miércoles, marzo 11, 2009

Policía.

Se despierta cuando escucha la televisión prenderse en la otra habitación. Aunque no abre los ojos. Tiene todavía en las pupilas la visión del sueño. La imagen del recuerdo. La mujer se eleva desde su posición, salta arriba suyo. En ese momento también escucha a su esposa hablar con su hija que mira algún dibujo en la televisión. Se da vuelta y sigue viendo lo que venía soñando. La mujer grita mucho, él sabe que no goza; pero no le importa, para eso le paga. Para gritar. Gritar lo que no grita su esposa. Gritar lo que escucha por la calle. Pero el despertador suena. Ahí sí tiene que abrir los ojos.
Abre los ojos. Ve el techo. Las manchas de humedad en el blanco, el ventilador de techo apagado y sucio. Polvo. Se da cuenta que está vestido todavía. Se quedó vestido con el uniforme. Esa noche tendría que trabajar de nuevo, le toca servicio. Escucha cada vez más alto los dibujos animados, escucha alguna que otra risa apagada por las paredes y el colchón de sonidos abstractos emanados por la televisión. Se sienta en la cama. Mira el despertador que todavía suena. Su esposa desde la cocina, o donde esté, le grita que se tiene que levantar. Refunfuña repitiendo las palabras de su esposa. Los ojos le arden, siente el aguardiente que tomó hace unas horas en la boca. Se dice que no tomaría más cuando esté en servicio; aunque nunca cumplía lo que prometía. Todavía siente el gusto de la prostituta en su piel. Si no fuera una mujer trabajadora no le gustaría. Pone los pies enfundados en medias blancas sobre el piso de alfombra gastada gris. Busca los borceguíes con la vista y ve primero el izquierdo cerca del ropero. Sigue buscando con la vista y no encuentra el derecho. Se da cuenta que tiene que estar debajo de la cama. Se pone en cuatro patas, lo encuentra. Busca el otro y se los pone.
En la cocina su esposa está mirando el cielo por la ventana: “Va a llover” le dice. A él no le importa si llueve o no. Es igual. Está preparando mate. Tiene algo de tiempo hasta tener que presentarse en la comisaría para empezar el turno noche. Se sienta en la mesa del comedor (Que también es la cocina), su hija está un poco más allá mirando dibujitos coloridos en la pantalla. Ríe cada tanto. No se dio cuenta que él estaba allí. Su esposa aparece con la pava, pone el mate en la mesa. La yerba está seca, es la misma que habían usado hoy a la mañana cuando él se iba para el turno mañana. Pone un poco de agua tibia cerca de la bombilla, ceba el primer mate. Escupe el agua tibia y verdosa contra la bacha de la cocina. Luego le da el segundo mate. El toma sin quejarse aunque está feo. Al rato ella se sienta y pone un platito de bizcochitos de grasa sobre la mesa. Él toma uno mientras su esposa ceba otro mate mirando los dibujos de la tele. Cada tanto se ríe con su hija, pero mirando lo que hace su hija, cómo se ríe y retuerce en el sillón bordo viejo que esta a unos metros de ellos.
Sabe que va a llegar tarde. Se pone el rompevientos azul por la lluvia que va a caer, su esposa se lo repitió tres veces más entre medio de los mates. Saluda a su esposa con un beso en la boca, ella se da cuenta que tiene gusto a aguardiente y sabe que cuando toma eso estuvo con una de las tantas locas que visita. Cierra la puerta con llave y mira el cielo plateado. Se dice que su esposa tenía razón y camina por la vereda mientras esquiva charcos. Busca en el bolsillo del rompeviento monedas para el colectivo. No tiene, tiene un par de billetes de cinco. Caminará hasta la comisaría. Le vendría bien el ejercicio.
