sábado, marzo 13, 2010

Fantasmal (II).



II


El tiempo pasa irremediablemente para todos. Siempre se mueve para delante no esperando a nadie que quede, ni siquiera un poco, rezagado. Por eso, con ese constante movimiento para delante, los grandes calores dan paso a los vientos más frescos. Es así como las estaciones cambian y las hojas se caen de los árboles. Una capa de frazadas se pone en la cama. Así fue como Vivi cada tanto volvía a la casa pensando en qué decirle, intentando confirmar que era realmente él ese que había seguido en esa tarde de insoportable calor.

Enroscada en una bufanda de colores, con las manos en los bolsillos y con el pelo atado aparece entre la noche en la casa. La mira desde fuera y nota todas las luces de afuera apagadas. Se anima a tocar timbre, sintiendo el calor desvanecerse de la mano y con el estomago hecho un nudo de los nervios. Pero nada pasaría. Escucharía el timbre sonar, desde el lugar, pero nadie atendería. Las luces apagadas y ella, caminaría, yéndose para el centro. Se subiría al auto, que había dejado lejos para caminar cuando salieran las cosas mal. Al subir al auto, encenderlo y sentir el golpe de aire extraño de la calefacción en la cara se diría que las cosas no habían salido.

Se ducharía, esa noche dormiría sola. Su novio no volvería a casa, estaba de viaje de negocios. Vivi miraría la televisión en la cama hasta altas horas de la noche, sabiendo que en la otra mañana no tendría nada para hacer. Cada tanto miraría por la ventana, viendo la noche oscura. No hay estrellas, no hay luna. Hay nubes y oscuridad. Cuando apagaría la televisión, dejando el control remoto sobre una pila de libros en la mesa de luz, cerraría los ojos y soñaría. En los sueños también él se le aparecía, pero allí no le molestaba demasiado nada. Allí era completamente feliz y libre. No había ningún director.

La noche era fría y por las veredas el viento arremolinaba las hojas secas, las hacía girar en círculos durante un cierto tiempo hasta que se posaban en alguna resistencia. Dylan las miraba mientras caminaba enfundado en su saco, con las solapas levantadas y con el mentón bien metido en la bufanda gris. El pelo se le caía a la cara y él miraba el piso, contando las baldosas intentando no pisar las rayas.

Había vuelto tarde. Salió del trabajo en el horario habitual, una compañera le había dicho de ir a tomar un café (venía desde hacía un tiempo ofreciéndoselo y él, a su vez, rechazándolo por cualquier razón), pero terminó yendo al Museo Xul Solar, caminando desde su trabajo para encontrarlo cerrado. Quería ver si allí estaba el cuadro Pareja que alguna vez había visto desglosado en el aire en alguna caminata.

Entró en su casa, tranquilo, bien tarde, cuando una fina lluvia había empezado a caer como arremolinada. Se sacó el gabán de paño gris y lo tiró en el sillón que estaba al lado de la puerta, caminando hacia la estufa fue sacándose la bufanda, desenrollándola de su cuello. Estaba dando vueltas desabrochándose los botones de la americana marrón mientras miraba en una pila unos discos de vinilo que guardaba desde su estadía en la legión. Eran casi todos de jazz clásico, de la época del be-bop. Sacó uno del estante y lo limpió antes de ponerlo en la bandeja. El sonido de las notas irrumpió suavemente en el ambiente. Dylan se fue a la cocina, esquivando la mesa redonda, llena de libros de diferentes tamaños y colores. Allí se preparó una tortilla de jamón y queso en un tris. Se sentó en la mesa, justo en un pequeño lugar donde no había libros. Mientras tomaba sorbos del vino tinto – no de buena calidad – tenía la vista puesta en la nada misma, mientras se dejaba llevar por los solos de saxofón de Charly Parker –Había visto varias veces pintado en paredes en las callejuelas de París un “Bird lives”. Sus recuerdos se mezclaban entre palabras francesas y cosas que no habían del todo sucedido (Yo elijo que hayan sucedido). Recordó esa noche en una cueva de jazz mientras un señor que había conocido en Parque Rivadavia, mientras miraban una partida de ajedrez, le hablaba sobre sus corridas por clubes de la zona norte. Esos días, esos pocos días que habían terminado marcando toda su vida volvían mucho a su cabeza.

Sólo se iban de su mente cuando las balas sonaban por arriba de su cabeza. Recordó una vez que estaban, con su grupo, inspeccionando unas chozas abandonadas en una zona extraña. Iba caminando en punta, no habían notado ningún movimiento, pero en algún instante un sonido hueco pasó entre todos ellos. Rápidamente hicieron cuerpo a tierra, entre compañeros se gritaban si alguno había visto de dónde venía el disparo. Su mente se hizo en blanco, mientras cubría su sector. El sargento les dio la orden de retirarse de a uno mientras el francotirador, bien atrincherado, disparaba cada tanto sin suerte. En su turno, se levanto y corrió rápido hasta una posición segura. Allí cubrió a sus compañeros legionarios que volvían de las chozas abandonadas. El sonido del disparo rompiendo la barrera del sonido nunca se fue de su cerebro. El miedo, la adrenalina, el deber y el ser profesional, se juntaban en una experiencia única que le hacía poner todo en otra perspectiva. La vida o la muerte, en un segundo cambian todas las filosofías. Allí se mezcla todo el ser y el hacer, uno termina siendo lo que hace.

