El sol se está poniendo y el día se va yendo lentamente. Ellos van cabalgando al trote mirando el horizonte en la pampa chata y verde. Van hacia el sol, cabalgan a ese lado. No hablan, ya hablaron mucho en esa jornada y si empiezan a hablar sienten que van a decir las mismas cosas que han dicho. Sienten que las historias ya las han dicho mejor o peor dos o tres veces durante todo el día y los anteriores que vienen cabalgando. Cada tanto alguno chista al caballo y lo hace ir más al trote, el otro para no quedarse atrás, y tal vez en una cuestión de competencia, hace lo mismo y lo chista, va atrás recortando el camino que el otro ganó.
El viento sopla bastante esa tardecita y la luz solar empieza a tomar ese color rojizo, el disco ya se posa sobre la línea del horizonte. No hay vacas, ni cuadrillas, ni caballos cimarrones, no ven nada a la distancia. Y ya van de nuevo cabalgando despacio uno a la derecha del otro. Los caballos andan con sed y ambos saben que tiene que encontrar algún claro para descansar esa noche y continuar con todas las leguas que le faltan la jornada siguiente.
“Por acá, siempre que ando – dice Felisberto, el gaucho con poncho negro y blanco a rayas, una barba desprolija y con un sombrero hirsuto y chato sobre sus pelos azabaches y acaso escasos – me encuentro que la brújula no encuentra el rumbo, y me pierdo – dice moviendo el dedo índice de la mano derecha en consonancia con la perdida de rumbo del compás – pero siempre algo hace que yo vaya en la misma dirección, terminando siempre cerca de un solitario sauce llorón cerca de un arroyo, muy pequeño y con mala pinta. Bebemos de él, mi pingo y yo, aunque siempre desconfiamos de la pureza del agua. Siempre llegamos extenuados. Agotados hasta la última fuerza de nuestro ser. Debajo del sauce, a la sombra si es de día, o al resguardo de la brisa si es de noche, nos encontramos a un gaucho que mira el horizonte, siempre esperando algo.”
Se calla repentinamente, casi tanto como cuando empezó a hablar. El otro gaucho, Anacleto, que tiene un poncho celeste como el cielo en los días despejados, su barba afeitada como un caballero ingles y con un pañuelo de muy buena calidad al cuello, lo mira y lo escucha. Pero no le responde. A lo lejos cree ver algo, y golpea a su caballo con las espuelas. El pingo toma un poco de velocidad y deja atrás a su compañero, trota hasta que se da cuenta que la luz del sol, oblicua como cae sobre la superficie verde y plana, genera ciertos espejismos. Él para en seco levantando una polvareda que lo rodea, que lo esconde de los ojos escudriñadores de Felisberto hasta que la brisa sopla fuerte y se lleva todo el polvo haciéndolo desaparecer en el cielo cada vez más oscuro. Anacleto se queda parado en ese lugar, mientras espera a Felisberto que se acerqué.
El gaucho, más experimentado aunque no mucho más viejo, se acerca lentamente con su caballo andando a un ritmo lento. Pocos instantes luego está a su diestra y Anacleto cabalga junto a su compañero como si nada hubiera pasado. “En estas tierras uno no se puede fiar de sus sentidos – Le dice impostando su voz para que sus palabras parezcan más sabias – uno tiene que confiar en su instinto. En su instinto más animal. Eso sólo. Confiando en los ojos, en el oído, hasta en artilugios mecánicos como la brújula o los sextantes, uno nunca va a poder salir de estas tierras. Conozco gente que anda girando por estas tierras hace años, casi décadas diría yo. Uno se confía de la vista, y termina cabalgando a espejismos. Uno se confía de los oídos y termina sosteniendo el facón esperando a los indios. No. No. Aquí hay que cabalgar por instinto. Dejándose llevar por lo que uno siente acá – Se golpea el pecho con el puño cerrado de la mano izquierda – y sólo con eso.”
