“Nunca vas a poder dejar de escribir” le dijo alguna vez perdida entre medio de todos sus recuerdos que afloraba en ese momento que él, Tomas Mancuria, ve el cajón donde está. Por algún momento piensa en que no está en ese cajón, que nunca estuvo en el ataúd, que lo que está ahí es algo que fue su mentor. Pero ese que está ahí, con los ojos cerrados y en una aparente posición apacible no es la persona a la que él amaba y respetaba. Luego, al instante piensa en el porqué al hablar de los muertos, en cosas que siguen más allá de la muerte usa un pasado que es mentiroso, ya que él – llegado el caso – todavía lo ama y lo respeta. Pero vuelve al pensamiento inicial intentando recordar el momento, el fraseo, el acento utilizado en ese momento, en el que su maestro le decía que el nunca iba a poder dejar de escribir. También intenta recordar qué era lo que lo había llevado a decir que él nunca más iba a escribir, o volver a escribir.
Sus recuerdos se mezclan con todas las emociones. Por más que hacía mucho tiempo que no lo veía y que en los últimos años se habían distanciado, tal vez demasiado, por una discusión literaria que habían tenido, él lo seguía respetando y cada tanto pensaba en su maestro con las mejores intenciones.
En ese momento se acerca entre la multitud de dolientes que lloran y acongojados hablan en voz baja para no molestar a los deudos y deudores de sus historias. Tomas Mancuria intenta ver en esas personas la inspiración para tantas historias familiares que su mentor había contado en cuentos y novelas. Pero no veía a nadie que pudiera pensar que fuese alguno de sus personajes. Todos parecían tan reales, tan personas, sin ningún dejo de genialidad, no había luz en todas esas personas como si la había en los personajes. Eran tan ordinarios que por algún instante piensa que la ordinariez se le iba a impregnar a la ropa de luto y que iba a tener que quemarla una vez que vuelva a la reconfortante “Villa Grampa”, su casa, su castillo, su escondite.
Cuando una última persona salió de los pies de su mentor, él se acerca con la mirada puesta en su corbata hecha por otra persona, en sus manos en una posición en la que nunca las había visto y en sus ojos cerrados, así como la boca. Deja caer alguna lágrima en la soledad de la sala oscura y solitaria. La noche entra por un tragaluz abierto que deja entrar el viento frío a la sala húmeda. Lo mira a la cara y piensa en todo lo que vivieron juntos.
Y tuvo razón, nunca Tomas Mancuria pudo dejar de escribir. Aunque sí pudo dejar de publicar, y así se trasformó en un mito viviente de la literatura trivial que escribía, que todavía escribe. Alguna vez él le dijo a su mentor que la literatura que escribía era literatura tribal, siempre sobre las mismas cosas, siempre sobre las mismas cosas, siempre en el mismo lugar. Y su maestro se rió largamente, hasta que termino tosiendo fuertemente.
Intenta recordar cuál fue la primera vez que lo vio. Sabe que la primera vez fue en la calle Cramer, cuando Tomas Mancuria iba para un tugurio cerca de las vías en la calle Amenabar. Se cruzaron en una esquina y él lo miró, aunque su mentor ni se percató que él hubiera estado allí. Cambió radicalmente el curso y dejo esperando a la señorita que lo esperaba y siguió al autor publicado, que había reconocido de las solapas de los libros que él leía en la biblioteca Mentruyt. Lo persiguió como un detective persigue a un asesino, buscaba pistas en el camino, pero el algún momento, en alguna vuelta de la esquina lo perdió. Misteriosamente casi como había aparecido se había evaporado con una ráfaga de viento huracanado invernal.
Aunque también sabía que esa no era verdaderamente la primera vez que se habían encontrado. La primera vez que se habían visto había sido en los anaqueles de la vieja estantería donde su tío lejano guardaba todos los libros que había leído. Las letras barrocas negras en fondo blanco le habían llamado la atención, había leído el nombre del libro – que en ese momento no sabía si era novela, cuentos, filosofía o crónicas criminales que tanto le gustaban a su tío y que cuando le dejó su biblioteca como herencia leyó vorazmente – el cual era: Anclaje. El joven Tomas Mancuria intuyó que el libro era del estilo de aventuras al estilo Moby Dick que tanto había leído y releído en esa época de su vida. Lo sacó del anaquel y se lo ajustó a su cuerpo por debajo del pantalón y lo camufló lo mejor que pudo con su camisa blanca veraniega. Su tío no dijo nada, aunque tiempo después supo que lo había visto hacer todo eso desde la puerta y desaparecer cuando se acomodaba la camisa blanca de mangas cortas. Esa misma noche empezó a leerlo y se sorprendió por la prosa que le hablaba solo a él, que le susurraba con palabras que necesitaba escuchar. Ese fue el momento que supo que quería escribir. Desde ese momento, desde ese día, desde esa lectura él hizo todo en pos de conseguir ese objetivo.
