miércoles, enero 28, 2009

Aunar

El disparo quedó retumbando largamente en el aire. Quedaron los ecos, varios de ellos. El sonido del disparo, ese sonido seco, ese ruido mortal. Varias veces. El olor a pólvora se impregna al humo azul que sale del fusil. El muchacho con el arma, lo bajó unos centímetros y mira su blanco, fijamente, con ensimismamiento, sacando la vista del alza. Ve al jinete que sigue cabalgando, a una gran velocidad. El jinete era el general, que va colgado de costado, cayendo. Su mano izquierda toma su pecho, donde el dolor empieza a sentirse. El dolor llega con el tiempo, no con el impacto.

El general primero escuchó el disparo detrás suyo. El sonido hueco que quedó colgado del aire. No sintió nada y siguió cabalgando. Momentos, tal vez algunos minutos más tarde, lo siente en la espalda. En el pecho. Ve la parca colgando de su destino.

La sangre que emanaba de la herida se mezclaba con el poncho color punzó que usaban él y todos sus gauchos. El general no emanaba ninguna expresión de dolor mientras seguía cabalgando en línea recta, escapando por los montes. Intentando mezclarse con la hierba seca, escapando porque estaba superado en número y armas. Escapando porque debía escapar. Porque el destino lo tenía planeado para él.

El muchacho realista levanta el fusil. Apunta de nuevo, segundos después del primer disparo. Apoya su cachete contra la parte externa de la culata de madera del fusil. La madera acaricia tiernamente su cachete, mientras su ojo izquierdo está cerrado y el derecho pone la mira contra la figura roja que cabalgaba levemente inclinado a la izquierda.

Pero el soldado realista, el único que tiene el ángulo de disparo correcto, no disparará. Por varias razones. La que le contará a sus hijos y a sus nietos, cuando hable del suceso; cuando cuente las heroicas acciones de su enemigo el General Martín Miguel de Güemes; será que no disparó, que no disparará en ese momento, porque se quedó mirando el guardamontes del caballo. Se quedó, se quedará, mirando el guardamontes, ese delantal de cuero crudo, que cubría a las piernas del gaucho. Porque con la velocidad que llevaba el caballo y como se abría el guardamontes por el efecto del viento, el soldado realista, un simple muchacho de pueblo, esperaba que levante vuelo. El muchacho mirando, apuntando, midiendo; se quedará, o se quedó, mirando al caballo y al jinete. Esperaba que el hermoso corcel despliegue las alas que se escondían detrás del guardamonte y que vuele como un pegaso. Que despegue. Luego, al rato, él lo perderá de vista ya que entre los matorrales de paja cruda el caballo serpenteará fuera de su vista, fuera de su vida.

El general cabalgará un par de leguas hasta una estancia. El soldado se queda con la cara pegada al fusil, hasta que lo baja. Se quedó mirando el cielo, un tiempo muy largo. Esperando ver al caballo y al general volar. Narra Tomas Mancuria, mirando la punta de su cigarrillo encendido. Sosteniéndolo en ese momento con su dedo índice y pulgar hacia arriba, juntando ceniza en la punta. Mariano durante todo ese rato sólo veía el puntito rojo del cigarro. Cada tanto el puntito iluminaba la cara del narrador. Los sonidos de la fiesta les llegaban desde atrás, como aplacados, ellos estaban debajo de la parra, por donde una brisa calurosa pasaba por entre ellos. Las luces de la casa reverberaban en las superficies cercanas. Una fluorescencia era lo que les llegaba a uno del otro. Un brillo blanco de dientes, una luz roja del cigarrillo, el brillo de la luna, la luz de las estrellas.

Había salido a tomar aire Tomas Mancuria. No conocía a nadie en la fiesta salvo a Mariano Sputnik que era el homenajeado, por el cual había ido ya que lo tenía en muy alta estima. Habló con varios hombres y mujeres que lo reconocieron por alguna contratapa de sus libros. Salió porque necesitaba algo y un tal José Maria Arce había empezado a cantar tangos con una copa de vino tinto en la mano. Tangos a capella, cambiando muchas palabras por otras y desafinando, cambiando ritmos en varias secciones de la canción.