El sol cada vez está más rojo. Y la luz estaba escondida en el otro lado de la línea del horizonte. Ellos igual estaban cabalgando al sol, dejando eternas sombras detrás suyo que imitaban sus movimientos más lento. Cada tanto Anacleto buscaba con su vista en el horizonte. Buscaba figuras, animales, árboles o algún alambrado. Pero no veía nada. Confiaba en las palabras de su compañero, que aunque no se lo decía lo consideraba muy sabio. Se habían conocido una vuelta que ambos habían trabajado juntos en la estancia “El Palito”, dormían uno cerca del otro y siempre Anacleto escuchaba las historias que contaba Felisberto. Todas las noches tenía algún cuento corto para amenizar la guitarreada. Cuando ambos terminaron la temporada en esa estancia, salieron otra vez a la pampa. Felisberto le comentó que conocía a unos gringos que eran fáciles de ganarles partidas de Taba y cosas por el estilo. Así que fueron para ese pueblo, William Morris. Allí ganaron varios patacones hasta que en un par de carreras de caballos perdieron todo lo que habían ganado y hasta un par de caballos más. Escaparon a las apuradas y fueron testigos de un asesinato. Todo eso los unió con un vinculo inenarrable que ninguno de los dos entiende. Pero estaban hermanados. Cuando estuvieron tranquilos, sopesaron seguir cada uno su camino pero una estrella fugaz le hizo pensar a Anacleto que lo mejor era seguir juntos. Era muy supersticioso. Muy. Al tiempo consiguieron otro trabajo en otra estancia, arriando tropillas de un lado de la pampa al otro, hasta que todo se acabó. Anacleto escuchó sobre un trabajo en la otra punta de la provincia. Cuando Felisberto lo escuchó supo que iban a tener que recortar camino por la zona intransitable, pero ya habiendo salido un par de veces de ahí, pensó que a lo mejor con compañía hasta era más ameno.
En un punto, cuando el sol ya estaba cayendo, Felisberto vio un sauce a trasluz de las sombras elípticas y fantasmagóricas. Se dio cuenta que allí estaba el gaucho que le había dado refugio y direcciones las otras veces. Algo había en esa persona, que aunque nunca había tratado mal ni intentado nada, a él le generaba un cosquilleo en el cuerpo. Ya el escucharlo con su acento extraño y extranjero le daba mala espina. Con un chisteo le hace notar a Anacleto la sombra.
“¿El sauce?” Le pregunta no creyendo a su vista luego de los concejos de su compañero.
“Sí. Allí debajo tiene que estar este gaucho. – Se detiene en su parlamento, haciendo memoria, buscando en sus recuerdos el nombre. Levanta los ojos para la derecha, mirando el cielo, sin darse cuenta, la oscuridad ya los rodea y los ilumina sólo el reverbero de las estrellas y la luna en cuarto creciente. – Zaucedo, así se llama. Pero no lo trates como si yo te hubiera comentado de él ni nada. Haz como que todo está bien.”
Zaucedo, cebando mate apoyado contra el amplio tronco del sauce llorón con sus ramas largas y finas cayendo contra el piso, moviéndose por la fría brisa nocturna, los mira venir. De hecho, los había visto hacia mucho tiempo, cuando con su catalejo estaba escudriñando el horizonte. Antes que nada había notado la polvareda que levantaban en algún momento de su trayecto, eso lo había visto a simple vista. Se había acercado al arroyo y mojándose los pies, sacó el catalejo que tenía en posesión de su familia hacia siglos, lo extendió y miró. Los vio y se dio cuenta de quién era. No era a quien él esperaba. Desde hacia mucho tiempo, en ese lugar místico de la pampa esperaba al gaucho Godoy, que según comentaban en las pulperías de los pueblos, siempre pasaba por esa zona. Y ya había perdido la cuenta de cuanto tiempo hacía que lo esperaba.
Cebando mate los dos gauchos, uno de poncho negro y blanco, el otro de poncho celeste; lo que delataba de donde eran, se van acercando. Zaucedo ya había puesto en el fuego algo de carne que había cazado en la mañana. A la hora, según calculaba por la subida de la luna al cielo y el movimiento casi imperceptible de las estrellas, los dos gauchas habían llegado.
