viernes, diciembre 19, 2008

Sujeto Ausente

Las ausencias están. Persiguen al ser, andan en los lugares por donde anduvieron cuando estaban físicamente. No son vistas, pero las ausencias siempre están. Andan entre las personas, fisgonean entre los vivos, andan entre los cubiertos tendidos en la mesa, en las mesas de los bares y en cualquier lado por donde una persona esté. Porque al final las ausencias terminan siempre siendo una presencia más. Las ausencias son presencias precarias.
Palabras más o palabras menos esas eran las cosas en que pensaba Suaznabar cuando miraba a ambos lados de la calle observando sin mirar el malón de autos que se le venían. Estaba parado en el medio de la cuadra, sobre el cordón mirando a su derecha, con su saco negro y corbata roja en esa mañana de calor. El bolso cruzado al pecho, con manuscritos y papeles sueltos; y con un libro de poemas de Pessoa (“Mensaje”) en su mano derecha. Los autos dejan de pasar por un rato, parando en la esquina al dar el rojo. Él se da cuenta a los pocos segundos que puede cruzar la avenida. Cruza corriendo porque algunos autos empiezan a pasar en rojo. Algunos son todos cuando el semáforo está en amarillo.
Las personas en la vereda pasan a sus costados, es un festival de gente presente. Pero son todos anónimos que andan buscando el camino a sus vidas grises, mientras él va ausentado de sí. Ensimismado mirando sin ver a las personas, intentando esquivarlas para que no lo toquen, para no sentir contacto. Camina persiguiendo el fantasma que camina algunos pasos delante de él, camina persiguiendo al sujeto ausente. Al sujeto tácito.
Llega hasta la plaza de la estación, viendo el busto de un descamisado sindicalista peronista. Piensa en la lucha obrera y en los antiguos anarquistas, socialistas o sindicalistas de principios del Siglo XX. No sabe por qué pero ve al abuelo italiano de Wilmar llegando a Argentina desde su pequeño pueblo en la zona del Abruzzo. Suaznabar lo había conocido cuando era joven, lo vio dos veces en su vida. La primera vez era un primero de mayo cuando el viejo de prepo se puso a cantar “La Internacional” con el puño en alto. Lo que le había llamado la atención era que la cantaba en catalán como después Wilmar le había informado ya que Suaznabar no sabía como sonaba ese idioma. Luego le contó que El Viejo, como lo llamaba Wilmar, había conocido a muchos catalanes y ellos le habían pasado los “hábitos” de cantarla en ese idioma. La segunda vez, lo vio el día antes que el viejo falleciera de un ataque al corazón cuando le ofreció unas bolas de fraile antes que se vayan a una asamblea, la primera asamblea donde habló Wilmar como orador principal. Justo después de su padre, los dos hablaron sobre la armada anarquista que salvaba correligionarios en el río de la Plata. S vio al abuelo tendiéndole la mano con el paquete de facturas y diciéndole que agarre una. El viejo estaba mal, se lo notaba en los ojos; pero nunca nadie en su familia había ido a un hospital, ni siquiera cuando lo habían agujerado a tiros en la semana roja.
Cruza la plaza y entra al bar “La Guillermina”. Allí se sienta en la mesa donde siempre Wilmar se está antes que nadie llegué. A Suaznabar le llamaba la atención que la silla, esa silla de mimbre, gastada e incomoda, estaba como ocupada, despejada de la mesa a unos centímetros. Ocupada por el fantasma de la ausencia. Pone el bolso sobre la mesa, y abre el libro de Pessoa en cualquier pagina. Lee el poema, en portugués. Lo lee, tranquilo, en voz alta (Pero sin que lo escuchen las pocas personas que estaban cerca de él), lento, impostando su voz para generar el canto del idioma. El habla del portugués de la península es mucho más cerrado que el americano que es más músical.
Deja el libro sobre la mesa y piensa. Repiensa. Piensa en qué puede hacer para ayudar a su amigo. Y lo recuerda como lo vio la última vez. En la cama. Con los ojos cerrados. Con agujeros y tubos por todos lados. Y aparece en su silla, mirando para el lado de la barra, como pidiendo un café con la mano, haciendo el gesto con los dedos índice y gordo.
El mozo, llamado por todos “El Sordo” (Realmente es sordo) le alcanza un café negro en jarrito. Suaznabar se queda mirándolo, y sabe que es inútil hablarle cuando le está dando la espalda. Luego ve la figura de la ausencia que le hace un gesto de “Ahí tenés”. Agarra los saquitos de azúcar de la mesa y empieza a ponérsela al café no pedido por él, pero sí por el fantasma. Piensa que “El Sordo” además de sordo debe ser vidente.