Salió por la puerta del costado y camino bajo la parra. Miró la luna llena de agua que colgaba del cielo. Intentó encontrar alguna que otra constelación en el cielo. Encontró Orión. Dio un par de pasos con la cabeza apuntando al cielo, mientras su mano derecha buscaba el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo del pantalón de lino.

Sacó de bolsillo derecho del pantalón el paquete de cigarrillos (Fumaba sólo Saratoga) y sacando también de dentro del paquete de cigarrillos un encendedor barato, escucha un “pst, pst”; con el cigarrillo colgando de la boca ve a Mariano Sputnik, al cual no había visto desde que había llegado a la fiesta, sentado en el piso con una botella de cerveza entre las piernas. Lo ve y una sonrisa se posa, solamente por un segundo en la cara del autor reconocido, se acercó hasta el lugar donde estaba el que lo llamaba. Ve una silla de plástico blanco del juego de jardín. Mariano le hace el gesto de sentarse y Tomas Mancuria se sentó. En ese momento, ya sentado, fue cuando encendió el cigarrillo y la llama los iluminó por un momento efímero.

Se saludaron sólo con un gesto de cabezas, un alzar la cabeza levemente, haciendo que la pera mirara por un instante al otro y luego bajarla a la posición original. No se dijeron “Hola” ni ninguna de las formalidades del caso. Un buen rato estuvieron en silencio. Mientras que Mancuria fumaba y Sputnik cada tanto agarraba la botella de cerveza y bebía un sorbo. Siempre antes de tomar ofrecía un trago a Mancuaria que con otro gesto de cabeza, moverla para la izquierda y derecha lentamente pero repetidamente, negaba y a la vez, agradecía con la mano.

En algún momento mientras José María Arce empezó a cantar “Por una cabeza”, Tomas Mancuria lo miró, lo examinó y le dijo:

- Feliz cumpleaños.

- Gracias. – Respondió Mariano Sputnik sin mirarlo, mirando el piso, mirando una hoja seca en el piso que giro, que al tiempo se voló y que no siguió con la mirada.

Otra vez reinó el silencio entre los dos. Un profundo abismo los separaba. El abismo de lo no dicho y lo que no quiere ser dicho. Pero todo eso estaba ahí entre medio de ellos dos. Entre medio del espacio que los separaba sólo iluminado por la llama del cigarrillo, el rebote de las luces que salían de la fiesta, la luna que brillaba por luz ajena y las estrellas que antes había intentado leer el escritor.

El espacio entre ellos era, es, estrecho para ser prosaico y muy ancho para ser poesía. El viento cada tanto movía las hojas secas de la parra que estaban arriba de su cabeza. Sputnik casi ni se movía de su posición mirando al piso y al vacío. Mancuria ciertamente pensó que la mirada de su joven amigo estaba puesta en algún lugar más allá de la visión. La compresión era inútil si no intentaba hablar, pero estaba seguro que tenía que esperar el momento adecuado para romper el silencio. Por otro lado el silencio se le hacía tan particularmente idóneo. Un susurro de cantos desafinados sonaban detrás de ellos, entremezclado con el murmullo de las palabras pegadas de la fiesta.

El cigarrillo de Mancuria se acabo. Lo tomó y pellizcó para que volara unos metros y cayera en el suave pasto prolijamente cortado que estaba más allá de ellos. Sputnik sólo levantando la vista miró la llama rojiza que volaba como en cámara lenta. Miraba como iba generando una figura de arco primero subiendo lentamente hasta en un momento llegar al punto más alto de su recorrido. En ese instante la tierra con sus fuerzas llamaría a la colilla todavía encendida del cigarro y le diría que tenía que bajar, allí comenzaría su descenso dejando una efímera estela que indicaba su recorrido. Cayó entre dos motas de pasto. Ellos dejaron de mirarlo y narrarlo cuando la colilla quedó ahí inerte.

