domingo, abril 03, 2011

El Pliegue.


Está hablando por teléfono, me mira cada tanto y hace un gesto con la mano para que sepa entender, que cuando me hizo entrar, no sabía que iba a recibir esa llamada tan importante y por la cual no puede colgar para tratarme como corresponde. O por lo menos eso es lo que entiendo por el gesto que hizo con su mano derecha, mientras con la otra sostenía el tubo del teléfono. Pero por lo menos no estoy en el sillón, afuera, en la sala de estar, escuchado como Thérèse escribe a máquina cartas o reportes interminables, con ese sonido símil ametralladora que sólo se corta un ratito después que suena la campanita y le avisa que tiene que tirar de la palanca.
Acá me entretengo mirando la oficina. Está bastante más ordenada que la vez anterior. Tal vez porque alguien ordenó, ya que no me parece que él sea del tipo de los que ordenan. Parece que puede vivir lo más bien en un caos, mientras haya una pequeña porción de control, porque me hace. Siento como que, más allá de los gestos que cada tanto me hace, él no está enterado que yo estoy aquí, en su oficina, con él. Es su expresión corporal, el estar tirado en su sillón, medio acostado, de costado a su escritorio, con la mano izquierda rascándose la cabeza y con las piernas sobre un cajón abierto. Escucho lo que habla, pero intento no prestarle toda mi atención, no quiero parecer grosero, por eso poso mis ojos sobre toda la oficina, describiéndola mentalmente. No hay cambios de la primera vez que vine, solo que está muchísimo más ordenada. La ventana está cerrada y a mi derecha, entra una luz clara y brillosa que no pasa en los días de sol, debajo hay un mueble con cajones, donde hay manuscritos y papeles apilados, además ahí arriba hay varias fotos de amigos y personas que seguramente él conoce y yo no. El medio es para su gran escritorio, detrás de él hay una biblioteca con lomos de libros, editados por la editorial y otros de otras casas editoras. Al costado izquierdo un gran cuadro y debajo un sillón grande de tres plazas de cuero negro. La otra vez había varios manuscritos tirados ahí, también había en varios lugares, al parecer, estratégicos de la oficina pilas de libros y manuscritos que sostenían tazas de cafés o cuadernos espiralados con muchas anotaciones en lápiz negro.
Tengo ganas de irme, la verdad que no estaba de ánimo para venir, tenía ganas de quedarme en casa y mirar por la ventana. Además el día está bastante feo y parece que se viene una tormenta importante. Recién estaba en un café haciendo tiempo, miraba la televisión que estaba en un canal de noticias y mostraban las imágenes de varias ciudades al sur de la capital, se veían los grandes pedazos de granizo. Ya andan poniendo con letras catástrofe que una tormenta de grandes proporciones se acerca a la ciudad, todos los que tienen autos tienen miedo que les vuelva a agarrar como una vez que cayeron grandes piedras del cielo para beneplácito de todos los chapistas. Sigue hablando y cada tanto me mira, me vuelve a hacer los gestos del principio y se esconde un poco detrás de su silla, detrás de su cuerpo.
Pensé que me iba a atender más rápido, que iba a ser un trámite más o menos corto. La otra vez fue así, llegué al edificio, subí por ese pequeño ascensor, toqué timbre, entré y me presenté a la secretaria, me di cuenta que además de Suaznabar, nadie más trabaja acá, es el único empleado de esta editorial italiana, con sede en Buenos Aires. Thérèse, una expratiada que habla con un muy fuerte acento francés, te atiende, te presenta y te hace esperar. Mientras tanto, te sentás en el sillón y esperas. Ves que hay tres oficinas, una que está siempre cerrada, una que se usa como depósito y cocina, ya la otra que es en la que te esperan. Y esa vez me atendió rápido, me presenté, le dije que era amigo de Mariano y que él me mandaba. Me preguntó porqué quería editar y le dije que la verdad, no sabía, que quería mejorar y que en una conversación surgió su nombre, y mi amigo me dijo que debería llevarle mi novela. Le dejé mi manuscrito y él dijo que lo iba a leer. Quedamos en vernos en tantos días, pero esos días se fueron haciendo tantos más días y un poco de tiempo más, y así hasta hoy, en donde llegué a estar acá.