“Buenas” le dice Felisberto a Zaucedo. Moviendo la cabeza y saliendo de la montura. “Andamos sin rumbo por esta zona inhóspita y pensábamos preguntarle si no deja parar en este páramo que usted ocupa”; Anacleto no desmota y hace caminar a su caballo hasta el arroyo. El caballo toma despreocupadamente, pero el gaucho mira de reojo el agua, aunque parece incolora no le tiene mucha confianza, pero está muy sediento y toma un largo sorbo. No parece tener gusto. Toma otro. Mientras atrás Zaucedo le respondía a Felisberto que eran más que bienvenidos. Les ofreció mate y se sentaron alrededor del fuego, donde la carme generaba un olor que se impregnaba en sus narices. Anacleto todavía estaba muy desconfiado del gaucho Zaucedo, estaba muy susceptible desde que había cabalgado a ese espejismo. Felisberto ya se había puesto cómodo cerca de Zaucedo y mateaban tranquilos. Anacleto estaba con su caballo mirando todo el lugar. La parecía muy extraño (Años más tarde las personas dirían surreal a lo que sentía), miraba al gaucho y lo escuchaba, había algo extraño y algo escondido en esa persona. Notaba que solo estaba el arroyo ese, corto y pequeño, con mala pinta. Un solitario sauce llorón en medio de toda la pampa, de todo el pasto y algunos abrojos. No se notaba vida por ningún lado pero este gaucho Zaucedo tiene carne fresca. Todo le generaba una extrañeza peculiar.
“Casi como un sueño” Dijo Anacleto para sí, pero fue escuchado por Felisberto que le pregunto “¿Qué?” A lo cual le dijo que nada...nada. A lo cual Felisberto se puso a hablar con Zaucedo a preguntarle cosas y tomar mates con él.
“¿Ha visto a alguien en estos días, Don?”
“La verdad que ustedes son los primeros seres vivos racionales que veo hace tiempo. Esa es la verdad. Vio lo que dicen de esta zona, ¿no?” Y Zaucedo cebo un mate a Anacleto que gusto aceptó cuando la brisa le hizo volar el poncho.
“No... ¿Qué dicen?” Sabiendo la respuesta Felisberto le responde eso. Y Zaucedo les cuenta la historia que se escuchaban en todas las pulperías sobre esa zona. Sobre el punto en que todos se pierden, la ausencia de agua, animales o patrones. Todo lo que habían vivido en las últimas dos jornadas. “Pf. Habladurías de chinas”. Zaucedo asiente, y les dice que es la zona que más conoce de toda la pampa húmeda.
“Además se cuenta que por acá anda un gaucho, uno muy raro. Uno inmortal – Le dice Anacleto, que lo había escuchado en la última pulpería antes de esa zona, los ojos de Zaucedo por primera vez se posaron en él, no lo dejaron de inspeccionar por un largo rato. – uno que nunca muere. O que por lo menos la justicia lo anda buscando porque mató a dos o tres chinas en la estancia “La Cuartera”, por lo menos eso es lo que escuché yo”. Y se para y va a mirar la carne.
“No. Esas son habladurías de locos. Cómo puede haber un guacho así. Aunque la más interesante es la historia del guacho Godoy. Eso sí que es una buena historia”. Felisberto corta su historia por cebar el mate hasta generar los ruidos de la finalización del agua. Le pasa el mate a Zaucedo que lo mira y le pregunta por Godoy. Mientras ceba el mate y se lo pasa a Anacleto que está parado al costado de Zaucedo, que le dice que tiene hormigas en el culo. “No se sabe realmente muy bien qué. Pero todos hablan de él. Unos dicen algo y otros una cosa, pero nadie realmente sabe bien qué es. Todos escucharon hablar alguna vez de él, pero nadie se cruzó con ninguno de nosotros que tenga ese nombre. La gente escuchó a gente que hable de él, gente que dice que lo vio tal o cual conocido, pero cuando uno va a ese tal o cual conocido te dice que fulano o mengano fueron que lo vieron. Y así. Casi como un fantasma. Y hay teorías descabelladas además. Algunos dicen que es Dios. Otros dicen que es el Mesías que anda por la pampa. Los menos, los más tenebrosos, dicen que es la muerte. Que por eso nadie que lo vio se encuentra entre los vivos. Muchas cosas sobre el tal Godoy.” Y los gauchos recién llegados ríen al unísono.