Anochece cuando llega pero todavía no empieza a llover. Hace todos los papeles rutinarios, charla con una oficial de pelo rubio oxigenado. La mira con deseo. Todavía no la ha poseído pero mientras ella habla, él se dice: “Algún día, algún día”. Se pertrecha todo para ir a reemplazar en la guardia a Jiménez. El que lo acompañara toda la noche aparece detrás suyo y lo saluda. Intercambian algunas palabras. A él no le cae demasiado bien. Todavía es muy pichón, todavía cree en el bien y en el mal. Cuando todos los demás saben que el mundo es gris. Y si llegará a haber un blanco y un negro, es sólo en los extremos.
“Primero compramos unas facturas” Le dijo su compañero, “Y luego vamos al Gandulfo”. A él no le molestaba eso, siempre y cuando “Mientras pagues vos”. Luego los dos van tranquilos hasta el despacho donde toman las llaves de un patrullero, justo el más roto, más viejo y más polvoriento. Pero si va a llover es mejor ir en un coche, se dice, mientras se pone el rompevientos azul que dice “Policía” en letras amarillas de imprenta en la espalda. Se sienta en el asiento del acompañante, mirando la hora se da cuenta que iban a llegar tarde. No importaba demasiado, seguro Jiménez estaría dormido en la silla, roncando mientras los últimos doctores y enfermeras pasarían por delante de él.
En algún punto estaba contento de hacer ese turno noche. Algunos de sus compañeros le habían dicho que las enfermeras eran muy turritas, le gustaría estar ahí, intentar encandilar a alguna con sus palabras dulces y llevar a alguna a la sala de terapia intensiva. Empezó a llover cuando cruzaban la avenida y pasaban por el costado de la municipalidad. Las luces se empezaban a encender y su compañero hizo que anduvieran los limpiaparabrisas del coche. Iba con la mano afuera mientras le pedía un cigarrillo. “No fumo” le dijo. Lo odió intensamente durante todo el viaje. No había fumando durante toda la tarde. Se dio cuenta que había dejado un atado con el chaleco antibalas.
Llegaron a una panadería cerca del comando de patrullas. A él le pareció estúpido ir hasta allí completamente en dirección opuesta al hospital, pero su eventual compañero le dijo que ahí las facturas eran las mejores. Le da algo de dinero y lo manda a comprar una docena “La noche es larga... El hambre pesa y hay que estar despiertos, uno nunca sabe qué puedo llegar a pasar”. Mientras cierra la puerta se dice que va a pasar lo que siempre pasa en estos casos, no pasa nada. Corre intentando mojarse lo menos posible, mientras piensa si corriendo le caerán menos gotas de lluvia en su cuerpo que caminando. Estaban cerrando pero cuando lo vieron le abrieron, un último cliente.
Se acerca al mostrador y pide una docena de facturas, la muchachita que lo atendía era bastante apetecible pensaba él. De una puerta del costado aparece un señor vestido de negro, él no estaba seguro si era gordo o era flaco. Pelo enrulado, un poco desaliñado, lo miró feo; a él no le gustó la mirada y se la devolvió. Mientras él contaba los vigilantes, las bolas de frailes, las medialunas, las bombas; la persona de negro empieza a hablar con la muchacha. Él nota que la persona se llamaba Wilmar, recordará ese nombre. Empezó a hacer memoria y lo tenía visto de algún lado. No sabía bien de dónde pero de algún lado lo tenía. No importaba, su memoria nunca había sido realmente buena; pero cada tanto funcionaba. La muchacha pone todo en una bolsita y se lo entrega. Mientras le da la plata piensa “soy funcionario de la paz social y la justicia, no debería pagar esto; seguro estos son comunistas” y se queda mirando al tal Wilmar que agarra una milonguita y le da un mordisco. La muchacha le da el cambio y vuelve a la patrulla. Llovía más fuerte.
En el auto su compañero estaba hablando por teléfono con su esposa, supuso que el muchacho que veía todo tan blanco o negro no podía tener una o varias amantes. Cuando se sentó, se escurrió el agua y el otro le hizo la seña de “un minuto”. Se quedó mirando las luces de la panadería que estaba enfrente. Mira el piso adoquinado y vio una mancha roja cerca del cordón. “Sangre o aerosol” piensa. No le interesa. Su compañero corta y enciende el coche.