Corta el teléfono. Sé que nunca hubo opción de editar la novela acá, eso me lo dijo Mariano, pero también me dijo que la crítica que me iba a ser podría llegar a ser algo muy interesante, que Suaznabar era una de las personas a las que primero les daba sus libros para leer y que siempre le ponía notas jugosas para mejorar y pulir. Siempre me llamó la atención lo que me contaba sobre este tipo. Cada tanto me lo encontraba a Mariano en algún café, leyendo o simplemente mirando algún partido, y nos poníamos a hablar, él me contaba sobre sus proyectos y sus realizaciones, yo más que nada le contaba sobre lo que fantaseaba. Ahí, cada tanto, me decía que debería llevarle mis cuentos y novelas a Suazanbar. Me contaba que no iba a publicar nada, porque más allá de ser editor y trabajar para una importante editorial italiana, su trabajo era aparentar en las formas. Yo nunca entendí mucho a qué se refería con esto, pero me dijo que él leía todo lo que se editaba, lo criticaba y lo desechaba, y que muchos de estos iban a parar a otras editoriales independientes.
Y colgó el teléfono, se sienta derecho en el escritorio y me mira. En un principio me mira, esperando, en sus ojos no veo nada, luego, al rato, en un silencio, ya que yo no sabía qué decir, él se da cuenta de toda la situación y lanza una exclamación. Saca de uno de los cajones de su escritorio mi manuscrito y lo tira contra la mesa. Empezamos a hablar y me voy dando cuenta que no le gustó mi escrito. Me dice que las situaciones le parecieron caprichosas, aunque la prosa es bastante simple y directa, lo cual le parece bueno para el texto, a veces afloran unos dejos poéticos que en otra historia, en otra situación podrían llegar a ser buenos, pero que termina destruyendo la forma en que todo está narrado. En esta novela, me dice textualmente, lo simple y llano es mucho mejor que la metáfora y la poesía.
Siento que con cada palabra me aplasta en mi silla, con cada palabra me hace enterrarme aún más. Yo sabía que era bastante demoledor con sus comentarios, y me había arriesgado a esto. Siempre pensé que no arriesgarme a algo así era una de las razones de por qué nunca había ni siquiera intentado publicar, por más que a gente que conocía, algunos a los cuales respetaba mucho en cuanto lectores, les gustaba la forma en la que escribía y las historias que contaba. Cada punto que detalla, yo intento defenderme, poner trabas a su juicio, intentar decir porqué tomé tal o cuál decisión al momento de escritura, pero él leyó bien el texto y entendió lo que yo quería poner, o por lo menos me dio la impresión que él había entendido más que yo la historia y eso no me gustó ni un poquito. Por eso empecé a sentirme mal, lo empecé a mirar feo y me mostraba su manuscrito subrayado, con anotaciones en lápiz al costado.
Pero en algún momento, me dijo, que más allá de todo lo que me había contado, que al final sólo eran cuestiones que a él le habían parecido pertinentes para hacer mejor el libro, que no era malo, pero que le parecía descuidado, y según lo que me dijo Mariano, este no sería tu mejor texto, tal vez me tendrías que traer los cuentos, me dijo. Luego me leyó el primer párrafo, el gancho: “A veces piensa si el que inventó el inodoro llevó a sus amigos cercanos a la primera prueba. Si les mostró el sistema Si les dijo algo como que este es el mejor método para descargar las heces. Y cuando tiró por primera vez de la cadena, todos vieron asombrados cómo el agua giraba y se iba, llevándose las descargas. Quizás hasta se los mostró con algo de mierda, se dice. Y cada vez que él tiró de la cadena, que apretó el botón en este cuchitril, piensa en esos soretes que andan por la calle. Siente que le gustaría agarrar a todos los que andan en esos Falcon verdes y tirarlos al inodoro. Apretar, y ver cómo se van por el agua toda esa mierda. Y que luego se mueran ahogados en el río.” Luego me dice que a él, el inicio, le había parecido bien, pero que estaba medio cansado de que todas las novelas se pusieran en esa época, que nos cuenten toda la misma historia, que ya se supiera todo. A veces, me dice, quisiera que todas las novelas hablen en código. Siento como que todos quieren contar una verdad, y me cansan. La verdad no es nunca una, ni única, hay muchas verdades. Siempre se ve todo tan blanco y tan negro. Los héroes y los malos. Me cansan. Creo que me toman por boludo. Y a veces, durante tu novela, sentí que me tomaste por boludo, y la verdad, que eso, ese es el principal problema de tu escrito. Tal vez yo sea un boludo ¿entedés?, pero vos no podés suponer que yo lo soy. Igual, me parece un signo de generación. También, admito, que me parece que desaprovechaste a los personajes secundarios.
