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Porque el agua dulce besa la
costa tiernamente, se posa, se recuesta y se vuelve a ir, rápidamente, en un
eterno movimiento lúdico. Se repite todo ese devenir una y otra vez para que
suceda otra vez y una más. No importa si el día es soleado y claro o nublado y
oscuro, siempre pasa lo mismo con la costa y el agua. Una se posa delicadamente
sobre la otra para volver a irse sin casi gozar del toqueteo fútil.
Y cuando el agua se va queda la
arena mojada, junto con palitos pinchudos y los cantos rodados, piedras amorfas
y hojas muertas. A veces hay niños jugando, otras hay mujeres tomando sol o
solitarios no-mirando la otra orilla. Pero no es necesario que haya gente, hay
lugares donde nunca hubo pisadas y sin embargo el juego siempre sigue igual.
Yendo y viniendo, ganando perdiendo.
Tal vez, en algún momento, esa
agua dulce deje de besar la costa. Tal vez, en algún instante, deje de haber
orilla, quizás, porque deje de haber agua. O en algún momento, probablemente,
el agua cambie el gusto, y empiece a ser un poco más malvada, un poco más
salada. Ahí cambiará todo lo que fue pasando, dejará de suceder lo que venía
aconteciendo desde millones de años atrás y todo mutará a otro mundo real, que
a todos los que hayan vivido el pasado les parecerá irrisorio. Pero así será.
Por el momento el agua dulce se
posa sobre la orilla, dejando un rastro húmedo a su paso. Pero a decir verdad
siempre hay pequeñas variaciones que el ojo no entrenado no puede notar. Salvo
en algunos casos, donde un árbol o alguna construcción terminan siendo un
indicador que algo malo está pasando. En esos momentos se nota que el agua sube
y cuando eso pasa no hay nada que la pueda detener. Se pueden poner paredes,
muros, o cualquier invento que ocurra, pero el agua dulce sube, y levanta su
nivel, hasta en algún momento desbordar esas defensas antinaturales que se
afincan como grandes salvadores.
Avatares como esos suceden todo
el tiempo, pero no por eso el agua deja de tener su movimiento. Por supuesto
que a veces es más violento y otras veces más suave, pero eso no deja de hacer
notar que siempre es lo mismo, que nunca deja de ocurrir, por lo menos desde
que los ojos se han posado en ella.
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Qué pasará, se pregunta Mariano,
si el agua dejará de fluir. Qué pasaría si los ríos, riachos, lagos y lagunas
se esfumaran en el abrasante calor. La vida dejaría de existir. Pero las
preguntas tienen respuesta y por eso camina a la vera del río Uruguay, mirando
en dónde poner sus pisadas y observando todo lo ancho del río hasta la otra
orilla, en donde, empieza otro diseño de bandera, otra habla y otra vida.
Anda tranquilo entre una zona
media boscosa donde no hay playa, sólo un pequeño sendero oscuro, escondido
entre sombras, entre sauces y palmeras. Pisa tranquilo con las manos en los
bolsillos de su rompevientos colorado, buscando el lugar donde el río besa a la
costa tiernamente, cómo leyó por allí en un poema prosaico de un autor amigo
que hace poco había fallecido, y que como regalo le había dejado en las cartas
enviadas, todos sus cuentos y poemas escritos. Todos los que no escribió se los
llevó con él a dónde se haya ido.
Y la semblanza del río lo había
traído a las costas, a otro río, menos ancho, más azul celeste, menos imponente
pero más parecido, al fin, al concepto de río. Porque no eran muchos los que
podían hablar de cómo había sido él en los últimos años más que un puñado, de
los cuales, dos no podían asistir, y él tomó la palabra mientras miraba el
féretro comenzó a bajar.
Encuentra un sauce caído, con las
raíces expuestas y todavía sucias de tierra mojada. Se sienta en el lomo y mira
el río por entre las ramas. Se siente escondido en su lugar, piensa que nadie
lo puede ver. Las palabras se las lleva el viento y llegan a algún lugar, como
los gemidos de las noches dulces y los amantes comprensivos. Por más que
ciertas palabras hayan quedado gravadas en su mente no puede recordar qué fue
lo que dijo en el momento que tiró la rosa blanca sobre el cajón que se llevaba
a su amigo.
Las cosas que le decía en sus últimos
días, en su cuarto sucio y lleno de polvo, sólo iluminado por la luz que se podía
inmiscuir por entre las aberturas de la persiana. Sentado sobre unas pilas de
libros que se movían constantemente, asimismo él tenía que hacer equilibrio
para no caerse. Las palabras salían a borbotones o directamente no salían.
Supuestamente así era su prosa. Si charlaba lo hacía sobre libros leídos o las
cosas que quería escribir. Nadie pensaba que escribía, aunque Mariano Sputnik
tenía la idea que lo hacía, la máquina de escribir siempre estaba cerca de su
amigo ido.
