lunes, octubre 20, 2008

Donoso escrutinio (o Letras quemadas).

Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen

(Ahí donde se queman libros se acaban quemando también seres humanos)

Heinrich Heine – Almansor





Un entonces ignoto Tomas Mancuria frenó de golpe su automóvil, el cual por la lluvia que caía desde hacía por lo menos dos horas, patinó unos centímetros por unos segundos. Tomas Mancuria iba con su cigarrillo en la boca, con la calefacción prendida y no viendo nada del paisaje conocido por lo empañado de los vidrios del coche. Se quedó un rato mirando al frente, apagó el auto y sacó la llave del arranque. Miraba la nada, viendo como se terminaba de empañar el parabrisas sin el desempañador. Apretó el encendedor del coche, mientras con su puño del saco negro intentaba abrir un agujero para ver la casa. La creyó ver, una figura que andaba dando vueltas detrás de las ventanas.

El encendedor saltó de su sitio y lo asusto. Encendió su cigarrillo, lentamente dio la primera larga pitada. Tocó la bocina tres veces, como siempre; ella, instantáneamente abrió la puerta de calle. Él, bajó del coche, dándole la espalda y cerrando la puerta de su automotor. Se abotonó el saco y se levantó el cuello, para intentar esquiva el frío; todo eso dándole la espalda. Ella, Dolores (Lola), lo miraba desde el umbral de la casa. Hacia tiempo que no lo veía, y no sabía que esperar de él. Lola corrió hasta la reja, le abrió la puerta y volvió corriendo al umbral. Tomas Mancuria, siempre lento, camino detrás de ella, a unos dos metros de distancia.

Cuando él traspasó el umbral, ella cerro la puerta con llave y puso las dos trabas. Tomas estaba a unos centímetros de ella, ninguno de los dos se habían besado como normalmente hacían cuando se veían, ni siquiera ninguno de los dos había atinado atinado a abrazarse. Él fumaba tranquilo mirando el lugar en penumbras, ella caminó por la casa hasta llegar a la puerta de costado, antes de llegar a la cocina. Tomas, le preguntó por su hermano, y Lola le dijo que estaba durmiendo, por eso hacían todos los movimientos silenciosos. Ella le sostuvo la puerta y Tomas Mancuria caminó por delante de ella hasta la otra casa. Ante la puerta cerrada, se detuvo y la esperó debajo de la lluvia.

Dolores (Lola) tardó unos minutos cerrando la puerta de costado con llave. Tomas la miraba desde la lejanía de alma, de espíritu. Por primera vez la examinaba, hacía dos meses que no la veía y quería ver cuanto había cambiado en ese tiempo. Ella pasó rápido por debajo de la parra, aunque piso algo en el camino y cayó de cola en el piso. Tomas Mancuria rápidamente se acercó hasta el lugar donde Lola se estaba parando y le tendió una mano. Ella aceptó la ayuda, fue su primer contacto físico ese día. El roce de su mano sobre sus dedos generó una electricidad entre ellos, mientras él le preguntaba si estaba bien y ella le respondía que sí, que solo era un golpe. La termina de ayudar y caminó detrás de ella, mirando para arriba a la parra y toda la suciedad que había en el piso. Los recuerdos se le agolparon en la mente, pero no les dio ninguna importancia e intentó sacarlos.

Ella abrió la puerta y se quedó en el umbral, mirándolo, se estaba mojando debajo de la parra como abstraído. Lo llamó por su nombre, por lo bajo, un par de veces. Tomas la escuchó y la miró a los ojos. Se quedaron así unos segundos y luego él mirando el piso, para dar los pasos correctos y no resbalarse con nada, entró a la casa del fondo.