Zaucedo los mira mientras toma el mate que se había servido. Mira el horizonte escondido entre la oscuridad de la noche. Las estrellas brillantes en el cielo con sus constelaciones que le indicaban el camino en esa zona magnéticamente extraña. Se para y camina hasta la carne. Corta tres pedazos y se los da. Uno a cada uno.
Comen son hablar, agotados. Cuando ya estaban acostados, al borde de quedarse dormido. Escuchan hablar a Zaucedo, les dice:
“En esta zona es la que se dice que anda el gaucho Godoy. Sí. Para mí, según lo que pude averiguar con mis muchas idas y venidas por todos lados, Godoy es la muerte en la tierra. Sí. Para mí, Godoy es eso. Y yo, sólo yo, desde hace mucho tiempo, incontable o inenarrable tal vez, estoy esperando a Godoy”. Se calla.
Los otros lo escuchan pero entre al aturdimiento de jornada, la panza llena o vaya a saber qué, esas palabras no hacen eco en ninguno de los dos. Hasta piensan que fue un sueño, quedándose dormidos.
Cuando el sol se levanta, cuando es de mañana y el sol le da en la cara a Anacleto, se despierta y abre los ojos. No ve a nadie más que a Felisberto. Lo levanta a las sacudidas. Y se quedan mirando a los ojos, cuando sus caballos se acercan. Se miran y no se dicen nada, aunque en ambos las palabras últimas palabras de Zaucedo retumban en sus oídos.
El viento sopla bastante esa tardecita y la luz solar empieza a tomar ese color rojizo, el disco ya se posa sobre la línea del horizonte. No hay vacas, ni cuadrillas, ni caballos cimarrones, no ven nada a la distancia. Y ya van de nuevo cabalgando despacio uno a la derecha del otro. Los caballos andan con sed y ambos saben que tiene que encontrar algún claro para descansar esa noche y continuar con todas las leguas que le faltan la jornada siguiente.
“Por acá, siempre que ando – dice Felisberto, el gaucho con poncho negro y blanco a rayas, una barba desprolija y con un sombrero hirsuto y chato sobre sus pelos azabaches y acaso escasos – me encuentro que la brújula no encuentra el rumbo, y me pierdo – dice moviendo el dedo índice de la mano derecha en consonancia con la perdida de rumbo del compás – pero siempre algo hace que yo vaya en la misma dirección, terminando siempre cerca de un solitario sauce llorón cerca de un arroyo, muy pequeño y con mala pinta. Bebemos de él, mi pingo y yo, aunque siempre desconfiamos de la pureza del agua. Siempre llegamos extenuados. Agotados hasta la última fuerza de nuestro ser. Debajo del sauce, a la sombra si es de día, o al resguardo de la brisa si es de noche, nos encontramos a un gaucho que mira el horizonte, siempre esperando algo.”
Se calla repentinamente, casi tanto como cuando empezó a hablar. El otro gaucho, Anacleto, que tiene un poncho celeste como el cielo en los días despejados, su barba afeitada como un caballero ingles y con un pañuelo de muy buena calidad al cuello, lo mira y lo escucha. Pero no le responde. A lo lejos cree ver algo, y golpea a su caballo con las espuelas. El pingo toma un poco de velocidad y deja atrás a su compañero, trota hasta que se da cuenta que la luz del sol, oblicua como cae sobre la superficie verde y plana, genera ciertos espejismos. Él para en seco levantando una polvareda que lo rodea, que lo esconde de los ojos escudriñadores de Felisberto hasta que la brisa sopla fuerte y se lleva todo el polvo haciéndolo desaparecer en el cielo cada vez más oscuro. Anacleto se queda parado en ese lugar, mientras espera a Felisberto que se acerqué.
