¡Si muero,
dejad el balcón abierto!
El día de verano, caluroso como todos los días de verano, empezaron la marcha. Verano boreal, mientras que los árboles extienden sus brazos a la tierra. Iba caminando con otras tres personas delante de los soldados. Estos iban impolutos caminando con sus largas armas reposando en sus brazos y manos, acunadas como bebes de la muerte. Algunos iban a caballo. Los caballos negros son. Las herraduras son negras. Los oficiales les gritan obscenidades, barbaridades, que el poeta toma y las tuerces para crear los más hermosos romances que oídos hayan escuchado. Los insultan a todos, pero más que nada a él, al poeta.
Al poeta, que camina detrás de dos banderilleros. Este iba caminando mirando el piso cada tanto, extenuado físicamente, escuchando las cadenas que crujían a cada uno de sus pasos. Oía la música que se generaba alrededor suyo mientras sabía que su vida acababa, sabía que las últimas imágenes de su bella Granada que se iluminaba delante de sus ojos. Por el monte, monte, monte, mulos y sombras de mulos cargados de girasoles. Detrás suyo un maestro nacional lloraba a causa de su familia que dejaba en desgracia en la patria dividida.
Su amigo, otro poeta le había dicho que nada iba a pasar, que confiara en las autoridades y en la providencia. Que estaba seguro, que había obtenido las garantías del debido proceso, mientras él pensaba en que los procesos iban a ser debidos a todos a perpetuidad. Pero había escuchado a los oficiales, cuando se creían en la soledad de la calle diciendo que todos iban a morir. Porque se lo merecían, especialmente él, por rojo, por homosexual, por poeta.
Y sabía que la luna iba a ser la testigo de sus actos. Mientras caminaban en fila india por las calles oscuras y perdidas de la burguesía. Sus pasos eran cada vez más lentos, mientras se sentían los relinches de los caballos atrás y por delante. Los soldados cansados, se repartían el agua. Agua, ¿dónde vas? Riyendo voy por el río a las orillas del mar. No había posibilidad de escape, él lo sabía desde el momento que había rehusado las suplicas de los amigos, de los aliados, de los poetas. Las suplicas que venían del exilio. En Granada había nacido, en Granada debía morir.
La muerte acechaba su vida desde que la vida era vida. Y él le había cantado las más hermosas canciones a ella, alabándola y sabía que la muerte era otro camino. Siete gritos, siete sangres, siete adormideras dobles quebraron opacas lunas en los oscuros salones. La luna ya se erguía en el cielo negro.
En el camino, en un recodo donde el viento soplaba y movía las estrellas en el cielo, los guardias, los soldados, los oficiales, los hicieron parar. Ellos se detuvieron en seco en su lugar, mientras el poeta miraba las estrellas, miraba la luna, el horizonte y los vientos de colores. ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza por la maleza del valle? El poeta se distrajo por los dibujos que tejía en el cielo, se distrajo en sus dibujos uniendo estrellas móviles, pintando de blanco líneas como con un lápiz y generando constelaciones que sólo él veía. A su lado el maestro lloraba por su familia, mientras que los demás rezaban e imploraban al Santo Padre de los cielos que cuide a sus almas pecadoras.
Los soldados los ponen en línea, mirándolos a la cara. El poeta en el medio, entre las almas olvidadas que serán sus compañeros por décadas hasta que su cuerpo sea encontrado en la búsqueda de la verdad. En agosto, contraponientes de melocotón y azúcar, y el sol dentro de la tarde, como hueso de una fruta. Mientras que su canto no sería callado por los fuertes sonidos de las armas, ni de las bombas, mientras sus imágenes continuarían jugando en la mente de los pequeños, mientras su recuerdo siga vivo.