Anclaje le dio un motivo en la vida. Y todas las demás novelas y libros de cuentos que había leído de su mentor lo habían llenado de desesperanza al pensar que él nunca podría escribir ni tan bien ni contar las historias que su mentor contaba. Y en ese momento Tomas Mancuria lo ve con las manos cruzadas sobre su pecho, sosteniendo una flor solitaria que tiene la leyenda: “Tus bisnietos”. Y lo mira y escucha el susurro de la palabra que quizás en otro contexto podrían haber sido un cuento o una novela. Y piensa en cuánto había aprendido de sus novelas cuando le había hablado sobre su familia en tantos café compartidos y en tantas charlas trasnochadas con ginebra en el Bar de la esquina que no existe más.
En ese lugar que ahora es sólo un galpón vacío cerca de la estación fue donde por primera vez hablaron. Lo vio tan de cerca que pensó que aquella vez que lo había visto por la calle y había desaparecido como en un acto de magia había sido producto de su imaginación. Y tal vez lo fue. Por lo menos a la larga fue un cuento, una ficción que hizo que ganará un premio municipal que fue su primer gran momento con las letras y, aunque estaba seguro que el cuento era mediocre y que pesado contra alguno de los cuentos del escritor de Anclaje no era nada, por lo menos sintió una gran esperanza de poder llegar a algún lado y de poder algún día dedicarse sólo a escribir, como más tarde, mucho más tarde, logró. Pero él entrando en el bar, sentándose en una mesa del fondo, lejos del murmullo, sentarse debajo de la ventana que daba a la calle donde paraban los colectivos, que alguien de otra mesa lo llamara y le presentara a su admirado escritor favorito – en ese momento, luego mentor – lo llenó de emoción y se quedó pensando largamente en el destino y las coincidencias, cuestiones que siempre estuvieron por detrás – nunca explicitas – en la literatura del autor de Anclaje. Ese momento esta pegado en su memoria, él parándose, caminando torpemente hasta la mesa de donde estaban sentados varias personas, sorprendiéndose que allí estuviera su adorado escritor. Y él se quedó toda el resto de la tarde sin escribir y toda la noche hablando con ese señor tan fascinante que ahora contemplaba más viejo y muerto delante suyo.
Esa noche aprendió más de literatura que lo que había aprendido de todos los libros que había leído y de todas las críticas que había estudiado. Por momentos pensaba que todo lo que sabía era irrelevante, hasta que su mentor se quedaba pensando sobre algo que le había dicho y asentía levemente. Siempre con una copa en la mano esa charla se extendió hasta la madrugada. Esa vez supo que a él le gustaba escribir a la mañana, cuando al principio la gente dormía y él levantaba a sus demonios y fantasmas de las tumbas y escondites donde los tenía durante el día. Trabajaba en un banco, era algo de cooperativas, gerente o algo así, viajaba mucho y conocía a mucha gente. La gente no sabía a quién tenía enfrente ya que sus libros – aunque geniales – nunca le gustaron ni a la crítica ni al público lector. Sólo un pequeño grupo de iniciados conocía sobre sus libros, y él de casualidad había sido uno de ellos.
Las tardes pasaban y los minutos pasan por su cara, mientras empieza a llover afuera. Siempre pensó que la lluvia era muy literaria y, en un análisis que había hecho, las cosas más importantes en las novelas de su mentor, pasaban con lluvia. Y a veces cuando no pasaba nada sólo pasaba la lluvia que caía. La mejor descripción de las gotas de lluvia eran de su mentor. Los mejores chaparrones había caído en sus paginas y los habían mojado sólo a sus pocos lectores. Y un trueno. Con un relámpago. El pasado que se hace eco en ese lugar.
