lunes, junio 22, 2009

El inglés.

Suena igual que un inglés. Eso me asombra de él, siempre que habla suena con el mismo acento que un inglés. Alta alcurnia. Sus formas y sus ropas también lo muestran como un aristócrata. Su corbata pulcramente anudada, su saco sin una sola arruga, el sombrero que lo tiene puesto hasta adentro. Parece un inglés, un royal. Pero hasta ahí llega la similitud.
Sus movimientos siempre fueron por los barrios bajos. Sus casos son los más banales: infidelidades, seguimientos, pesquisas, perros perdidos y cuestiones similares. Su oficina, donde ahora está tirado en el sillón de pana rojo contra la pared, siempre está sucia y oscura. Las ventanas siempre están abiertas, de día y de noche, pero como esta a contrafrente, siempre hay oscuridad. Cuando se le pregunta él te dice que va con su personalidad.
Yo siempre lo miro desde la antesala, donde atiendo el teléfono, cuando suena, o escribo a máquina. Debería escribir los informes, pero hace mucho tiempo que no tiene trabajo. Se pasa los días tirado en el sillón de pana roja, mirando el techo, con el sombrero sobre la cara. A veces me pide dinero para ir a comprar un café al dinner de la esquina. Yo se lo doy, sin chistar. Lo amo. No desde el punto de vista sexual, lo amo más allá de mi cuerpo, de mi ser.
Normalmente lo miro irse, se pierde detrás del vidrio esmerilado donde en desgastadas letras negras está escrito su nombre y debajo, en letras más pequeñas, la frase “detective privado”.
No sé demasiado sobre su pasado. La primera vez que lo vi, yo entré por esa puerta con ese gran vidrio esmerilado, él estaba sentado detrás de lo que ahora es mi escritorio. Estaba escribiendo a máquina, lo recuerdo. Nunca supe qué. Me presento, y me pregunta que era lo que yo necesitaba. Yo le dije que estaba allí por el anuncio en el diario. Ahí él levantó la mirada, me miró directamente a los ojos. Sin más, sin preguntarme mi nombre, me dijo que el trabajo era mío. Desde ese día trabajo aquí, en la oficina mal iluminada. El único ruido que reina en el ambiente es el tubo de luz que lanza un gruñido seco durante toda la jornada.
A veces leo, normalmente leo historias rosas o algún que otro policial, para saber de qué trata el negocio. Pocas veces entran personas. Algunas veces alguien entra, puede ser algún policía o una mujer agarrando fuerte su cartera con ojos asustados. Yo los hago sentar en un sillón viejo que esta frente a mí, lo llamó por el intercomunicador y al rato los hago pasar. Luego, mi tarea termina; no sé de qué hablan en ese momento, pero siempre me termino enterando del caso.
Una de sus cosas malas, es que “el ingles” es bastante boca suelta para lo que es la gente de su oficio. No mantiene bien los secretos. Sus historias siempre terminan con que otras personas lo persiguen por algún callejón oscuro y apestoso. El final también siempre es el mismo. Lo agarran, lo intimidan, lo fajan y lo dejan en el piso. Esta varios días con la cara con hielo, sin atender a nadie, hasta que vuelve al ruedo. Y otra vez igual.
Así eran como funcionaban las cosas. Hasta hace poco. El último caso que tuvo fue hace dos meses. Recuerdo que entró un tipo, grandote, transpirado (Estábamos en pleno julio), se abanicaba con su sombrero. Entró, girando su cuerpo, por la puerta, ya que no entraba por el marco. Se me presentó, me dijo quien era. Nadie antes lo había hecho. Lo normal es que me digan algo como “necesito ver al inglés” o “acá es lo del detective”. Esa persona dijo simplemente su nombre. Lo mandé a sentarse, lo cual hizo obedientemente. Ocupaba dos terceras partes del sillón. Yo me levanté y entré a la oficina. Él estaba tirado en el sillón de pana, todas las ventanas estaban abiertas pero no se movía el aire.
Lo vi ahí tirado y lo desperté a los sacudones. Lentamente él fue despertando. Me dijo para qué lo despertaba, mientras largaba un largo bostezo. Le dije que tenía un cliente y le dije su nombre. Exclamó que era raro que haya dado su nombre, luego dijo que quizá era falso... el nombre, así que era igual que todos.
Se levantó, estaba tan pulcro como siempre. No tenía nada transpirado, aunque el calor era realmente insoportable. Se acomodó contra el reflejo de una botella de ginebra (gin) que luego guardo en el cajón largo del escritorio, junto con el diario marcado en la hoja de las carreras de caballos. Se sentó. Me dijo que lo hiciera entrar. Salí, y con mis mejores modales hice pasar al hombre.
La reunión duró dos horas y media. No sé de qué hablaron. No hizo referencia a eso. Nunca lo hizo, me pareció curioso. Por lo menos en cierta medida. El hombre salió, seguía abanicándose con el sombrero y su sacó colgaba de su brazo izquierdo detrás de su amplio cuerpo. Yo seguí en la mía, ese día estaba leyendo una historia sobre un detective que resolvía sus casos desde su casa. Al rato, “el inglés” salió. Me dijo que lo acompañara, aunque antes se metió la mano en el bolsillo y me dio la paga que me adeudaba. Le agradecí y cerramos todo. Salimos juntos, él me dio su brazo y yo lo agarre.