Cada vez era como iba tomando fuerzas y me contaba con más ganas lo que le había parecido la novela. Cierto era que yo había tenía bastante trabajo al pensar en si mandar ese escrito o algún otro que tal vez me parecían mejores, pero que ya no los sentía realmente míos. Yo metía algún bocadillo, en algún momento entendía mi punto de vista, me decía que era válido y hasta inteligente, pero que eso no se leía en el texto. Luego me leía algunos extractos, y me decía que tenía que volver al tono del primer párrafo, intentar hacer un texto seco, sin artilugios, fácil y totalmente demoledor. El tema, me contaba, da para eso, para ese tipo de texto sin artificios, un texto llano. Más que si querés contar la historia que querés contar, para mí, toda la poesía, todas las bellas formas en otro texto, en esto, y me señalaba mi manuscrito, no funcionan. En ese momento se agacha en su escritorio, lo pierdo de vista por algún momento, busca en algún cajón o alguna pila de manuscritos escondida al pie de su escritorio, para alcanzarme un texto, de unas veinte cuartillas, me lo tira encima del mío y me pide que le pegue una rápida leída.
Mientras empece a pasar las páginas del texto, me dice que a él, simplemente a él, le gustaría que a alguien alguna vez intentara escribir una novela en clave con el tema, de mi novela, dijo. Yo leía el texto, y me empezaba a hundir en eso, pero todavía escuchaba lo que él decía, mientras levantaba el teléfono, me dijo que tenía que hacer una llamada importante, pero que todavía no me fuera. Decía que le gustaría que alguien escriba una novela así, como la mía, pero en la época de la revolución francesa. En la época del terror, me dice. Ahí tenemos un terrorismo de estado. Tenemos la figura del Comité de Salvación Pública, tenemos a Robespierre. Y ahí un autor capaz y con buenas armas, puede narrar lo que nos pasó a nosotros, sin la facilidad de los buenos y los malos, ni del blanco o del negro. Una necesidad de racionalizar mejor las cosas, terminar de una vez con los mensajes masticados y escupidos en la cara, yo soy bueno, ellos muy malos, yo soy muy pelotudo y ellos muy hijos de puta. Y ahí al que estaba llamando lo atendió y me empezó a hacer los gestos para que lo espere.
Leía el texto que me había tirado, y no sabía por qué, para qué leerlo. Pero me lo dio y el texto implícito era leerlo. Me parecía interesante, pero no podía terminar de sentirme del todo inmerso ya que todavía retumbaban algunas de las cosas que me había dicho sobre mi novela. Me dolía, pero luego de un rato, de sopesarlo, pensé que tendría que releer el texto de nuevo, con todas las puntas que me había dado para intentar trabajarlo. Así era cuando iba a talleres literarios, salvo en algunos momentos, aunque Mariano me dijo que Suaznabar era muy cortante con algunos de sus conceptos, que parecía que lo que yo escribía era completamente malo. Pero eran situaciones que había que pasar, yo me había puesto a eso y él sólo me daba su opinión.
Escuchaba lo que él hablaba, pero leía, y mientras leía me iba perdiendo en la historia. Creo que me lo dio porque el texto era muy pulcro, era muy sutil y era directo; sin muchas trabas en la prosa, simple y limpio. Quizá así le parecía que era el mejor modo de narrar mi historia, pero a mí me empezó a gustar la historia de lo que estaba leyendo.