“Ese tipo, el de negro, tiene algo raro” le dice.
“¿Wilmar?” Le responde mientras dobla, le sorprende que sepa el nombre, le sorprende el tono de voz “No, no puede matar a una mosca. Un gran tipo, Wilmar; además es el mejor panadero de toda a ciudad”.
“No lo sé... No lo sé” y se queda callado el resto del camino mientras piensa que mataría a sangre fría al chico que maneja silbando una cumbia por un cigarrillo. La lluvia empieza a arreciar mientras levanta la ventanilla y meta la mano dentro del coche. Se dan cuenta de lo tarde que están llegando y prenden la sirena para llegar más rápido. Había pocos autos por las calles interiores de la ciudad. Iban zumbando por la calle Rivera, y le encantaba mirar como subían y bajaban. A la altura de la calle Alvear, mira para atrás y ve toda la ondulación de la calle. Sabía, alguien se lo había dicho, no recordaba quién, que esa era la parte de la pampa que tenía por nombre, la pampa ondulada. Un auto roto y sin luces no se les abría. “Lo tendríamos que parar” dice su compañero. “No, déjalo así” dice seco, mirando para el costado “no es nuestro trabajo”. “Si no es nuestro trabajo de quién es entonces” le pregunta, pero no tenía ganas de responder, porque sino lo tenía que mandar al carajo y no tenía ganas de ponerse mal desde temprano.
Estacionaron la patrulla en el playón de rayos X sobre la calle Piedras. Bajan los dos corriendo hasta una puerta de costado. Cuando entran mojados se dan cuenta que dejaron el paquete de facturas en el coche y el muchacho va a buscarlas. Él se pone a recorrer los pasillos y llega hasta la puerta donde Jiménez estaba durmiendo con la boca abierta. Lo mira un rato riéndose, lo zarandea y le dice que llegaron. Se puede ir. Jiménez sin decir nada se levanta, lo mira con cara de culo y le dice que llegaron tarde. Y él sin ganas de discutir le dice que “Sí, llegamos tarde” y lo manda a mudar.
Su compañero aparece y se sienta en la silla que había dejado vacía. Él entra a la habitación y da un vistazo. No había luces y la habitación estaba oscura. Manda a la mierda a sus superiores, a sus compañeros y a la santísima virgen por estar allí esta noche. Pero también se da cuenta que era preferible estar allí que en su casa, viendo a su esposa roncar y reprochándole (Siempre cuando la nena estaba dormida) el poco dinero que llevaba a la casa. Vería si en algún momento se podría escapar e ir a lo de alguna de las muchachas. Había un tugurio en una casa inglesa por allí cerca, bastante fino y caro, bastante frecuentado por visitadores médicos de día y doctores de noche. Conocía a una en especial, le podría fiar.
Se va a buscar una silla por algún lado y se lo informa a su compañero que tenía las facturas en el regazo. Le ofrece una y él acepta. Así que va caminando comiendo un vigilante que estaba muy rico. “Algo será pero que es buen panadero, es buen panadero” se dice de Wilmar que todavía lo tenía entre ojo y ojo. Llega a la entrada principal de la parte vieja del hospital y allí había una encargada muy vieja que estaba leyendo una novela de Sydney Sheldon. Se para en el escritorio y la chistea. Dos veces. La mujer le levanta el dedo índice y él la mira largamente, esperando. “Tenía que llegar hasta el final del párrafo... Perdón” y él le dice dónde podría encontrar una silla, diciéndole para qué; tal vez esa información no era necesaria dársela. Ella le dice que no sabe y vuelve al libro sin más.
Se queda parado mirándola un largo rato. Luego se apoya contra el mostrador y mira intentando deducir en qué lugar podría encontrar una silla. En ese momento se había olvidado de las ganas de fumar y necesitaba una silla. Hubiera matado a sangre fría a la mujer del mostrador con las hojas de la novela que estaba leyendo.
