Franz, aunque no sea realmente
ese su nombre, para por mi costado, seguro que vuelve del baño, otra razón para
ir al fondo de la pizzería no se me ocurre, a menos que quiera hablar con el
mozo que está detrás de la barra o se acercara a saludar al pizzero. Eso
normalmente no pasa, pero el pizzero está acá desde hace casi cuarenta años. La
calidad de su producto fue bajando con el paso de los años. También pusieron
muchísimas pizzerías por el barrio. Antes él estaba solo. Pero no creo que
Franz lo conozca. O mejor Marc. No, no. Franz. Franz parece estar medio perdido, esperando a alguien. O
esperando algo.
El tren pasa. Otro, cada una
cierta cantidad de minutos, que nunca supe, los trenes pasan. Tal vez, lo más
correcto sería decir que los trenes se suceden. No llega. Por lo pronto él no
llega. Al parecer me han dejado de clavo en esta pizzería. “Llegamos tipo
ocho”, dijo por teléfono. Pero son las ocho y media y no llegan. No sé quién, o
quiénes, es el plural, tampoco. Sí sé que el individual es Suaznabar. “Espéranos
ahí Ulises, llegamos tipo ocho”. Claro que el tipo ocho de Suaznabar es bastante difuso, mucho más que cualquier
otro tipo ocho que yo conozca.
Por lo menos Franz está en mi
misma situación. Aunque acompañado por una mujer. Anette, ahora se llama
Anette. Podría llamarse Dora, también; pero Anette sirve mejor a los propósitos
de mi aburrimiento. Ella está tranquila, sólo veo la parte de atrás de su
cuerpo, su larga cabellera rubia. Él, Franz, ahora se sienta y se apoya contra
la pared. Ambos toman cerveza. Y comen maní. Ella no. Pero el maní está sobre
la mesa. Franz mira para afuera cada dos por tres. Está esperando a alguien. O
a algo. Estoy seguro. Anette parece aburrida, aunque está algo nerviosa. Su
pierna bailotea debajo de la mesa. Tiene una larga pollera de bambula. Me parece
extraño para una persona de su edad.
Ella tiene un anillo dorado en el
dedo. Él no. No hay demasiados gestos cariñosos. Casi no se tocaron desde que
llegaron después que yo. Se sentaron sin casi mirarse. Franz pidió una cerveza
y le trajeron también el maní. Franz come el maní casi sin ganas. Anette sólo
mira para afuera, que es su paisaje, ya que está de frente. Ella también
espera. De otra forma, pero espera.
Qué podría haber entre ellos dos
por lo cual esperan. Dos personas que parecen que no tienen demasiado en común.
Quizás son amantes. Pero qué harían dos amantes en una pizzería enfrente de la
estación de trenes de una ciudad suburbana cercana la noche de un día de
verano. Habría alguna razón. Una, por lo menos existen, están ahí, los dos, Franz
y Anette. Él con sus dedos sucios de pintura y ella con sus manos finas, casi
aristocráticas. Quizás esperan que la policía los encuentre. Pero eso no sucede
en los suburbios, o en Argentina. Nadie encuentra a nadie. Pero una razón hay.
Tal vez es mínima y ni siquiera ambos lo saben, pero existe. Siempre hay algo.
Quizás son amantes en fuga, y no se animen a tocarse en público. Les falte
dinero y estén armando planes para irse al campo, donde él puede pintar casas
para vivir y pintar cuadros para sobrevivir. Y ella qué hará. Tal vez en el
pueblo del interior, donde terminen viviendo cuando dejen de esperar, venda
antigüedades, en una pequeña tienda que no tenga nada que ver con su pasado
aristocrático.
Franz escapa del marido de ella,
Anette tiene más edad, eso se ve, se nota. O quizás yo lo quiera notar, para
terminar de armar algo que no está ahí pero que a mí me gustaría que estuviera.
Pero al marido de ella le importa que se escape. Y le importa que se escape con
Franz. Creo que lo conoce, quizás le pintó la casa, o tal vez vio sus cuadros,
esos cuadros coloridos con los que se manchó las manos.