Escucha unos suspiros y algunos
pasos austeros que se acercan. También siente que alguien se acerca, y hay
risas y palabras suaves que se aproximan. Algo se aproxima, se dice, pero no
sabe qué es. Mariano escondido en su sauce intenta observar por entre la
maleza, pero sólo siente. Nota que en un claro una chica joven que no llega a
los veinte años se sienta en la arena húmeda por la lluvia de la noche de
anoche, el muchacho, mucho más grande llega un poco más tarde y clava el
machete en la arena. Se acercan, se besan como amantes escondidos y se dicen
palabras al oído que no puede oír.
Un poema a los amantes era una
carta que le había enviado hacía dos años. Se lo había leído a su editor que le
dijo que era bueno. El mito de su amigo encerrado en un cuartucho lleno de
libros, olor a encierro mezclado con tabaco se había propagado en ciertos círculos
que siempre estaban buscando lo raro, lo oscuro. Un amigo suyo sólo leía a
poetas oscuros y siempre le rogó que le dejase leer las cartas. Pero eran
escritos para él, las ficciones de su amigo a él. Y los amantes se besan sacándose
la ropa como las ganas, era como una escena escrita en francés, sólo narrada en
francés podría cobrar sentido lírico. Mientras tanto el gringo sacaba la verga
del pantalón y ella con ojos bien abiertos la miraba como si era la primera que
veía. Él le enseñaba y ella parecía querer aprender, tal vez había leído mucho.
Ella
parece dormir en una cama simple entre sus ositos de peluche esperando a que su
criada la levantase a la mañana con café con leche y galletitas. Él es un
gringo grande, morocho, con ojos sabios y manos callosas. Sus dedos se aferran
a la ropa delicada de la niña y se las saca de manera que el deseo le indica.
Se deja ella, él hacía, ella cada tanto deshacía para que él volviera a indicar
el camino. Mariano es un muchacho de ciudad sentado en un sauce con la vista
puesta en un acto sexual, el río que llega y se va, y la otra costa a lo lejos.
El amigo está muerto desde hace un tiempo y fue enterrado a la vera del río,
donde las cenizas de sus poemas y escritos iban a ir a parar si cumplía con sus
deseos.
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Como amantes escondidos juegan a
lo que sólo dos pueden jugar de manera expuesta en un claro de luna, entre
medio de los cantos de sirena y los exploradores perdidos que buscan la forma
de volver a casa. Uno logra encontrar el hogar calido entre las paredes húmedas
del nicho. Una pequeña serenata suena en el aire armada de suspiros y respiraciones
acaloradas que va in crescendo poco a
poco mientras el violín amarra las ganas entre las manos de ella. Nadie los
debería escuchar ni ver puesto que el juego es íntimo y de a dos. La oscuridad
reinante y la cercanía del río los cobija como una manta que los tapa de los
ojos ajenos que nada tienen que hacer cerca. Es el juego de dos miradas que se
observan viendo reflejos del pasado e imágenes del futuro. La rapidez del violín
se torna rítmica y ella cada tanto, como buena amante, acompaña con movimientos
de solista que aumentan el placer. Pero eso sólo dura un corto tiempo, puesto
que cambia el ritmo de la pieza durante el cuarto minuto, para volver a los
mimos y las caricias del inicio. Cuando una mano mueve los pelos de la cara de
la otra. Pero al final tres o cuatro estocadas fuertes y profundas demuestran
que la pasión está ahí. Cortas, lentas, profundas y sin demasiado brillo. Los
ojos se abren para no ver nada de lo que se rodea. La boca abierta intentando
respirar toda la vida que parece escaparse en un segundo de gloria que viene,
se encuentra y se va. Un segundo de gloria en una mañana de pasión de un sábado
tranquilo, caluroso y húmedo, en un cuartillo escondido, entre medio de sábanas,
libros, frazadas y suciedad. Una mancha roja que queda en el piso. El trapo
blanco mojado que no limpia sino que esparce. Una mujer desnuda que corre de
aquí por allí y un hombre desnudo que todavía anda atrás de la mujer que ahora
perdió la mirada extraviada y la pone en diversas cosas terrenales que antes no
existían. El violín que dejó de existir, como el muchacho joven que entró por
una ventana cerca del piso y besó a su noviecita inocente antes que el sol se
pusiera en paralelo a su mirada, cuando se va a comer un sándwich de milanesa a
la costanera y ella vuelve al comedor donde el almuerzo es regado con recuerdos
de un momento espacial.
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El río no crece, decrece. Los que
están cerca gritan pensando que están lejos del mundo, mientras que simplemente
están rodeados de él. Mariano no ve mas que lo que hay alrededor de él. Un
cuarto oscuro. Un asiento de libros que se balancea. Siempre es mejor armar
pilas de tapas duras, decía, los otros se mueven más. Y lo único que quedaba en
aquella habitación oscura, con las cortinas rotas desde hacía años, eran los
libros, era la máquina de escribir y pocas otras cosas más. Alguien se había
ido, y nadie había vuelto.