Lentamente Mancuria encendió otro cigarrillo. Sputnik levantó la mirada y le dijo:

- Ella se fue. Marianela se ha ido. Ha vuelto a Londres. Por un tiempo estará allí. Y toda esta gente... Toda esta fiesta, la verdad que no tiene sentido sin la gente que realmente a uno le importa. Conozco a todos pero cambiaría a cada uno de ellos por poder estar un segundo más con ella. – Y luego, su mirada se perdió otra vez en el espacio que había entre ellos.

- Sabía de sus movimientos... Sabía de sus peleas. Tenés que estar feliz.

- No puedo... Ni quiero.

- Está bien. Aunque toda la gente te va a decir lo que piensa, la verdad es que cada uno es uno mismo y cada uno hace lo que puede. Lo que quiere. Lo que necesita.

- No, no es como ningún otro amor / Este es diferente – porque es nuestro”. Lo dijo un poeta inglés

- No estoy al tanto de su obra me parece.

- Me extrañaría que lo esté realmente, me parece que no es su estilo. – Una sonrisa, también efímera, se gesto en la boca de Mariano.

La puerta de costado se abrió y los dos se callaron por un rato largo. Ulises Margariño salió y caminó sin mirar para los costados. Pasó por al costado de ellos, taradeando la versión del tango que había hecho José María Arce hacía un rato. Cantaba con las palabras cambiadas que cantaba Arce y con los falsos ritmos que había creado el cantor borracho. No los vio, ni cuando fue ni cuando volvió. Llevaba consigo un par de botellas frías de cerveza que había agarrado de la heladera que había en el fondo, en otra casa, en otro pasado, en otro momento de las vidas. Volvió a entrar gritando insultos y animando la fiesta. Ulises necesitaba hacerse notar en esos momentos, o por lo menos esa noche necesitaba hacerse notar.

A Mancuria le llamaba la atención que nadie haya notado el hecho que el que cumplía años estuviera afuera sentado en el piso con un porrón de cerveza que estaba cada vez más caliente conversando (O entre comillas) con un viejo colega que fumaba sentado en su silla de plástico mientras sentían el viento fresco que pasaba entre ellos que anunciaba la lluvia y la humedad del día siguiente cuando el sol saliera y con sus rayos levantará del piso toda la humedad y todo ser haría más pesado para todos los que anduvieran por la calle.

- Está saliendo el sol en Londres.

Marianela abre la puerta y se termina de abotonar el tapado de piel y la bufanda que cubre su cuello. El frío es muy intenso esa mañana sin sol invernal en esa ciudad en el norte de todo lo que ella sentía su casa. Los tacones sonaban huecos contra la vereda. Su vestido de fiesta, su pollera y sus medias negras indicaban la fiesta. Salió sola, camina sola; aunque había estado entre un mar de gente que hablaba inglés, francés y, una persona, ucraniano (Le tuvieron que decir que era ucraniano, ella pensó que era ruso), se sentía realmente sola. Todo el día había sido raro. Sus pensamientos estaban a miles de kilómetros de distancia mientras en la fiesta de trabajo conversaba en idiomas que no pensaba con gente que no le interesaba.

Ella había elegido eso. Había pasado las fiestas en Buenos Aires y al tiempo había vuelto a Londres a lo que estaba aplicada. El trabajo y la banda la necesitaban. También se había ido porque necesitaba escapar de ese sentimiento horrible que la estaba molestando desde hacía demasiado tiempo. Ese sentimiento de dejadez en Mariano. Amaba a Mariano pero no podía estar con él en ese momento de su vida. Los momentos son como piezas de rompecabezas, pensaba ella en la fiesta, también lo pensaba mientras miraba las bocas de subte a lo lejos y los taxis altos y negros frenaban cuando ella cruzaba la calle (Siempre que pasaba eso se sentía con el poder de abrir las mareas).

