Estaba convencido que tenía que
escribir una novela (o poema narrativo) sobre los últimos días de Napoleón en
Santa Elena. Se había fascinado con su figura desde una tarde lluviosa en
Itapema cuando su familia estaba jugando un juego de mesa llamado Indicios, el
que consistía en que uno sacaba una tarjeta y empezaba a darle pistas, en
tandas de tres para que el otro adivinara. Había cuatro categorías, la más
interesante era la de los personajes. Ese día, su madre le leía los indicios y
él no podía adivinar el personaje que le había tocado en la tarjeta roja, le
leyó todas y una se le grabó en la mente: “Nació
y murió en una isla”.
En otros momentos de su vida
Napoleón Bonaparte se había cruzado de formas iluminadas. El suceso que más
recuerda era cuando un día de verano, un febrero gris y lluvioso, azotado por
el fenómeno del Niño, se cruzó con el personaje (en ese momento más personaje
que nunca) durante su lectura de la novela Guerra
y Paz. Es durante los momentos posteriores a la batalla de Austerlitz,
cuando el Príncipe Andrés estaba herido en el sueldo, donde tiene su epifanía
mirando el vasto cielo azul, y en ese momento aparece el Emperador Napoleón I
en una de las pocas escenas donde está de cuerpo entero y no simplemente
referido. Ahí le informan que el oficial en el piso está herido y por el valor
que demuestra, que demostró, indica que lo curen. La figura de Napoleón, visto
desde abajo, en su caballo es casi hipnótica. Además de estar en uno de los
momentos que quedó más fijo en su recuerdo.
Pero nunca conoció nada en
profundidad sobre su vida. Sí tuvo profundidad en su vida ya que lleva más de
treinta años andando por el mundo. Napoleón era un faro pero un misterio, no se
podía poner de acuerdo consigo mismo si había sido malo o bueno, justo o
injusto. A veces odiaba las cosas que decían el Capitán Aubrey en las novelas
sobre la marina inglesa en esa época, en otras oportunidades estaba de acuerdo
con sus apreciaciones. No sabía cómo era Santa Elena, no conocía los planes de
batalla.
Al principio había comprado
libros, acumulado apuntes y citas, había copiado y pegado a procesadores de
textos. Todo eso superó las sucesivas mudanzas de escritorios y de casas que
había tenido en su vida. Alguna vez su esposa, cuando estaban rearmando la oficina
para poner otro escritorio, el del ella, le preguntó qué tenía la caja de papel
madera. Le explicó que eran sus archivos de toda su vida. Su esposa quiso
abrirla, pensó que había fotos y que podría reírse un rato, distenderse del
trabajo que estaban haciendo a costa de su vergüenza. No la paró, ni lo
intentó, y ella encontró los papeles, a veces amarillos, fotocopias, hojas de
libros arrancadas y tiradas ahí. Volvió a repreguntar qué es esto y él le tuvo
que explicar. Era el plan de su vida, desde los quince, para escribir una
novela (o un poema narrativo) sobre los últimos días de Napoleón en Santa
Elena. Su esposa le comentó que no sabía que tenía ese costado, que nunca se lo
había mostrado. Sus palabras salieron casi en un susurro, con su mirada un poco
perdida y él no sabía si era algo bueno o malo, pero por si acaso le afirmó que
todos los días uno aprendía algo nuevo del otro. Ella no dijo nada más y ambos
se dedicaron a ordenar la oficina en silencio, hasta que apareció una música
desde afuera, desde la ventana abierta.
Repasando sus papeles se dio
cuenta que tal vez el sentido de su vida no era escribir sino acumular
información. Fue mirando –no leía- todos los papeles que tenía de Napoleón,
desde los más antiguos hasta lo modernos. La información era mucha y había
muchos papeles que sólo tocaban de refilón algún tema referido al emperador
francés. En las hojas aparecían nombres de todos lados de Europa: Córcega,
París, Viena, Berlín, Leipzig, Waterloo. Datos de lugares a dónde nunca había
ido y que cada vez veía más difícil llegar a pisar. Porque eso también había
sido un eje en su vida, conocer los lugares importantes de la historia
occidental, conocer los lugares de las guerras napoleónicas. En una reunión de
amigos, a la pregunta de cuáles eran los lugares que cada uno quería conocer,
él respondió que quería ir a Borodino y ser uno de los tantos que representaban
la batalla. Sus amigos lo miraron algo perplejos, aunque lo conocían, pero no
esperaban esa respuesta. Todos habían mencionado playas y destinos exóticos más
bien lúdicos.