La ausencia de Wilmar empieza a hablarle al oído, citando a Bakunin y a Noam Chomsky, le empieza a narrar de memoria algunos párrafos de “El Banquero Anarquista”. Revuelve el azúcar en el café generando el típico sonido metálico contra la loza; mientras escucha claramente la voz. Esa voz de la ausencia, esa voz que retumba en cada una de las paredes, pero que nadie más escucha.
“El sordo” anda dando vueltas por el salón, como si tuviera mucho trabajo. Suaznabar nunca fue bueno con las señas, eso siempre se lo dejaba a Wilmar, que moviendo una mano de cualquier manera hacía que el mozo le traiga lo que quería, sin ningún problema, sin ningún error. Cosa que cada vez que él mismo se pedía algo por señas llegaba cualquier cosa, hasta cuentas de otras mesas. Él quiere pedir la cuenta, quiere pararse e irse, dejar de escuchar las palabras que sabe que nunca va a dejar de escuchar, nunca. Las palabras siempre vuelven, como el eco de los recuerdos, una forma que la mente juega con los momentos y las acciones. Como las visiones, pero estas se desvanecen una vez que uno se acerca. Uno camina hasta la visión, y por más real que está sea, uno nunca llega, ya que se va desvaneciendo en el aire, como por arte de magia. En cambio, las palabras, los ecos de esas palabras, quedan flotando en el aire y nunca se puede sacarlas de la mente, quedan rebotando en las paredes del cerebro. Vuelven. Las palabras crean a los sujetos de la ausencia.
Se para, deja unas monedas de un peso sobre la mesa, cerca de la taza vacía, sólo con la borra que no lee. Se pone el bolso cruzándoselo en el pecho. Agarra con la mano derecha el libro de Pessoa, se lo pone debajo del sobaco y sale. La luz lo golpea en la cara y, de pronto, aparece el Taxista de atrás suyo. Debía estar en el salón de las mesas de pool. Lo saluda y le dice si lo acompañaría a ir a buscar un pasajero hasta “El bar de Lito”. Suaznabar acepta sin chistar, no tiene nada que hacer (aunque tiene todo por hacer) y anda buscando a lo que no encuentra.
En el Peugeot 504 blanco va escuchando al Taxista, mientras la voz de este se mezcla con los boleros que escuchaba normalmente. “Bésame... Bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez... Oh, Bésame...”. Del bolsillo interno del saco negro busca el paquete de cigarrillos, saca uno, lo enciende, le da la primera pitada. Se la pasa al taxista que le hacia un gesto de “dame, dame” sin hablar. Las palabras que este emitía (que eran muchas, que eran fugaces e inútiles), eran llevadas y retorcidas por la música de la radio y el sonido del viento que entraba por la ventanilla abierta. El taxista tenía el brazo izquierdo afuera del auto, colgando sobre la puerta, con el cigarrillo soltando cenizas por las calles de la ciudad. Suaznabar se encendió un cigarrillo, fuma lentamente mirando para adelante, viendo los ojos del taxista por el espejo retrovisor, sin hablar.
El auto va a velocidades cada vez más rápidas por las calles adoquinadas, llenas de pozos, mal cuidadas. Las ausencias se llenan con presencias. Dejan los espacios vacíos. Pero hay ausencias que nunca podrían llegar a ser llenadas por nadie más que por la persona que se fue. Las personas que sobreviven a las ausencias terminan aprendiendo a vivir con la presencia de la ausencia. Viendo a la persona que no está como un fantasma, una sombra que lo persigue como un recuerdo. Apareciendo y desapareciendo cuando algo lo llama a la mente.
El auto lo deja en “El Bar de Lito”. Un tipo esperaba en la puerta, se sube por la puerta derecha trasera mientras Suaznabar baja por la puerta trasera izquierda. Se queda mirando la vieja fachada. Las letras gastadas fileteadas en los vidrios rajados y los parroquianos dentro. Suaznabar ve al Anarquista N°5, que se le acerca, le dice que lo estaba buscando y le pregunta si él querría dirigir la operación que estaba planeando Wilmar el día del tiroteo. Se excusa, le dice que ellos son los anarquistas, que no necesitan un patrón, que eso sólo genera la tiranía y que Wilmar no los manda. Wilmar propone y la comisión (“Todos ustedes, los números primos e impares” le espeta) decide. El anarquista se va tranquilo, con una sonrisa. S cree que era lo que quería escuchar.