El pasado que era eco de cualquier velatorio. Por algún instante tuvo un ataque de ira que la familia haya decidido que lo velaran. Tanto que lo enterraran y no lo quemaran como él quería. Wilmar había sido él que le había dicho que había muerto, Tomas Mancuria no se había enterado. Estaba esperando en un café a que llegara su sobrina, y Wilmar – que él sabía que era amigo de Mariano Sputnik, un querido alumno y amigo – se acercó a él y le comentó todo. Con desparpajo le dio la noticia, y él actuó como si supiera y le agradeció que le haya dicho eso. Sin que llegara el café o su sobrina, se paró sin pagar y salió al aire puro de la ciudad y caminó hasta el primer puesto de diarios. Los compró todos y los leyó pero en ninguna página decía nada sobre el fallecimiento de su maestro. Nada. Ni una letra. Nada. Hacía un tiempo corto la crítica lo había puesto de moda y luego lo había vuelto a olvidar, en un tiempo lo había buscado más que por su obra por su conocimiento de la obra de su maestro – que él había intentando revitalizar el debate. Pero ahora moría olvidado y las únicas personas que le mandaban arreglos florales eran los familiares y los nunca bien ponderados compañeros de trabajo, los del banco o cooperativas.
Lo mira tranquilo en soledad mientras una persona. Un jovencito se acerca y pone las manos sobre el cajón. Sobre el lugar donde están sus pies. Lo mira a Tomas Mancuria. Y él lo mira. El niño le pregunta de dónde conocía a su abuelo. Él le dice que su abuelo era su maestro, que le enseñó sobre la vida y la escritura. El niño le dice que no sabía que su abuelo escribía. Y una lagrima rueda por su mejilla. El chico rubio y de unos doce años mira el piso. Y se va. Como vino. Como había desaparecido su abuelo en un día invernal. Tal vez, piensa, ni siquiera haya existido el niño y sea una ficción mía. Me estaré volviendo esquizofrénico.
La oscuridad lo lleva a una noche, cuando él estaba en su viejo departamento, estaba a oscuras, la luz se había ido en esa tarde y afuera nadie podía caminar por el toque de queda. Los disparos sonaban y las sirenas cada tanto aullaban como lobos que traen el miedo nocturno. Nadie se sentía seguro. Y él en esa buhardilla vivía y escribía, aunque sólo había podido publicar una novela en ese tiempo, escribía cosas por la mitad y las dejaba. Nunca estuvo bloqueado, pero no podía terminar nada. En el piso tenía muchas hojas de algo, algo que veía pero no llegaba a cerrar. Y en la noche la puerta se abrió y entró su mentor, prendió un velador y los ojos no pudieron contener el destello de la flagrante luz. Sobreviviendo a pastillas pensó que su maestro era una alucinación, otra de las tantas que había tenido con él. Este se sentó en el sillón, mientras él con las pastillas en la mano y acuclillado en el piso lo miraba. Le dijo cosas, sobre todo y sobre nada. Le habló sobre él. Le contó cosas que él sabía. Sobre su nacimiento en Brasil, y su literatura sobre el sertón. Sus conocidos brasileros y amistades por correspondencia que todavía mantenía. Y le pidió que le leyeras las hojas en el piso en voz alta, y así fue cómo el libro, el libro que lo consagró y el que los terminó de separar porque Tomas Mancuria no necesitaba más un mentor y este necesitaba otro alumno, fue tomando forma. Ese libro donde la figura del narrador en primera persona de Anclado, vivía en otro siglo y otras latitudes otras historias que discurrían en paralelo a la anterior. Y cómo eso se mezclaba con las otras hojas que estaban en el piso que su maestro ordenó y dio forma. Su historia, la historia que contaba su vida y la narración de esa novela en clave. Ambas novelas respiraban el mismo aire, pero sólo una fue leída y sólo una fue consagrada.
Hasta que las pastillas lo internaron y perdió contacto con la realidad con un tiempo donde era necesario perder el contacto con la realidad. Un instituto donde pensó y repensó el dejar de escribir. Y allí lo vio por última vez, donde le dijo que él nunca iba a dejar de escribir. Y eso fue lo último que le dijo, ahora lo recordaba, mientras miraba la puerta donde los familiares cuchicheaban y ninguno había leído las novelas y cuentos suyos, los del finado mentor. En ese lugar, donde pudo dejar las pastillas y salió cuando todo se había calmado, luego de guerras sucias y guerras locas; Tomas Mancuria tomó la decisión de recluirse cuando su novela fue un boom de ventas y su mentor terminó siendo un personaje de ficción.
En eso piensa cuando sale de la pequeña habitación. Y piensa en eso cuando recuerda las palabras que le dijo la última vez que se vieron: “Eso que me contas, lo de las pastillas y las hojas, yo no lo hice. Y eso deberías escribirlo, aunque yo no te conozca ni vos a mí”.
