El sol se levantaba sobre el mundo pintado en verde. El amanecer estaba pintando todo con colores; con toda su plenitud. El mundo todavía no se despertaba y los campos estaban llenos de rocío nocturno. El campo podía ser una verde sábana de alguna región africana, o tal vez era una zona deforestada de un sembradío de una de las trece colonias, quizá era la llanura pampeana o la antesala de una zona boscosa de Europa Occidental. El viento soplaba frío sobre la graba mojada. Las hojas volaban al este, girando sobre sí y el pasto se movía al unísono, uno por uno y todos juntos.
El juez estaba parado frente a la mesita que había traído. Habían llegado a un acuerdo las dos partes por la cual ninguna de las dos necesitaba padrinos. Era un pedido inusual y no estaba en ninguno de los códigos sobre la materia, al juez le llamó la atención y les dijo que así no se podía hacer y ambos contrincantes de común acuerdo tomaron de padrino al juez, para que no haya más testigos, dijeron casi al mismo tiempo, casi con las mismas palabras. Normalmente el uso de padrinos era para que todo se lleve a cabo sin complicaciones. El juez, en su calidad de padrino, juró que las armas serían idénticas. Eligió la zona boscosa a las afueras de la ciudad, a unos diez kilómetros al amanecer, se ocupó de toda la logística.
Miraba las armas, bellamente ornamentadas con dibujos extraños y ajenos a la época, estaban en la caja de caoba. El ofensor estaba parado frente al juez, dandole la espalda, mirando el horizonte escondido por el bosque arbolado que se extendía hasta donde la vista de cualquiera podía ver. Estaba tranquilo, no le tenía miedo a la muerte y pensaba en cuál podía haber sido la ofensa que había hecho. Conocía muy poco al ofendido, se habían visto en pocas reuniones sociales y tenía la certeza que en ninguna había hecho nada que pudiera llevarlos al campo, ni siquiera un pequeño desliz.
El ofendido venía caminando a la distancia. El ofensor lo vio, sin miedo. Ninguno de los dos, a juzgar por el juez le tenía miedo a la muerte. Los conocía más bien poco a ambos, pero a los dos los consideraba caballeros en todo el sentido de la palabra. El día que el ofendido había cacheteado con un guante al ofensor, él era una de las pocas personas presentes en el club de caballeros, justamente estaba teniendo una acalorada discusión sobre ciencias con el ofensor. Sobre la luna y su impacto en las mareas, charlando sobre Galileo Galilei y cuestiones similares. Había visto entrar al ofendido de repente, golpeando la puerta de doble hoja llena de vitrales hermosamente decoradas. Entró como si nada más ni nadie más importara. Tenía una gran sonrisa y su paso era constante e imparable. No le dio tiempo al portero de tomar su chaqueta ni su bastón exquisitamente ornamentado. Entró, sin parar, casi sabiendo que el ofensor estaba en ese lugar. Sin parar en ningún momento, entró como una ráfaga y notó que el ofensor estaba ahí. Caminó hasta la posición acelerando el paso con una gran sonrisa en su cara. Sin Parsimonia se paró delante de ellos y se sacó el guante blanco que enfundaba su mano izquierda. Lo golpeó dos veces en su cara. El ofensor se quedó sorprendido mirando al ofendido, hasta que este le dijo que le demandaba una satisfacción por sus actos. El otro se quedó perplejo pero no le dejaba ningún lugar para dudas, tuvo que aceptar. Sin ningún dejo de temor.
Los zapatos finos se le iban llenando de rocío a cada paso. Estaba llegando justo a tiempo, mientras el juez miraba su reloj de bolsillo dorado, el minutero se movió cuando miró la hora, se sintió conforme con que los dos ya estuvieran en el lugar y poder terminar el proceso lo antes posible. Cierra la tapa y lo vuelve a poner en su bolsillo. De nuevo chequea las armas, las sopesa, apunta a la nada cerrando su ojo izquierdo fijando el alza sobre el lugar imaginario a donde debería ir la bala. Hace, otra vez, el mismo procedimiento con la otra arma. Esta vez apretó suavemente el gatillo, el arma no dispara ya que no estaba cargada pero un sonido hueco dice que el percutor golpeó contra el metal. Deja el arma con mucha suavidad en la caja de caoba, sobre la felpa roja que la arropaba. El ofendido llega hasta el páramo donde se iba a llevar a cabo el duelo.