Un médico, él asume por el portafolio y lo bien vestido que estaba, se acerca al mostrador para firmar algo. Deja el diario y el portafolio sobre la tarima. De repente le dice a la señora que sostenía el dedo índice en el aire sin sacar la vista de Sheldon que se olvido algo que le cuide el portafolio, arriba dejó el diario Clarín. Se pone a mirar el diario. Mira a la señora, le dieron ganas de hacer la Claringuilla aunque nunca la terminaba e iba más allá de sus capacidades lingüísticas. Se apoya sobre el diario, y la arranca de un tirón mientras estornuda.
Vuelve tranquilo, perdiéndose un par de veces por los pasillos del hospital. Encuentra a su compañero que todavía estaba sentado mirando para ambos costados. Una enfermera joven y morocha pasa por delante de ellos. Él la mira cuando viene y la miró cuando se fue. Su compañero dice que desea un café y se va a buscar, él todavía está mirando a la enfermera que se estaba yendo para la puerta de entrada. Para seguir mirando ese contoneo le dice que va él. Y se pone a caminar detrás de a muchacha. Hasta que ella entra en una sala. Se acerca a la puerta y mirando sutilmente por la ventana ve como se saca la parte de arriba del ambo y se tira en la cama con un médico que le pasa las manos por la espalda y lucha para sacar los ganchitos del corpiño. Cuando lo logra, la enfermera, desnuda del torso para arriba corre una cortina que separaba una cama de la otra y le corta la visión. Se queda caliente y erecto contra la puerta. Tiene ganas de ir al baño y sacarse la calentura, empieza a buscar el baño y, aunque hizo ese recorrido varias veces, no lo encuentra. Pero llega a la puerta de calle y se dice que lo mejor va a ser caminar por la lluvia e ir a buscar dos cafés.
Se moja un poco. Ve que en lo que va de la noche se estaban formando charcos en toda la calle. Nota que en esos charcos cuando las gotas caen en ellos forman globos, que quedan flotando por la superficie y son arrastrados por el fuerte viento que los mueve. Algunas veces unos chocan con otros pero al instante otra gota cae y se forma otro globo. Saca la vista de ese charco cerca del cordón y mira la vidriera que se estaba empañando lentamente. Le llama la atención la cara de una persona que cada tanto abría un agujero con su puño para ver. Se lo queda mirando pero la persona no la ve, esta seguro de eso. Le parece que estaba en su propio mundo.
Entra al bar de la esquina, que por las noches funcionaba como pizzería. El mozo lo ve entra y lo sigue con la mirada. Sortea un par de mesas, esta esperando que el encargado termine de hacer los tres cafés, uno corto, uno doble y uno con leche, para la mesa de la punta. Unas personas en la otra punta del bar hablan del partido de la copa libertadores que está cero a cero. El mozo lo mira mucho al policía que entró. Le parece familiar pero esta seguro que no lo ha visto nunca en su vida. Algo en su forma de ser, en su forma de moverse le hace pensar que lo conoce de algún lado. Más allá de estar completamente seguro que no lo ha visto nunca en su vida.
A la vista del mozo el policía gordo, con el rompeviento azul abierto, la cara algo mojada y la boca bien abierta, como acaparando el aire, esquiva un par de mesas ocupadas y otras vacías y llega hasta la barra. Allí el encargado se le acerca y le pregunta qué desea, y el policía gordo y morocho le pide dos cafés para llevar. La voz al mozo no le suena, pero las palabras y los gestos le parecen que los ha visto en algún otro lado. Exactamente todo lo que hizo, esquivar las mesas, pararse en la barra, pedir dos cafés en forma seca, extender los dos dedos de la mano derecha y luego, apoyarse en la barra y sentarse en el taburete, esperando y mirar la televisión; todo lo que hizo, lo sintió absolutamente descripto en algún lado. No supo bien porqué pero se puso a pensar en su esposa, flaca y desnuda, abstraída mirando la hoja en blanco y escribiendo palabras en una eterna novela que ya tenía más de mil hojas. Las hojas se acumulaban al costado de la máquina de escribir, cuidadas por un ladrillo rojo que hacía que no se vuelen por el viento que podría entrar por la ventana.
