Los libros están sobre la mesa cuadrada de la pizzería Rex y Ulises Margariño mira sólo para delante. Hipnotizado por el movimiento de los vagones a lo lejos. Ve como lentamente empiezan a tomar envión. Pero delante de él para un colectivo 278 rojo y azul, le tapa la vista y baja la mirada. Ve una hoja escrita con su letra, la tiene que leer pero en el lugar no hay nada de luz. Está todo apagado y la luz del sol es poca en ese recoveco. Todavía no son ni las ocho de la mañana y ya hay un par de parroquianos tomando Quilmes, hablando sobre las minas que se tiraron la noche anterior aunque en sus caras y sus pelos se ve el olor a burdel que tienen. Escucha la conversación que nada tiene que ver con su tema de investigación. Nada en realidad tiene nada que ver con su tema de investigación, ni siquiera su tema tiene que ver con su investigación.
Tiene una modorra de la noche acumulada y no se puede despabilar. La mirada divaga sobre los libros, el cuaderno espiralado y los papeles sobre la mesa. Se pierde mirando a las personas que van para la estación con diferentes grados de perspicacia, dormidos o despiertos, se pierde en los sonidos y en las conversaciones (“Le metí la verga hasta la garganta”, “me decía que nunca había visto una tan grande”). Sus ojos caían con el sueño y las pocas ganas de todo. Cada tanto se pone a leer algún párrafo de los libros que tiene a su costado, lee algunos extractos de la novela, luego lee la crítica y piensa en el poema.
También piensa en todos los poemas que no escribió ni que nunca lo va a hacer. Y sabe que no lo va a hacer porque poco a poco está dejando de escribir. Lo siente como una habilidad que está perdiendo, son dotes que no ejercita y lo olvida. Escribir no es como andar en bicicleta. Cuando no se escribe constantemente lo más probable es que la persona que lo hace se caiga y se lastima las rodillas, el cuello y las manos. La pluma pierde el equilibrio y anda a tientas buscando las palabras que se escapan detrás de los arbustos verdes con hojas perdidas.
Saca de su morral otro cuaderno con las hojas agarradas por espirales metálicas pintadas de blanco. Agarra y busca la primera hoja en blanco y también la pone sobre la mesa, a un costado del primer cuaderno con palabras en tinta negra y con una mucho más austera letra.
Pero no puede con su genio y mira para delante. La imaginería está allí, las luces en los ángulos adecuados, la sombra para cansar a sus ojos y la mística del barrio. La pluma debería cruzar las selvas de realidades buscando la abstracción ideal de la métrica dispuesta por los pasados corajudos que empezaron a escribir con formas.
Las personas atrás de él ríen fuertemente, cada vez hablan más fuerte y llegan hasta casi gritar. Su olor le llega hasta donde está él, se los imagina bordeando lo grotesco. Los ve como un cuadro costumbrista de cuatro parroquianos, trabajadores nocturnos emborrachándose a la mañana al revés que el resto de la gente. Todavía hablan de la noche anterior, hablan de cómo se cogieron a las minas en el burdel. Las palabras son: verga, chupada, concha, tetas, pija, puta, satisfacción, fantástico, quilombo y todos los plurales y sinónimos. Algún antónimo también se les cayó en la charla.
Escribe algunas palabras: “los detectives de la ficción tienen una obsesión por la verdad, por lo que pasó, por los sucesos y develarlos. Normalmente siempre llegan a saber qué es lo que ha pasado, el móvil, el arma criminal y quién ha hecho lo que sea que hayan investigado. Llegan a la verdad. Los detectives reales no siempre llegan a la verdad. Ni siquiera creo que lo deseen. Creo que intentan llegar al final del caso, sea eso lo que fuese. Porque en los tribunales la verdad no tiene demasiada cabida. Allí hay que ver…” deja de escribir y pone la lapicera sobre el otro cuaderno, el segundo.
Mueve la mano en el aire y como en una fantasía el pizzero le trae una tazita de café y un vasito de ginebra en la otra. Las deja a su costado sin que Ulises levante la vista y piensa en su nombre. Quiénes usaron su nombre a lo largo de la larga historia. No tiene muchas ganas de volver a su casa esa mañana y mira para adelante mientras escucha el tren que va o viene del centro. “las mañanas se posan en las tardes que se doblan en los días y las noches de velo que tapan todos los recuerdos” escribe en el segundo cuaderno y deja la lapicera sobre el primer cuaderno.