Caminaba por Kensington en camino a su departamento (Alquilado por la banda) en Chelsea. Vio el Albert Hall a donde quería ir alguna vez a sentir la presencia de alguna de todas las bandas que habían tocado en ese lugar, ya había comprado entradas para ir a ver a Ocean Colour Scene allí, faltaba sólo algo de tiempo. El Hyde Park estaba un poco más allá. Ella igual caminaba, el frío hacía que sus cachetes y su nariz estuvieran rojizos pero lo seco la hacía bien. Estornudo en algún punto del camino mientras le daba la sombra de algún edificio tan antiguo como Juan de Garay. Caminaba por debajo de la arbolera de la calle Cromwell (I've been dreaming of a time when / The English are sick to death of Labour / And Tories, and spit upon the name of Oliver Cromwell, canta ella) mientras un colectivo rojo de dos pisos pasa. Ella cruza al medio del boulevard y camina sintiendo el frío y mirando para delante, viendo a Mariano caminando junto a ella en esa ciudad mágica sobre la cual habían hablando tanto de ir, Mariano por primera vez y Marianela otra vez y otra vez.

El amor muta, pensaba ella, el amor cambia. Necesitaba irme, Mariano, habla sola en la calle todavía solitaria. Que no es lo mismo que escapar, necesitaba irme, necesitaba irme para saber que en algún momento íbamos a poder hacer que nuestras piezas otra vez encajen. Si yo me quedaba, mi amor (Sí, todavía sos mi gran amor, gran amor), todo nuestro futuro posible iba a ser imposible, iba a ser deseo y no iba a poder ser nunca realidad. Yo me tenía que ir para dejarte ser, para dejarme ser. Tenía que volver a Londres para encontrarme y estar lejos de ti. Pero mi amor, tu recuerdo me alcanza en cada ochava y en cada susurro de un ave en Primrose Hill yo te escucho a vos. Cuando estoy allí me imagino abrazada por tus brazos que son como ninguno para mi cuerpo. Pero esto es un hasta luego y no un nunca más.

Seguía camino entre los árboles. Era la zona más arbolada de todo Londres y la zona donde más gente vivía. Y no se sentía hacinada, para nada. Ella estaba tranquila pero lo extrañaba. Lloraba todavía por las noches y sabía que él también lloraba por las noches. Pero el dolor es necesario para generar alegría, el dolor es el gusto de la alegría.

El amor muta querido, el amor cambia. El amor, esa palabra. En las calles de cualquier ciudad del mundo pensaría en vos. Aunque de momento otros brazos me amen, aunque efímeramente toque otro cuerpo, yo siempre voy a tener la sensación que el tuyo es el que necesito. Pero en este instante tu alma es de una forma que no encaja con las ranuras de la mía. Y cuando yo mute, cuando vos mutes, cuando vuelva a la ciudad a la veda del río más ancho del mundo, creo que podremos volver a ser. Yo entraré por la puerta de tu pieza, te voy a ver sentado e ido enfrente de la máquina de escribir, repartiendo cartas a jugadores de truco (O póquer, a veces) que no están ahí. Mientras alguno de ellos te susurrará en el oído una de tus geniales historias que vos tanto desdeñas. Sí. No puedo pensar, mi amor, que esto es el fin. Me duele tanto pensar en no verte nunca más. Aun... Aun aunque yo sea la que haya tomado la decisión de esto. Y no, no escapé.

- Escapó. Le dijo Mariano Sputnik a Tomas Mancuria desde su lugar en el piso. – Así como suena, de un día para el otro sus rasgos cambiaron, su cara ya no generaba sonrisas y de sus ojos en vez de salir amor salían lagrimas que me herían el alma. Y se fue. Y escapó, se fue para Londres con su primo, con el hijo de puta de su primo y todos esos pelotudos de mierda que tanto la maltratan.