El gaucho, más experimentado aunque no mucho más viejo, se acerca lentamente con su caballo andando a un ritmo lento. Pocos instantes luego está a su diestra y Anacleto cabalga junto a su compañero como si nada hubiera pasado. “En estas tierras uno no se puede fiar de sus sentidos – Le dice impostando su voz para que sus palabras parezcan más sabias – uno tiene que confiar en su instinto. En su instinto más animal. Eso sólo. Confiando en los ojos, en el oído, hasta en artilugios mecánicos como la brújula o los sextantes, uno nunca va a poder salir de estas tierras. Conozco gente que anda girando por estas tierras hace años, casi décadas diría yo. Uno se confía de la vista, y termina cabalgando a espejismos. Uno se confía de los oídos y termina sosteniendo el facón esperando a los indios. No. No. Aquí hay que cabalgar por instinto. Dejándose llevar por lo que uno siente acá – Se golpea el pecho con el puño cerrado de la mano izquierda – y sólo con eso.”
El sol cada vez está más rojo. Y la luz estaba escondida en el otro lado de la línea del horizonte. Ellos igual estaban cabalgando al sol, dejando eternas sombras detrás suyo que imitaban sus movimientos más lento. Cada tanto Anacleto buscaba con su vista en el horizonte. Buscaba figuras, animales, árboles o algún alambrado. Pero no veía nada. Confiaba en las palabras de su compañero, que aunque no se lo decía lo consideraba muy sabio. Se habían conocido una vuelta que ambos habían trabajado juntos en la estancia “El Palito”, dormían uno cerca del otro y siempre Anacleto escuchaba las historias que contaba Felisberto. Todas las noches tenía algún cuento corto para amenizar la guitarreada. Cuando ambos terminaron la temporada en esa estancia, salieron otra vez a la pampa. Felisberto le comentó que conocía a unos gringos que eran fáciles de ganarles partidas de Taba y cosas por el estilo. Así que fueron para ese pueblo, William Morris. Allí ganaron varios patacones hasta que en un par de carreras de caballos perdieron todo lo que habían ganado y hasta un par de caballos más. Escaparon a las apuradas y fueron testigos de un asesinato. Todo eso los unió con un vinculo inenarrable que ninguno de los dos entiende. Pero estaban hermanados. Cuando estuvieron tranquilos, sopesaron seguir cada uno su camino pero una estrella fugaz le hizo pensar a Anacleto que lo mejor era seguir juntos. Era muy supersticioso. Muy. Al tiempo consiguieron otro trabajo en otra estancia, arriando tropillas de un lado de la pampa al otro, hasta que todo se acabó. Anacleto escuchó sobre un trabajo en la otra punta de la provincia. Cuando Felisberto lo escuchó supo que iban a tener que recortar camino por la zona intransitable, pero ya habiendo salido un par de veces de ahí, pensó que a lo mejor con compañía hasta era más ameno.
En un punto, cuando el sol ya estaba cayendo, Felisberto vio un sauce a trasluz de las sombras elípticas y fantasmagóricas. Se dio cuenta que allí estaba el gaucho que le había dado refugio y direcciones las otras veces. Algo había en esa persona, que aunque nunca había tratado mal ni intentado nada, a él le generaba un cosquilleo en el cuerpo. Ya el escucharlo con su acento extraño y extranjero le daba mala espina. Con un chisteo le hace notar a Anacleto la sombra.
“¿El sauce?” Le pregunta no creyendo a su vista luego de los concejos de su compañero.
“Sí. Allí debajo tiene que estar este gaucho. – Se detiene en su parlamento, haciendo memoria, buscando en sus recuerdos el nombre. Levanta los ojos para la derecha, mirando el cielo, sin darse cuenta, la oscuridad ya los rodea y los ilumina sólo el reverbero de las estrellas y la luna en cuarto creciente. – Zaucedo, así se llama. Pero no lo trates como si yo te hubiera comentado de él ni nada. Haz como que todo está bien.”