Siempre se quedaba corto en
extensión e ideas, por más que tenía más conocimientos sobre el tema de los que
podía aplicar en su novela (o poema narrativo). Muchas veces esos cuentos
cortos, con cortísimos párrafos y extensas oraciones terminaban formando un
arco narrativo solitario, que por lo demás cortaba y pegaba bajo diferentes
nombres. Así fue como fue creando un sólido catálogo de cuentos sobre
diferentes lugares protagonizados por personajes, ficticios o reales, que veían
a lo lejos al Emperador francés durante las guerras napoleónicas. Por
insistencia de su mujer, una afamada fotógrafa, premiada en varios certámenes y
que exponía regularmente en diferentes galerías, en la cual tenía un buen
nombre y gran prestigio ganado, empezó a mandar, a desgano, esos cuentos, que
él no consideraba mas que viñetas, a diferentes concursos literarios. Primero
municipales, de diferentes intendencias del interior del país, y luego empezó a
enviar a premios cada vez más grandes, en prestigio y dote. Así fue como fue
colgando menciones en la oficina, que estaban cerca de las fotos de su mujer.
Un día un amigo de un conocido,
se le acercó con la idea de juntar todos esos cuentos, él lo corrigió varias
veces diciendo que eran viñetas, para juntarlas en un tomo en común y salir al
mercado. Lo consideró por muchos días en la mesa familiar, en charlas con su
esposa, cuando su bebe dormía. Ella lo instaba a que aprovechara la oportunidad
que se le presentaba casi sin pedirla, le decía con palabras largas y
ampulosas, tal y como era su costumbre, que miles de autores se mordían los
codos mandando sus manuscritos a diferentes editoriales y a él le había caído
la oportunidad del cielo, que no podía dejar pasar esa chance que se la abría.
Por el contrario él le decía que todo eso era parte de algo más grande, que era
el trabajo de su vida, y que publicarlo en ese momento sería un gran error,
puesto que era algo que no había terminado y que deseaba terminar, antes de dar
a la imprenta.
Cuestiones del destino hicieron
que los cuentos premiados y otros cuantos más que tenía guardados en una
carpeta en la computadora bajo el rótulo de “Napoleón”, terminaran en un tomo
que se llamó Viñetas de las Guerras
Napoleónicas. Como su nombre lo indicaba eran narraciones cortas que
trascurrían durante ese período histórico, en el cual varios personajes
ficticios o reales veían (o simplemente mencionaban) a Napoleón Bonaparte de
soslayo, y lo que los generaba la figura del Emperador de Francia. El libro era
coherente y los cuentos estaban ordenados de manera histórica, los primeros
cuentos ambientados en 1803 y con el último siendo una corta viñeta (escrita
especialmente para el libro) el 20 de noviembre de 1815. Había años y batallas
más representadas que otras, y eso no tenía otra intención más que capricho del
autor. Aunque él decía que era inutilidad del autor para poder representar bien
sus ideas en un cuento.
El libro se vendió muy bien y
llegó a aparecer en varias listas que armaban diarios y revistas especializadas
en el mercado editorial en sus libros más vendidos del mes o de la semana. La
gente (los lectores) lo compraba y lo regalaba puesto que pensaban que era un
presente considerado y cultural. Él detestaba el libro, lo consideraba un
fallido y cuando lo veía o le pedían hablar de Viñetas de las Guerras Napoleónicas, lo hacía a desgano pero
demostrando siempre tacto y cautela para no molestar a sus editores, con los
cuales tenía un muy buen trato y con los que se había convertido rápidamente en
amigos más allá del oficio. Por otro lado cuando le preguntaban qué era lo que
estaba escribiendo, él mencionaba que seguía intentando escribir una novela (o
poema narrativo) sobre la vida de Napoleón, empezando desde su infancia en
Córcega hasta su muerte en Santa Elena. Su editor le decía que debía dejar a la
sombra de Napoleón en paz y pasar a otros proyectos, escribir sobre otro tema,
sin dejar de lado la veta histórica, que lo había hecho tan famoso. Cada tanto
le mandaba ideas, recortes de diarios sobre historia pero nunca sobre los años
napoleónicos, en un intento de encenderle la lamparita y que la musa se pose
sobre su hombro para que pueda inspirarse en otros tópicos.