Y luego Mancuria le empieza a narrar la historia de Güemes, de la cual no sabía más que dos o tres datos que había leído en alguna enciclopedia.

Continua narrando Tomas Mancuria mientras Marianela llega a su departamento de mañana y Sputnik mira la noche y las estrellas, pensando que ni siquiera miran el mismo cielo: Los gauchos lo buscaron días y días. Habían perdido la razón de la lucha cuando no aparecía ni por la ciudad ni por los ranchos que frecuentaban. No sabían nada del general. Los gauchos de Güemes andaban todos dispersos por la linda Salta buscando a su jefe. Cada tanto algún capitán organizaba alguna escaramuza contra los realistas y los resultados eran inexactos.

Uno de los buscadores, andaba vagando sin razón aparente por una hacienda a un par de leguas de la ciudad de Salta, a donde el general había ido a luchar contra Valdez y tuvo que irse del campo de batalla al ser herido por una bala.

Lo encontró ocho días más tarde de los sucesos. Cuando lo encuentra lo ve tirado en un catre, tosiendo y aunque su cuerpo hemofílico no dejaba cicatrizar la herida, en sus ojos todavía se veía la vida y la lucha. Intercambiaron un par de palabras.

A la larga casi todas las tropas que le eran leales, todos sus gauchos con ponchos rojos furiosos (Punzó) aparecieron por la hacienda. Lo vieron irse, lo vieron despedirse con hidalguía de este mundo terrenal.

El deseo del General era que su tropa siga unida y ataque con la misma fuerza, con el mismo coraje, con el mismo valor que habían mostrado cuando batallaban bajo su mando. Todos sus gauchos fueron a mostrar su respeto por el general caído.

Fueron apareciendo uno a uno, montados en sus caballos con los característicos guardamontes. Los comandantes, la tropa, los auxiliares, los vivos y los caídos estaban allí al costado de su jefe.

El jefe falleció diez días más tarde del disparo. Y aunque cuando falleció el general estaba seguro que su tropa iba a continuar unida, luchando en forma de guerrilla contra el enemigo imperial. Los conocidos para toda la eternidad como “Los Gauchos de Güemes” se disolvieron cuando lo que los aunaba falleció.

Aunque la mayoría siguió en la lucha de la forma que ellos sabían. Aunque la mayoría siguió con su vida luego que lo que les diera sentido por tanto tiempo ya no estaba. Y frente a esos sucesos lo único que les queda a los hombres es seguir.

5 comentarios:

Jorgelina Mandarina dijo...

Y es así... A uno no le queda otra, a veces.

Yo pensaba que al leerte iba a leer entre lineas a otros autores, no se.
Pero TE leo, G. Sos vos en los cuentos.

Brindis con agua de río, Artista...

Anónimo dijo...

Me gustó el clima de la fiesta, cuántas veces preferimos estar sentados afuera…

Sí, caro que hubiese sido más difícil… más si todos dejaban la cantidad y dificultad de palabras y frases del estilo del Jardinero…

Sin embargo, no dijo que no hubiera podido lograrlo :)

Saludos lector invisible

Ayelen dijo...

Al fin lo pude leer de un tirón! Cada vez que lo empezaba me tenia que ir.
Lindo cuento, encerrado uno en el otro. La imagen de él sentado afuera, con la botella de cerveza en el día de su cumpleaños me gustó. Me hizo acordar a mi en ese día del año.

Saludos!

Luna dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Eclipse dijo...

lo de güemes me hizo acordar a saravia. eso me hace pensar en mis abuelos (y bisiabuelos, que pelearon en las tropas de saravia en masoller) y también en una hermosa canción llamada "como un jazmín del país" (que después te "canto"/paso)
y me quedé pensando en la hemofilia... algunos somos un poco hemofílicos y cuestan cerrar las heridas, me pareció una buena comparación con lo que pasa cada tanto, aunque en el cuento sea solamente literal.