lunes, diciembre 22, 2008

Prisma Retórico

Bajo semejante prisma retórico e insultante, un marxista es incapaz, por definición, de sentir como propios el amor de la madre o de la novia: ¿qué entienden de esas cosas aquellos mastuerzos que gritan: Proletarios de todos los países, uníos?

Ian Gibson




El cielo se ruborizaba poco a poco generando ese rojo espectral sobre el horizonte de casas chatas, iluminando mucho más que las luminarias de la calle que se empezaban a apagar lentamente cuando todo empezaba clarear. Todavía no se generaban sombras pero la luz del sol se empezaba a notar más allá de mi vista.

Mientras tanto encendí un cigarrillo. Miro extasiado la llama que bailotea por los efectos del viento, pero la brisa no puede con mi fuego y no lo apaga. Le saque el oxígeno al fuego y este se apago. Me quedé fumando el cigarrillo dándole una larga primera pitada mientras metía mis manos en los bolsillos del saco y me apeaba de la brisa fría que traía olor a lluvia.

Miraba calle arriba y no se veía un alma. Calla abajo estaba la avenida y aunque era bastante temprano en la mañana se veían varios camiones, autos y camionetas que andaban, tal vez yendo al trabajo, tal vez paseando. Un camión de la lechería pasó por delante de mí en el momento en que dejé de pensar en los autos, pero noté que no importaba, sólo condicionaba mi momento de soledad en algún relato que podría hacer.

El anarquista N° 0 estaba dentro de la casa detrás mío. Charlando con gente o algo así, me había dicho si lo quería acompañar dentro pero no tenía ganas de escuchar ninguna conversación. En realidad tenía ganas de estar solo y así era como estaba. Todo porque a veces pensaba en ella. O tal vez no sólo a veces.

Soy un romántico o un obsesivo que no puede dejar de pensar. A veces genero recovecos en los recuerdos y busco gestos delatores del futuro que se avecinaba. Busco algo que me diga que el divorcio era inminente y que me iba a quedar solo otra vez en la vida. Me las rebusco para rebuscar e intentar encontrar cosas. Pero yo no lo veía.

Entre exhalaciones y pitadas el pasado se mezclaba en la soledad de la madrugada. Intentaba mirarla y la veía. La miraba a los ojos esa última vez que la vi, cuando se despertó y maquilló como todas las mañanas para ir a su trabajo. Se tomaba su tiempo mientras ella ya sabía que no te necesita. Cuando se va, la miraba a los ojos y notaba detrás de las lagrimas que se juntan en sus párpados que ya no me ama; si embrago, no le creía, no lo creo todavía. Ella luego me dice que su amor ha muerto y uno no le cree. Ya no me necesita, las palabras retumban, mientras empiezo a silbar lo que me imagino que es, lo que fue.

Y en ese tiempo empecé a vagar por bares y fondas para no verla. Recuerdo que cada reencuentro luego de su trabajo era un suplicio, eran miradas que se desviaban en los lamentos y malos entendidos entre los que nunca las había habido. Y ella llegaba, me saludaba desde donde estuviera siempre con tiernas palabras donde no se escuchaba ese amor que me había tenido o ese amor que estaba escondido. Se iba al baño a sacarse el maquillaje mientras yo estaba frente a la computadora intentando escribir o reescribir. Desde mi lugar, mi escritorio, yo la escuchaba mientras las palabras entre los dos eran banales y llenas de lugares comunes. Ella ya lo sabía, yo lo olía pero no le daba crédito a mis sentidos. Se desvestía en la lejanía sin ningún dejo de erotismo en eso. Aparecía y se iba a la cocina donde se quedaba haciendo que cocinaba pero lejos de mí para no verme, para pasar el tiempo lejos llorando sola mientras yo luchaba con las letras atragantadas en la boca.

