Fuma afuera mirando hacia adentro. Va y viene. Camina hasta una punta de su autoimpuesto recorrido y vuelve. En los extremos para y mira para el salón, suelta las volutas de humo y da las largas pitadas al cigarrillo. Suelta el humo y vuelve hasta el otro extremo. Está así desde hace un rato. La gente va llegando y algunos, que lo reconocen, lo saludan con un gesto de cabeza, pero ninguno paró para hablarle, ninguno le dijo alguna palabra. Todavía no llegó Azul. Que es al único que está esperando.
Realmente no sabe si esa noche de viernes Azul va a aparecer por el Hipódromo de San Isidro pero tiene la sensación que es el lugar en dónde lo va a encontrar. Hace bastante tiempo que no lo ve, por lo menos dos semanas. La última vez fue en Palermo, no le fue bien, pero Azul como siempre no perdió nada de lo que jugó. Se el acaba el cigarrillo y lo tira al piso, lo aplasta con la punta del zapato. Saca del bolsillo del saco el paquete y se pone uno en la boca. Lo enciende y da una larga pitada. Se da vuelta y vuelve hasta el extremo de su recorrido. Camina unos cinco metros hasta la baranda de la escalera, da una pitada y exhala el humo. Gira y camina hasta el lugar previo donde encendió el cigarro. En ese lugar mira para el salón bien iluminado en la calida noche de primavera, busca para ver si entró en algún momento en que él estaba dado vuelta y mirando para cualquier lado. Pero no lo ve. Lo reconocería ya que la entrada al salón está completamente iluminado y todavía no hay mucha gente. Desde su lugar nota que ya hay personas abarrotadas frente a las dos ventanillas abiertas, en las pantallas de la televisión se proyecta la primera carrera de La Plata. A él siempre le pareció extraño estar en San Isidro mirando las carreras del viernes a la noche de otra ciudad, de otro hipódromo. Pero desde siempre le gustó más estar aquí que allá, además del viaje que le llevaría más de una hora.
Espera encontrar a Azul, normalmente a esa altura del mes siempre aparece juega a un par de carreras, gana y sale como siempre. Nunca lo vio perder. Es lo más extraordinario que él podría decir sobre Azul; nunca pierde. La primera vez lo vio en San Isidro. Lo vio antes que entrara y lo siguió mirando toda la tarde noche. Al principio noto que no tenía mucha idea de cómo jugar, por eso se le acerco y empezaron a charlar. Una charla amena, él lo sentía como a un niño; porque además era muy joven, tenía un poco más de veintiuno y todavía tenía cara de nene, con algo de flequillo y la cara algo colorada. El pibe, sin conocer nada de caballos ni aceptar ningún concejo que él le pudiera dar, ganó en todas las carreras que jugó. Se despidieron y dijeron de verse la semana siguiente. Pero Azul no apareció. No lo volvió a ver en meses, cuando se lo encontró fue en Palermo. Esta vez él no le habló y lo siguió en silencio, sin apostar, viendo a qué le apostaba. Sus apuestas eran raras y sin sentido, pero tenía mucha mejor puntería que él. Otra vez volvió a desaparecer, no se lo encontró en meses. Y no fue en un hipódromo sino que en un casino, el lugar a donde él iba a perder lo que ganaba con los caballos. Pero Azul cada vez que ponía una ficha en la ruleta, ganaba. Él empezó a poner su dinero en donde lo hacía Azul y así ganó una fortuna, luego se despidieron aunque él quiso saber algo más sobre Azul, pero este se fue entre la gente.
Va de aquí para allá, esperando, fumando. No le gusta la situación en la que está, en realidad se da cuenta que su vida lo fue llevando a ese momento. Camina y vuelve y vuelve a caminar. Enciende los cigarrillos con la última brasa del anterior. Piensa en el Oriental y en lo que quiere. Desde hace años él apuesta para el Oriental, este te presta la guita para hacer las apuestas fuertes y luego te cobra una comisión a lo que uno va ganando. Esto funciona de maravilla hasta el momento en que uno empieza a perder, cosa que a él le estaba pasando muy seguido. Y así fue como empezó a deberle al Oriental, no le podía pagar la comisión y la bola se iba haciendo más grande. Esa mañana cuando salió de su casa, fue hasta el kiosco de diarios y compró el diario para leer todo lo que podía sobre carreras. Fue caminando hasta su café habitual en el barrio de Boedo y luego empezaría su recorrida para juntar todos los datos posibles para hacer sus apuestas más seguras. Pero ahí, en la puerta estaban los muchachos del Oriental. Sin decirle nada él supo que tenía que subir con ellos al coche. Lo hizo y sin que ninguno hablara lo llevaron hasta el Oriental.