Se sienta en una mesa, mientras Lito se acerca con dos vasos en una mano y una botella en la otra, dando la impresión de estar borracho como todos los que están sentados en la barra o en las mesas a esas horas de la mañana. Una bruma eterna pesa sobre el salón del bar. Lito pone dos vasos sobre la mesa y los llena de ginebra sin chistar. Con su voz etílica le dice: “A la salud de Wilmar” levantando la copa, él la toma y le hace gesto de chin chin. Toman silenciosos, le deja la botella y se esfuma entre la niebla y la oscuridad que nunca dejaba el bar aunque fuese de día.
Enciende otro cigarrillo mientras se vuelve a llenar el vaso de ginebra. Lo llena hasta el borde, rebalsando algo de ginebra, que queda en la mesa. Suaznabar tiene ganas de encender el liquido con el encendedor que tiene entre los dedos. No lo hace.
En la puerta ve entrar, como siempre, como no puede ser en ese momento, a Wilmar. Saludando a todos los parroquianos que están borrachos desde hace semanas o años. No hay ningún saludo de parte de los parroquianos, ya que no lo ven, ya que no está. Aunque nunca lo saludan cuando realmente entra por la puerta y saluda. Wilmar se sienta siempre en la mesa, en la misma mesa donde esta él en ese momento. Habla. Siempre habla. No saluda y empieza a hablar. Habla sobre las ficciones sociales. Habla sobre el poder de la palabra y que hay que revolucionar hasta el idioma, ya que la palabra es un símbolo de poder que todos tienen que usar. Levantaría la ginebra, se pararía y propondría un brindis por Simón Radowitzky o Severino di Giovanni, mientras que los parroquianos levantarían las copas, porque a este ritual era a lo único que escuchaban y que tomaban como su religión; aunque al mismo tiempo brindarían por Ramón Falcón o Varela.
Suaznabar se levanta y camina entre las mesas, se acerca a Lito que está sentado en un taburete mirando fijamente la etiqueta de una botella de Gancia. Le pregunta cuánto es, pero le dice que la copa está saldada por el amigo caído. Suaznabar agradece y le regala el libro de Fernando Pessoa a Lito. Este lo toma, aunque nunca lo leerá, ambos lo saben. Empieza a irse cuando Lito lo chistea un par de veces. Suaznabar se da vuelta y vuelve sobre sus pasos.
Lito, mirando entre las paginas en portugués de las poesías, le dice: “Tengo que contarle algo. Uno de los parroquianos, uno de los gauchos que están (SIC) de pasada por aquí yendo al barrio Hipódromo, me contó una historia. Se contará (SIC) que existió (SIC) un gaucho, llamado Zaucedo, que no muere (SIC). Vivirá (SIC) desde hace años por la pampa húmeda, andando (SIC) dando vueltas siguiendo una brújula que marca el norte pero lo llevó (SIC) siempre rumbo sur. Se contó (SIC) que es un curandero, conoce no sé que brujerías indias que salvan, salvaron o salvarán a cualquier persona de la muerte segura e inevitable. Será (SIC) algo así como un chamán. Si se acabó (SIC) todas las esperanzas del medico socialista, le digo o diré (SIC), vaya a buscar a ese guacho.”
Suaznabar escucho la historia. Conocía de oído las historias sobre ese gaucho; Wilmar se reía mucho de esas patrañas místicas. S sonríe, y ya que no había demasiadas esperanzas le pregunta: “¿Dónde puedo encontrar a ese guacho?” y Lito ya había vuelto a poner su vista en la etiqueta de la botella de Gancia y le responde: “La verdad, no lo sé... Pero es una esperanza”.
Los ojos, al salir, tardan en acostumbrarse a la luz del sol. Camina rumbo a las vías, lentamente con su bolso cruzado al saco negro, mirando como los autos pasan a su costado a altas velocidades por la avenida. A su costado camina la ausencia, camina como dándole crédito a las palabras del viejo Lito. Buscando una solución que la medicina no le puede dar, encontrando una esperanza para que la ausencia (Que está presente, que camina con él, que lo acompaña a tomar ginebras, que lo acompaña en el taxi, que lo mira mal cuando Julia dice algo burgués antes que el relato comience) se convierta en la presencia que tiene que ser.
Y así camina por el sol del mediodía, caminando tras los pasos que ya habían sido dados muchas veces, camina extrañando a ese que no está, camina sin llorar porque sabe que Wilmar es un luchador y no se va a rendir. Camina por la calle Pereyra Lucena pensando en que la justicia tiene que ser tomada en sus propias manos como los anarquistas lo harían. Se decide que la ausencia necesita ser vengada.
Pero antes tienen que ir a buscar al gaucho Zaucedo.