Empezaba a anochecer, no había muchos coches en la gran avenida. La mayoría de la gente se había ido de vacaciones. Estábamos solos en la ciudad, o por lo menos, yo pensaba eso. Fuimos al bar de siempre. Comimos y hablamos tonterías, luego me acompañó a mi casa. Eso fue todo.
Hoy a la mañana, luego de mucho tiempo estando fuera, vuelve de un humor exuberante. Me dice que va a estar en la oficina. No sale en todo el día. A la noche vuelve el hombre gordo. Estaba un poco, en realidad, bastante mas flaco. Solo me di cuenta que era el mismo porque se abanicaba con el sombrero. Lo hice sentar y lo anunció ante mi empleador.
“El inglés” enciende un cigarrillo y mira por la ventana. Me dice que lo haga pasar. El hombre gordo entra. Yo me retiro mientras empiezan a charlar. Pequeñas charlas de ocasión como el clima, los Dodgers y cuestiones menores. Espero en mi escritorio, debo admitir que tengo mucha curiosidad sobre lo que pasa en la otra habitación. En este momento me acerco a la puerta de su oficina, es la primera vez que lo hago. Nunca antes ni siquiera lo había pensado. Me acerco y escucho algunas palabras difusas. Algún que otro grito también, pero a estos estoy más acostumbrada. Siempre alguien grita, siempre el cliente grita. Empiezo a escuchar pasos y me vuelvo apurada a mi escritorio. El gordo pasa sin verme, rápidamente, dejando todas las puertas abiertas.
Al rato, sale “el inglés”. Se sienta en el sillón destinado a los clientes. Se limpia el pantalón del polvo que flotaba en el ambiente y cruza las piernas. Me pide que el alcance un poco de güisqui, me levanto y voy hasta el archivero. En el tercer cajón hay una botella y dos copas. Me dice que le sirva y que me sirva. Yo lo hago. Normalmente lo hago, es parte de mi trabajo. O yo creo que es parte de mi trabajo. Le alcanzo su vaso y yo vuelvo a mi escritorio con mi vaso. Yo no bebo, pero le doy cortos sorbitos a la copa para que piense que lo hago.
“El inglés” empieza a charlarme sobre el caso:
- Hace dos meses entró este gordo. ¿Viste que ahora está mucho más flaco? Bueno, sí. Obviamente la esposa lo engañaba. Esto, él lo sabía. Lo que no sabía era con quien. Bueno. Tuvo la suerte de venir hasta mí. No sé si él que me recomendó fue un amigo o un enemigo. No importa ahora. Lo hecho, hecho esta. Y yo a este gordo me lo eché hasta el fondo de la alcantarilla. Me hablo de su vida, de su esposa y de sus socios. Mi trabajo en cierto punto consiste en escuchar. Y yo lo escuche. Todo el tiempo. Debo admitir que yo conocía la historia. Es más, conozco íntimamente a la esposa. Yo soy su amante. Tal vez yo era al que estaba buscando el gordo. Pero yo sé que no era así. Yo soy solo un amante de muchos. – Me dijo mientras le daba un largo sorbo a la copa. Yo, sin que me lo pida, le rellene la copa y me senté cerca suyo con la botella en la mano. – El gordo, dudaba de su socio. El gordo y el socio tienen un negocio de apuestas. El flaco las levanta, el gordo las paga. Más o menos así funciona. No son pesados, pero llegaron a amasar una gran cantidad de dinero que están invirtiendo en negocios honestos. No sé realmente si el flaco se acuesta con la esposa del gordo. Yo creo que sí. Ese mismo día, luego que fuimos a comer. Fui a mi casa. Me senté en la máquina de escribir. Empecé a narrar todo lo que había pasado, desde la entrada del gordo, en primera persona. Luego, me quede varios días encerrado a la noche escribiendo esta historia. Fui creando giros e intrigas. Fui investigando en la ficción, escribiéndolo en esta “novela”. Debo admitir también que me cree como “personaje”. Así fui desenredando el misterio y los otros misterios que se me iban presentado en la trama. Es así. Dormía durante los días, vos lo sabes, en el sillón de pana rojo, y durante la noche, escribía a máquina la historia. Creo que mi trabajo, el ser detective privado, es saber crear las historias para luego comprobar si esas historias que nos creamos son ciertas o no. Yo, en mi nueva forma de investigación, corté la segunda parte del método. Cree mi nuevo método. El “método inglés”. Es más sencillo. Mientras escribía la historia, la que le conté hoy al gordo, se me ocurrió llevársela a un amigo editor. A este le fascinó, tanto que me va publicar el libro. Pero tengo una duda, cariño ¿Debo escribir mi final o esperar a ver que sucede en la vida real?



Domingo 25 de Mayo de 2008

3 comentarios:

Julia S. dijo...

Recordé que me había gustado.
¿Y no te parece que, realmente, en un año y pico estás redactando tanto mejor?

Me pareció.
O es porque te amo, quién sabe.

Luna dijo...

Una ambientación muy nouvelle noire. Me recordó mucho al "The Maltese Falcon".

Besos

Cloe dijo...

Una fórmula perfecta:
Detective fracasado + oficina sórdida + amores clandestinos + chica buena enamorada
Y lo que resultó es muy bueno

Abrazo