Sus recuerdos se mezclan con todas las emociones. Por más que hacía mucho tiempo que no lo veía y que en los últimos años se habían distanciado, tal vez demasiado, por una discusión literaria que habían tenido, él lo seguía respetando y cada tanto pensaba en su maestro con las mejores intenciones.
En ese momento se acerca entre la multitud de dolientes que lloran y acongojados hablan en voz baja para no molestar a los deudos y deudores de sus historias. Tomas Mancuria intenta ver en esas personas la inspiración para tantas historias familiares que su mentor había contado en cuentos y novelas. Pero no veía a nadie que pudiera pensar que fuese alguno de sus personajes. Todos parecían tan reales, tan personas, sin ningún dejo de genialidad, no había luz en todas esas personas como si la había en los personajes. Eran tan ordinarios que por algún instante piensa que la ordinariez se le iba a impregnar a la ropa de luto y que iba a tener que quemarla una vez que vuelva a la reconfortante “Villa Grampa”, su casa, su castillo, su escondite.
Cuando una última persona salió de los pies de su mentor, él se acerca con la mirada puesta en su corbata hecha por otra persona, en sus manos en una posición en la que nunca las había visto y en sus ojos cerrados, así como la boca. Deja caer alguna lágrima en la soledad de la sala oscura y solitaria. La noche entra por un tragaluz abierto que deja entrar el viento frío a la sala húmeda. Lo mira a la cara y piensa en todo lo que vivieron juntos.
Y tuvo razón, nunca Tomas Mancuria pudo dejar de escribir. Aunque sí pudo dejar de publicar, y así se trasformó en un mito viviente de la literatura trivial que escribía, que todavía escribe. Alguna vez él le dijo a su mentor que la literatura que escribía era literatura tribal, siempre sobre las mismas cosas, siempre sobre las mismas cosas, siempre en el mismo lugar. Y su maestro se rió largamente, hasta que termino tosiendo fuertemente.
Intenta recordar cuál fue la primera vez que lo vio. Sabe que la primera vez fue en la calle Cramer, cuando Tomas Mancuria iba para un tugurio cerca de las vías en la calle Amenabar. Se cruzaron en una esquina y él lo miró, aunque su mentor ni se percató que él hubiera estado allí. Cambió radicalmente el curso y dejo esperando a la señorita que lo esperaba y siguió al autor publicado, que había reconocido de las solapas de los libros que él leía en la biblioteca Mentruyt. Lo persiguió como un detective persigue a un asesino, buscaba pistas en el camino, pero el algún momento, en alguna vuelta de la esquina lo perdió. Misteriosamente casi como había aparecido se había evaporado con una ráfaga de viento huracanado invernal.
Aunque también sabía que esa no era verdaderamente la primera vez que se habían encontrado. La primera vez que se habían visto había sido en los anaqueles de la vieja estantería donde su tío lejano guardaba todos los libros que había leído. Las letras barrocas negras en fondo blanco le habían llamado la atención, había leído el nombre del libro – que en ese momento no sabía si era novela, cuentos, filosofía o crónicas criminales que tanto le gustaban a su tío y que cuando le dejó su biblioteca como herencia leyó vorazmente – el cual era: Anclaje. El joven Tomas Mancuria intuyó que el libro era del estilo de aventuras al estilo Moby Dick que tanto había leído y releído en esa época de su vida. Lo sacó del anaquel y se lo ajustó a su cuerpo por debajo del pantalón y lo camufló lo mejor que pudo con su camisa blanca veraniega. Su tío no dijo nada, aunque tiempo después supo que lo había visto hacer todo eso desde la puerta y desaparecer cuando se acomodaba la camisa blanca de mangas cortas. Esa misma noche empezó a leerlo y se sorprendió por la prosa que le hablaba solo a él, que le susurraba con palabras que necesitaba escuchar. Ese fue el momento que supo que quería escribir. Desde ese momento, desde ese día, desde esa lectura él hizo todo en pos de conseguir ese objetivo.
Anclaje le dio un motivo en la vida. Y todas las demás novelas y libros de cuentos que había leído de su mentor lo habían llenado de desesperanza al pensar que él nunca podría escribir ni tan bien ni contar las historias que su mentor contaba. Y en ese momento Tomas Mancuria lo ve con las manos cruzadas sobre su pecho, sosteniendo una flor solitaria que tiene la leyenda: “Tus bisnietos”. Y lo mira y escucha el susurro de la palabra que quizás en otro contexto podrían haber sido un cuento o una novela. Y piensa en cuánto había aprendido de sus novelas cuando le había hablado sobre su familia en tantos café compartidos y en tantas charlas trasnochadas con ginebra en el Bar de la esquina que no existe más.
