Le dije: “Dentro de cinco horas te veo”. Entonces tengo que hacer tiempo, tengo que esperar cinco horas para llegar a la hora en que ella está. Las cosas no son fáciles, uno tiene que esperar solo. Quizá con un cigarrillo, con una botella mirando el vacío, sabiendo que ahí no hay nada más que sólo espera.
Tal vez por eso, al momento en que ella salió, yo me quedé en casa mirando. Así fue como surge todo. Ya que me siento en la computadora y me pongo a escribir. Y miro la página en blanco. Busco en ella algo que me diga, algo para poder escribir, alguna historia qué contar, algo. Pero en la página en blanco no veo nada. Sé que no es irónico, ya que el blanco es la ausencia de color. El blanco nunca puede ser la esperanza, ya que en el blanco no hay nada. Busco en la página algo, una historia, un momento, algo qué contar, pero no hay nada allí.
Pero así como así, sin que me diera cuenta que la página en blanco dejó de serlo, estoy escribiendo. Y sé que estoy escribiendo sobre la página en blanco, ya que no hay nada más que escribir que sobre eso. Y luego el síndrome de la página en blanco desaparece pero sólo por su propio peso. Porque el blanco fue nutrido de otras cosas, de caracteres negros que la manchan.
Pero no hay historia sobre el síndrome. A veces el escritor (Sea profesional o no) se sienta en su silla y mira el vacío, sabiendo que está todo allí, un mundo de posibilidades infinitas que se abre. Puede escribir sobre el espacio (Que es otra forma de vacío), sobre el infinito (que es otra forma de vacío) o sobre el vacío mismo. Y ahí está, sentado, esperando pasar el tiempo escribiendo algo, porque necesita hacer tiempo para llegar a la hora en que ella está viviendo. Cinco horas en el futuro.
Cuento las horas y me doy cuenta que todavía falta un largo trecho para llegar a verla. Un largo tiempo de cinco horas que nos separa. Es horrible estar viviendo en cinco horas de diferencia. Mientras ella está allá, cinco horas en el futuro, esperándome, yo estoy aquí sentado en este presente con una página en blanco que ya no es.
Aunque sustancialmente la página sigue estando en blanco porque no hay nada realmente valido allí, entonces pienso que quizá deba borrar todo lo que tengo escrito volviendo a la posibilidad del principio, que era la absoluta disparidad de futuros.
Acá ya hay algo elegido, pero fue elegido por una fuerza mucho más aleatoria que la lógica que dicta los movimientos del escritor, una espera de cinco horas que se mueven aleatoriamente. Y cuando no puede escribir, un escritor se para, enciende un cigarrillo, de cualquier marca que encienda, si es que fuma. Tal vez ese escritor gusta más de la bebida, entonces va al gabinete de madera de su oficina y lo abre, encontrando allí todos los jarabes que le abren la imaginación. En el éter va encontrando la inspiración que lo puede llegar a matar a esa hoja vacía que tiene abierta. Tal vez se le ocurre un inspector que está esperando en su auto mirando un edificio más allá en el camino, inspeccionando los movimientos de la gente que lo rodea, rememorando un pasado donde le pasaron el dato de a quién tiene que esperar y de cómo lo encontraron. O puede ser alguien que camine por un campo encontrando pasados que se huelen en el aire que respira, un aire con una mezcla de vegetación y pólvora. Pero quizá no encuentre historia y salga a forjar su historia en la noche (Porque este tipo de escritores escribe de noche).
Hay otro tipo que mira el cursor que titila y se mata pensando en que algo tiene que escribir porque sino se siente un inútil y ahí empieza a escribir sobre algo que le pasa. Tal vez tiene que encontrarse con su mujer en unas cinco horas en el futuro y piensa que puede aprovechar el tiempo para escribir, para ganarse el mango. Pero el blanco lo asusta y también lo asusta cuando escribe pero lo hace mal.