Tomas Mancuria volvió a entrar por última vez a la casa donde ella dormía, donde tantos momentos habían compartido, una tarde noche lluviosa de los últimos días de invierno. Él miró el lugar, observando los cambios que ella había hecho en todo ese sitio. Notó por ejemplo que faltaban algunos muebles, la había un par de cuadros nuevos que él nunca había visto de pintores que tampoco conocía (O por lo menos en ese momento). Ella pasó detrás de él y fue hasta la cocina, desde donde le gritó si quería tomar un té. Tomas contesto que sí mientras se desabotonaba el saco y deshacía el nudo de la corbata. Le agarro frío, mucho frío; el ambiente estaba congelado. Con sus manos intento calentar su cuerpo, el saco estaba mojado y tenía el pelo empapado. Ella apareció y lo miró. Instantáneamente se dio cuenta de lo que le pasaba y lo acompañó hasta la cocina, donde lo acercó al horno (Que estaba prendido) para que se calentase.

Lola, fue a prender las estufas para que él se sienta bien. Un sentimiento raro andaba por su cuerpo, se sentía por primera vez en mucho tiempo completa pero a la vez sentía que todo eso era reavivar algo que no le servía a ninguno de los dos. Subió por la escalera hasta su habitación donde agarró un pulóver que había dejado Tomas allí hacia mucho tiempo, lo agarró, lo estiró y se lo acercó a su nariz. Respiró por última vez esa esencia que salía de la prenda, esa esencia que en ese instante sentía por toda la casa desde que él había pasado la puerta de entrada. Bajó.

Tomas estaba en el sillón (una de las pocas cosas que había notado que no había cambiado en esos dos meses en que habían estado separados). Sentado en sobre el borde, acurrucado en su cuerpo, temblando. Lola, lo vio, y se acerco. Le tendió el pulóver y él se lo agradeció mientras se lo ponía. Al tiempo que ella escuchaba que la pava, desde la cocina la llamaba diciéndole que el agua estaba lista. Apagó el gas, agarró dos tazas grandes y blancas con leyendas en sus costados y les puso los saquitos. De pronto Tomas apareció detrás de ella y la sorprendió. Ella pegó un saltito y le recriminó por asustarla (Como hacia tanto tiempo que no le pasaba). Él le preguntó cómo estaba y ella mientras ponía el agua en las tazas le respondió que estaba bien, que la sobrellevaba mejor dicho. Tomas no quiso decir nada pero acepto de su mano la taza y empezó a revolver bien como siempre hacía y a ella siempre le molestaba. Dolores (Lola) le tendió el azúcar y él le puso tanto como siempre le ponía; ella empezó a tomar no le ponía nunca azúcar a ninguna infusión.

Tomaron el té en la cocina, hablando poco y cortado, más que nada para saber cómo estaban, en qué habían estado todo ese tiempo sin verse y cuestiones de ese estilo. Él estaba apoyado contra la heladera, tomando rápidamente la infusión caliente, y Dolores estaba sentada contra la mesada, mirando el fondo y como la lluvia caía sin cesar desde hacía muchas horas.

De pronto, él, parándola en seco le pregunta: ‘¿Dónde los tenés?’ Ella se quedó un rato descolgada, ya que por unos minutos se había olvidado para que él estaba allí y había asumido que eran novios de nuevo. La costumbre había podido más que la realidad. Lola, mientras se recomponía del pánico inicial, lo miró y le dijo: ‘Realmente vas a hacer eso’ y Tomas Mancuria, con la taza blanca todavía en sus manos le dice: ‘Sí... (Pausa, suspiro, respiración profunda) Tengo mis motivos’. Ella desaparece un instante dejando sonoramente la taza sobre la mesada y refunfuñando se dirige hasta el baúl donde guardaba los papeles. Lo abrió mientras él la miraba desde la puerta del fondo, ella sacó los papeles y cuadernos, llenos de palabras, anotaciones, correcciones y escrituras. Ella se los dio, él miró por arriba las paginas, y paso algunas. Miró los títulos y algunas de las oraciones que él había escrito.