Un muchacho le hace sombra a los cuadernos. Ulises levanta la vista y ve a un chico con uniforme de gimnasia de colegio privado. La ropa la tiene toda arrugada y la cara macilenta y demacrada. Los ojos bordeados por unas anchas y negras ojeras, el pelo largo y muy despeinado. La barba sin afeitar crecida por motas. La mirada la tiene perdida en algún horizonte forastero en ese comercio. Sin decir nada saca la silla que estaba delante de él y se sienta. Levanta busca con la mirada al mozo y le hace un gesto. Un gesto de café, ginebra, agua tónica, coca-cola o jarabe para la tos. Él lo mira al muchacho que no lo mira, tiene los ojos rojos, las pupilas dilatadas, la mirada perdida y la voz huida.
Atrás del pibe entra Wilmar, caminando con desparpajo y tranquilo mirando para todos lados. Su cara está enmascarada con una sonrisa aunque en su mirada está la seriedad que no todos pueden ver. Se sienta al lado del pibe, tampoco lo saluda y levanta la mirada buscando al mozo, que no está en el local y le pide con un gesto un café, que no va a pagar cuando termine el día.
- A veces quisiera saber lo que se siente al morir.
Con esa frase es la que abre su charla. Ulises toma la birome que está sobre el cuaderno, y la anota en su primer cuaderno. La anota subrayada y en mayúsculas, con un par de signos de exclamación (O admiración) detrás: A VECES QUISIERA SABER LO QUE SE SIENTE MORIR!! Así es cómo lo mira con cara extrañada mientras el mozo – que no es mozo – se agacha por sobre su cuerpo para poner las copas en la mesa, el jarabe para la tos para el pibe que sigue abstraído de la realidad y el café para Wilmar que agradece, llena de azúcar y revuelve sonoramente.
- Qué místico que te has vuelto, Wilmar. – Y su mente piensa en qué hubiera pasado si hubiera dicho volvido.
- No es mística. Cuando uno se muere, se muere. Como dijo Witesgein, no se vive la muerte. Pero estoy seguro que hay un momento cuando uno se está muriendo que siente el paso de un lado al otro. Aunque del otro lado no hay nada, ni siquiera es otro lado. Uno está muerto, y cuando se está muerto se está muerto. Y punto.
Ulises saca del bolsillo interno del saco, que tiene puesto, un paquete de cigarrillos. No hay muchos y rebusca en el desarmado paquete. Agarra uno y lo arregla un poco, lo golpea un poco contra la mesa. Fuma tranquilo mirando primero a su conocido y luego al pibe que tenía la mirada puesta en la nada. Sus ojos están abiertos, ven, pero no fijan su mirada en nada. Hacían pequeños movimientos de derecha a izquierda, rápidamente, cambiando de posición casi como si estuviera en un transe. Todos sus movimientos eran espasmodicos.
- ¿Al pibe este qué le pasa? – Le pregunta Ulises exhalando el humo del cigarrillo.
- Creo que está drogado. – Responde Wilmar, mientras los de atrás volvían a gritar sobre la gringa que se habían cogido la noche anterior. Gritan groserias y se rien cada vez más fuerte. Uno describe a su mujer. Otro también lo hacen. Son similares.
- ¿Y quién mierda es?
- ¿No lo conoces?
- No. – Le dice frustrado Ulises pensando en que si preguntaba algo era porque quería obtener una respuesta.
- Tal vez no lo reconoces. – Dijo Wilmar, y le agarra la cara al muchacho. Hace que mire a Ulises, le agarra el pelo y lo intenta peinar. - ¿No lo reconoces?
- No lo conozco. – Dije gastando las palabras en la conversación.
- Es Azul. – Wilmar lo dijo como si ese nombre a Ulises le tendría que decir algo, pero a este no le dice nada, sólo sabe que normalmente ese termino es la única descripción del idioma para denominar a ese color. También piensa que usualmente ese nombre es de mujer y adelante suyo tiene a un muchacho.
