asumía que el Lito que decían ellos debía de ser el hijo, o hasta el nieto del que recordaba él. Pero, se dijo, al parecer el mito fue pasando de generación en generación... A menos que mi sangre pase mis virtudes... Quince minutos después pararon en una casa de familia, y el que viajaba codo a codo con él, le dice:

“Llegamos”.

Todos bajan, la casa tiene una reja de más o menos dos metros, pintada de negro. La fachada está luego de un caminito y un jardín bastante descuidado pero con varios plantas entre las que se veían jazmines, rosas y yuyos varios. La casa era blanca, aunque la pintura se estaba cayendo y las puertas y ventanas estaban pintadas de verde El número y la calle estaban pintadas a la derecha de la puerta, aunque no se llevaba a leer aunque uno estuviera a unos centímetros de ello. El que se hacía llamar Ulises toco la puerta con la mano, primero golpeo tres veces, dejo un silencio, toco otras dos veces, otro silencio y de nuevo tres veces. Todo en un cierto ritmo de polca.

“La clave es un chiste” Suspira Mariano que está al costado de Zaucedo.

La puerta verde se abre chillando por todos los costados. La sala estaba oscura y había algunas personas sentadas en largos bancos como de bailanta, algunos estaban dormidos y otros estaban despierto y con la mirada perdida. De las salas salían algunos destellos de luces y los tipos le indican el camino hasta donde estaba su amigo.

Llegan a una sala donde los: Pip, pip, pip, pip, pip. Llenan el ambiente. Una mujer estaba sentada a su costado, despierta pero cuando ellos entran no los ve porque tenía la mirada congelada en algún punto de la pared. El más alto, el que se hacía llamar Suaznabar, se acerca a la mujer y la abraza, sacándola de su ensimismamiento.

“Haga lo que tiene que hacer”. Le dice uno desde atrás de sí.

“Una transfusión de sangre... Eso es lo que podemos hacer”.

Se quedan mirándolo y cuchichean atrás suyo, como diciendo no sé puede hacer así como así, tipos de sangre, factor, bla, bla, bla. Pero uno luego dice: Si está a las manos de Dios, prefiero que esté a las manos del gaucho.

Y hacen la transfusión de sangre. Zaucedo está un buen rato con el brazo apretado, mostrando las venas. A la larga el tipo empieza a hacer sonidos, empieza a revivir. Mientras todos miran incrédulos que abra los ojos y los mire. Todavía está muy débil para hablar o moverse. Además de estar todo cableado e intubado. Mueve los ojos, mientras sus amigos le hablan y le cuentan cosas.

El médico entra y lo mira incrédulo. Luego ve a Zaucedo y le pregunta a los muchachos sobre qué estaban haciendo.

Suaznabar lo mira y le dice: Encontramos a Dios. Y luego Mariano le dice en un tono más bien jocoso, y lo pusimos en sus manos. Todos ríen mientras la mujer llora al costado y le besa el cachete al muchacho que Zaucedo no lograba deducir si era gordo o flaco. Había una cierta cualidad que lo hacía inclasificable a ese concepto.

El medico habla de milagro, mientras Zaucedo agarra por la delgada ropa al conductor y le dice si lo puede alcanzar hasta el Hospital tal en tal lugar. Suaznabar le dice que sí pero que lo mejor sería que coma algo y que descanse.

“Yo también tengo que ir a ver a un crítico... Qué está desde hace muchos años en las manos de Dios. No sé de cuanto tiempo disponga o, si quizá, ya el tiempo se acabo.”

Suaznabar hace un gesto con la cabeza y cuando terminan de sacarlo de la transfusión, lo ayuda a caminar hasta el coche, mientras todos los demás se quedan con Wilmar que estaba cada vez más vivo, cada vez en el más acá mientras con una voz muy débil decía: “La luz blanca es la luz blanca del techo... La luz blanca, la de los Victor Suerio”

Suaznabar lo lleva rápido al hospital tal en tal lugar y en muestra de agradecimiento le pregunta si desea que lo espere. Le dice que después lo invita a unas ginebras o Hesperdirinas, o lo que fuese que desee tomar. Zaucedo le dice que sí, que no tardara mucho.

Entra al hospital. Un gran edificio grande y blanco, cuadrado, algunos le dirían que era estilo Art Deco, pero para el era un edificio grande y blanco. Entra por la gran entrada y pregunta en un escritorio donde había una enfermera con ambo turquesa, si sabía donde podía encontrar a Amado López. La mujer le dijo que no lo sabía, que ella estaba ahí de casualidad porque la mujer que atendía había se había ido con un doctor (Aunque la enfermera dejó la c por el camino) y que volvería en un largo rato (Arrastrado lo más posible todas las a para demostrar que el rato iba a ser más largo que sólo un largo rato). El gaucho agradece y busca por el hospital.

