Y había visto todo el desarrollo sin inmutarse. O sólo inmutándose parcialmente, sin demasiado movimientos. Hubiera querido que algo lo modificara, pero él no controlaba eso. Él sólo asistía. Y asentía. O negaba. Pero era siempre el mismo él mismo.
"Nunca cambia nada, irremediablemente no cambia nada", había dicho la muchacha sentada cerca suyo, la primera vez que había ido. Pero él seguía yendo, esperando que esa irremediable igualdad se modificara. Otra vez más las luces del escenario estuvieron apagadas hasta que los dos jóvenes tomaron sus posiciones. La música suave, que iba subiendo lentamente, y la creciente iluminación. Es escena no había mucho para ver. Sólo unos cubos de madera negra, que servirían luego de múltiples abstractos decorados, sobre un fondo negro, todo sobre las tablas del escenario, también negras. Contrastaban las contrastantes figuras blancas de los jóvenes que actuaban. Uno tan alto, lánguido, griego, monumental; el otro casi quasimódico, algo monstruoso. Este doble contraste era, obviamente, instrumento de la trama.
Y jugaban.
Y se veía cómo dentro suyo creían en la insanía que representaban, que debían transmitirle a ese público siempre inmutable. Y es frustrante luchar con todas las fuerzas y entregarte al público casi en un acto de amor físico. Y que el público sólo se inmute parcialmente. Y llegar al punto de realmente sentirte insano, de permitirte esa insanía durante una hora sobre el escenario; de ser ese insano que mira desde la platea y que no entiende la violencia con la que está creciendo ese ser dentro de sí, que lo atrapa, que con tentáculos internos lo encierra, lo implosiona, lo muere, mientras la muchacha que afirma que es-siempre-lo-mismo mira y oye el grito que arranca desde dentro de su incredulidad. Desde el escenario negro, justo antes de agarrar el último cubo de madera negra, alguien sonríe; el espectador insano devuelve la sonrisa, mínimamente consciente del cambio. Se abandona.
Ya alguien vendrá a buscarlo, cuando caiga la noche y el no pueda actuar por sí mismo.
"Nunca cambia nada, irremediablemente no cambia nada", había dicho la muchacha sentada cerca suyo, la primera vez que había ido. Pero él seguía yendo, esperando que esa irremediable igualdad se modificara. Otra vez más las luces del escenario estuvieron apagadas hasta que los dos jóvenes tomaron sus posiciones. La música suave, que iba subiendo lentamente, y la creciente iluminación. Es escena no había mucho para ver. Sólo unos cubos de madera negra, que servirían luego de múltiples abstractos decorados, sobre un fondo negro, todo sobre las tablas del escenario, también negras. Contrastaban las contrastantes figuras blancas de los jóvenes que actuaban. Uno tan alto, lánguido, griego, monumental; el otro casi quasimódico, algo monstruoso. Este doble contraste era, obviamente, instrumento de la trama.
Y jugaban.
Y se veía cómo dentro suyo creían en la insanía que representaban, que debían transmitirle a ese público siempre inmutable. Y es frustrante luchar con todas las fuerzas y entregarte al público casi en un acto de amor físico. Y que el público sólo se inmute parcialmente. Y llegar al punto de realmente sentirte insano, de permitirte esa insanía durante una hora sobre el escenario; de ser ese insano que mira desde la platea y que no entiende la violencia con la que está creciendo ese ser dentro de sí, que lo atrapa, que con tentáculos internos lo encierra, lo implosiona, lo muere, mientras la muchacha que afirma que es-siempre-lo-mismo mira y oye el grito que arranca desde dentro de su incredulidad. Desde el escenario negro, justo antes de agarrar el último cubo de madera negra, alguien sonríe; el espectador insano devuelve la sonrisa, mínimamente consciente del cambio. Se abandona.
Ya alguien vendrá a buscarlo, cuando caiga la noche y el no pueda actuar por sí mismo.
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