4 comentarios:

g. dijo...

Entrada N° 200

Luna dijo...

Felices 200!

A veces las ausencias se sienten más que las presencias. Sobre todo cuando son inexplicables y dolorosas. Un lugar asignado en la mesa de todos los días, un lado de la cama, un sillón preferido. Nadie se atreve a violar ese espacio del que ya no está, del que ya no necesita espacio.

Espero la continuación de la historia.

Besos

virginia dijo...

fe li ci da des por el two zero zero!

la leí de a a z. la leí toda, en la magnitud de tu impronta. sos vos hecho chiquito ante la grandeza de tu texto.. las palabras te comieron y me desnudaron las pupilas, pero sabes que? hay fragementos que me imprimieron tristeza.. demasiados.. me detuve ante la inercia, pero proseguí.. calculo que serán mis dias.. (ayer rendí con nota para el lunes asi que no puedo adelnatarme a nada.., espero que bien. espero)


mirá en lo que me detuve:
"Los autos dejan de pasar por un rato, parando en la esquina al dar el rojo. Él se da cuenta a los pocos segundos que puede cruzar la avenida."
sensación extraordinariamnete solitaria.. me dio miedo, que se yo. a veces soy una boluda.
a veces..


"Las personas en la vereda pasan a sus costados, es un festival de gente presente. Pero son todos anónimos que andan buscando el camino a sus vidas grises, mientras él va ausentado de sí."
fragmento que impregna llanto contenido, del que duele, oprime.

en fin,,
dejo mis sensaciones de lado y te digo que sos mágico.
a la perfección está hilado este texto, lo imprimi anoche.
me gusto.
me gusto mucho


:)
(ningún comentarista es gil)

Eclipse dijo...

a mi lo que más me da miedo de las ausencias, es cuando existe la posibilidad física de ver a esa persona y sin embargo... no podemos o no sabemos hallarla. Y nos preguntamos día a día qué habrá sido de su vida, pasamos por lugares en los que podría estar y quién sabe si no se fue un par de minutos antes de allí, vemos fotos con caras que probablemente hoy tengan un gesto más serio o más maduro e imaginamos las líneas de esos rostros que la vida habrá transformado quién sabe en qué.
La irreversibilidad de la muerte, aunque triste, es una certeza... a mi me dan más miedo las incertidumbres (y gasto millones de palabras en eso).
No quiero hacer puntos, pero juro que la tristeza impregnada en este texto me llevó de un tirón hasta el final...