Pero su proyecto seguía y no
podía terminar de hilar sus nudos dramáticos con la vida del General francés
por lo que siempre terminaba con esas pequeñas viñetas que lo habían hecho
famoso y exitoso, pero que él sabía que lo iban a generar en alguien que se
copia a sí mismo. A su vez tenía el problema de sentir que no lograba, en
ningún momento, escribir a la altura de sus pretensiones. Cuando volvía a
releer lo escrito (reciente o antiguo, inédito o publicado) sentía timidez por
lo puesto en papel y le entraba un miedo al escribir que duraba un tiempo
largo. A veces, cuando sentía que había escrito algo bueno, le agarraba otro
tipo de temor, uno que lo coartaba de escribir, no podía seguir con esa página
ya que sentía que podía arruinar lo ya escrito. Así era como muchas veces
empezaba a narrar partes de su obra y las dejaba sin terminar, dejadas de lado,
pero no perdidas.
Desapareció de la industria
editorial, nadie lo extrañó, aunque su libro seguía vendiéndose en librerías.
Se reimprimió varias veces y muchas veces, cuando salía con su esposa y su hijo
a pasear y tal vez ir al cine por la calle corrientes, lo encontraba y le daba
dolores de panza.
Nunca dejó de armar lo que quería
escribir, pero cada día que pasaba y se daba cuenta que sus intenciones no las
podía plasmar. Él suponía que era por falta de métodos y, además, sentía que le
faltaban recursos para poder armar su obra magna. Por eso empezó a pensar en ir
a talleres literarios de, dicho sea de paso, colegas suyos, autores editados
como él, pero que no sentían los miedos que él profesaba ante sus textos.
Aunque la timidez que le daba aparecer en esos lugares era mayúscula, ya que
pensaba que tomaría el lugar de alguien que era inédito, que además podría ser
un genial escritor a futuro, y que él cooptaría su lugar coartando su futuro ya
que tal vez lo único que necesitaba era ese espaldarazo del taller. Un día se
encontró con uno de los pocos autores que conocía, ya que eran de la misma
editorial y además habían congeniado en los encuentros en común, hablando llegó
a enterarse que tenía un taller literario y lo invitó a participar algún día. Aprovechó
la invitación y fue a un par de encuentros como ayuda, y para dar sus
perspectivas sobre los textos, aunque su verdadera intención fue encontrar
medios para poder llegar a escribir su novela (o poema narrativo). Pero no le
sirvió, no encontró las herramientas que estaba buscando, aunque escuchó varios
buenos cuentos y conoció a un muchacho que escribía de mil maravillas, también
se encontró con un par de resentidos que escribían muy mal y otros que tal vez
podían mejorar, en ese momento todavía estaban verdes y sus cuentos, aunque
algunas veces bien escritos, eran muy aburridos.
Su esposa intentaba que siga
escribiendo, y lo instaba a que intentará escribir algo más. Él le mostraba sus
proyectos, los extractos que empezaba y no terminaba por temor. Una vez ella se
molestó porque no encontraba una buena novela de misterio, un buen policial al
estilo de los viejos escritos británicos, con un detective que investigue y un
misterio magistral. Como estaban en la ruta, y tenía mucho tiempo que matar, él
le contó el misterio de la muerte de Napoleón en Santa Elena, las sospechas de
homicidio y todo eso. Ella hizo que lo escriba, de unos papeles y escritos ya
armados, lo escribió explícitamente para su mujer. Terminó escribiendo un
novelón de más de quinientas páginas.
Esa novela se llamó Isla Cerrada y su esposa lo leyó, se
entusiasmó y quiso que la publique, pero a él no le parecía que merezca serlo.
Igual, una vez su editor fue a cenar a su casa en una comida de amigos y su
esposa le comentó sobre esa novela, el editor le dijo que la tenía bien
guardada y se la pidió para leerla. Él se la dio pero para leerla, el editor
tampoco le tenía mucha fe al libro, ya que desde hacía mucho tiempo no encontraba
un buen policial. Pero lo entusiasmó y empezó a buscar la forma de editarlo.
Primero tuvo que convencerlo, que era el paso más costoso, pero surcado ese
inconveniente pudo cumplir su objetivo.