El Oriental era alto y grande, peludo y con una barba grisácea salvo por las manchas de tabaco cerca de la boca, aunque él nunca lo había visto fumando. Estaba sentado en la mesa del fondo de su bar, leía el diario y tomaba de un largo vaso alto. A él lo sentaron a su costado. Siempre olía a perfumes baratos. El Oriental le empezó a hablar, le dijo que él no era un mafioso. Que sólo prestaba algo de dinero para que los otros jugaran y que luego, cuando ganaran le devolvieran su dinero más una pequeña comisión. Él asintió con la cabeza pero el otro no lo miraba y pasaba las páginas del diario. Luego levantó la cabeza y le dijo: yo sé que vos me debes y que me intentaste cagar. Y eso no está bien. Lo mismo lo intentó el Chueco. Y volvió a dar una vuelta de página del diario, en ese momento se calló y se puso a leer. Luego empezó a leer en voz alta y le mostró la página, allí se leía sobre cómo había muerto el Chueco. Volvió a hablar; pero si uno no se pone fuerte lo toman por boludo, por blando. Y eso me molesta, porque yo no soy un tipo violento. Creo que soy justo. Vos y yo sabemos de tu situación desde hace un tiempo, sabemos que me estas cagando que achicas las comisiones y me das menos guita que la tajada que me toca. Y te dejé seguir el juego por dos razones. Una sentimental y la otra práctica. En ese momento se calló y cerró el diario, cambió de posición, tomó un largo sorbo de su bebida. Lo miró. Él se empezó a sentir nervioso y le preguntó por las razones. La sentimental es porque vos sos uno de los primeros con los que empecé a hacer esto y porque además nunca me habías fallado. Se volvió a callar y él tuvo que preguntar por la razón práctica. El Oriental lo miró largo y tendido, espetó, vos sos el único que conozco que conoces a Azul. Él se sorprendió porque no sabía que el Oriental supiera de la existencia de Azul. Luego le dijo que para saldar su deuda tenía que hacer que Azul perdiera la próxima vez que fuera a apostar. Ahí él terminó de cerrar todo la historia.
Tira el último cigarrillo al piso y lo pisa con su zapato. Tiene que entrar para comprar en el kiosco un atado de cigarrillos y si es posible jugar un par de fijas que le tiraron antes, cuando estaba buscando datos. Sube las escaleras golpeando el pasamanos y entra al salón. Lo primero que lo golpea es el sonido de las conversaciones por lo bajo, luego mira la pantalla de televisión con las carreras en La Plata. Desde siempre le encantaron los caballos, su padre lo llevaba a mirar equitación cuando era pequeño. Se puso a buscar a Azul entre la gente, piensa que tal vez le pudo haber pasado por el costado cuando estaba dando vueltas. Y lo encontró, en el buffet con un libro en la mesa y un pebete de jamón y queso. Duda un momento entre hacer la cola para plantar su apuesta personal o si ir directamente, encararlo en la mesa. Se decide por hacer la apuesta y se para en la cola. Las personas delante de él leen los papeles y hablan entre ellas, conversaban sobre cualquier cosa y ninguno dice nada.
En la espera se pone a pensar en todo lo que averiguó durante el día. Después de ver al Oriental fue directamente a buscar los datos con los que generaba las apuestas del día, encontró varias fijas pero se devanaba la cabeza en cómo hacerlo perder. En cómo meter a Azul en una apuesta que lo haga perder. Siempre, toda su vida, había ido buscando datos que lo ayudaran a ganar, pero esta vez estaba buscando datos que lo ayudaran a perder. Y se había dado cuenta que no era fácil, era más bien complicado. Porque más allá de todo está siempre la suerte y esa juega en ambos lados haciéndote ganar o perder. Pero charlando encontró que un caballo, que siempre era fija y ganador, estaba mal y que iba a correr igual porque el dueño tenía problemas financieros. Era imposible que ganara, eso se lo dijeron varios de sus fuentes. Pensó que la suerte le cambiaba, porque hacía mucho tiempo que por más que investigara y jugara –con el dinero del Oriental- a las fijas, siempre perdía. Tal vez por eso empezó a encanutar al Oriental con sus pocas ganancias. Por necesidad, pero igual, cada vez la deuda era más grande y sabía que algo iba a pasar. Pero no le importó, su esposa lo había dejado llevándose a su hijo y se había quedado sólo en la casa. Vendió el coche y con eso pagó algunas de las deudas, más que nada con el Oriental, lo que él suponía le había hecho ganar tiempo. Sonrió en la fila, jugó a un par de carreras, le habían pasado un par de caballos ganadores en el día y jugó con su propia plata.