- No sé quién es Azul. – Y canturrea para sí un poco de una canción pop que había sonado un tiempo antes por las radios de la ciudad. Entra en una ensoñación y vuelve a pensar en todos los poemas que nunca jamás escribirá.
Los trabajadores de la noche atrás de él y delante de sus dos nuevos compañeros de mesas, seguían con su charla polifónica. Todos cantan sobre lo mismo. En algún momento le parece a Ulises que todas las voces se refieren a diferentes noches, a diferentes momentos, diferentes posiciones, pero siempre la misma mujer. El denominador común de todos los adjetivos era la misma mujer que todos se habían revolcado alguna vez. Todos contaban sus historias similares como si hubiera sido la noche anterior, como si todo eso que relataban (Y como relato todo era ficción) hubiera pasado en la oscuridad que subyace en el día que viven. Piensa que tiene que ser una mujer para conocer y que tal vez su historia fuese mejor que la que contaran estos en el bar.
Se siente testigo del trascurso de una novela. La conversación que está detrás suyo, los personajes que discuten sobre cogidas son los clientes que noche tras noche pagan por el placer de unas horas con ella. Entre las conversaciones se daba el macro relato que une a todas esas conversaciones vulgares, la mujer. La vida por este tiempo de la mujer. Quiere conocer a la prostituta y como es una de las pocas personas que está en la pizzería y sabe lo que está pasando quiere pagar un turno, encamarse con ella. Cogerla, chuparle las tetas, morderla, hacerla que le chupe la pija hasta la garganta y luego contarle que él la estaba cogiendo porque quería ser parte de la novela y empezar a darle algún sentido a su somera vida. Pero no se da vuelta, no quiere verlos. Verlos sería destruir el encanto de la ficción.
- Azul, Ulises, es un muchacho que encontré hace unos años. Más o menos cuando vos volviste de tu exilio. Lo encontré en el Bar de Lito una mañana que tendría que haber estado en el colegio. Me di cuenta que el pibe tiene una gran suerte, no pierde. En nada. Y con él anduve intentando romper las bancas de los Bingos y a todos los tahúres con casas de apuesta por la zona sur. Desplumamos a un montón. El dinero lo repartimos entre todos porque el dinero es de todos y nadie debería acumularlo.
- Suena noble.
- Lo es.
- ¿Y qué pasó?
- El pibe, acá presente, se me degradó. - El pibe está ido de la conversación tiene los ojos abierto y asiente cada tanto a palabras que no se le dirigen. Tal vez, piensa Ulises, lee todos los poemas que nunca escribiré – No estudia nada y tiene a maltraer a la madre. Pero va a los parciales y con su suerte aprueba todo. Nada le puede salir mal, no importa cuál es el estado de las cosas. A él siempre le salen bien. Y ahora cada vez está más pesado.
- ¿En qué se está metiendo? – Le pregunta Ulises sin que le importe demasiado las andanzas del tal Azul y las cosas que le cuenta Wilmar.
- Creo que se dio cuenta. Se dio cuenta que nada le puede salir mal. Que la vida es un juego y que él tiene suerte. Me parece que está cansado y por eso cada vez juega a cosas más peligrosas. Se falopea como el peor, pero nunca llega a la sobredosis. Lo encontras ahí tirado pero esta bien, siempre sale. Algo pasa y algo lo saca. Entonces todo le sale. Tiene suerte. Cuando lo conocí se lo presente a Suaznabar y le dije que era como el Quomo de una novela de Osvaldo Soriano.
Ulises piensa que eso se lo dijo alguna vez a él, si no con esas palabras, con las mismas. Piensa en la novela y dice en un susurro: A sus plantas rendido un león.
- Pero bueno. Ayer lo anduve buscando. Sé que me lo voy a encontrar muerto en algún rincón. No sé cómo pero tengo esa sensación. Aunque luego lo pienso y me doy cuenta que este pibe va a morir de viejo, si acaso una persona con su suerte puede llegar a morir. – Continuo relatando Wilmar, mientras Ulises encendía un nuevo, y último, cigarrillo; por suerte Wilmar no fuma, se dice – Lo encontré. Lo busqué por los puteríos habituales, pero allí no estaba. La madre me llama y yo no le atiendo. Dice que me va a mandar a la policía y qué sé yo que más, me tiene las bolas llenas la madre. No sé cómo encontró mi número, si de hecho yo no sabía que lo tenía. Lo encontré en lo del Anónimo, ahí estaba. Lo vi sentado, fumando. Medio borracho. Eran tres personas y había todo un público expectante.
