Se va.
Con los ojos inyectados en sangre, en el ocaso del día. La ve de frente, la ve como siempre a su lado, pero sabiéndola espuria. Hermosa, blanquísima, castaña, petisa y gigante. Su pelo largo arremolinado sobre los lentes y su bolso rosa colgando a un costado. El mundo se va con ella. A cada paso se aleja, un paso a la vez. Camina mirándolo al principio, en sus ojos él ve que ella intenta preparar esa imagen para recordarlo. Intenta memorizar su cara para cuando al otro día, en la cama, en la mesa, en la mesada, en su casa, sola o acompañada mire sus recuerdos del día pasado, para llorar por él.
Ella dio dos pasos cortos luego del último besos que se dieron. El beso del largo adiós, el beso que ninguno de los dos quiso dar nunca, ese beso que se dieron un instante atrás. Antes, horas antes se habían visto para “hablar”. Nada salió bien, la rutina y el desgaste pudieron más que su amor; charlaron, lloraron y rieron. Muchos besos agónicos. En las risas hablaron entre tantas cosas de su imaginaria fiesta de casamiento, ella decía que les diría a todos, en un futuro inexistente, la siguiente frase: “- Este es mi marido, aunque no se nota, está contento -”. Él le respondía que iba a estar contento, reían. Reían de eso. Pero eran risas frágiles, ilusorias, de dos criaturas que saben que todo se le escapaba de las manos. Él intentaba agarrar la relación con sus manos y ella, como el agua, se le escurría por los dedos. Había llegado dos minutos muy tarde.
Ella lloraba y lloraba; sus ojos estaban rojos y su cara infinitamente congestionada. Ella dio dos pasos luego del último beso, caminando para atrás. Mirándolo, mientras él estaba quieto, inmóvil en su lugar. Viéndola, haciendo lo mismo que ella. El mundo giraba a miles de cientos de kilómetros por hora mientras ellos querían que todo quede estático.
A los dos pasos, le da la espalda. Por primera vez él se da cuenta que ella se está yendo. Por primera vez siente el peso de las palabras dichas sobre su cuerpo. Se estremece, en el momento en que ella empieza a dar los pasos. Ella empieza a caminar con el pie izquierdo, sin darse cuenta del significado cabalístico de su accionar. Camina sin mirar atrás, aunque siente deseos de verlo otra vez, una última vez.
Ninguno de los dos está realmente seguro de lo que están haciendo, pero lo terminan haciendo. A veces las cosas pasan. Camina sin mirar atrás, sabiendo que él está conteniendo las lagrimas que ella suelta sin miramientos a los peatones que caminan alrededor suyo en ese día que se transforma en noche lentamente.
El día fue hermoso, celeste sin ningún manchón de nubes en ninguna dirección de la brújula. Todo se veía igual al oeste o este, al norte o al sur. Ellos se encontraron en una esquina, en su esquina; se besaron tibiamente, al principio como midiéndose para sentir la pasión cuando las bocas reconocieron lo que pensaban que era ajeno. Caminaron un rato hasta entrar al café, su ultimo café. Allí el día fue muriendo en el recuerdo, la noche lentamente fue cubriendo todo con penumbras. Las farolas de la calle se iban iluminando a cada paso que ella daba, mostrándole un poco de luz al camino oscuro que empezaba a tomar. Él, parado en su lugar, en el lugar del último beso del largo adiós, la miraba intentando retener las lagrimas que se acurrucaban en sus ojos vidriosos.
Él esperaba que ella lo mirase, ver su mirada, encontrar allí un resquicio de esperanza. En notar en sus ojos la pasión olvidada o el amor moribundo. Buscaba algún indicio sobre qué hacer, qué paso seguir para no perder lo que estaba perdiendo. Las palabras que habían caído sobre sus oídos retumbaban en su cerebro. Eran los ecos de la conciencia pasada. Quería intentar correr detrás de ella, quería ir hasta donde ella estaba. Correr hasta donde ella estaba mientras se alejaba a cada paso, a cada paso hasta la ochava donde sabía que la perdería de vista para siempre. Para siempre.
Ella daba los pasos por inercia, sintiendo que era lo mejor. Pero tenía un remolino de emociones en su alma. Todo su ser era un oxímoron. Las palabras rebotaban en las paredes de su memoria. Todos los “te amo” dichos en tantas formas y maneras le venían a la mente molestándola. Veía todos los recuerdos de algo que había sido hermoso hasta el último momento. Lo veía sonreír con los ojos, lo veía bailar terriblemente mal para ella, lo veía dormir pacifico a sus flashes, veía sus ojos emocionados al verla. Lo recordaba ya, cuando sabía, sabe, que lo tiene en la espalda. Ella sabe que está todavía detrás suyo, tiene el conocimiento que si lo mira chocarán los planetas, sabe que se verán a los ojos y correrán uno al otro para alargar el amor, para alargar algo que ya estaba muerto desde hacía (y hacia donde) un tiempo y ninguno de los dos querría reconocerlo.
Él, la miraba de espaldas, le miraba la espalda, la cola, las piernas, el pelo. Dio un paso, uno solo, quebrado al medio, hacia ella. Ese paso no fue suficiente, el temor y la cobardía se ensañaron en su mente. El paso fue inútil. Él, por lo menos en ese momento, no iría hasta ella. Y dudaba si lo haría alguna vez. Sentía que su alma caminaba al lado de ella, que se alejaba sin parar. La miraba. Adoraba su movimiento de caderas, amaba cuerpo menudo, apreciaba su espalda solitaria, notando la que la brisa congelada movía su pelo. Se estaba yendo como junio deviene en julio.