Miraran para afuera porque
piensan que las garras del marido de ella llegará hasta este minúsculo lugar en
las afueras de la gran ciudad. La noche cae y ellos esperan que algo pase, que
alguien llegue, que algo acaezca. Como yo, que espero que lleguen varios,
aunque no sé quienes varios son, más que uno solo. No hay papel. El diario está
lejos. El pizzero no trae la pizza. No esperan la pizza. Eso es seguro. No miran
para dentro del local y se sentaron hace poco tiempo, miran para afuera, lo que
esperan viene de afuera. Lo que viene está afuera de la puerta del local,
afuera de las ventas.
Y si este Franz también tuviera
mala suerte. Si este Franz que está escapando con una Anette, otra Anette,
tuviera también la misma mala suerte. Me imagino que tal vez esperase algo
bueno que entre por la puerta, un amigo que los lleve a una casa lejana o una
amiga de ella que les llevase en una valija las joyas que el esposo aristocrático
de ella le regaló cuando todavía estaban enamorados. Si alguna vez lo
estuvieron, cosa que dudo, ella no parece de las que se enamoran, aunque está
con Franz, que mira para afuera y saca un cigarrillo del paquete que reposaba
sobre la mesa. Franz sabe que no se puede fumar en los locales de la provincia
de Buenos Aires, pero no le importa. Tampoco le importa al pizzero que no le va
a decir nada, además fuma todo el tiempo. Ni a los parroquianos que leen con la
poca luz del local los diarios populares, que buscan los resultados de la
lotería para saber si ganaron unos pesos en la clandestina o los resultados de
las carreras del día anterior pensando en a quién le van a jugar sus últimas
monedas. Tal vez alguno gane. Pero Franz no. Franz dentro de la buena suerte,
dentro de las cosas que parecen que van a salir bien, algo le va a salir muy
mal.
Toma un trago de cerveza. Mira
para afuera. El sol se va lentamente detrás de la estación de trenes. Todos
miramos al oeste, es la orientación del local. Las luces rojas del cielo se
mezclan con lo negro de las sombras. El panorama es extraño, la gente se vuelve
a sus casas, se ve bien pero las luces están encendidas. Franz debe mirar todo
con ojos de pintor, pensando en que ya apagó la radio y se vuelve en bicicleta
a su hogar, pero hoy no fue así. Hoy se encontró con Anette, que escapó de su
casa en los barrios más pudientes de la ciudad. Pero Franz mira el paisaje,
dado vuelta, torcido, para colorear los árboles de azul, el cielo de rojo, las
casa de negro y las sombras de amarillo. Toda su mirada está puesta sobre las
imágenes expresivas que su imaginación cambia un poco.
Anette no habla. Pero toma su
cerveza de manera más rápida que Franz. Él está más en el afuera, ella parece
estar más en el momento. Franz estará pensando en el futuro, quizás se
encuentra en la trinchera, esperando el momento de volver a casa. Quizás sabe
que falta poco para eso. No sé da cuenta que muy probablemente, dentro de todo
lo bueno que tiene, a Anette, su futuro promisorio, algo va a salir muy mal. Me
imagino al marido, el verdadero, el del anillo, el aristócrata, entrar por la
puerta del local, blandiendo un arma en el aire. Pero no me lo imagino enojado
con Franz ni decepcionado con Anette, sino que su ego no puedo soportar lo que
pasará en la sociedad. Porque para ser sincero él sabía que Anette no la amaba
ni él a ella. Viene sólo a recuperar las joyas.
Pero no, todo eso del marido, eso
no está bien. No suma, resta. Entonces, digamos, Franz y Anette sí están
esperando la valija de las joyas que se llevó de la casa. Anette sí escapa a su
castillo aristócrata. Hasta ahí sí. Pero no entra el marido y blande un
revólver. No. El marido sabe y respeta. Está herido, pero no más que eso. Se
encama con cuánta mujer encuentra por ahí, así que eso no le importa. Sí le
hiere que su mujer se haya ido. Y con un pintor. De casas o de cuadros, no le
importa, es un pintor. Entonces esperan la valija, que es lo único que van a
tener para sustentar el futuro en San Vicente, Cañuelas o General Villegas.