En ese lugar que ahora es sólo un galpón vacío cerca de la estación fue donde por primera vez hablaron. Lo vio tan de cerca que pensó que aquella vez que lo había visto por la calle y había desaparecido como en un acto de magia había sido producto de su imaginación. Y tal vez lo fue. Por lo menos a la larga fue un cuento, una ficción que hizo que ganará un premio municipal que fue su primer gran momento con las letras y, aunque estaba seguro que el cuento era mediocre y que pesado contra alguno de los cuentos del escritor de Anclaje no era nada, por lo menos sintió una gran esperanza de poder llegar a algún lado y de poder algún día dedicarse sólo a escribir, como más tarde, mucho más tarde, logró. Pero él entrando en el bar, sentándose en una mesa del fondo, lejos del murmullo, sentarse debajo de la ventana que daba a la calle donde paraban los colectivos, que alguien de otra mesa lo llamara y le presentara a su admirado escritor favorito – en ese momento, luego mentor – lo llenó de emoción y se quedó pensando largamente en el destino y las coincidencias, cuestiones que siempre estuvieron por detrás – nunca explicitas – en la literatura del autor de Anclaje. Ese momento esta pegado en su memoria, él parándose, caminando torpemente hasta la mesa de donde estaban sentados varias personas, sorprendiéndose que allí estuviera su adorado escritor. Y él se quedó toda el resto de la tarde sin escribir y toda la noche hablando con ese señor tan fascinante que ahora contemplaba más viejo y muerto delante suyo.
Esa noche aprendió más de literatura que lo que había aprendido de todos los libros que había leído y de todas las críticas que había estudiado. Por momentos pensaba que todo lo que sabía era irrelevante, hasta que su mentor se quedaba pensando sobre algo que le había dicho y asentía levemente. Siempre con una copa en la mano esa charla se extendió hasta la madrugada. Esa vez supo que a él le gustaba escribir a la mañana, cuando al principio la gente dormía y él levantaba a sus demonios y fantasmas de las tumbas y escondites donde los tenía durante el día. Trabajaba en un banco, era algo de cooperativas, gerente o algo así, viajaba mucho y conocía a mucha gente. La gente no sabía a quién tenía enfrente ya que sus libros – aunque geniales – nunca le gustaron ni a la crítica ni al público lector. Sólo un pequeño grupo de iniciados conocía sobre sus libros, y él de casualidad había sido uno de ellos.
Las tardes pasaban y los minutos pasan por su cara, mientras empieza a llover afuera. Siempre pensó que la lluvia era muy literaria y, en un análisis que había hecho, las cosas más importantes en las novelas de su mentor, pasaban con lluvia. Y a veces cuando no pasaba nada sólo pasaba la lluvia que caía. La mejor descripción de las gotas de lluvia eran de su mentor. Los mejores chaparrones había caído en sus paginas y los habían mojado sólo a sus pocos lectores. Y un trueno. Con un relámpago. El pasado que se hace eco en ese lugar.
El pasado que era eco de cualquier velatorio. Por algún instante tuvo un ataque de ira que la familia haya decidido que lo velaran. Tanto que lo enterraran y no lo quemaran como él quería. Wilmar había sido él que le había dicho que había muerto, Tomas Mancuria no se había enterado. Estaba esperando en un café a que llegara su sobrina, y Wilmar – que él sabía que era amigo de Mariano Sputnik, un querido alumno y amigo – se acercó a él y le comentó todo. Con desparpajo le dio la noticia, y él actuó como si supiera y le agradeció que le haya dicho eso. Sin que llegara el café o su sobrina, se paró sin pagar y salió al aire puro de la ciudad y caminó hasta el primer puesto de diarios. Los compró todos y los leyó pero en ninguna página decía nada sobre el fallecimiento de su maestro. Nada. Ni una letra. Nada. Hacía un tiempo corto la crítica lo había puesto de moda y luego lo había vuelto a olvidar, en un tiempo lo había buscado más que por su obra por su conocimiento de la obra de su maestro – que él había intentando revitalizar el debate. Pero ahora moría olvidado y las únicas personas que le mandaban arreglos florales eran los familiares y los nunca bien ponderados compañeros de trabajo, los del banco o cooperativas.