La absoluta posibilidad de la página en blanco se abre para todos los que se sienten ante ella. Y de ahí pueden salir las más maravillosas cosas o las peores. Siempre algunos encuentran algo en la nada. Yo siempre me pregunto cómo lo hacen, ya que si allí no hay nada como pueden encontrar algo. Evidentemente no puedo. Porque acá no hay nada.
Tengo a ella que me espera en un futuro de cinco horas, porque ella está viviendo antes que yo. Y acá me tengo a mí mirando una página en blanco que en realidad desde hace un tiempo ya no lo es. Tal vez tendría que borrarlo todo y volver a empezar, para tener otra vez la página en blanco y poder empezar a escribir algo. Un cuento.
Se me había ocurrido un cuento el otro día. Había un poeta que se sentaba en un bar, y miraba a una mujer. La mujer comía con otro hombre y otra mujer. Estaban en una fonda muy lejos del norte de la ciudad. Más bien al sur, aunque no era lo que se llamaba el sur. Más bien debería ser el centro, pero el centro de la ciudad está en el norte. La mujer comía pastas rellenas y el poeta tomaba algo. O tomará ya que como eso no ha sido escrito tal vez todavía no ha pasado. El poeta intentará crear un poema para ganar a la mujer con sus versos. Intentando escribir el mejor poeta que su lengua le haya dado. Intentará hacer eso. Pero tampoco sabe realmente si lo quiere hacer. Porque está tomando algo, con un montón de cuartillas en blanco sobre la mesa, mirándolas. No le dicen nada, como a mí ahora. No le dirán nada o no le dijeron nada. Me pierdo con los tiempos, porque esa historia todavía no tiene tiempo. Al final, el poeta, con su musa comiendo un flan y riendo, puede encontrar ciertas palabras que lo inspiran. Quiebra el blanco, quiebra el vacío con un gran poema, aunque no sabe si es genial o no. Pero uno siempre sabe si lo que hizo es genial, porque si la palabra escrita se acerca a lo que uno ve, eso es genial. Por lo menos por un rato hasta que uno no lo relee y se da cuenta que hay que corregir todo. Pero el poeta tiene la cuartilla escrita con su pluma en la mano y se para, o paró, o parará y va (De nuevo todos los verbos, aunque también podría ser el potencial) hacia la mujer a la que interrumpiéndola con una cucharada de dulce de leche en la cuchara. Sin mediar nada, se la lee. Con la mayor expresividad que tiene. La mujer lo mira, las otras personas de la mesa también. Hasta el mozo paró en seco para escuchar las palabras mágicas salidas de su pluma. Esas hermosas palabras castellanas que la llenan de un épicismo a la figura mítica de la mujer que comía pastas y ahora flan. La mujer es checa, y no entiende nada. El poeta la mira desde donde está y se da cuenta de eso. O no, se da cuenta que le entendió nada, no se da cuenta que es checa porque el poeta no habla checo, y ese idioma le resulta tan cacofónico como todos los demás de Europa oriental.
Así terminaba el relato, con que todo era relativo. Pero ahí, entre todo eso, falta algo. Yo no soy poeta, y nunca podría escribir algo así. Pienso, ahora, que puedo escribir la historia sin escribir el poema, pero a mí me gustaría hacerlo. Entonces no escribo ese cuento, pero sé que de alguna manera ya lo escribí. Y así quebré algo del vacío que tenían esos actores y crecieron un poco. Aunque de una manera muy lateral. Sólo porque miro el reloj y me doy cuenta que me faltan cinco horas para verlas y la página tiene algo de vacía.
Al rato, cuando pienso en cómo debe seguir todo esto, me doy cuenta que el síndrome de la página en blanco es el más estúpido de los miedos. Allí está todo. Se puede hacer cualquier cosa con ello. Pero cuando uno ya tiene algo escrito, empieza la segunda parte de ese síndrome, empieza el síncope de la página llena.