Luego volvió a cortar y me mira, me dice, que tal vez ese estilo, por supuesto, que es un ejemplo, ya que el estilo es algo que nace de uno, que escribe como puede, como siente y como desea, pero que le parece que algo más cercano a eso, sería mejor para la historia. No sabía bien qué decirle, con algo de lo que decía podría llegar a estar de acuerdo, pero no estaba del todo seguro, quería releer toda mi novela y ver qué pensaba yo. Había un par de amigos que les gustó como estaban, pero de hecho, no eran lectores profesionales, como Suaznabar se había definido la primera vez que me lo encontré. Le pregunto porque no lo había publicado y me dice que le había llegado por correo, sin ninguna dirección o nombre ese primer capítulo, o lo que él presumía que era. Me dijo que le había llegado hacia mucho tiempo y lo guardaba con la esperanza que algún día le llegara el resto.
Me quedo mirando un rato el texto, paso las hojas, y le pregunto si en algún momento se le ocurrió intentar hacer algo con él. Me dijo que sí, que le interesaba mucho, que por este texto hubiera puesto las manos en el fuego, lo hubiera intentado editar por todos los medios disponibles. Pero que mientras tuviera sólo este primer capítulo, me dice, que es un pequeño esbozo por el momento, no puedo hacer nada. Alguna vez pensé en contratar a algún escritor fantasma y publicarlo, pero sé que no tendría la misma frescura, que no sería lo mismo la verdad. Por eso cada tanto pongo anuncios en diversos medios, que quizás, el autor, podría llegar a leer. Lo insto que a me mande los demás capítulos, que me mande el borrador, yo haría todo el trabajo. Lo llegaría a publicar como anónimo, intentando reinstalar ese viejo concepto, armando algo nuevo. Volviendo a los anónimos como antes, y si algún día alguien viene y me dice este es mi texto, veremos qué pasa, pero mientras tanto, el mundo tiene el gran texto que es este, un gran texto.
Por un momento todo su cuerpo se había tensado, me había dado la impresión que había puesto toda su fuerza en ese discurso que me había dado, y no entendía demasiado de por qué me lo estaba dando a mí, quizá por algún momento pensó que el verdadero autor de ese primer capítulo era yo. Yo le digo como intentando salir del paso, tal vez el autor es como un Thomas Pynchon, alguien que está más allá de ese intento de anonimato en su propio nombre. Luego, me mira, y descartando mis palabras, me dice que Pynchon no es más que un personaje de sus novelas. Yo le intento sacar más palabras a ese misterio que me había tirado. Ahí fue cuando me dice que Pynchon en realidad es una mentira, alguien, algún Pynchon mandó alguna vez el primer manuscrito de V. a la editorial, en la cual no gustó, pero un editor con ganas de subir en su negocio, la empezó a reescribir, reformó algunas tramas y escondió otras, desarmó totalmente el libro y terminó en lo que es. A todo esto, el Pynchon, el que conocemos esa media docena de fotos y sabemos que estuvo en la Armada de los Estados Unidos, se murió en un accidente medio extraño. El editor logra hacer de V. un éxito, y ahí se arma todo lo demás. Este mismo editor va a conocer a la familia de este Pynchon, que no saben nada de lo que armó su hijo, de hecho, de la novela que realmente escribió su hijo solo queda el nombre. Se da cuenta que es un error salir a la luz como que murió y crea todo el misterio, dice que estudió en Cornell con Nabokov, este nunca supo en realidad si es verdad o mentira eso, de hecho no le importó. Le paga algo a la familia, que estaba en la bancarrota y firman un convenio de uso por el nombre. Ahí se empieza a armar el mito, y consigue un escritor fantasma que escribe La Subasta del Lote 49, pero este le arma un verdadero escándalo, que de no ser por la fuerza de la editorial podría haber sacado todo el asunto a la luz. No volverá a cometer ese error, me dice, El Arco Iris de la Gravedad, como todas sus inmensas novelas subsiguientes, serán escritas por varios escritores fantasmas, intentando formar una coherencia narrativa solo armada por el gran editor que está atrás, el que creo el monstruo, el que reformuló su primera novela. A Pynchon nunca se lo ve, de él no se sabe nada porque no existe, porque está muerto y porque sólo escribió algunas partes de su primera novela, y ni siquiera partes realmente buenas. Mira qué cosa, analiza, no se sabe donde está su archivo en Cornell, su legajo en la Armada se quemó y nadie tiene reales registros del único trabajo que realmente sabemos que tuvo en Boeing, así que, fíjate, hay que sumar dos más dos. Me lo quedo mirando, mientras él me decía todo esto, no dándole la importancia que merecía.