Me reprocho que tal vez alguna palabra de amor en el momento adecuado, o algún acto en el momento indicado hubiese cambiado en algo. Pero las cosas pasan por algunas razones. Nadie cambia nada mientras todo cambia. Nos sentábamos en la mesa mirando la televisión, hablando de cómo le había ido en el día, mientras yo intentaba escuchar sus concejos sobre lo que yo necesitaba escribir. Luego levantábamos la mesa entre los dos, cada tanto yo rozaba su piel notando que la electricidad entre nuestros cuerpos todavía existía y que no todo estaba perdido. Por momentos pensaba que todo eran ideas mías, pero esos momentos eran tenues entre todos los demás. Ella lavaba los platos mientras yo hacía el café, yo la miraba de cuerpo entero mientras esperaba que la máquina llene las tazas en mi hermosa vida burguesa. Al rato estábamos en la cama, cada tanto hacíamos el amor encontrando un lugar de entendimiento en nuestros cuerpos desnudos que conocían cada recoveco. Yo encontraba lo que andaba buscando mientras los ojos de los estaban concentrados en el otro. Al rato todo terminaba con respiraciones abrumadas y abrazos. Su cuerpo cabía tan bien en el mío que tal vez por eso yo pensaba que nuestro amor iba a durar años y años. Ella se enroscaba en mi perfil, mientras mi brazo la escondía del mundo exterior. Luego no dormíamos, los dos teníamos los ojos abiertos con esa aprensión generosa que te indica que aunque tal vez el amor entre nosotros no había muerto, sí estaba cambiando y uno de los dos necesitaba un cambio. Pero al rato los ojos caían por la presión del día pasado y uno se dormía oliendo a sexo, respirando su aura y amándola.

El cigarrillo se terminaba, me colgaba de la boca, la ceniza todavía pegada al cigarro. Saco del bolsillo interno del traje el paquete y agarro otro cigarrillo. Lo golpeó un par de veces contra la cajita donde quedaban pocos fasos. Lo golpeo varias veces y con el cigarrillo que se extinguía, enciendo el nuevo. Vuelvo a guardar la marquilla aunque todos me decían que debía dejar de fumar “marcas” y empezar a armar mis propios fasos. A mí me molestaba eso de tener la santa paciencia de agarrar el papel, llenarlo de tabaco, lamerlo y recién ahí fumarlo. Era tedioso el proceso; entonces aprovechaba todavía la economía de mercado. Viejos hábitos burgueses. Pero nosotros luchamos contra las ficciones sociales y dentro de ellas no están los cigarrillos. En nuestra sociedad utópica supongo que deben existir los que hacen cigarrillos, esperaría que sí. Pero no importa, yo necesitaba un ideal más que un futuro.

Todo se caía a pedazos entonces a la hora en que ella llegaba, siempre unos minutos antes, yo me iba para hacerle todo más sencillo. Y así fui desapareciendo. Poco a poco fui saliendo de su vida, sabiendo que ella ya no me necesitaba. En los bares y fondas del fondo del barrio, tomaba más de la cuenta. A veces tomaba a cuenta del día siguiente y a cuenta de mi sueldo que era cada vez más exiguo para esas cuestiones. Me sentaba casi siempre en la misma mesa, en el mismo bar. En una mesa al fondo bajo un farolito que parecía que siempre se estaba moviendo. Eran las vibraciones de la autopista que pasaba detrás del bar. O eso me dijo el dueño una vez. El dueño parecía siempre borracho, tenía un sonar etílico en sus palabras que lo hacía casi bohemio. Tenía acento checo. De la región de Bohemia. Y mirando siempre a la mesa, jugando con un escarbadientes, iba bajando el contenido de mi vaso. Cada tanto miraba la hora en el reloj. Yo sabía que ella estaba leyendo algún libro: crítica o ficción. Libros de la biblioteca nuestra que era tan linda. Yo le deje todos mis libros.