Es mucho más interesante el síncope de la página llena que el síndrome de la página vacía. Porque allí es dónde se ve la destreza. Muchas veces el escritor se sienta sobre su escrito, se siente Dios y se encuentra dios. Y allí se da cuenta que no recuerda nada de lo que escribió, no tiene idea porque ha perdido repentinamente el conocimiento y la sensibilidad de su narración. Y ahí todo se hace más difícil, porque hay que releer y buscarle una coherencia a los hechos anteriores, con el futuro que no tenés idea qué viene. Algo siempre viene.
Por eso creo que hay más inicios fallados que inicios no iniciados. Muchas veces el escritor se sienta delante de la página en blanco e inicia su periplo de escritura hasta un momento, cualquier que puede ser un corte o no, y se da cuenta que hay que recomenzar. En ese momento aparece el síncope, que es mucho más riesgoso que el de la página blanca, ya que ahí hay algo y a veces por vagancia o miedo, uno no borra sino que sigue por ese tortuoso camino intentando hacer que A termine en B (Aunque la literatura no necesariamente tiene que ir de esa letra a la otra). Ahí se desarrolla todo.
Todo eso es como el problema del empezar, el problema del continuar. Y yo miro el reloj que está sobre la ventana que muestra la noche. Ha pasado el tiempo, pero así como la página en blanco ya no es tal, me doy cuenta que puedo seguir escribiendo esto eternamente ya que ella está a cinco horas de distancia de mi horario pero estamos viviendo en paralelo. Ella está a cinco horas en mi futuro, pero ella está en su presente.
Me doy cuenta que además ella está lejos y cuando yo llego a su horario, que en este momento es el horario que tenía cuando empecé todo este, ella ya se encuentra cinco horas en el futuro. Todo esfuerzo es fútil porque en este lugar yo no puedo revertir esas horas esperándola, ni ella tampoco. Uno de los dos se tiene que buscar para que nos encontremos en la misma hora.
Y hay que hacer miles de kilómetros para eso. Entonces decido que voy a seguir esperando cinco horas porque en algún momento sus cinco horas se irán diluyendo entre los meridianos y nos acercaremos, allí yo la estaré esperando en su viaje de regreso de las cinco horas que ella está en el futuro, en su viaje al pasado. Yo la veré y la encontraré. Yo no perdí cinco horas en ningún momento, pero mientras ella vuelve, ella recupera las cinco horas en que yo la estoy mirando ahora.
Tal vez por eso, al momento en que ella salió, yo me quedé en casa mirando. Así fue como surge todo. Ya que me siento en la computadora y me pongo a escribir. Y miro la página en blanco. Busco en ella algo que me diga, algo para poder escribir, alguna historia qué contar, algo. Pero en la página en blanco no veo nada. Sé que no es irónico, ya que el blanco es la ausencia de color. El blanco nunca puede ser la esperanza, ya que en el blanco no hay nada. Busco en la página algo, una historia, un momento, algo qué contar, pero no hay nada allí.
Pero así como así, sin que me diera cuenta que la página en blanco dejó de serlo, estoy escribiendo. Y sé que estoy escribiendo sobre la página en blanco, ya que no hay nada más que escribir que sobre eso. Y luego el síndrome de la página en blanco desaparece pero sólo por su propio peso. Porque el blanco fue nutrido de otras cosas, de caracteres negros que la manchan.
Pero no hay historia sobre el síndrome. A veces el escritor (Sea profesional o no) se sienta en su silla y mira el vacío, sabiendo que está todo allí, un mundo de posibilidades infinitas que se abre. Puede escribir sobre el espacio (Que es otra forma de vacío), sobre el infinito (que es otra forma de vacío) o sobre el vacío mismo. Y ahí está, sentado, esperando pasar el tiempo escribiendo algo, porque necesita hacer tiempo para llegar a la hora en que ella está viviendo. Cinco horas en el futuro.
Cuento las horas y me doy cuenta que todavía falta un largo trecho para llegar a verla. Un largo tiempo de cinco horas que nos separa. Es horrible estar viviendo en cinco horas de diferencia. Mientras ella está allá, cinco horas en el futuro, esperándome, yo estoy aquí sentado en este presente con una página en blanco que ya no es.