El encargado, y dueño del bar, le da los tres cafés y los sirve en la mesa. Sabe que la mirada del policía está sobre él y sobre las dos personas que estaban en la mesa. Uno de los comensales estaba en el baño. No sabe cómo pero lo sabe, todo lo que pasa lo siente como un perfecto deja vú, sirve las tazas. Una de las tazas está demasiado llena y la pone con esmero sin dejar caer nada de líquido, la otra la pone de forma más descuidada y cae un poco. No le importa demasiado, al final siempre da lo mismo, piensa, mientras no se caiga todo. Lo deja y se retira, vuelva a la barra con la bandeja plateada debajo del sobaco.
El policía estaba mirando una Claringuilla, de una hoja arrancada. El mozo no sabía cómo pero sabía que la había arrancado de un diario de un médico que estaba bien vestido y que llevaba un portafolio. Hasta estaba seguro que conocía al doctor, que a la mañana le preguntaba por la campaña de Los Andes y le decía que se tenía que hacer de Banfield.
El policía todavía tenía la mirada en la mesa donde estaba el tipo con el piloto y el flaco de cara tensa. El mozo los miraba también de a ratos, pensando que podría saber a dónde iban. El tercero aparece desde el baño secándose las manos con una toalla de papel. Se sienta en la silla vacía y toma el café de una. El policía suspira y los mira. Casi como si los intentara recordar de algún lado. El mozo los mira a los dos. En un punto el encargado le da los cafés al policía, este intenta pagar; el encargado dice que son atención de la casa para las fuerzas de la ley, este agradece sin volver a intentar pagar y se va.
Pasa la puerta de vidrio que estaba empeñada y nota que la lluvia arrecia en la noche oscura. Corre corriendo la calle y vuelve a entrar por la puerta de la parte vieja del hospital. Ve que no estaba más el portafolios y la vieja todavía estaba leyendo la novela. Tan apasionada estaba que no lo vio entrar. Cuando llega a la puerta de la habitación le da un café a su compañero y este le dice que se siente que él a dar una vuelta. Le llamó la atención que hizo esto luego de mirar la hora.
Él agradece mientras le da un sorbo al café negro y piensa que cuando terminen el turno se irá al tugurio cerca del hospital. Aunque nunca llegará a salir del hospital. Por lo menos no sobre sus piernas. Saca de su bolsillo la claringuilla y empieza fijarse si conoce la primer palabra. La saca y con una lapicera escribe, se apoya contra la pierna para escribir. No hay rastros de su compañero. Pasa el tiempo, mucho tiempo. Le llama la atención que tarde tanto en volver. Está intentando descifrar la segunda palabra, no la conoce; pero intenta, cuando un enfermero pasa con una camilla. Abre la puerta, él lo mira y reconoce al tipo del piloto del bar de enfrente. Le dice algo preguntándole que necesitaba y este responde con evasivas y entra igual. Él se para y le dice que le responda.
En ese momento siente dos suspiros. Dos puntadas en la espalda. La claringuilla se le cae y suelta la lapicera. Empieza a desvanecerse y respira cada vez más agitado. No grita. Siente que todo se le va. Lo último que escucha son un par de palabras entre su compañero y uno que llama El Negro. Luego rueda. Y tiene ganas de conocer el final de la historia.

3 comentarios:

Luna dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Gracias, y gracias otra vez por tus palabras. Releelo para corregir los pequeños detalles de una escritura rápida (como el Corrió corriendo la calle). Y sabé, vecino, que está genial lo que has logrado en la expandida síntesis del hecho. Un gran beso.

Eclipse dijo...

genial, relamente. En líneas generales, es algo muy bueno, que va cerrando y conectándose y dan ganas de seguir leyendo.
Las sugerencias y corecciones esta vez te las hago aparte, porque son más sugerencias que correcciones.
Así que si te interesa, preguntá, nomás...
besos