Se saludan cálidamente, el ofensor tenía una sonrisa de oreja a oreja que generaba un brillo especial en su blanca y rubia cara. En sus ojos tenía un color celeste que imitaba al cielo y en su mirada no había rastros de cobardía o arrepentimiento. El ofendido todavía miraba el horizonte lleno de árboles de todo tipo, pensando en qué había hecho más por curiosidad que otra cosa. Realmente no le tenía ningún miedo a la muerte y estaba en ese lugar desde mucho antes que Febo esté en el cielo. El juez había llegado con la primera luz de la madrugada, cuando el sol esta apareciendo entre sombras, generando ese amarillo rojizo y empezando a notar sombras cada vez más largas en el piso. Se habían saludado someramente y, aunque el juez tenía ganas, ninguno de los dos mencionó mayor palabra mas que hablar sobre Apolo. Pero el ofensor estaba poseído en el pensamiento del por qué llegar a estos puntos. Sinceramente sentía que no había hecho nada para molestar a su contrincante en unos futuros minutos. Pensaba que tal vez habían sido algunas palabras a una mujer equivocada o alguna equivocada mujer con poca palabra.
No importaba se iba a batir a duelo fuese cierto o imaginaria la ofensa que había hecho. El ofensor sabía que no tenía nada que perder como hacía tantos años andaba caminando el mundo y luchando en diversos campos de batallas desde las Galias hasta la Mesopotámica, peleando contra galos, germanos o sumerios. No le importaba morir, la vida va y viene decía a menudo en las comidas y los eventos de gala.
Ya estaban los tres en el mismo lugar. El ofendido se paró y saludo al juez, a su vez su padrino y padrino de su contrincante. Los dos examinaron las armas, eligieron una cada uno y se pusieron a recorrer el terreno. Entre los dos se dirigieron algunas palabras, aceptando las armas y disponiendo la cantidad de pasos. Se pusieron de espaldas en un punto medio y al escuchar el pitido del juez se puso en marcha el asunto. Caminarían cinco pasos desde el punto donde estaba en ese momento el juez, en ese punto se darían vuelta y se mirarían. Lo hicieron. Las dos personas estaban a unos diez pasos de distancia, desde donde nadie (entrenado o no) podría fallar su tiro; a menos que lo hicieran voluntariamente.
Los dos habían acordado que el duelo sería a muerte, lo cual generaría la satisfacción del caballero cuando la otra parte estuviera mortalmente herida. El juez había querido intentar llegar a un acuerdo para que sea a primera sangre. Pero al ofendido no le satisfacía nada más que la muerte de su contrincante casual. El ofensor en ningún momento se opuso a esta regla, en ningún instante dudó que el duelo debía llevarse de esta manera.
Dispararía primero el ofendido, luego dispararía el ofensor, así hasta que uno de los dos infrinja herida mortal a su adversario. Antes de disparar se miraron a los ojos viendo un brillo similar en sus miradas. Casi como si eran hermanos de sangre o de destino. Ninguno de los dos pensaba que moriría en ese momento, sabían que iban a sangrar y manchar su ropa; pero a ninguno de los dos le molestaba la idea. Ninguno tenía miedo, ninguno dudaba del destino que sufriría. El ofensor levanta el arma con su brazo derecho, totalmente extendido, su ojo izquierdo estaba cerrado y tenía el alza apuntando contra el cuerpo de su adversario. Mientras lo miraba con un ojo cerrado, viendo como dispararía contra su oponente; pensaba en el hecho. Lo había visto hablando con su prometida en una cena de gala en el castillo del príncipe de esas tierras. No había visto en ningún momento alguna acción comprometedora pero el sólo hecho que ella le haya sonreído le parecía un buen motivo para llevar a cabo el duelo. Su dedo índice estaba sobre el gatillo y lo acariciaba suavemente.
Al verse a los ojos, uno con el brazo extendido apuntando y a punto de disparar, el otro parado con el arma en su mano esperando el disparo en una actitud totalmente estoica, se dieron cuenta que ninguno de los dos iba a errar voluntariamente el disparo prefigurando el deloper. Ambos también, al ser caballeros, conocían los códigos, y en especial el de 1777 que prohibía esta practica aunque muchos aun en esos días la usaban.