Los ponen en fila, mientras el oficial, con su uniforme impoluto los mira desde arriba de su caballo negro. Los mira desde el cielo, sintiendo que es el rey y señor del destino de los condenados. Los mira, centra su atención en el poeta; piensa, Maldito rojo, maldito homosexual, Maldito poeta, nigromante de las imágenes. A él, al poeta, está destinado todo el odio de su persona, él es la causa de la rebelión, la causa de la guerra, la causa de la lucha con los hermanos. Él representaba para el oficial todos los males de la sociedad, todos los males que había que limpiar. Primero acallando su pluma, esa pluma que dibujaba con palabras y que escribía con dibujos. Luego quemando su recuerdo. Para después terminar olvidando su cuerpo, su legado y su alma.
El oficial levanta el sable a la luna. Mientras el poeta mira el cielo. Sobre el cielo negro, culebrinas amarillas. Vine a este mundo con ojos y me voy sin ellos. El sable genera luces que hace que sus personajes aparezcan en sus ojos, mientras los sollozos y los rezos calman a sus compañeros, el poeta ve su legado en canciones, poesías y teatro. Sabe que no morirá, aunque callen sus palabras por un tiempo su voz seguirá cantando al compás de su guitarra.
Y luego, un velón y una manta en el suelo. Luego de los disparos. Abriendo luces de colores, con el ruido de una orquesta sincronizada. Escuchando lo que viene. Escondiendo sus penas y viendo esta noche. Esta noche tendrán mis mejillas roja de sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. Los disparos resuenan eternamente en su memoria. En ese instante su leyenda comienza.
Y su cuerpo cae, levantando el polvo. Mientras el telón cae desde lo alto del cielo. Y los acompañantes caen teatralmente cerca suyo. Los soldados y los oficiales se sacan los sombreros y tricornios. El poeta en el piso, con su cuerpo recorrido de muerte. Empezando a luchar la batalla del olvido, buscando perpetuarse en los recuerdos. Escuchando las odas de los amigos, los insultos de los enemigos.
Y los aplausos empiezan a salir de las gradas. Las personas, el publico, se levanta en sus pies, los chiflidos resuenan en la sala. Los aplausos cubren ese paraje de Granada, donde su cuerpo yace delante de las tumbas cavadas. El telón que lo separa de su publico se abre, su cuerpo se yergue, lentamente, con las manchas de sangre en el pecho y las mejillas. Se para derecho, mientras mira a los ojos a todas las personas que presenciaron su muerte, su obra de inmortalidad. Los mira a los ojos, con lagrimas rodando de alegría. Lentamente apoya su mano derecha en su pecho y la izquierda la esconde en la espalda. Se agacha lentamente, saludando al publico que fue testigo de su ultima obra.
Testigos de su muerte, testigos de su resurrección. Los aplausos se hacen cada vez más sonoros mientras la luna en lo alto es testigo, mientras las estrellas siguen dibujando imágenes gitanas.
Mientras escucha, acuérdate de la Virgen porque te vas a morir. - ¡Ay, Federico García. Llama a la Guardia Civil! Una sonrisa recorre su rostro lleno de lagrimas. Mientras de nuevo se agacha para saciar al publico. Take a bow.
Los demás actores quedan al costado. El poeta, luego, se deja caer. Mientras la luna sigue en el cielo afilando sus cuchillos. No te conoce nadie. No. Pero yo te canto. Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. La madurez insigne de tu conocimiento. Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca. La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
5 comentarios:
Las muertes absurdas , trágicas, me recuerdan siempre a otro poeta español, Miguel Hernández que decía, en su Elegía:
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
Hermoso y triste recuerdo. Besos
coincido en el tono triste de tus palabras, y la cita de Luna creo que lo dice todo.
Después de todo...de eso se trata, no? de dejar “algo”, y así lograr una pequeña o gran inmortalidad, sentir que nunca se va a dejar este lugar del todo...
Lindo texto.
Saludos!
adios!
Yo pienso que en el fondo estamos programados para ser eternos. A veces hasta nos lo creemos, pero no es verdad, pasamos como todo en la vida. Un abrazo.
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