Zaucedo, cebando mate apoyado contra el amplio tronco del sauce llorón con sus ramas largas y finas cayendo contra el piso, moviéndose por la fría brisa nocturna, los mira venir. De hecho, los había visto hacia mucho tiempo, cuando con su catalejo estaba escudriñando el horizonte. Antes que nada había notado la polvareda que levantaban en algún momento de su trayecto, eso lo había visto a simple vista. Se había acercado al arroyo y mojándose los pies, sacó el catalejo que tenía en posesión de su familia hacia siglos, lo extendió y miró. Los vio y se dio cuenta de quién era. No era a quien él esperaba. Desde hacia mucho tiempo, en ese lugar místico de la pampa esperaba al gaucho Godoy, que según comentaban en las pulperías de los pueblos, siempre pasaba por esa zona. Y ya había perdido la cuenta de cuanto tiempo hacía que lo esperaba.
Cebando mate los dos gauchos, uno de poncho negro y blanco, el otro de poncho celeste; lo que delataba de donde eran, se van acercando. Zaucedo ya había puesto en el fuego algo de carne que había cazado en la mañana. A la hora, según calculaba por la subida de la luna al cielo y el movimiento casi imperceptible de las estrellas, los dos gauchas habían llegado.
“Buenas” le dice Felisberto a Zaucedo. Moviendo la cabeza y saliendo de la montura. “Andamos sin rumbo por esta zona inhóspita y pensábamos preguntarle si no deja parar en este páramo que usted ocupa”; Anacleto no desmota y hace caminar a su caballo hasta el arroyo. El caballo toma despreocupadamente, pero el gaucho mira de reojo el agua, aunque parece incolora no le tiene mucha confianza, pero está muy sediento y toma un largo sorbo. No parece tener gusto. Toma otro. Mientras atrás Zaucedo le respondía a Felisberto que eran más que bienvenidos. Les ofreció mate y se sentaron alrededor del fuego, donde la carme generaba un olor que se impregnaba en sus narices. Anacleto todavía estaba muy desconfiado del gaucho Zaucedo, estaba muy susceptible desde que había cabalgado a ese espejismo. Felisberto ya se había puesto cómodo cerca de Zaucedo y mateaban tranquilos. Anacleto estaba con su caballo mirando todo el lugar. La parecía muy extraño (Años más tarde las personas dirían surreal a lo que sentía), miraba al gaucho y lo escuchaba, había algo extraño y algo escondido en esa persona. Notaba que solo estaba el arroyo ese, corto y pequeño, con mala pinta. Un solitario sauce llorón en medio de toda la pampa, de todo el pasto y algunos abrojos. No se notaba vida por ningún lado pero este gaucho Zaucedo tiene carne fresca. Todo le generaba una extrañeza peculiar.
“Casi como un sueño” Dijo Anacleto para sí, pero fue escuchado por Felisberto que le pregunto “¿Qué?” A lo cual le dijo que nada...nada. A lo cual Felisberto se puso a hablar con Zaucedo a preguntarle cosas y tomar mates con él.
“¿Ha visto a alguien en estos días, Don?”
“La verdad que ustedes son los primeros seres vivos racionales que veo hace tiempo. Esa es la verdad. Vio lo que dicen de esta zona, ¿no?” Y Zaucedo cebo un mate a Anacleto que gusto aceptó cuando la brisa le hizo volar el poncho.
“No... ¿Qué dicen?” Sabiendo la respuesta Felisberto le responde eso. Y Zaucedo les cuenta la historia que se escuchaban en todas las pulperías sobre esa zona. Sobre el punto en que todos se pierden, la ausencia de agua, animales o patrones. Todo lo que habían vivido en las últimas dos jornadas. “Pf. Habladurías de chinas”. Zaucedo asiente, y les dice que es la zona que más conoce de toda la pampa húmeda.
“Además se cuenta que por acá anda un gaucho, uno muy raro. Uno inmortal – Le dice Anacleto, que lo había escuchado en la última pulpería antes de esa zona, los ojos de Zaucedo por primera vez se posaron en él, no lo dejaron de inspeccionar por un largo rato. – uno que nunca muere. O que por lo menos la justicia lo anda buscando porque mató a dos o tres chinas en la estancia “La Cuartera”, por lo menos eso es lo que escuché yo”. Y se para y va a mirar la carne.