Se acerca a Azul, que lee un libro de Ciencia Ficción. No levanta la cabeza y no lo ve. Está menos juvenil desde hace un tiempo. Come su pebete y lo ve. Le sonríe y lo hace sentarse. Él desde hace mucho tiempo quiere ver a Azul perder, eso le había gustado de la tarea que tenía que desempeñar. Pero no es bueno para ciertas cosas y no sabe cómo hacer que Azul juegue todo su dinero a ese caballo perdedor. Se ponen a charlar, primero hablan sobre cine, él vio un par de películas el otro día en la calle Lavalle cuando no tenía nada que hacer y se las comentó a Azul. Por suerte una era un policial y la otra era de ciencia ficción y con eso tenía algo de conversación. Porque Azul sólo lee primero que nada Ciencia Ficción dura, luego policiales y, como última opción, Ciencia Ficción blanda. La conversación, como todas las conversaciones, deriva para cualquier lado. Él intenta llevar la conversación a las apuestas y le pasa el dato, y lo remarca varias veces, del caballo perdedor: Blanco Verde. Azul se sorprende del dato, nunca habían hablado de apuestas ni de a qué apostar, aunque él muchas veces quiso intentar hacer lo que Azul hacía, pero nunca lo encontraba en el momento adecuado.
Él se entera en esa charla que Azul no sabía nada de caballos, no tenía ninguna idea de nada. Se dio cuenta que todo lo que hacía Azul era más que nada por impulso, lo cual hace todo más extraordinario en su entender. Entraba, leía los nombres y elegía el que más le gustaba. Y él tuvo la suerte que Blanco Verde tenía algo que a Azul le gustaba. Le dijo que le hacía pensar en la camiseta de Banfield, de dónde él era y donde vivía su madre, de la que le contó alguna vez se habían peleado cuando Azul había empezado a apostar. Esa vez también se enteró que le decían Azul porque era el nombre código que le había dado un tal Wilmar una vez que habían hecho una operación para intentar hacer saltar la banca en un bingo. La banca no saltó pero ellos salieron con un montón de dinero, que luego usaron para pagar un rescate porque unos comunistas habían secuestrado a Azul. Lo cual a él le pareció todo muy raro.
Azul se para y lo deja a él sentado en su mesa, cuidando su libro y su pebete de jamón y queso. Lo mira ir hasta la cola desalineada y lo ve esperar con poca paciencia. Al pibe no le gustaba nada esperar y se le notaba en su pie que seguía un ritmo frenético. Vuelve y se sienta. Se pone a leer el libro mientras él se para para ir a ver la pantalla de la carreras. Se da cuenta que pierde una de sus fijas pero gana la otra. Piensa que es mucho mejor que lo que le estaba yendo últimamente.
Espera y llega la carrera donde corre Blanco Verde. Azul nunca mira las carreras, siempre se queda en el buffet leyendo y comiendo, para luego ir a cobrar. Pero esta vez, él espera que el pibe pierda. Tiene muchísimas ganas de saber qué le pasaría, verlo sentir la perdida. Quiere verlo perder. No lo odia, no llega a odiarlo pero le cae muy mal, más que nada porque nunca lo vio perder y porque él no pudo, nunca pudo, sacar provecho de la cualidad del pibe.
Salen los caballos y se dice para adentro: “Largaron”. Mira la carrera, ve a los caballos cabalgar y a los jinetes luchar contra todo. Pero hay alguna fuerza que emana Azul, algo que hace que no pueda perder y por más que Blanco Verde no podría ganar ni en un millón de años (Según lo que le contaron varias fuentes, según lo que pudo corroborar) el caballo ganó y así también le hizo ganar muchísimo dinero a Azul.
Él se queda sentado mirando la pantalla incrédulo, viendo pasar al caballo, al que enfocan y al jockey muy asombrado, y a su vez, muy contento. Pasan los minutos, no lo puede creer pero es así. En algún momento Azul se le acerca y mira la pantalla, se da cuenta que ganó y le agradece. Le dice que esa apuesta era para el Oriental. Le dice que no le gustaba hacer apuestas para ese tipo porque le daba mala espina, pero, cada tanto, alguna había que hacer para dejarlo tranquilo. Se ríe y Azul se va a cobrar. Él se queda mirando las carreras, fumando adentro mirando a para afuera.