Aunque sustancialmente la página sigue estando en blanco porque no hay nada realmente valido allí, entonces pienso que quizá deba borrar todo lo que tengo escrito volviendo a la posibilidad del principio, que era la absoluta disparidad de futuros.
Acá ya hay algo elegido, pero fue elegido por una fuerza mucho más aleatoria que la lógica que dicta los movimientos del escritor, una espera de cinco horas que se mueven aleatoriamente. Y cuando no puede escribir, un escritor se para, enciende un cigarrillo, de cualquier marca que encienda, si es que fuma. Tal vez ese escritor gusta más de la bebida, entonces va al gabinete de madera de su oficina y lo abre, encontrando allí todos los jarabes que le abren la imaginación. En el éter va encontrando la inspiración que lo puede llegar a matar a esa hoja vacía que tiene abierta. Tal vez se le ocurre un inspector que está esperando en su auto mirando un edificio más allá en el camino, inspeccionando los movimientos de la gente que lo rodea, rememorando un pasado donde le pasaron el dato de a quién tiene que esperar y de cómo lo encontraron. O puede ser alguien que camine por un campo encontrando pasados que se huelen en el aire que respira, un aire con una mezcla de vegetación y pólvora. Pero quizá no encuentre historia y salga a forjar su historia en la noche (Porque este tipo de escritores escribe de noche).
Hay otro tipo que mira el cursor que titila y se mata pensando en que algo tiene que escribir porque sino se siente un inútil y ahí empieza a escribir sobre algo que le pasa. Tal vez tiene que encontrarse con su mujer en unas cinco horas en el futuro y piensa que puede aprovechar el tiempo para escribir, para ganarse el mango. Pero el blanco lo asusta y también lo asusta cuando escribe pero lo hace mal.
La absoluta posibilidad de la página en blanco se abre para todos los que se sienten ante ella. Y de ahí pueden salir las más maravillosas cosas o las peores. Siempre algunos encuentran algo en la nada. Yo siempre me pregunto cómo lo hacen, ya que si allí no hay nada como pueden encontrar algo. Evidentemente no puedo. Porque acá no hay nada.
Tengo a ella que me espera en un futuro de cinco horas, porque ella está viviendo antes que yo. Y acá me tengo a mí mirando una página en blanco que en realidad desde hace un tiempo ya no lo es. Tal vez tendría que borrarlo todo y volver a empezar, para tener otra vez la página en blanco y poder empezar a escribir algo. Un cuento.
Se me había ocurrido un cuento el otro día. Había un poeta que se sentaba en un bar, y miraba a una mujer. La mujer comía con otro hombre y otra mujer. Estaban en una fonda muy lejos del norte de la ciudad. Más bien al sur, aunque no era lo que se llamaba el sur. Más bien debería ser el centro, pero el centro de la ciudad está en el norte. La mujer comía pastas rellenas y el poeta tomaba algo. O tomará ya que como eso no ha sido escrito tal vez todavía no ha pasado. El poeta intentará crear un poema para ganar a la mujer con sus versos. Intentando escribir el mejor poeta que su lengua le haya dado. Intentará hacer eso. Pero tampoco sabe realmente si lo quiere hacer. Porque está tomando algo, con un montón de cuartillas en blanco sobre la mesa, mirándolas. No le dicen nada, como a mí ahora. No le dirán nada o no le dijeron nada. Me pierdo con los tiempos, porque esa historia todavía no tiene tiempo. Al final, el poeta, con su musa comiendo un flan y riendo, puede encontrar ciertas palabras que lo inspiran. Quiebra el blanco, quiebra el vacío con un gran poema, aunque no sabe si es genial o no. Pero uno siempre sabe si lo que hizo es genial, porque si la palabra escrita se acerca a lo que uno ve, eso es genial. Por lo menos por un rato hasta que uno no lo relee y se da cuenta que hay que corregir todo. Pero el poeta tiene la cuartilla escrita con su pluma en la mano y se para, o paró, o parará y va (De nuevo todos los verbos, aunque también podría ser el potencial) hacia la mujer a la que interrumpiéndola con una cucharada de dulce de leche en la cuchara. Sin mediar nada, se la lee. Con la mayor expresividad que tiene. La mujer lo mira, las otras personas de la mesa también. Hasta el mozo paró en seco para escuchar las palabras mágicas salidas de su pluma. Esas hermosas palabras castellanas que la llenan de un épicismo a la figura mítica de la mujer que comía pastas y ahora flan. La mujer es checa, y no entiende nada. El poeta la mira desde donde está y se da cuenta de eso. O no, se da cuenta que le entendió nada, no se da cuenta que es checa porque el poeta no habla checo, y ese idioma le resulta tan cacofónico como todos los demás de Europa oriental.