“No. Esas son habladurías de locos. Cómo puede haber un guacho así. Aunque la más interesante es la historia del guacho Godoy. Eso sí que es una buena historia”. Felisberto corta su historia por cebar el mate hasta generar los ruidos de la finalización del agua. Le pasa el mate a Zaucedo que lo mira y le pregunta por Godoy. Mientras ceba el mate y se lo pasa a Anacleto que está parado al costado de Zaucedo, que le dice que tiene hormigas en el culo. “No se sabe realmente muy bien qué. Pero todos hablan de él. Unos dicen algo y otros una cosa, pero nadie realmente sabe bien qué es. Todos escucharon hablar alguna vez de él, pero nadie se cruzó con ninguno de nosotros que tenga ese nombre. La gente escuchó a gente que hable de él, gente que dice que lo vio tal o cual conocido, pero cuando uno va a ese tal o cual conocido te dice que fulano o mengano fueron que lo vieron. Y así. Casi como un fantasma. Y hay teorías descabelladas además. Algunos dicen que es Dios. Otros dicen que es el Mesías que anda por la pampa. Los menos, los más tenebrosos, dicen que es la muerte. Que por eso nadie que lo vio se encuentra entre los vivos. Muchas cosas sobre el tal Godoy.” Y los gauchos recién llegados ríen al unísono.
Zaucedo los mira mientras toma el mate que se había servido. Mira el horizonte escondido entre la oscuridad de la noche. Las estrellas brillantes en el cielo con sus constelaciones que le indicaban el camino en esa zona magnéticamente extraña. Se para y camina hasta la carne. Corta tres pedazos y se los da. Uno a cada uno.
Comen son hablar, agotados. Cuando ya estaban acostados, al borde de quedarse dormido. Escuchan hablar a Zaucedo, les dice:
“En esta zona es la que se dice que anda el gaucho Godoy. Sí. Para mí, según lo que pude averiguar con mis muchas idas y venidas por todos lados, Godoy es la muerte en la tierra. Sí. Para mí, Godoy es eso. Y yo, sólo yo, desde hace mucho tiempo, incontable o inenarrable tal vez, estoy esperando a Godoy”. Se calla.
Los otros lo escuchan pero entre al aturdimiento de jornada, la panza llena o vaya a saber qué, esas palabras no hacen eco en ninguno de los dos. Hasta piensan que fue un sueño, quedándose dormidos.
Cuando el sol se levanta, cuando es de mañana y el sol le da en la cara a Anacleto, se despierta y abre los ojos. No ve a nadie más que a Felisberto. Lo levanta a las sacudidas. Y se quedan mirando a los ojos, cuando sus caballos se acercan. Se miran y no se dicen nada, aunque en ambos las palabras últimas palabras de Zaucedo retumban en sus oídos.
02/05/09
3 comentarios:
Muy atrapante el relato. Zaucedo siempre da esa cuota de intriga que deja con ganas de saber más, de que la historia continúe.
Besos
Me gusta tu mitología gauchesca.
Que escapa de ser mera literatura gauchesca, justamente por esa propia mitología que le agregás vos. No es descripción y nada más. Sos esos detalles metatextuales, esas puntas de intertextualidad que le dan un tinte propio.
Es tu propio imaginario gauchesco, sin dudas. Con voces particular y un folklore y mitología construidos por tu visión.
Te queda bien ese tono a la escritura.
Me gusta, a su vez, seguir comprobando que, si bien sale todo de la misma pluma, cada micromundo de tu literatura tiene su propia cadencia.
Y cada vez que me enojo con tus verbos, pienso que hay una especie de patrón. No es algo absolutamente aleatorio. Un día de estos nos vamos a poner juntos, lapicera y textos en mano, a ver qué pasa en los momentos en que se produce el quiebre temporal, para ver cómo esquematizarlo y qué hacer al respecto.
Te amo tanto.
Sí, tanto.
Besos.
Cumpliste tu promesa.
Un gaucho bajo un solitario sauce en medio de la nada en una espera eterna. Mucho tema
Abrazo
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