Realmente no sabe si esa noche de viernes Azul va a aparecer por el Hipódromo de San Isidro pero tiene la sensación que es el lugar en dónde lo va a encontrar. Hace bastante tiempo que no lo ve, por lo menos dos semanas. La última vez fue en Palermo, no le fue bien, pero Azul como siempre no perdió nada de lo que jugó. Se el acaba el cigarrillo y lo tira al piso, lo aplasta con la punta del zapato. Saca del bolsillo del saco el paquete y se pone uno en la boca. Lo enciende y da una larga pitada. Se da vuelta y vuelve hasta el extremo de su recorrido. Camina unos cinco metros hasta la baranda de la escalera, da una pitada y exhala el humo. Gira y camina hasta el lugar previo donde encendió el cigarro. En ese lugar mira para el salón bien iluminado en la calida noche de primavera, busca para ver si entró en algún momento en que él estaba dado vuelta y mirando para cualquier lado. Pero no lo ve. Lo reconocería ya que la entrada al salón está completamente iluminado y todavía no hay mucha gente. Desde su lugar nota que ya hay personas abarrotadas frente a las dos ventanillas abiertas, en las pantallas de la televisión se proyecta la primera carrera de La Plata. A él siempre le pareció extraño estar en San Isidro mirando las carreras del viernes a la noche de otra ciudad, de otro hipódromo. Pero desde siempre le gustó más estar aquí que allá, además del viaje que le llevaría más de una hora.
Espera encontrar a Azul, normalmente a esa altura del mes siempre aparece juega a un par de carreras, gana y sale como siempre. Nunca lo vio perder. Es lo más extraordinario que él podría decir sobre Azul; nunca pierde. La primera vez lo vio en San Isidro. Lo vio antes que entrara y lo siguió mirando toda la tarde noche. Al principio noto que no tenía mucha idea de cómo jugar, por eso se le acerco y empezaron a charlar. Una charla amena, él lo sentía como a un niño; porque además era muy joven, tenía un poco más de veintiuno y todavía tenía cara de nene, con algo de flequillo y la cara algo colorada. El pibe, sin conocer nada de caballos ni aceptar ningún concejo que él le pudiera dar, ganó en todas las carreras que jugó. Se despidieron y dijeron de verse la semana siguiente. Pero Azul no apareció. No lo volvió a ver en meses, cuando se lo encontró fue en Palermo. Esta vez él no le habló y lo siguió en silencio, sin apostar, viendo a qué le apostaba. Sus apuestas eran raras y sin sentido, pero tenía mucha mejor puntería que él. Otra vez volvió a desaparecer, no se lo encontró en meses. Y no fue en un hipódromo sino que en un casino, el lugar a donde él iba a perder lo que ganaba con los caballos. Pero Azul cada vez que ponía una ficha en la ruleta, ganaba. Él empezó a poner su dinero en donde lo hacía Azul y así ganó una fortuna, luego se despidieron aunque él quiso saber algo más sobre Azul, pero este se fue entre la gente.
Va de aquí para allá, esperando, fumando. No le gusta la situación en la que está, en realidad se da cuenta que su vida lo fue llevando a ese momento. Camina y vuelve y vuelve a caminar. Enciende los cigarrillos con la última brasa del anterior. Piensa en el Oriental y en lo que quiere. Desde hace años él apuesta para el Oriental, este te presta la guita para hacer las apuestas fuertes y luego te cobra una comisión a lo que uno va ganando. Esto funciona de maravilla hasta el momento en que uno empieza a perder, cosa que a él le estaba pasando muy seguido. Y así fue como empezó a deberle al Oriental, no le podía pagar la comisión y la bola se iba haciendo más grande. Esa mañana cuando salió de su casa, fue hasta el kiosco de diarios y compró el diario para leer todo lo que podía sobre carreras. Fue caminando hasta su café habitual en el barrio de Boedo y luego empezaría su recorrida para juntar todos los datos posibles para hacer sus apuestas más seguras. Pero ahí, en la puerta estaban los muchachos del Oriental. Sin decirle nada él supo que tenía que subir con ellos al coche. Lo hizo y sin que ninguno hablara lo llevaron hasta el Oriental.