- ¿En qué anda el Anónimo?
- En todo. Sus manos llegan hasta el horizonte y se pierden en él. Y cuando alguien pregunta quién hizo tal cosa, todos saben que lo hizo el Anónimo. De hecho todos los crímenes de la zona el autor es Anónimo, los de afuera piensan que no es nadie, pero es alguien. Es todos. El Anónimo tenía un 32 en la mano. Cargado sólo con una bala. Hace girar el tambor y como un gángster lo cierra con el movimiento de la muñeca. Yo desde ese momento supe que iba a ganar Azul. Sabía que el otro iba a morir. Me dispuse a mirar al hombre muerto vivir sus últimos minutos. El primer disparo era para Azul.
- Parece a la película The Deer Hunter.
- Sí. El escenario era ese pero sin ojos rasgados. Apretó el gatillo y nada. Las apuestas circulaban por el escenario. Agarra el revolver la otra persona y temblando largamente, aprieta el gatillo. Pero todo lo hizo lentamente. No disparó tampoco. Y se lo devuelve a Azul. Este lo tomó y en nada se disparó. Obvio que con su suerte no va a morir. No se disparó. Para qué hacerlo largo. Más temprano que tarde los sesos del contrincante de Azul estaban sobre las paredes blancas de Anónimo, mientras los demás se repartían la guita.
- ¿Y?
- Nada. Eso. Este drogado acá al lado mío es Azul. Y a mí me toca seguirlo cada tanto, cuando necesito algo de dinero para la organización.
- ¿Apostaste?
- Claro. Yo sabía quien iba a ganar. Y es necesario para la organización.
- ¿Por qué le decis organización cuando no tienen nada organizado?
- Sólo porque alguna denominación le tenemos que dar. Y aunque no tengamos cabeza y seamos sólo cuerpo, supongo que algún tipo de sistema seremos.
- Y si le decis el Sistema.
- Podría ser, pero yo lo digo siempre con minúscula.
- ¿Todo eso pasó anoche?
- Todo eso.
Y los hombres seguían hablando de cómo se habían cogido todos a la misma prostituta en la misma noche. Cómo todos se habían encamado con la misma mujer en el mismo momento. Ulises Margariño piensa que a veces uno es el personaje principal de la historia sólo para contar las historias de los demás. Esos son los días en que se siente superfluo de verdad.
Tiene una modorra de la noche acumulada y no se puede despabilar. La mirada divaga sobre los libros, el cuaderno espiralado y los papeles sobre la mesa. Se pierde mirando a las personas que van para la estación con diferentes grados de perspicacia, dormidos o despiertos, se pierde en los sonidos y en las conversaciones (“Le metí la verga hasta la garganta”, “me decía que nunca había visto una tan grande”). Sus ojos caían con el sueño y las pocas ganas de todo. Cada tanto se pone a leer algún párrafo de los libros que tiene a su costado, lee algunos extractos de la novela, luego lee la crítica y piensa en el poema.
También piensa en todos los poemas que no escribió ni que nunca lo va a hacer. Y sabe que no lo va a hacer porque poco a poco está dejando de escribir. Lo siente como una habilidad que está perdiendo, son dotes que no ejercita y lo olvida. Escribir no es como andar en bicicleta. Cuando no se escribe constantemente lo más probable es que la persona que lo hace se caiga y se lastima las rodillas, el cuello y las manos. La pluma pierde el equilibrio y anda a tientas buscando las palabras que se escapan detrás de los arbustos verdes con hojas perdidas.
Saca de su morral otro cuaderno con las hojas agarradas por espirales metálicas pintadas de blanco. Agarra y busca la primera hoja en blanco y también la pone sobre la mesa, a un costado del primer cuaderno con palabras en tinta negra y con una mucho más austera letra.
Pero no puede con su genio y mira para delante. La imaginería está allí, las luces en los ángulos adecuados, la sombra para cansar a sus ojos y la mística del barrio. La pluma debería cruzar las selvas de realidades buscando la abstracción ideal de la métrica dispuesta por los pasados corajudos que empezaron a escribir con formas.