Hasta ahí bien. Esperan en la
pizzería que probablemente Franz debía haber conocido antes, aunque yo nunca lo
vi y paso a menudo por aquí, y como él, espero. Aguardo a un plural del que
sólo conozco a un individual. Ellos esperan a algún amigo. Qué pasará después.
Sigo creyendo en la teoría de la mala suerte dentro de un marco genérico de
buenaventura.
Entonces, llegará el amigo con la
valija y se la entregará. Ellos terminarán la pizza, que el pizzero dejó caer
sobre la mesa. Franz come con la mano y Anette usa los cubiertos, él come
apurado y ella come más lentamente. Pero sigue intranquila, algo todavía la
aquieta, quizás piensa que el que les tiene que traer la valija se la ha
quedado. Llegará y ella se pondrá más tranquila. Franz me parece que nunca lo
estará, que siempre mirará por sobre su hombro. Esto es lo que piensa porque no
mirará por sobre su hombro mucho tiempo más. Pero sí se puede decir que lo hará
el resto de su vida.
Saldrán, se irán, serán felices
un rato, unos días, tres o cuatro, hasta fin de año. En fin de año, andando por
el pueblo, a las doce y pico, cuando el cielo nocturno se llena de cohetes y
fuegos artificiales, ocurrirá la tragedia. Un borracho dirá algo como: Los
imperios se desmoronan, las repúblicas se fundan, pero los locos continúan. Y Franz, mirando a Anette, aunque en ese
momento no sea Anette, y esté de suéter, porque es un diciembre inusualmente
frío, y sombrero de ala gris, responderá: Bravo, Mounsier Segalot, ¡Eso es
lucidez! Luego caminarán un largo rato hasta llegar a la plaza del pueblo,
donde seguirán mirando los cohetes. Sus manos siguen sucias, y ahora, sí, Franz
la toca como si fueran una pareja, pero pensará en el todo y en la nada y en si
el mundo se ha convertido en un sueño, o el sueño en mundo. Vivirá feliz, por
primera será feliz, pero mirará por sobre su hombro, buscando al marido de
Anette. Hasta que un disparo perdido le dará en la cabeza y lo matará instantáneamente.
Así la historia de Franz terminará, no así la de Anette, que tal vez, o tal vez
no, vuelva al lecho marital, y llore cada vez que vea las manos sucias de
pintura de alguno de los pintores que arreglan la casa de veraneo de la familia
de su marido.
Pero ahora comen pizza. Ella, Anette, todavía zapatea y el, mientras
come y toma cerveza, fuma. Y no llega nadie. Hasta que terminan y se limpian
con las servilletas de papel barato que sacaron de un servilletero de
Coca-Cola, y dejan junto a los restos de aceitunas y pan de pizza, las
servilletas aceitosas, transparente. Las manos llenas de pintura y aceite de
Franz esperan la cuenta, luego que ella haya rechazado el café. Ella paga. Y se
para. Se va. Él espera un rato, que parece largo, pero se va luego. Anette
cruza la calle y camina por la plaza, antes que la pierda de vista, él va muy
atrás. Franz camina con las manos en los bolsillos, lejano, y se sienta en la
parada a esperar el colectivo. Sólo lo pierdo cuando uno se para enfrente de él
y se va, y Franz ya no está. Desapareció como en una película.
Y Suaznabar no llega, ni siquiera sé quiénes son el plural de su oración,
si eran uno o muchos, si era su esposa o Wilmar, o los dos, o varios más. No sé
qué querían, no sé nada. Como nunca supe nada. Sólo que ahora son las diez de
la noche y ya me cansé de esperar y la cerveza está caliente. Así que me voy.
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