Me quedé mirando una hoja. Una hoja escrita que tenía delante de mí, mientras Suaznabar seguía hablando de Thomas Pynchon, de su autor anónimo del que sólo tenía un capítulo. La hoja estaba escrita por los dos lados, y yo pienso que de un lado está la realidad y del otro está la ficción. De un lado lo que es real y del otro la mentira. Miro la hoja, y la analizo pensando en una pequeña hoja. La miro a trasluz, buscando ver la mentira del lado de la realidad, porque siempre se puede ver de un lado al otro, siempre se puede notar la ficción en la realidad y la realidad en la ficción, se mezclan y se hacen una. Y a veces, los autores, agarran esa hoja y la pliegan una encima de la otra. Juntan las puntas y hacen que sólo veamos un lado de la historia, sea la realidad o sea la mentira. Ahí, juntando las puntas de manera perfecta y plegando la hoja en un solo lado, tengo solamente una de las dos caras de la moneda. Y en ese lado se lee sólo una parte de la historia, entonces el abre la puerta del ascensor y toca el timbre de la oficina. Una señora abre la puerta, él se presenta y la señora le dice que Suaznabar lo está esperando, pero que lo espere un rato que el señor está ocupado. Le agradece a Thérèse que se sienta en su escritorio y empieza a escribir a máquina, las teclas golpean el papel rápidamente como una ametralladora, y el sonido se corta sólo unos segundos luego de que suena la campanita, para que el carretel vuelva a la posición de inicio.
Él se queda mirando el reloj viendo como se mueve el segundero sesenta movimientos por vez, como hace todo el esfuerzo para subir hasta las doce y luego empieza su descenso loco hasta las seis. Y el minutero se mueve un movimiento por vez cuando el segundero da toda una vuelta. Así él se quedó mirando el segundero se movió mil doscientas veces. El teléfono corta antes de tiempo al sonido de la máquina de escribir y Thérèse con movimientos lentos toma el tuvo, mientras el otro habla, ella lo mira y le dice, con su fuerte acento francés que lo va a hacer pasar ya. Y con unas palabras suaves le dice que puede pasar.
Entra a la oficina de Suaznabar tranquilo, no la encuentra como la última vez que la vio, está todo medio desordenado, tiene manuscritos y libros por todos lados. Suaznabar lo espera sentado, mirándolo y le hace un gesto para que tome asiento delante de él. Antes mira toda la oficina, la ventana por donde se ve los edificios de enfrente, por donde entra un brillo claro de los días nublados, su vista se posa en el mueble que hay allí debajo, mira las fotos, en algunas está Suaznabar, en algunas está con su mujer y en otras hay personas que él no conoce. El escritorio domina el centro de la escena, con muchos papeles, facturas, órdenes de compra y ordenes de pago encima. Detrás tiene una gran biblioteca donde hay libros editados por la casa editorial y por otras. Mirando lentamente encuentra su libro y sonríe para sí mismo. A su siquiera está el gran sillón de cuero, lleno de manuscritos, papeles sueltos, algunos cuentos, paquetes armados con papel madera y su bolso, donde lleva sobre lo que va a trabajar en su casa.
Empezamos a contarnos de cómo estuvimos estos últimos días sin que nos viéramos. Le cuento de los trabajos en que estuve metido y él me dice que estuvo leyendo mi última novela. Comenta que le encantó mi idea de escribir una novela que habla sobre la dictadura pero que esté ambientado durante el Terror. Le gusta todo ese juego de no saber exactamente bien quién es quién. Le gustaron las charlas de los Robespierre, él siempre tuvo una gran estima por los jacobinos, pero todo el terrorismo de estado llevado a cabo en esa época, las muertes sin juicios y todo eso, lo ponen siempre un poco ambivalente con todo eso. Le gustó toda la idea, le muestra un par de puntos sobre los cuales él debería trabajar un poco, está de acuerdo, le parece que corrigiendo estos puntos la historia tomaría muchísima fuerza, ya que es un relato directo que no necesita de más ampulencia para darse cuenta sobre qué se está hablando en realidad. Suaznabar luego le comenta algunas cuestiones sobre la guillotina y sobre cuánto uno ve luego de muerto, se dice que alguien puede ver por unos pocos segundos su cuerpo sin cabeza desde la canasta.