Las personas atrás de él ríen fuertemente, cada vez hablan más fuerte y llegan hasta casi gritar. Su olor le llega hasta donde está él, se los imagina bordeando lo grotesco. Los ve como un cuadro costumbrista de cuatro parroquianos, trabajadores nocturnos emborrachándose a la mañana al revés que el resto de la gente. Todavía hablan de la noche anterior, hablan de cómo se cogieron a las minas en el burdel. Las palabras son: verga, chupada, concha, tetas, pija, puta, satisfacción, fantástico, quilombo y todos los plurales y sinónimos. Algún antónimo también se les cayó en la charla.
Escribe algunas palabras: “los detectives de la ficción tienen una obsesión por la verdad, por lo que pasó, por los sucesos y develarlos. Normalmente siempre llegan a saber qué es lo que ha pasado, el móvil, el arma criminal y quién ha hecho lo que sea que hayan investigado. Llegan a la verdad. Los detectives reales no siempre llegan a la verdad. Ni siquiera creo que lo deseen. Creo que intentan llegar al final del caso, sea eso lo que fuese. Porque en los tribunales la verdad no tiene demasiada cabida. Allí hay que ver…” deja de escribir y pone la lapicera sobre el otro cuaderno, el segundo.
Mueve la mano en el aire y como en una fantasía el pizzero le trae una tazita de café y un vasito de ginebra en la otra. Las deja a su costado sin que Ulises levante la vista y piensa en su nombre. Quiénes usaron su nombre a lo largo de la larga historia. No tiene muchas ganas de volver a su casa esa mañana y mira para adelante mientras escucha el tren que va o viene del centro. “las mañanas se posan en las tardes que se doblan en los días y las noches de velo que tapan todos los recuerdos” escribe en el segundo cuaderno y deja la lapicera sobre el primer cuaderno.
Un muchacho le hace sombra a los cuadernos. Ulises levanta la vista y ve a un chico con uniforme de gimnasia de colegio privado. La ropa la tiene toda arrugada y la cara macilenta y demacrada. Los ojos bordeados por unas anchas y negras ojeras, el pelo largo y muy despeinado. La barba sin afeitar crecida por motas. La mirada la tiene perdida en algún horizonte forastero en ese comercio. Sin decir nada saca la silla que estaba delante de él y se sienta. Levanta busca con la mirada al mozo y le hace un gesto. Un gesto de café, ginebra, agua tónica, coca-cola o jarabe para la tos. Él lo mira al muchacho que no lo mira, tiene los ojos rojos, las pupilas dilatadas, la mirada perdida y la voz huida.
Atrás del pibe entra Wilmar, caminando con desparpajo y tranquilo mirando para todos lados. Su cara está enmascarada con una sonrisa aunque en su mirada está la seriedad que no todos pueden ver. Se sienta al lado del pibe, tampoco lo saluda y levanta la mirada buscando al mozo, que no está en el local y le pide con un gesto un café, que no va a pagar cuando termine el día.
- A veces quisiera saber lo que se siente al morir.
Con esa frase es la que abre su charla. Ulises toma la birome que está sobre el cuaderno, y la anota en su primer cuaderno. La anota subrayada y en mayúsculas, con un par de signos de exclamación (O admiración) detrás: A VECES QUISIERA SABER LO QUE SE SIENTE MORIR!! Así es cómo lo mira con cara extrañada mientras el mozo – que no es mozo – se agacha por sobre su cuerpo para poner las copas en la mesa, el jarabe para la tos para el pibe que sigue abstraído de la realidad y el café para Wilmar que agradece, llena de azúcar y revuelve sonoramente.
- Qué místico que te has vuelto, Wilmar. – Y su mente piensa en qué hubiera pasado si hubiera dicho volvido.
- No es mística. Cuando uno se muere, se muere. Como dijo Witesgein, no se vive la muerte. Pero estoy seguro que hay un momento cuando uno se está muriendo que siente el paso de un lado al otro. Aunque del otro lado no hay nada, ni siquiera es otro lado. Uno está muerto, y cuando se está muerto se está muerto. Y punto.