Lo mira tranquilo en soledad mientras una persona. Un jovencito se acerca y pone las manos sobre el cajón. Sobre el lugar donde están sus pies. Lo mira a Tomas Mancuria. Y él lo mira. El niño le pregunta de dónde conocía a su abuelo. Él le dice que su abuelo era su maestro, que le enseñó sobre la vida y la escritura. El niño le dice que no sabía que su abuelo escribía. Y una lagrima rueda por su mejilla. El chico rubio y de unos doce años mira el piso. Y se va. Como vino. Como había desaparecido su abuelo en un día invernal. Tal vez, piensa, ni siquiera haya existido el niño y sea una ficción mía. Me estaré volviendo esquizofrénico.
La oscuridad lo lleva a una noche, cuando él estaba en su viejo departamento, estaba a oscuras, la luz se había ido en esa tarde y afuera nadie podía caminar por el toque de queda. Los disparos sonaban y las sirenas cada tanto aullaban como lobos que traen el miedo nocturno. Nadie se sentía seguro. Y él en esa buhardilla vivía y escribía, aunque sólo había podido publicar una novela en ese tiempo, escribía cosas por la mitad y las dejaba. Nunca estuvo bloqueado, pero no podía terminar nada. En el piso tenía muchas hojas de algo, algo que veía pero no llegaba a cerrar. Y en la noche la puerta se abrió y entró su mentor, prendió un velador y los ojos no pudieron contener el destello de la flagrante luz. Sobreviviendo a pastillas pensó que su maestro era una alucinación, otra de las tantas que había tenido con él. Este se sentó en el sillón, mientras él con las pastillas en la mano y acuclillado en el piso lo miraba. Le dijo cosas, sobre todo y sobre nada. Le habló sobre él. Le contó cosas que él sabía. Sobre su nacimiento en Brasil, y su literatura sobre el sertón. Sus conocidos brasileros y amistades por correspondencia que todavía mantenía. Y le pidió que le leyeras las hojas en el piso en voz alta, y así fue cómo el libro, el libro que lo consagró y el que los terminó de separar porque Tomas Mancuria no necesitaba más un mentor y este necesitaba otro alumno, fue tomando forma. Ese libro donde la figura del narrador en primera persona de Anclado, vivía en otro siglo y otras latitudes otras historias que discurrían en paralelo a la anterior. Y cómo eso se mezclaba con las otras hojas que estaban en el piso que su maestro ordenó y dio forma. Su historia, la historia que contaba su vida y la narración de esa novela en clave. Ambas novelas respiraban el mismo aire, pero sólo una fue leída y sólo una fue consagrada.
Hasta que las pastillas lo internaron y perdió contacto con la realidad con un tiempo donde era necesario perder el contacto con la realidad. Un instituto donde pensó y repensó el dejar de escribir. Y allí lo vio por última vez, donde le dijo que él nunca iba a dejar de escribir. Y eso fue lo último que le dijo, ahora lo recordaba, mientras miraba la puerta donde los familiares cuchicheaban y ninguno había leído las novelas y cuentos suyos, los del finado mentor. En ese lugar, donde pudo dejar las pastillas y salió cuando todo se había calmado, luego de guerras sucias y guerras locas; Tomas Mancuria tomó la decisión de recluirse cuando su novela fue un boom de ventas y su mentor terminó siendo un personaje de ficción.
En eso piensa cuando sale de la pequeña habitación. Y piensa en eso cuando recuerda las palabras que le dijo la última vez que se vieron: “Eso que me contas, lo de las pastillas y las hojas, yo no lo hice. Y eso deberías escribirlo, aunque yo no te conozca ni vos a mí”.
1 comentario:
tendría que releerlo, porque me mareé un poco, pero el final me pareció fantástico, el cuento parecía alejarse un poco de tus vicios y el final lo devuelve. y eso me gusta, definitivamente.
Hay cosas apra corregir, pero eso ya lo sabés y tenés quién te ayude, sólo quería señalarte esto, que es loq ue ma´s salta a la vista:
"Alguna vez él le dijo a su mentor que la literatura que escribía era literatura tribal, siempre sobre las mismas cosas, siempre sobre las mismas cosas, siempre en el mismo lugar."
Te sigo leyendo, como siempre, aunque me demore y aunque mis tiempos ya no sean los de antes y aunque no escriba ya libros enteros en los comentarios.
muchos besos para vos.
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