‘¿Estas seguro que tenés las copias, no?’ Le dijo ella en tono implorante, Tomas Mancuria sólo levantó la mirada de las paginas que él mismo había escrito y no le dijo nada. Pero en sus ojos ella leyó, o creyó leer, un “sí, claro”. Ella, luego, le indicó el camino a la parrilla. Se fue poniendo una campera, mientras él se ponía el saco mojado encima del pulóver. Caminaron un rato bajo la lluvia, hasta que llegaron a un alero de chapa que cubría la parrilla. Allí los sonidos de la lluvia mezclados con los frecuentes y constantes golpes a la chapa hacía que fuera difícil escuchar las palabras. Él tenía en sus manos sus novelas, cuentas y ensayos. Ella tenía el encendedor.

Estoy había sido un pedido de él. No quería que se quedé con sus novelas, cuentos y ensayos. Quinientos ochenta y seis hojas escritas. Doscientas veinte de su primera novela. Ciento tres paginas de su ensayo. Ciento noventa y seis de su segunda novela. Sesenta y siete hojas de varios cuentos cortos donde el personaje femenino casi siempre era ella, con muchos nombres, apodos o simplemente un “ella”. En todas esas hojas, que Tomas, sólo había leído sus palabras, había infinitas anotaciones en lápiz negro o de colores, en birome o en tinta, de ella. Aclarando puntos, mejorando conceptos o, simplemente, alabándolo.

Tomas titubeó en un primer momento. Nunca supo realmente qué había sentido en ese momento, en ese instante la luz empezaba a irse; la noche empezaba a ganar la batalla contra el día. Muchos años después, mucho tiempo después en un intento desesperado de una noche de intentar recuperar algunas de esas palabras perdidas para siempre, se puso a pensar qué era lo que había sentido. Ese instante donde pensó en no hacerlo. Pero Tomas (Cuyo nombre era un homenaje de su padre al gran Thomas Mann) empezó a deshacer las hojas y hacerlas bollos, con sus palabras y las palabras de ella. Las iba tirando en la parrilla, empezó con su primera novela.

Luego le pidió a Lola el encendedor, que ella se rehusó a dárselo. Él sabía que ella iba a hacer eso, por eso en su bolsillo tenía una caja de fósforos Gran Fragata. Prendió el primer fósforo, se lo apagó una ráfaga de viento. Ella le dijo, entre el sonido de la lluvia contra el piso, contra las chapas, entre el viento y los sonidos del suburbio; que era Caliope que no lo dejaba quemar sus obras. Pero Tomas Mancuria insistió en su cometido y encendió otro, que no dejó apagar. Luego, lentamente, como en un acto místico prendió una punta de la hoja que había quedado más cercana.

La hoja fue tomando el color amarrillo del fuego. El blanco se empezó a transformar en un colorado, que iba moviéndose como en una línea, dejando tras de sí un negro que se formaba en un gris ceniza. Pero ese inicio se fue transformando en llamarada, y fue tomando a las hojas escritas de manera intensa. Ella lo miraba desde atrás, él iba avivando el fuego con más hojas. Metiendo sus hojas de novela, cuentas o ensayo allí. El fuego iba comiendo a las palabras que habían salido en un frenesí de escritura.

Ella lloraba bajito, mientras él miraba las llamas. En ese momento él dijo: ‘No tengo nada de esto en copia... Las quemé hace años.’ Ella en ese momento lo miró furiosa, y lo increpó diciéndole cosas como ‘Cómo podes hacer esto, todo eso era realmente bueno’. A lo que él, Tomas Mancuria, alimentando el fuego con sus palabras le dijo: ‘Estas son las páginas de nuestra vida que tenemos que cerrar para poder dormir en paz; para poder seguir adelante en nuestras vidas. Para poder olvidarme de vos, tengo que cerrar todo esto... Matar al hombre feliz que alguna vez fui e intentar ser otro’.

Luego, él se iría. Le daría un último beso, en la boca. Con toda la pasión negada al principio del día. No se volverían a ver nunca más. Pero ella compraría sus novelas, hasta en alguna leería “Para ella... que todo lo ilumina”; sabiendo que esa era Dolores (Lola). Ella daría cursos en Literatura Argentina III sobre alguno de sus libros.

Pero nunca más se verían.

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