Mientras miraba la silla vacía del café pensaba que no deberían hacerse las presentaciones, ya que las cartas estaban echadas. Miraba la silla vacía, donde no había nadie, salvo el aire. La camarera se acerca con una sonrisa en su cara y su uniforme azul, desprolijamente prolijo sobre su cuerpo menudo. Deja la taza de café, con alta espuma sobre la misma.
Buscaba sus cartas, en la silla vacía estaba ella y también no estaba. Sonreía o lloraba al mismo tiempo mientras la música soñaba acariciaba su cabellera inexistente en ese espacio, aunque sí en otro tiempo. No necesitaban presentaciones, ellos ya se conocían desde siempre aunque se habían encontrado hacía algunos o pocos años. El espacio vacío hacía lo que él había imaginado todo el tiempo.
La musa no se posaba sobre su hombro, sino que volaba tranquila mirando los recovecos de lo que fue un amor instantáneo que había madurado a la separación de las partes. Él, con un libro de Vila-Matas en el regazo, tenía los ojos fijos en ella que no estaba. La lluvia los unía, ella estaba mirando la lluvia, él la estaba escuchando.
La vida une y desune a los desnudos. Él recordaba los encantos de la muchacha y ella se perdía entre hojas de papel y letras en la computadora. El café va cayendo lento en su contenido. Las cartas que tenía ella eran mejores que la de él, tendría que confiar en sus encantos y caricias. Pero algún as bajo la manga todavía le quedaba.
Hasta que volvió y se quedó dormido. La vuelve a ver entre sueños y caricias, la ve abrazada a su lado. Cuando se despierta le duele el hombro donde ella había dormido, manda un mensaje que dice: “nunca me tenes que pedir perdón por cosas tan pequeñas”. Y sabe que la vida continua, mientras la quiere, la aprecia y la anhela.
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