Ulises saca del bolsillo interno del saco, que tiene puesto, un paquete de cigarrillos. No hay muchos y rebusca en el desarmado paquete. Agarra uno y lo arregla un poco, lo golpea un poco contra la mesa. Fuma tranquilo mirando primero a su conocido y luego al pibe que tenía la mirada puesta en la nada. Sus ojos están abiertos, ven, pero no fijan su mirada en nada. Hacían pequeños movimientos de derecha a izquierda, rápidamente, cambiando de posición casi como si estuviera en un transe. Todos sus movimientos eran espasmodicos.
- ¿Al pibe este qué le pasa? – Le pregunta Ulises exhalando el humo del cigarrillo.
- Creo que está drogado. – Responde Wilmar, mientras los de atrás volvían a gritar sobre la gringa que se habían cogido la noche anterior. Gritan groserias y se rien cada vez más fuerte. Uno describe a su mujer. Otro también lo hacen. Son similares.
- ¿Y quién mierda es?
- ¿No lo conoces?
- No. – Le dice frustrado Ulises pensando en que si preguntaba algo era porque quería obtener una respuesta.
- Tal vez no lo reconoces. – Dijo Wilmar, y le agarra la cara al muchacho. Hace que mire a Ulises, le agarra el pelo y lo intenta peinar. - ¿No lo reconoces?
- No lo conozco. – Dije gastando las palabras en la conversación.
- Es Azul. – Wilmar lo dijo como si ese nombre a Ulises le tendría que decir algo, pero a este no le dice nada, sólo sabe que normalmente ese termino es la única descripción del idioma para denominar a ese color. También piensa que usualmente ese nombre es de mujer y adelante suyo tiene a un muchacho.
- No sé quién es Azul. – Y canturrea para sí un poco de una canción pop que había sonado un tiempo antes por las radios de la ciudad. Entra en una ensoñación y vuelve a pensar en todos los poemas que nunca jamás escribirá.
Los trabajadores de la noche atrás de él y delante de sus dos nuevos compañeros de mesas, seguían con su charla polifónica. Todos cantan sobre lo mismo. En algún momento le parece a Ulises que todas las voces se refieren a diferentes noches, a diferentes momentos, diferentes posiciones, pero siempre la misma mujer. El denominador común de todos los adjetivos era la misma mujer que todos se habían revolcado alguna vez. Todos contaban sus historias similares como si hubiera sido la noche anterior, como si todo eso que relataban (Y como relato todo era ficción) hubiera pasado en la oscuridad que subyace en el día que viven. Piensa que tiene que ser una mujer para conocer y que tal vez su historia fuese mejor que la que contaran estos en el bar.
Se siente testigo del trascurso de una novela. La conversación que está detrás suyo, los personajes que discuten sobre cogidas son los clientes que noche tras noche pagan por el placer de unas horas con ella. Entre las conversaciones se daba el macro relato que une a todas esas conversaciones vulgares, la mujer. La vida por este tiempo de la mujer. Quiere conocer a la prostituta y como es una de las pocas personas que está en la pizzería y sabe lo que está pasando quiere pagar un turno, encamarse con ella. Cogerla, chuparle las tetas, morderla, hacerla que le chupe la pija hasta la garganta y luego contarle que él la estaba cogiendo porque quería ser parte de la novela y empezar a darle algún sentido a su somera vida. Pero no se da vuelta, no quiere verlos. Verlos sería destruir el encanto de la ficción.
- Azul, Ulises, es un muchacho que encontré hace unos años. Más o menos cuando vos volviste de tu exilio. Lo encontré en el Bar de Lito una mañana que tendría que haber estado en el colegio. Me di cuenta que el pibe tiene una gran suerte, no pierde. En nada. Y con él anduve intentando romper las bancas de los Bingos y a todos los tahúres con casas de apuesta por la zona sur. Desplumamos a un montón. El dinero lo repartimos entre todos porque el dinero es de todos y nadie debería acumularlo.
- Suena noble.
- Lo es.
- ¿Y qué pasó?
- El pibe, acá presente, se me degradó. - El pibe está ido de la conversación tiene los ojos abierto y asiente cada tanto a palabras que no se le dirigen. Tal vez, piensa Ulises, lee todos los poemas que nunca escribiré – No estudia nada y tiene a maltraer a la madre. Pero va a los parciales y con su suerte aprueba todo. Nada le puede salir mal, no importa cuál es el estado de las cosas. A él siempre le salen bien. Y ahora cada vez está más pesado.