Camino hasta el auto porque el fresco está cada vez más fresco. Diciembre sin ti y con el viento fresco de la madrugada. El coche era un Renault 21 viejo. El anarquista N° 0 lo había “agarrado” cerca de la panadería cuando salimos. Yo abría la puerta y me siento en el asiento del conductor, mirando la calle por delante de mí con sus lustrados adoquines y relojeando por todos los espejos mi retaguardia. Cada tanto un par de luces me encandilaban momentáneamente y luego pasaban. En esos momentos yo llevaba mi mano a la cintura y sostenía el arma un rato. Pero normalmente pasaban de largo. Yo luego miraba la estela que dejaban las luces rojas de atrás. Con la ventanilla baja fumaba tranquilo, los ojos me empezaban a jugar una mala pasada mientras miraba la hora pasar en el reloj del coche. Pero no me podía dormir, por cualquier cosa. Uno nunca sabe cuando podrían llegar a aparecer las demás facciones. Montábamos guardias más frecuentes desde aquella vez que habían intentado los comunistas secuestrar a Azul, y además, lo habían logrado. Al fin de cuentas resultó que esa agrupación comunista tenía deudas con todos los garitos habidos y por haber. Necesitaban dinero ya que los tahúres andaban detrás de esos comunistas para romperle las piernas a uno por uno. Yo siempre pensaba que a esos no les gusta el juego, pero todos eran gordos y andaban metidos en todas, siempre que uno entraba a algún garito de la zona había alguno de esos comunistas jugando plata a cuenta y buscando coperas en las barras. Al tiempo, cuando se entero, el anarquista N° 0 fue a hablar con ellos, arma en mano, y luego de algunos disparos, todo se solucionó. Azul fue a un lugar donde se jugaban altas apuestas de póquer estilo Las Vegas, barrió a todos en pocas manos. Yo no sé si cuenta cartas o si tiene “el don” como lo llaman. Los comunistas saldaron sus cuentas y hasta les quedó dinero para ir a comprar todos los lujos que gozaban de la vida burguesa mientras no se impusieran sus ideas.

En el auto recuerdo el primer encuentro con él. Yo estaba a varias copas de terminar en estado de embriaguez. La ginebra que servían era bastante barata y en poco tiempo ya terminabas mirando el techo o, más probablemente, el piso. Estaba saciando mis penas en la botella, intentando ver el final de la botella. La gente lo llama el fondo. También pasaba malos momentos. Narraba innumerables hojas en descripciones que no llevaban a ningún lado. Estaba párrafos y párrafos narrando a la mosca encima de la ventana, hablando de sus patas delanteras finas, de cómo se rascaban una a otra mientras narrada para no decir nada. No había función en mis palabras, eran sólo un juego de avanzar en un camino que no llevaba ningún sentido. Me estaba volviendo naturalista, pero un mal naturalista, sin historia, sin ideas. Nunca estuve en contra de la narración per se pero mi narración no llevaba a ningún lado. Estaba sumido en un mundo de descripciones sin ideas. Y necesitaba una idea, quizá una historia. Necesitaba algo. Y él me lo dio. Se sentó en mi mesa, en la silla que estaba vacía frente a mí. Me dijo que le gustaba esa mesa porque era redonda y no tenía cabecera como todas las demás. Recuerdo que yo le dije algo así como la mesa del Rey Arturo. Él me dijo que quizá, pero sin el adjetivo de Rey. Muerte a los reyes, a las presidencias y todo lo que nos dilapide la libertad con la que nacemos. Sólo en ese momento levanté la vista y lo vi. Con sus piernas cruzadas como una mujer, vestido de negro, los lentes oscuros que le tapaban los ojos, sus manos estaban en sus rodillas y su cuerpo (Gordo o flaco) estaba apoyado contra la pared. Ese día empezó a hablar y nunca paró. No diría que me convenció; pero me dio una fuerza, me dio una idea. Una idea por la cual poder escribir. Y desde ese día, cuando volvía a casa; cuando ella ya se había maquillado, se había puesto se traje de oficina, cuando ella ya se había ido; yo escribía sobre la historia, sobre la idea que le faltaba a mi historia. Al tiempo la historia y la idea se hicieron una. Con el paso de las hojas el concepto del poder de la palabra me empezaba a molestar, e intentaba ser un insurgente sintáctico, intentaba destrozar la semiología. Intentaba y a veces lo lograba. Cada noche luego de esa me sentaba en la mesa redonda, tomando cada vez menos pero fumando cada vez más esperándolo. Aparecía a veces con su amigo, del cual nunca llegué a escuchar el nombre pero todos lo llamaban por lo que parecía ser su apellido.