Se ríen un rato, él le pregunta por cómo está Mariano Sputnik al que hace mucho tiempo que no ve, y Suaznabar lo pone al día sobre los acontecimientos del barrio y las cosas de los conocidos. Pero en algún punto, llegan al punto central de la reunión, ya que pone sobre la mesa un escrito corto que le pide que lea. Por un momento él teme que al fin Suaznabar haya caído en la tentación y lo que tiene frente a él fuera un cuento que haya escrito y que, finalmente, puede criticar sin piedad. Pero no, lo que lee es un primer capítulo de algo que le parece fascinante.
Le pregunta qué es eso que tiene en las manos, mientras pasa una hoja sobre la otra, volviendo a ojear las páginas recién leídas. Suaznabar le comenta que es algo que le llego alguna vez por correo, Thérèse firmó una planilla de un muchacho del correo argentino y le entregó un paquete. Lo primero que le llamó la atención fue notar que no tenía remitente, luego al abrirlo sólo las páginas y sólo eso. No sabía cómo tomarlo. Y se queda mirándolo. Le preguntó si va a editar mi novela, me dice que claro, que no lo dudó desde que terminó de leer el segundo capítulo y ya le había parecido algo genial.
El otro lo mira desde el otro lado del escritorio, le pregunta si alguna vez escuchó la historia de Thomas Pynchon. Suaznabar responde que no sabe a qué historia de Pynchon se refiere pero que leyó sus novelas y sabe la historia de su no aparición en la luz pública. Él saca de su bolsillo interno del saco un cigarrillo, y lo enciende. Le empieza a contar sobre que Pynchon en realidad como lo conoce la opinión pública no existe. Le dice que no escribió ninguna de sus novelas, que en realidad escribió una primera versión de V. y lo mandó a una editorial, allí, un editor aburrido por la novela, la empezó a cambiar, le empezó a hacer los cambios que a él le hubiera gustado que pasara, narro una parte del genocidio del pueblo herero por parte de los alemanes, llevó a la historia de Nueva York hasta Venecia y todo lo que sabemos. La novela en un principio era una historia de amor, entre Stencil y el personaje llamado V. y que eso era todo. Así fue como Este tipo cambió todo la narración y creó una nueva novela. La publicaron, ganó el premio William Faulkner y se hizo famoso. Pero Pynchon no se entero de esto, ya había fallecido en un extraño accidente de auto. Ahí fue como, siguiendo los pasos de Salinger, hicieron que el personaje que fueron creando de Thomas Pynchon fuera un ermitaño que no quiere ser visto en la opinión pública. Luego buscaron un escritor fantasma para que escriba la próxima novela con el nombre Pynchon y de ahí salió La Subasta del Lote 49, pero ahí surgió otro problema, el autor, el escritor fantasma, quería alguna parte de la fama por lo que había escrito. Le publicaron un par de novelas malas, pero seguía pidiendo por lo que era su obra maestra, publicada bajo el nombre de Thomas Pynchon. Otro accidente y ese problema se soluciona solo. Pero esto le dice al editor que no tiene que usar sólo un escritor fantasma para la próxima novela de su personaje Thomas Pynchon, entonces contrata una docena de escritores fantasmas con un gran contrato y acuerdos de confidencialidad muy importantes, y así es como sale a la luz El Arco Iris de la Gravedad. Y ese será el método que usará en todas las próximas novelas, que son inmensos mazacotes que salen cada varios años. Todos salvo Vineland, que nadie sabe bien qué paso, algunos dicen que la escribió el mismo editor.