Se está yendo.
La brisa congelaba las lagrimas en sus ojos. Sentía que se le quemaba la traquea, todos los dolores del alma estaban allí en ese momento, en esos pasos que la hacían alejarse de él por primera y última vez. Todavía todo le parecía un mal sueño, pero sabía que a la mañana siguiente, luego de dormir mal, al despertarse y no ver su foto (Esa foto donde él la besaba de una forma tan extraña y ella sonreía con toda la cara, el cuerpo y el alma) en su mesita de luz, se iba a dar cuenta que todo era real, que todo había terminado de una forma cruel, de una forma espasmódica.
Pero entre todas las dudas, entre todas las lagrimas que vertía, entre su alma dolorida, su aura colorida y sus recuerdos galopantes; entre todo eso, se daba cuenta que era lo que ella quería. Quería, necesitaba, no verlo. Quería volver a sentirse dueña de su cuerpo, dueña de su alma, dueña de su vida. Necesitaba dejar atrás algo tan hermoso porque lo tan hermoso ya no lo era para ella, porque no se encontraba en la relación ni en sí misma. Porque se tenía que buscar.
Miró el cielo. Él quería que lloviera. Que el mundo se cayera esa noche, que las piedras lo acompañen en su camino de vuelta, que lo moje el universo para disimular el mar de llanto que se agolpaba en sus ojos, en sus ojos inyectados en sangre. Las lagrimas sin caer que estaban esperando solo un instante para lanzarse al vacío. Pero antes que nada, antes que el mundo se viniera abajo, que lo atropelle un auto, que las piedras lo acompañen, antes que nada quería que ella llegará bien a su casa. Que ella esté bien. Eso era lo que le preocupaba, aunque las imágenes imaginadas ya pululaban por su mente.
Las imágenes de un futuro sin ella. Las imágenes de ella siendo feliz con otro novio, amante o amigo. Las imágenes de ella casándose con otra persona. Verla haciendo el amor con otra persona, la estaba viendo a ella, que seguía yéndose, con todos los gestos y acaecimientos suyos, pero ahora de ella, del otro. Las imágenes de su futuro. Nunca más se verían.
Ninguno de los dos pensaban que nunca más se iban a ver. Ninguno de los dos sabía si se volverían a ver. Cómo, dónde, por qué. Preguntas que ninguno de los dos se podía responder y preguntas que se estaban haciendo ambos mientras ella daba pasos alejándose lentamente hasta la esquina donde debería girar y mientras él la estaba viendo alejándose a cada paso. La gente pasaba a ambos costados de ellos, pero eran actores de reparto en esta historia que se acababa en la distancia cada vez más grande entre sus cuerpos, entre sus corazones, entre sus almas.
Era el fin. El final de una historia de amor. Ese momento era el recuerdo del final, del largo adiós que ambos se estaban dando. Ella sin mirar atrás porque necesitaba ser fuerte. Él sin dejar de mirarla porque quería aprovechar la última visión. Ella había aparecido como un rayo en su vida y se iba con todos los rugidos del trueno, dejando en su alma una lluvia constante y atragantada que se largó en el momento que giró a su derecha, doblando en la esquina. Escondiéndose en la ochava.
Ella ahí paró de golpe. Se apoyó contra la pared y lloró, tapándose la cara con sus manos. Largo y tendido; fuerte y sentido. Dejándose caer lentamente, raspando su espalda con la pared de cemento. El pulóver se le subía y dejaba notar su panza blanca con su ombligo perfecto a los espectadores casuales de ese instante. En cuchillas esperaba que él viniera y la abrazará, le dijera que todo estaría bien. Aunque sabía que él estaba donde lo dejó. Él, clavado en su lugar, con las lagrimas arremolinadas en su ser, miraba el piso. Las lagrimas gordas y pesadas caían como lluvia sobre la vereda que lo miraba a sus ojos. Se quedó mirando el piso mientras la gente que iba a cenar afuera, la gente feliz, pasaba a su lado y no lo notaban. Se había hecho invisible de lo pequeño que se sentía, se había hecho ente sin alma porque esa vagaba con ella a donde quiera que fuese.
Al rato, al agotar sus lagrimas que le parecían interminables, se arregla el pulóver y camina para llegar a su hogar. Él, entre medio de las personas que habían aparecido cuando las lagrimas retumbaban, empezó a vagar sin rumbo para buscar explicaciones, excusas e ilusiones.
Se fue.
Se fue el amor con el largo adiós. Adiós vida mía, perdona todos mis pecados y se feliz en tu nuevo amanecer, yo acaso soy ocaso; y una nube negra vagará en mis ojos. Es extraño como te extraño y es extraño estar solo. Sin ti a todo le falta color.
Se fue.
2 comentarios:
Este cuento me recuerda que hace mucho que no veo llorar a un hombre.
Que pasa con la melancolia, che?
Vamos, todo amaina!
Saludos.
¿Para qué querés ver a un hombre llorar?
Y fijate, que seguro hace poco viste a un hombre reir hasta los codos.
Es mejor ¿no?
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