Se me acabó el tercer cigarrillo y cuando saqué la marquilla del bolsillo un auto paso quemando neumáticos. Por un momento me alteré pero no le di demasiada importancia. Una sirena apareció sonando detrás de mí y un patrullero también pasó a altas velocidades por mi costado. Yo debería haber tenido la mano derecha sobre el arma, pero tenía la mano derecha ocupada con la caja de cigarrillos. Cuando todo pasó me di cuenta que ya no tenía fasos, entonces tire la caja por la ventanilla abierta. Al rato lo veo salir, mirar en la dirección en que pasó el patrullero y reírse sonoramente. Llevo su cuerpo desde la puerta de madera por donde salió hasta el coche, paso por delante de las luces que yo había encendido cuando lo vi. Sube y enciendo el coche. Me mira, se sorprende que no tengo ningún cigarrillo en la boca y me dice que eso me va a matar. Le respondo que quizás me maten los sustos, o alguna bala. Me dice que somos inmortales y se ríe otra vez. Ninguno de nosotros imagina que nada malo le pueda llegar a pasar. Me da un cigarrillo, me llama la atención porque él no fuma. Yo lo enciendo con el encendedor del coche mientras enciendo el coche. Aprieto el embrague hasta el fondo, mientras tengo puesta primera. Le doy una pitada tirando el humo a un costado por la ventanilla abierta, por donde entraba el fresco. El cielo ya estaba mucho más claro. Se le había ido la timidez al sol. Le di un par de acelerones al coche. Él me dice que dentro de unos años los que empiecen a manejar ya no van a saber encender un auto a carburador. Siempre me sorprende ese tipo de comentarios que hace. Su amigo los entiende mucho mejor. Suelto el embrague mientras le digo “a la mierda la sintaxis”. Él sonríe y mira a un costado por la ventanilla abierta, con la mano afuera del coche.

Mientras vamos pasando las farolas todavía encendidas por las calles adoquinadas de los suburbios de la gran ciudad, él está hablando sobre cosas que yo no escucho. En esos momentos son los que habla pero que yo no escucho. Muchas veces me pasa. Yo mientras giro el volante con una mano y hago un rebaje con la otra, estoy pensando en mi amor perdido. Sé que a esta hora estará durmiendo en nuestra cama. A veces me pregunto si me extrañará, si pensará en mi cuando ve algún lomo de alguno de los tantos libros que yo le compré. Pienso si me habrá borrado de su vida, pienso si habrá borrado mis canciones de su computadora o si sacó el papelito escrito por mí de su billetera. Supongo que lo habrá hecho. Yo todavía la extraño, lo sé. Pero mientras veo las bocacalles que pasan a mis costados a gran velocidad pienso que yo debo ser pasado. La veo dormida en nuestra cama matrimonial entre las sabanas que quizá todavía conserven mi olor. Al rato me doy cuenta que ya pasaron muchos meses desde que yo me fui del hogar, aunque en realidad ella me dejo a mí. Tal vez esta noche está durmiendo con otro hombre. La imagino desnuda sobre las sabanas, acostado sobre el cuerpo de otro hombre. Intento crearle una cara pero no puedo. No puedo contar las veces que me encuentro viéndola, desnuda, hermosa, con la cara redonda llena de placer, con los ojos marrones llenos de deseo, con el pelo suelto llegándole a la cara, moviéndose tiernamente, sobre otro hombre. Y me la imagino enamorada de ese otro hombre, aunque el rostro, el cuerpo, el nombre y todo lo que rodea a la existencia de ese ser, cambia de noche a noche. Intento recitar de memoria el alfabeto griego cada vez que me la imagino teniendo sexo, demasiado pasional con otro hombre. Empiezo a recitar Alfa, Beta, etc. Luego me pierdo a la altura de Gamma y mi mente ya se perdió de sus sabanas, de sus ojos, de su cuerpo pequeño y maleable, de su aura y su existencia. Pero es un paliativo temporal, porque las imágenes del presente paralelo volverán a poco tiempo de desaparecer. Y sino aparece el pasado que tal vez es casi tan doloroso como ese presente paralelo.