El Oriental era alto y grande, peludo y con una barba grisácea salvo por las manchas de tabaco cerca de la boca, aunque él nunca lo había visto fumando. Estaba sentado en la mesa del fondo de su bar, leía el diario y tomaba de un largo vaso alto. A él lo sentaron a su costado. Siempre olía a perfumes baratos. El Oriental le empezó a hablar, le dijo que él no era un mafioso. Que sólo prestaba algo de dinero para que los otros jugaran y que luego, cuando ganaran le devolvieran su dinero más una pequeña comisión. Él asintió con la cabeza pero el otro no lo miraba y pasaba las páginas del diario. Luego levantó la cabeza y le dijo: yo sé que vos me debes y que me intentaste cagar. Y eso no está bien. Lo mismo lo intentó el Chueco. Y volvió a dar una vuelta de página del diario, en ese momento se calló y se puso a leer. Luego empezó a leer en voz alta y le mostró la página, allí se leía sobre cómo había muerto el Chueco. Volvió a hablar; pero si uno no se pone fuerte lo toman por boludo, por blando. Y eso me molesta, porque yo no soy un tipo violento. Creo que soy justo. Vos y yo sabemos de tu situación desde hace un tiempo, sabemos que me estas cagando que achicas las comisiones y me das menos guita que la tajada que me toca. Y te dejé seguir el juego por dos razones. Una sentimental y la otra práctica. En ese momento se calló y cerró el diario, cambió de posición, tomó un largo sorbo de su bebida. Lo miró. Él se empezó a sentir nervioso y le preguntó por las razones. La sentimental es porque vos sos uno de los primeros con los que empecé a hacer esto y porque además nunca me habías fallado. Se volvió a callar y él tuvo que preguntar por la razón práctica. El Oriental lo miró largo y tendido, espetó, vos sos el único que conozco que conoces a Azul. Él se sorprendió porque no sabía que el Oriental supiera de la existencia de Azul. Luego le dijo que para saldar su deuda tenía que hacer que Azul perdiera la próxima vez que fuera a apostar. Ahí él terminó de cerrar todo la historia.
Tira el último cigarrillo al piso y lo pisa con su zapato. Tiene que entrar para comprar en el kiosco un atado de cigarrillos y si es posible jugar un par de fijas que le tiraron antes, cuando estaba buscando datos. Sube las escaleras golpeando el pasamanos y entra al salón. Lo primero que lo golpea es el sonido de las conversaciones por lo bajo, luego mira la pantalla de televisión con las carreras en La Plata. Desde siempre le encantaron los caballos, su padre lo llevaba a mirar equitación cuando era pequeño. Se puso a buscar a Azul entre la gente, piensa que tal vez le pudo haber pasado por el costado cuando estaba dando vueltas. Y lo encontró, en el buffet con un libro en la mesa y un pebete de jamón y queso. Duda un momento entre hacer la cola para plantar su apuesta personal o si ir directamente, encararlo en la mesa. Se decide por hacer la apuesta y se para en la cola. Las personas delante de él leen los papeles y hablan entre ellas, conversaban sobre cualquier cosa y ninguno dice nada.
En la espera se pone a pensar en todo lo que averiguó durante el día. Después de ver al Oriental fue directamente a buscar los datos con los que generaba las apuestas del día, encontró varias fijas pero se devanaba la cabeza en cómo hacerlo perder. En cómo meter a Azul en una apuesta que lo haga perder. Siempre, toda su vida, había ido buscando datos que lo ayudaran a ganar, pero esta vez estaba buscando datos que lo ayudaran a perder. Y se había dado cuenta que no era fácil, era más bien complicado. Porque más allá de todo está siempre la suerte y esa juega en ambos lados haciéndote ganar o perder. Pero charlando encontró que un caballo, que siempre era fija y ganador, estaba mal y que iba a correr igual porque el dueño tenía problemas financieros. Era imposible que ganara, eso se lo dijeron varios de sus fuentes. Pensó que la suerte le cambiaba, porque hacía mucho tiempo que por más que investigara y jugara –con el dinero del Oriental- a las fijas, siempre perdía. Tal vez por eso empezó a encanutar al Oriental con sus pocas ganancias. Por necesidad, pero igual, cada vez la deuda era más grande y sabía que algo iba a pasar. Pero no le importó, su esposa lo había dejado llevándose a su hijo y se había quedado sólo en la casa. Vendió el coche y con eso pagó algunas de las deudas, más que nada con el Oriental, lo que él suponía le había hecho ganar tiempo. Sonrió en la fila, jugó a un par de carreras, le habían pasado un par de caballos ganadores en el día y jugó con su propia plata.