Mariano Sputnik mira el cielo
entre las hojas negras por el sol. Entre los ruidos de los movimientos espasmódicos
de los amantes cercanos, que se escondían de la ciudad sólo para en algún
momento terminar volviendo a ella. Volviendo a la ciudad, volviendo a la vida,
que había sido dejada de lado por su amigo, para volver a ser rodeado por un ataúd
que se entierra hasta el centro de la tierra, donde están todos los otros
amigos que han sido dejados por la gran vida y han entrado en el otro mundo,
donde hay más personas que en la tierra, aunque muchísimos hayan sido
olvidados.
Intenta no olvidar sus modismos,
sus frases recurrentes. Sabe que olvidará su risa y cree que la voz se le
modulará con las insuflas de otros tonos pero de un sentimiento que durará para
siempre. Como los gemidos de ella a las caricias del gringo, que parecen ser
bruscas. Los gemidos de él, mezclados con los de ella, y las palabras fuertes
que le dice. Vos sos mi puta, sí, siempre, sólo mía. Y la golpea, marcando de
rojo su blanca piel, marcando el lugar donde ha estado, pensando que quizás
vuelva a estar allí si tiene ganas. Sabiendo que su amigo no volverá a estar
sentado con una copita de ginebra cerca de la ventana cerrada con un foquito
tenue bamboleando cerca suyo cambiando su cara con los sucesivos movimientos de
la débil luz. La cara del amigo siempre cambiando dependiendo del claroscuro
que le dé, y así pensaba que era miles.
Los poemas están esparcidos por
el piso. Los pisaban cuando iban de la cocinita a la sala de la máquina de
escribir. Poemas en verso, sonetos, poemas prosaicos pintados con las formas de
las suelas de los zapatos o zapatillas que las pisaran. Palabras poéticas con
logotipos de marcas de zapatillas alemanas. El amor mezclado con adidas o pumas
que se dibujaban por encima de las palabras. El río que se acerca a la orilla y
se va. El amante que saca la verga de dentro de ella y eyacula sobre su cuerpo,
su cara y su pelo. Y se vuelve a poner los pantalones. Agarra el machete y
sopesa matarla por un instante. La vida y la muerte juntas en un solo momento.
El se viste y no lo ve. Ella se
viste y cree verlo a Mariano entre las malezas. Mariano Sputnik que la mira a
ella con su cuerpo perfecto, su cuerpo turgente, su cara manchada y su pelo
sucio de ramas, de hojas, de arena y de semen. Él que se acerca al río para
pillar mientras chifla. El sonido de un bote, rítmico, maquinal y molesto. Que
se inmiscuye como se metían los sonidos de los colectivos arrancar y estacionar
en la estación, o los trenes cuando tronaban sus bocinas para avisar a los
suicidas que ya estaban llegando. Y el amigo que siempre le decía que todos los
días había un suicida en la estación que paraba por algún momento. La novela
que nunca escribirá es sobre suicidas, sobre miles de suicidas que elijen las vías
del tren como la muerte. Los suicidas que saben más de la vida que los que
todavía la viven, que elijen el momento de su muerte sin que otra cosa se les
meta entre medio.
Y su amigo se suicidó un día de
octubre. Mientras otras cosas pasaban. Mientras las cartas viajaban a un centro
del correo argentino para mandar a destino. Al destino. Cuando el féretro tocó
el piso el supo que las lágrimas siempre están de más que lo que importa es la
vida que pasó. Vendrá la muerte, eso es innegable, y tendrá los ojos de
alguien, porque para todos la muerte tiene una mirada. Y Mariano espera que sea
bella. Le preguntará en sus propios cuentos, cuando su amigo sea una vez más
personaje, cómo es la mirada de la muerte. Y él responderá, amarga y bella, lo
mejor que pasa en la vida. La muerte da sentido. Mientras los amantes se van,
dejando una estela de olores y ruidos, por el mismo camino en que habían
venido.
Y él, se queda mirando el río,
que besa tiernamente la orilla y el sol que está en el medio del cielo. Esperará
el asado en la estancia y volverá al pueblo. Se emborrachará antes de la ruta y
dormirá. Al otro día volverá e intentará rescatar todos los poemas con las
marcas de suela. No los quemará. Su amigo será su Kafka y él el idiota de Max
Brod. Pero serán para él. Tanta belleza no puede negarse. La belleza de Helena
nunca desapareció, está ahí, en el río.
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la puerta está abierta
quien quiere entrar que pase
y quien pase que siga camino
hasta el final del pasillo.
así discurren los amantes
por estancias sucias
y sábanas blancas manchadas
hasta que caen de la cama.
volver a empezar el juego
cuando ya no es divertido
y encontrar el hogar fuera
en donde nunca se lo buscó.
una mujer, un hombre y un niño
pastan por el campo ajeno
buscando lo que han perdido
hace años y días lejanos.
Uno busca libertad,
el otro busca amor,
el tercero no busca nada
pero ninguno encuentra.
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