El anarquista N° 0 está hablando sobre planes a futuro. Tiene ganas de atentar contra la presencia de una personalidad que destruyo ideas en el pasado. Por supuesto que las bombas como método están descartadas. A él le gusta mirar a los ojos de las personas. Hay que verlos para entender lo que están pasando. Si la justicia no trabaja la justicia tiene que quedar en las manos de las personas. En nuestras manos, nosotros somos los fiscales, jueces y verdugos del pueblo. Cuando nadie lucha en aras de, solamente quedamos nosotros. La aplicación directa de sus palabras habían sido usada en varias ocasiones. Su voz es un bálsamo a veces, aunque ahora estoy intentando escuchar la radio. Está pasando una canción del Jefe que me encanta. Mientras él habla sobre la lucha nuestra, la transnacionalidad, la abolición del Estado y la Iglesia, la destrucción de las ficciones sociales (la lectura de Pessoa en mi primera adolescencia ahora me ayudaba en la anarquía) y toda la cháchara; yo iba cantando por lo bajo: bebe, nosotros nacimos para correr. E iba mirando la calle.

No estábamos tan lejos de la panadería. Y me veo saliendo por última vez de mi casa conyugal una noche de agosto. Esa fue la última vez que la vi. Esa noche la espere, viendo sus lagrimas en sus ojos, notando el amor que se iba, las lagrimas que llenaban sus ojos, se sacaba los anteojos para no molestarme. Me dio la espalda y yo me fui. Nunca volví, ella no quería que yo vuelva. Pero las imágenes no se quedaban en mis ojos, se quedaban como una cámara intrusa en el living donde ella luego se desvanecía en el sillón donde tantas veces habíamos hecho el amor. Llorando hasta quemar sus ojos de lagrimas, llorando hasta que sólo quedaba un aura roja entre ellos. Quedándose ahí mirando la puerta sin creer que yo me había ido. Sin saber dónde yo terminaría, llorando porque pensaba que tal vez yo haría alguna locura. Y yo esta noche termine en el bar, tarde. Él ya estaba sentado con su amigo y otro amigo que yo lo conocía, habíamos charlado varias veces en la SADE. Yo había llorado todo el camino y para entrar me puse los anteojos negros. Para que no se viera mi cara. Me senté cuando escuché que él le comentaba a su amigo que hacía mucho que no sabía nada de Julia. La conversación frenó cuando yo agarré la botella por el cuello y empecé a tomar. Me queje frente a ellos de las mujeres y luego hablé toda la noche sobre lo hijo de puta que era Leopoldo Lugones, no entendiendo como podría ser que el día del escritor fuese el día de su muerte. Sin entender como podríamos tener por día de ese oficio a alguien que había abalado la muerte, había sido fascista.

Wilmar me mira mientras yo terminaba de cantar la canción del Jefe. Me mira y me dice si recuerda cuando yo le hablé una noche de Agosto sobre Lugones. Le respondo que estaba pensando justo en eso. Y el hijo de puta de Polo también era flor... y las palabras se las lleva el aire. Vuelvo a pensar en ella, en cómo estará y si me extraña. Ahora soy anarquista porque no creo más en el amor. Porque siendo anarquista no puedo formar una pareja, porque creo en la libertad del alma. Entonces puedo andar por la vida no queriendo amar a ninguna otra mujer como la amé a ella. Además pienso que sería imposible que vuelva a amar. Pero el anarquismo me dio dos cosas, tener una excusa para no volver a amar a ninguna mujer y una idea para poder narrar algo. Eso le debo al Anarquista N° 0. Y yo soy siete.