Suavemente apretó el gatillo. El estrepitoso sonido los aturdió. El humo azulado con olor a pólvora en un primer momento no lo dejo ver si había dado en el blanco. El humo de azufre fue develándose como un manto de niebla escapando del sol. Vio que el ofensor sostenía una herida en su pecho con su mano izquierda, pero no había caído todavía. El ofendido baja el arma y espera ver si caerá o si disparará. La contraparte levanta el arma, extiendo lo más que puede su brazo, sosteniendo su arma. Se notaba el dolor en sus ojos y la fuerza de voluntad en la actitud. El ofendido esperaba el disparo con los brazos abiertos, casi como diciéndole a su contrincante acabe con esto, terminemos de una vez. Aprieta el gatillo, suavemente, cuando hubo medido su disparo. El sonido los vuelve a aturdir, un sonido idéntico, la misma nube de humo azulado y el igual olor a pólvora. Todo exactamente igual.
Y el disparo da en el corazón. Herida mortal. Y el primer disparo dio también en el corazón. Herida mortal. Sólo había cambiado el momento, el tiempo y el plano; el concepto de izquierda y derecha. Pero las acciones y los personajes, ofendido y ofensor habían generado la misma consecuencia. El primero empieza a desfallecer, mientras el segundo cae unos instantes después. El juez acude en ayuda del primero y luego del segundo. Sin saber a quién ayudar antes, quien estaba peor. En algún momento decide que lo más conveniente es irse de allí y llevarse todas las pruebas de su presencia. Agarra las armas de las manos muertas de los contrincantes y las pone en la caja de caoba. Pliega la mesita y camina con el sol ya iluminando el camino y su sombra no tan larga. Se va caminando primero y, luego, trotando; hasta los primeros muros de la ciudad.
El sol sigue su curso como todo el mundo. Una vez que está en lo más alto uno de los cadáveres se empieza a mover. Abre los ojos al principio para ver el pasto verde que se extiende hasta donde llega su mirada. Nota que otra vez ha eludido a las tinieblas y siente una gran pena en su corazón. El dolor se va a ir yendo, así como se ha ido su último nombre e historia cuando el disparo entró en su corazón. Ya no tenía nada porqué vivir en estas tierras o con ese nombre. Se para poco a poco, sintiendo todavía el dolor. Se mira la camisa y nota la sangre coagulada en su pecho. Su sangre en el piso mezclado con el verde del campo. Se para totalmente y camina lentamente , hasta un poco torpemente, hasta el cadáver del ofendido. Niega con la cabeza. Sin sentir venganza ni nada en su alma. Como caballero debía disparar y en los ojos de su contrincante había notado que realmente quería que le dé. Entonces lo hizo. Piensa que tal vez quería escapar de algo, tal vez de un matrimonio fallido o, hasta, tal vez, de la vida misma.
Mueve el cuerpo del ofendido para ver su cara. Los ojos de este estaban abiertos y con sus dedo gordo e índice los cierra. El dolor en el pecho todavía es constante. Siempre luego de la herida mortal el dolor lo acompaña unos cuantos días, a veces has algunos meses, nunca más de tres o cuatro. Se toma el lugar de su corazón. Y empieza a caminar con destino al bosque que estaba mirando cuando llegó a ese lugar. Camina lentamente, con dolor, mas cada vez con mayor ritmo. Y se va perdiendo en la curvatura de la tierra. Él que será el gaucho Zaucedo en algunos años, décadas o siglos, camina y se pierde en el bosque verde.
Dejó atrás al ofendido, dejó atrás su antigua vida, otra vida que pierde y otra vida llena de recuerdos para apreciar. Está muerto de hecho, está caminando por los valles de la muerte pero que siempre le parece que es la tierra, la misma tierra. Camina a enfrentar la soledad de la inmortalidad, aunque no se cree que es inmortal. Está seguro que encontrará en algún lugar a la muerte y en un duelo como este, no disparará.
Esta solo. Siempre lo estará.
El cadáver del ofendido está en ese mismo lugar hasta que la luna sale en el atardecer. También en soledad. Hasta que también se empieza a mover y lentamente empieza a levantarse.
2 comentarios:
Ja!! genial final... ahora sí que me quedé con toda la intriga.
Zauzedo es genial (L), me encantan las historias que lo tienen como protagonista.
los clichés de este tipo de duelo me dieron un poco de miedo sobre a dónde iría la historia, al comienzo, pero no, bien.
Che... Zauzedo no correrá el riesgo del memorioso Funes?
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