Ahí Suaznabar lo para y le pregunta si todo lo que le está diciendo es verdad. Él encendiendo otro cigarrillo dice que no. Que es todo una ficción que inventó en ese momento y los dos ríen. Suaznabar le dice que es un gran cuento, que algún día tendría que escribir algo así, el otro acepta los elogios pues le parecen acertados ya que su historia le parece muy buena. Pero a todo esto, le dice que con ese primer capítulo, lo que tienen que hacer es muy claro, tiene que dárselo a él, que se propondrá llegar al final de esta historia, creándolo como un Thomas Pynchon falso, claro por algo de dinero, y algún porcentaje si el libro llega a ser un éxito de ventas, algo que los dos dudan porque según ellos la calidad nunca va de la mano con las ventas. Suaznabar le dice que por un momento pensó en hacer lo mismo que pasa en la novela de Levrero, Dejen Todo en mis Manos, donde los editores están ante la misma situación, tiene un libro pero no saben de quién, pero sí saben de qué pueblo, entonces mandan al escritor de una novela a que lo encuentre a cambio de que le editen la mala novela que él escribió. Pero mi novela no es mala, le dice el otro; no, me hubiera gustado que sea mala, para poder hacer todo esto. Y los dos se ríen de nuevo.
Le pregunta qué haría con ese texto, y él le dice que todavía no sabe. Tiene alguna idea de la dirección que quería el autor, y que le va a costar bastante copiar el estilo pulcro, fino y poético del autor del capítulo enviado. Luego se ponen a inventar nombres para el autor que van a crear, hasta que a él se le ocurre una idea genial, por qué no publicarlo como un anónimo, al estilo de El Cantar del Mio Cid y generar toda una liturgia alrededor del texto que él va a escribir. Suaznabar sonríe y le parece una idea maravillosa, habría que chequear también todos los términos legales, pero le parece que sería una solución muy fina y correcta de salir del paso. Por supuesto, dice, que con esto no podemos crear un escritor fantasma como hicieron con Thomas Pynchon, él se ríe y le dice que tal vez logren algo más importante, sacar el ego de la literatura de vuelta, y volver a las fuentes cuando lo importante era el texto y no el autor.
Suaznabar lo acompaña hasta la puerta y lo despide calurosamente en el umbral de la oficina. Le da a Thérèse el primer capítulo de la novela que un autor desconocido le envió por correo y le pide que le saque una fotocopie y se la entregue. Thérèse se pierde y suena el teléfono en la oficina de Suaznabar, y le dice que tiene que atender, que lo lamenta y lo dejan solo. Allí espera con una sonrisa pensando en que realmente valió la pena haber enviado ese primer capítulo de su anterior novela, ahora sólo tiene que hacer pasar el tiempo, corregir y crear todo un runrún sobre esto que tiene entre manos.
Thérèse vuelve a aparecer y le entrega las hojas. Él las agarra y las pliega en dos. Son pocas hojas pero magnificas, le dice Thérèse. Él no responde pero busca plegarlas de la forma más perfecta y piensa en que las hojas tienen dos caras, una escrita y la otra no. Mete la parte escrita para dentro y deja la parta blanca mirando para afuera, piensa que ese podría ser una buena metáfora para algo. Así es como se puede hacer borrar la escritura de algo, plegando la hoja sobre sí misma, guardando la parte escrita del lado de adentro, aunque una parte de lo escrito siempre se trasluce al otro lado. La parte escrita se puede todavía ver por figuras que hizo la máquina al golpear la letra contra el papel. Y ahí le pregunto si tendré alguna chance de publicar mi novela, Suaznabar me dice, colgando el teléfono, que si hago las correcciones que me dijo, que tal vez podría él hablar con unos amigos de una editorial independiente para ver qué se puede hacer. Que no me haga muchas esperanzas, pero que alguna posibilidad hay. Le pregunto por qué no la podría publicar en su catalogo y me dice que esta editorial para la que trabajo, no tiene catálogo en castellano, yo sólo tengo que leer las novelas que me traen y derivar. Si alguna vale la pena, la podemos llegar a traducir e intentar hacer de ese escritor un nuevo Juan Rodolfo Wilcock, que ese es su único trabajo. Le pregunto si estuvo cerca de lograrlo alguna vez, me dice que sí, que leí las páginas del que estuvo más cerca. Y me acompaña hasta la puerta, donde Thérèse me mira irme con mi manuscrito lleno de correcciones en lápiz rojo y una nueva historia en mi cabeza.

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