- ¿En qué se está metiendo? – Le pregunta Ulises sin que le importe demasiado las andanzas del tal Azul y las cosas que le cuenta Wilmar.
- Creo que se dio cuenta. Se dio cuenta que nada le puede salir mal. Que la vida es un juego y que él tiene suerte. Me parece que está cansado y por eso cada vez juega a cosas más peligrosas. Se falopea como el peor, pero nunca llega a la sobredosis. Lo encontras ahí tirado pero esta bien, siempre sale. Algo pasa y algo lo saca. Entonces todo le sale. Tiene suerte. Cuando lo conocí se lo presente a Suaznabar y le dije que era como el Quomo de una novela de Osvaldo Soriano.
Ulises piensa que eso se lo dijo alguna vez a él, si no con esas palabras, con las mismas. Piensa en la novela y dice en un susurro: A sus plantas rendido un león.
- Pero bueno. Ayer lo anduve buscando. Sé que me lo voy a encontrar muerto en algún rincón. No sé cómo pero tengo esa sensación. Aunque luego lo pienso y me doy cuenta que este pibe va a morir de viejo, si acaso una persona con su suerte puede llegar a morir. – Continuo relatando Wilmar, mientras Ulises encendía un nuevo, y último, cigarrillo; por suerte Wilmar no fuma, se dice – Lo encontré. Lo busqué por los puteríos habituales, pero allí no estaba. La madre me llama y yo no le atiendo. Dice que me va a mandar a la policía y qué sé yo que más, me tiene las bolas llenas la madre. No sé cómo encontró mi número, si de hecho yo no sabía que lo tenía. Lo encontré en lo del Anónimo, ahí estaba. Lo vi sentado, fumando. Medio borracho. Eran tres personas y había todo un público expectante.
- ¿En qué anda el Anónimo?
- En todo. Sus manos llegan hasta el horizonte y se pierden en él. Y cuando alguien pregunta quién hizo tal cosa, todos saben que lo hizo el Anónimo. De hecho todos los crímenes de la zona el autor es Anónimo, los de afuera piensan que no es nadie, pero es alguien. Es todos. El Anónimo tenía un 32 en la mano. Cargado sólo con una bala. Hace girar el tambor y como un gángster lo cierra con el movimiento de la muñeca. Yo desde ese momento supe que iba a ganar Azul. Sabía que el otro iba a morir. Me dispuse a mirar al hombre muerto vivir sus últimos minutos. El primer disparo era para Azul.
- Parece a la película The Deer Hunter.
- Sí. El escenario era ese pero sin ojos rasgados. Apretó el gatillo y nada. Las apuestas circulaban por el escenario. Agarra el revolver la otra persona y temblando largamente, aprieta el gatillo. Pero todo lo hizo lentamente. No disparó tampoco. Y se lo devuelve a Azul. Este lo tomó y en nada se disparó. Obvio que con su suerte no va a morir. No se disparó. Para qué hacerlo largo. Más temprano que tarde los sesos del contrincante de Azul estaban sobre las paredes blancas de Anónimo, mientras los demás se repartían la guita.
- ¿Y?
- Nada. Eso. Este drogado acá al lado mío es Azul. Y a mí me toca seguirlo cada tanto, cuando necesito algo de dinero para la organización.
- ¿Apostaste?
- Claro. Yo sabía quien iba a ganar. Y es necesario para la organización.
- ¿Por qué le decis organización cuando no tienen nada organizado?
- Sólo porque alguna denominación le tenemos que dar. Y aunque no tengamos cabeza y seamos sólo cuerpo, supongo que algún tipo de sistema seremos.
- Y si le decis el Sistema.
- Podría ser, pero yo lo digo siempre con minúscula.
- ¿Todo eso pasó anoche?
- Todo eso.
Y los hombres seguían hablando de cómo se habían cogido todos a la misma prostituta en la misma noche. Cómo todos se habían encamado con la misma mujer en el mismo momento. Ulises Margariño piensa que a veces uno es el personaje principal de la historia sólo para contar las historias de los demás. Esos son los días en que se siente superfluo de verdad.
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