Le pregunta a un tipo que andaba con un delantal blanco, y no sabe. Sigue preguntando hasta que un bedel, que al parecer tienen mucha más información sobre todos los asuntos del hospital que todos los médicos y enfermeras, que estaba en tal sala. Le da el camino correcto para llegar, él sin más preámbulo llega hasta el lugar.

Entra en la sala y lo ve, en la cama. Otra vez el pip interrumpía la calma de la habitación. Estaba en la cama, al parecer desnudo. Tenía aparatos a sus dos costados y varios cables de diferentes colores pegados a su cuerpo. Un tubo iba a su nariz y otro a su boca. Una máquina con una línea verde saltaba en una pantalla. Estaba dormido. O con los ojos cerrados.

El se queda a los pies de Amado y lo mira un buen rato. Sin decir nada.

Al parecer la presencia lo hace abrir los ojos. Los ojos negros, negros como debe ser el infierno mismo, lo empiezan a mirar. Ya que Amado estaba todo canoso y arrugado, cuando abre los ojos al principio cree estar viendo a un espectro. Abre los ojos y empieza a respirar agitado.

“Hola Amado... Sí, estoy vivo. No, no soy un fantasma. Y sí. Estoy igual.” Dice Zaucedo sin ningún dejo de ironía o sentimientos en sus palabras.

Abre más los ojos cuando nota que lo que ve, es real. Que no es que esta viendo, sino que lo ve. Físicamente. No era un fantasma ya que lo toca en los pies.

Abre más los ojos.

Y ve. Se ve. Lo ve. Se ve caminando por el campo, yendo al rancho de Zaucedo, que está igual que ahora, nada más que con otras ropas, otra moda, y con poncho negro y blanco. Pe eso será después, cuando lo vea. Cuando Zaucedo abra la puerta. Porque Amado camina por el camino, siendo la esta la última vez que se verán. Llega a la puerta y toca varías veces. El rancho es humilde pero estaba ordenado. Las gallinas pululaban alrededor y tocó tres o cuatro veces la puerta. No recuerda el número, y eso siempre lo hizo dudar de la veracidad del relato ya que había escuchado historias que el guacho estaba vivo.

Cuando la puerta se abra Zaucedo lo ve con una sonrisa. Y Amado, sin amar a nadie lo saluda y le clava el facón en el estomago. El gaucho abre bien los ojos, como Amado en la cama, y lo mira, preguntado por qué. Pero sin decirlo en voz alta. Amado retuerce el facón en su estomago, mientras le dice: “Te odio Zaucedo... Siempre me ganas, te cogiste a mi vieja, te cogiste a mi china... Te odio amigo”. Cuando saca el facón del cuerpo de su amigo, Amado ve como el cuerpo del gaucho cae. Mira la hoja llena de sangre y su mano también ensangrentada por sangre ajena. Cae al piso como una bolsa de papas. Ya muerto, cree Amado. Pero se agacha alrededor de su amigo y lo mira. Le habla, le dice cosas que Zaucedo no recuerda. Y vuelve a clavarle el facón, en el estomago, en la panza, en los pulmones, reiteradas veces. Mas de veinte, con saña, con bronca.

Al rato, se lo queda mirando, cuando chequeó si respiraba. No lo hacía. Estaba muerto. Agarra una garrafa de ginebra y le tira un poco al cadáver de su amigo, y luego bebe. Se va como vino, pero limpiando el facón con su propio poncho negro y blanco, como debía de ser.

Lo que no sabe Amado es que al rato, Zaucedo empieza toser y se levanta. Se saca el poncho y la camisa, ve como las heridas ya estaban cerradas. Todavía Amado estaba caminando. Otra vez el gaucho sabe que debería estar muerto. Sabe que no quiere ninguna venganza, que lo podría haber matado en un duelo a cuchillos. Es muy hábil. Pero cada vez que lo desafían, como ya está cansado, como ya tiene demasiado, quiere ver si ese es el momento.

“Y sabés qué Amado... Todavía no lo es. Quería saludarte antes, y decirte... no hay resentimientos. Si pensás que pecaste. Bien, no lo hiciste. No creo ser inmortal, pero digamos que desde hace tiempo, tengo una vida larga.”

Los ojos se abren más. Las miradas se cruzan por mucho tiempo. Hasta que el pip deja de ser cortado y se hace constante. Y la línea que saltaba deja de jugar, porque la vida es un juego, y se queda plana, como el horizonte. Porque cuando un cabalga hacía el horizonte uno viaja hasta la muerte, pero vamos, se dice Zaucedo, todos estamos muriendo.

Y sale caminando del hospital tal en tal lado. Encuentra a Suaznabar donde lo dejo, en el coche, hablando por teléfono celular con alguien. Se sube el gaucho y le dice:

“Ginebra.”

1 comentario:

g. dijo...

Diez Hojas.
Sí es mucho.

Perdón.
Ojalá alguien lo lea y me diga qué tal, ¿ok?

De antemano, gracias.