Se acerca a Azul, que lee un libro de Ciencia Ficción. No levanta la cabeza y no lo ve. Está menos juvenil desde hace un tiempo. Come su pebete y lo ve. Le sonríe y lo hace sentarse. Él desde hace mucho tiempo quiere ver a Azul perder, eso le había gustado de la tarea que tenía que desempeñar. Pero no es bueno para ciertas cosas y no sabe cómo hacer que Azul juegue todo su dinero a ese caballo perdedor. Se ponen a charlar, primero hablan sobre cine, él vio un par de películas el otro día en la calle Lavalle cuando no tenía nada que hacer y se las comentó a Azul. Por suerte una era un policial y la otra era de ciencia ficción y con eso tenía algo de conversación. Porque Azul sólo lee primero que nada Ciencia Ficción dura, luego policiales y, como última opción, Ciencia Ficción blanda. La conversación, como todas las conversaciones, deriva para cualquier lado. Él intenta llevar la conversación a las apuestas y le pasa el dato, y lo remarca varias veces, del caballo perdedor: Blanco Verde. Azul se sorprende del dato, nunca habían hablado de apuestas ni de a qué apostar, aunque él muchas veces quiso intentar hacer lo que Azul hacía, pero nunca lo encontraba en el momento adecuado.
Él se entera en esa charla que Azul no sabía nada de caballos, no tenía ninguna idea de nada. Se dio cuenta que todo lo que hacía Azul era más que nada por impulso, lo cual hace todo más extraordinario en su entender. Entraba, leía los nombres y elegía el que más le gustaba. Y él tuvo la suerte que Blanco Verde tenía algo que a Azul le gustaba. Le dijo que le hacía pensar en la camiseta de Banfield, de dónde él era y donde vivía su madre, de la que le contó alguna vez se habían peleado cuando Azul había empezado a apostar. Esa vez también se enteró que le decían Azul porque era el nombre código que le había dado un tal Wilmar una vez que habían hecho una operación para intentar hacer saltar la banca en un bingo. La banca no saltó pero ellos salieron con un montón de dinero, que luego usaron para pagar un rescate porque unos comunistas habían secuestrado a Azul. Lo cual a él le pareció todo muy raro.
Azul se para y lo deja a él sentado en su mesa, cuidando su libro y su pebete de jamón y queso. Lo mira ir hasta la cola desalineada y lo ve esperar con poca paciencia. Al pibe no le gustaba nada esperar y se le notaba en su pie que seguía un ritmo frenético. Vuelve y se sienta. Se pone a leer el libro mientras él se para para ir a ver la pantalla de la carreras. Se da cuenta que pierde una de sus fijas pero gana la otra. Piensa que es mucho mejor que lo que le estaba yendo últimamente.
Espera y llega la carrera donde corre Blanco Verde. Azul nunca mira las carreras, siempre se queda en el buffet leyendo y comiendo, para luego ir a cobrar. Pero esta vez, él espera que el pibe pierda. Tiene muchísimas ganas de saber qué le pasaría, verlo sentir la perdida. Quiere verlo perder. No lo odia, no llega a odiarlo pero le cae muy mal, más que nada porque nunca lo vio perder y porque él no pudo, nunca pudo, sacar provecho de la cualidad del pibe.
Salen los caballos y se dice para adentro: “Largaron”. Mira la carrera, ve a los caballos cabalgar y a los jinetes luchar contra todo. Pero hay alguna fuerza que emana Azul, algo que hace que no pueda perder y por más que Blanco Verde no podría ganar ni en un millón de años (Según lo que le contaron varias fuentes, según lo que pudo corroborar) el caballo ganó y así también le hizo ganar muchísimo dinero a Azul.
Él se queda sentado mirando la pantalla incrédulo, viendo pasar al caballo, al que enfocan y al jockey muy asombrado, y a su vez, muy contento. Pasan los minutos, no lo puede creer pero es así. En algún momento Azul se le acerca y mira la pantalla, se da cuenta que ganó y le agradece. Le dice que esa apuesta era para el Oriental. Le dice que no le gustaba hacer apuestas para ese tipo porque le daba mala espina, pero, cada tanto, alguna había que hacer para dejarlo tranquilo. Se ríe y Azul se va a cobrar. Él se queda mirando las carreras, fumando adentro mirando a para afuera.
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