Agarro la calle de la panadería. Faltan como cinco cuadras para llegar. Tengo ganas de comer unas buenas bolas de fraile y algún cañoncito de dulce de leche con un buen café con leche caliente. El sol ya estaba sobre las casas chatas y la brisa ya no sacudía los árboles. Los adoquines estaban algo húmedos. Él todavía hablaba mientras mis recuerdos terminaban confluyendo en esa noche de la huida y la entrada en el bar, con mi número asignado en una mesa redonda insultando a Lugones.

Veo un coche un Ford Escort verde estacionado enfrente de la panadería. Él también lo ve y me dice que si hubiera sido un Falcon verde tendría la mano en su pistola. Yo sé que la lleva a todos lados en el cinturón. Yo me río fuertemente. Estaciono el auto enfrente de la panadería mientras Wilmar abre la puerta cuando aún yo no pare el coche del todo. Apago el auto rápido y también bajo. En ese momento escucho un: Ey. Me doy vuelta viendo que Wilmar ve a un tipo que estaba en el asiento de conductor del otro auto. El tipo grita algo en latín mientras yo veo un arma pavonada, brillante en su mano. Luego, los disparos. Muchos y yo me parapeto detrás del coche escuchando los disparos que no cesan.

Al rato el silencio y el olor a pólvora en el ambiente. Sé que a Wilmar lo batieron. De la panadería salen un par de compañeros con armas en las manos, pero el auto, el Ford Escort verde ya salió arando. Yo lo veo y agarro mi arma, apunto pero no disparo. Entro al coche y lo enciendo. Le voy a dar caza, mientras los dos compañeros se dirigen al cuerpo caído de Wilmar. Me gritan que no lo siga. Yo quiero seguirlo. Uno me golpea en el capo. Me dice que esta vivo, que respira. Lo suben entre los dos al asiento de atrás y me dicen que vaya a lo del medico comunista. Les digo que no sé dónde queda y uno de los dos se sube al asiento del acompañante y me empieza a indicar el camino.

Llegamos y lo dejamos. La sangre manchó toda la parte de atrás del coche, miro la sangre todavía tibia que estaba allí. El recuerdo de su cuerpo que quedó en el auto. Mientras estaba volviendo a la panadería veo el coche estacionado. Paró detrás del coche en una barrio de casas inglesas, bajo y me acerco a mirar. Nada. Acá debía de haber dejado el coche, me dije. Escuché una sirena que parecía ser de la policía y me subí al coche.

Maneje un par de horas sin rumbo, hasta que me encontré en mi casa. O en lo que era mi casa. Me quedé sentado enfrente de mi casa, o de lo que era mi casa. Sabiendo que ella tendría que salir en algún momento. Quería verla. Ver cómo estaba, si estaba bien, si estaba hermosa, ver cómo la trataría la soltería. Ver si salía con otro hombre.

Así que esperé, mientras pensaba en Wilmar, con cómo estaría en lo del medico comunista. Y me quedé allí, sabiendo que quizá la vea a ella, pero que ella no me vea a mí y que, tal vez, yo estaría pensando en cómo estaría Wilmar. Aunque tal vez, viéndola me dé cuenta que mi anarquismo es sólo una pantalla para acallar mi dolor.

2 comentarios:

Cloe dijo...

Excelente final. Hacemos muchas cosas para palear el dolor, distintos disfraces que no son más que temporales y totalmente artificiales. Pero el dolor sigue ahí y el amor también.

Saludos

Eclipse dijo...

bien, los comentarios "formales" y de corrección ya te los hice, ya te di un poquito de palo, así que vamos ahora con las caricias... me gusta la mezcla de sangre y disparos con la evocación de ella y de cosas que no volverán a ser... no sé por qué, pero me gusta.
pero de nuevo... no hay que timar al lector, no hay que engañarlo prometiendo una historia que no es tal, sino una excusa para sacarse cositas de encima.
igualmente, esto se acerca más al cuento, y está bueno (aunque nunca dije que los relatos no me gustaran, eso es lo único que yo soy capaz de hacer, aunque con poco acierto, en lo que a narrativa se refiere)