En Isla Cerrada, que era una suerte de Santa Elena, nunca mencionada
explícitamente, llegaba un detective del Scotland Yard, caído en desgracia por
un asunto de la corona, en el bergantín Tartarus
llamado John Hidden. Tenía que investigar la muerte, y descartar un homicidio,
de un General de Artillería de un ejército enemigo, que estaba purgando una
pena perpetua en la isla. La isla funcionaba como los misterios de cuarto
cerrado, ya que al morir el General, nadie había podido salir de la isla, y los
únicos que habían entrado eran John Hidden y su ayudante. Allí el detective
pululaba por todos los bares de la isla buscando datos para armarse una idea
del General, hacía experimentos y hacía analizar al cadáver por su ayudante,
que convenientemente también era médico. Así llegaba a dilucidar el crimen,
John Hidden apresaba al asesino, aunque luego demuestra que era espía del mismo
gobierno británico. Todo lo demuestra en la mansión del gobernador, pero John
Hidden era un patriota y no hace público el asunto. Su ya dañada reputación no
sufrió demasiado del no-esclarecimiento pero el detective terminó quedándose en
la isla como comisario inspector.
El libro fue un éxito, un
best-seller que sobrepasó con creces la venta de su anterior libro. Todo lo que
se consideraba de sesudo de su obra anterior no se encontraba en esta y era
simplemente un pasatiempo. Cierta crítica de obra especifica, los críticos de
policiales, amaron el libro, con su atención al detalle histórico y el crimen
interesante, con todas las aristas políticas de época. La crítica, por lo
general, destrozó al libro, cosa que no molestó a los que compraban la novela,
que se vendió y reimprimió durante mucho tiempo. Una productora independiente,
conocidos de su mujer, compraron los derechos del libro y produjo una miniserie
de seis capítulos que se trasmitió los domingos a la noche por el canal público
con inmenso éxito lo que logro que el libro se vendiera aún más, y además se
vendiera la edición de DVD. La diferencias entre una y otra no eran muy
sustanciales, aunque la isla era Martín García (donde además había sido
filmada) y el nombre del detective era Juan Escondido.
Con una reputación cimentada él
simplemente esperó para volver a escribir. Planeó minuciosamente el armado de
lo único que siempre quiso escribir su novela (o poema narrativo) de la vida de
Napoleón Bonaparte. Armó y planificó su vida, ahora desahogada, para lograr su
proyecto. Se pasaba tardes en las bibliotecas del Congreso y la Biblioteca Nacional.
Pero la profundidad del proyecto insumió su vida. Cada vez que encontraba una
veta para aprovechar, ahí se abría una rendija a la que entraba, abriendo todo
un gran mundo de interpretaciones e historias. En un primer momento, sus
viñetas se fueron uniendo pero la forma era extraña, ya que siempre perdía el
rumbo y los sucesos se expandían, abriendo miles de historias paralelas, que él
sentía la necesidad de seguir.
La última vez que examinó sus
papeles de trabajo, al sentirse tan profundamente deprimido, había conseguido
éxitos y lo consideraban un autor vendedor, pero él no creía que haya sido
exitoso. No podía encontrar la forma de armar el libro que tanto le había dado
vueltas por su cabeza desde que era tan pequeño. Llegó a encontrar más de de
tres mil folios escritos, que formaban más o menos la historia, la vida de
Napoleón, pero de sus generales (por ej. Joaquim Murat era parte importante de
sus escritos), de sus familiares, amigos y amantes. El libro era eterno, tanto
como la vida de cualquiera, como la de Napoleón Bonaparte. Cada vez que le
hacían una entrevista recordando los éxitos Isla
Cerrada y Viñetas de las Guerras
Napoleónicas (cada vez menos), le preguntaban qué estaba escribiendo, si lo
estaba haciendo, y él respondía que su objetivo de la vida, por lo menos en lo
que narración se refiere, era escribir la vida de Napoleón. Le preguntaban si
todavía estaba escribiendo y respondía siempre que sí, cuando le preguntaban
cuándo terminaría, siempre respondía que no sabía cuándo llegaría al día de la
muerte de Napoleón.
Su propia muerte lo encontró
antes que él llegara a la muerte del Emperador Francés. Sus hijos contrataron a
su editor amigo para ordenar sus papeles y publicar el libro del que tanto
hablaba su padre. El editor encontró la tarea fascinante y pudo, cortando
varias historias (Que luego compilaría en un libro de cuentos llamado Historias al Costado), armar una
aproximación a una obra, llamada Historia
de una Vida, aunque siempre pensó que la novela (con partes de poema
narrativo) hablaba de la historia de dos vidas, como lo consignó en el prólogo
que escribió para la primera edición, aumentado en la segunda. No se vendió
tanto, pero fue un éxito de crítica, que la llamó obra magistral para luego ser olvidada en las mesas de saldos.