Así terminaba el relato, con que todo era relativo. Pero ahí, entre todo eso, falta algo. Yo no soy poeta, y nunca podría escribir algo así. Pienso, ahora, que puedo escribir la historia sin escribir el poema, pero a mí me gustaría hacerlo. Entonces no escribo ese cuento, pero sé que de alguna manera ya lo escribí. Y así quebré algo del vacío que tenían esos actores y crecieron un poco. Aunque de una manera muy lateral. Sólo porque miro el reloj y me doy cuenta que me faltan cinco horas para verlas y la página tiene algo de vacía.
Al rato, cuando pienso en cómo debe seguir todo esto, me doy cuenta que el síndrome de la página en blanco es el más estúpido de los miedos. Allí está todo. Se puede hacer cualquier cosa con ello. Pero cuando uno ya tiene algo escrito, empieza la segunda parte de ese síndrome, empieza el síncope de la página llena.
Es mucho más interesante el síncope de la página llena que el síndrome de la página vacía. Porque allí es dónde se ve la destreza. Muchas veces el escritor se sienta sobre su escrito, se siente Dios y se encuentra dios. Y allí se da cuenta que no recuerda nada de lo que escribió, no tiene idea porque ha perdido repentinamente el conocimiento y la sensibilidad de su narración. Y ahí todo se hace más difícil, porque hay que releer y buscarle una coherencia a los hechos anteriores, con el futuro que no tenés idea qué viene. Algo siempre viene.
Por eso creo que hay más inicios fallados que inicios no iniciados. Muchas veces el escritor se sienta delante de la página en blanco e inicia su periplo de escritura hasta un momento, cualquier que puede ser un corte o no, y se da cuenta que hay que recomenzar. En ese momento aparece el síncope, que es mucho más riesgoso que el de la página blanca, ya que ahí hay algo y a veces por vagancia o miedo, uno no borra sino que sigue por ese tortuoso camino intentando hacer que A termine en B (Aunque la literatura no necesariamente tiene que ir de esa letra a la otra). Ahí se desarrolla todo.
Todo eso es como el problema del empezar, el problema del continuar. Y yo miro el reloj que está sobre la ventana que muestra la noche. Ha pasado el tiempo, pero así como la página en blanco ya no es tal, me doy cuenta que puedo seguir escribiendo esto eternamente ya que ella está a cinco horas de distancia de mi horario pero estamos viviendo en paralelo. Ella está a cinco horas en mi futuro, pero ella está en su presente.
Me doy cuenta que además ella está lejos y cuando yo llego a su horario, que en este momento es el horario que tenía cuando empecé todo este, ella ya se encuentra cinco horas en el futuro. Todo esfuerzo es fútil porque en este lugar yo no puedo revertir esas horas esperándola, ni ella tampoco. Uno de los dos se tiene que buscar para que nos encontremos en la misma hora.
Y hay que hacer miles de kilómetros para eso. Entonces decido que voy a seguir esperando cinco horas porque en algún momento sus cinco horas se irán diluyendo entre los meridianos y nos acercaremos, allí yo la estaré esperando en su viaje de regreso de las cinco horas que ella está en el futuro, en su viaje al pasado. Yo la veré y la encontraré. Yo no perdí cinco horas en ningún momento, pero mientras ella vuelve, ella recupera las cinco horas en que yo la estoy mirando ahora.
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