Un trueno lo cortó de sus ensoñaciones y del desierto de día volvió a la noche en la ciudad. Su casa estaba en penumbras mientras los sonidos del jazz le generaban una grata presencia. Se acordó de Vivi. Hacía mucho que no pensaba en ella, en sus primeros días en la legión sólo podía pensarla. Muchas veces en alguna trinchera o en algún cuartel al otro lado del mundo se preguntaba qué hubiera pasado si se hubiera quedado. Pero esas preguntas pronto se evaporaban por el sueño profundo (if you spin your love around…) o por algún ejercicio que había que hacer. Esos pensamientos, los “quizás” eran sólo para cuando no había nada para hacer. Esos momentos en que la duda no abandona y se instala en el alma. Esos minutos en que caminando por las calles perdidas de alguna ciudad desconocida para no sentirte tan solo ante la novedad se piensa en las cosas que están atrás. Y lo único que podría haber hecho cambiar su decisión a Dylan O’Keefe, cambiar el rumbo de sus acciones, había sido una mujer que lo había flechado en sólo unos pocos días hacía tantos años ya.

Mientras esperaba que la cafetera Volturno –regalo de un compañero legionario italiano cuando le dijo que se volvía para su patria- hiciera su trabajo se puso a buscar el libro que estaba leyendo. Lo había llevado todo el día en su morral de cuero negro. Con el dedo pulgar de la mano derecha sobre las hojas, las fue pasando hasta que encontró el señalador, una carta, un as de diamantes. Lo puso en el sillón, justo delante del equipo de audio y de donde estaban los vinilos. La cafetera empezó a hacer el característico sonido que nunca pudo llegar a describir, o por lo menos nunca lo pudo definir de una manera que realmente lo satisfaga.

Tomó su café mientras leía el libro. No lo estaba atrapando y mayormente se quedaba pensando en cualquier cosa. Normalmente le pasaba con los libros de Thomas Pynchon, de quien lo que más lo atraía era que estuviera escondido en la ciudad de Nueva York. La mente, entre paisajes desérticos y árabes espías, se le iba a las operaciones en el desierto. A las conversaciones con el mejor amigo que la vida le había dado. Recordó las noches más bonitas en el campo abierto y las noches más largas entre los sonidos de las armas y los gritos de dolor de algunos compañeros. Pero esa noche recordaba a ellos dos, enterrados en sus trincheras. Escuchaba sus suaves palabras en francés comentándole cómo había dejado su vida atrás. Y su amigo le decía cómo él también lo había hecho. Uno por una necesidad filosófica y el otro por una sed de aventura. Su amigo –Jean-Paul- le contaba sobre la novela que había publicado poco antes de enlistarse en la legión bajo una identidad ficticia. Lo escuchaba decirle: “je suis une fiction vulgar”; y se reía. Casi todos los que lo conocían lo apreciaban, pero entre ellos había nacido una relación peculiar. Dylan le enseñaba castellano y Jean-Paul le pulía su francés, aunque la mayoría de las conversiones en la primera época las tenían en inglés.

Se cansó, marcó de nuevo el libro con el as de diamantes y se fue para arriba subiendo las escaleras y mirando por las pequeñas ventanitas que había en estas. En la planta alta de su pequeña casa entró al baño, se fue desnudando lentamente mientras escuchaba el agua que caía sobre el agua. La bañera se estaba llenando. Fue a su habitación, vio la cama deshecha y el olor a viejo en el ambiente. La persiana estaba cerrada y buscó una remera y un pantalón para pasar la noche. Se baño pensando en ella, pensando en lo que había pasado, pensando en cuánto más había amado a Vivi, en tanto menos tiempo. Sabiendo que las probabilidades de volverla a ver eran ínfimas y, además, Dylan estaba seguro que ella lo había olvidado, y que seguro estaría casada y con dos hijos.

Se despierta con el sol en la cara y con la radio que se entremezcla con los de sus sueños y pesadillas. La radio dice que otra vez ese es el día más frío del año. Mientras con los ojos cerrados Dylan piensa que cada vez que se vayan adentrando más al crudo invierno van a ir rompiendo ese record. Sale de la cama y se viste rápido. Un pantalón de vestir negro, una remera negra, una camisa blanca arriba, un pulóver no muy grueso de escote v y una americana arriba. Baja las escaleras, abriendo algunas ventanas y viendo el día algo nublado y gris, y se prepara un té de boldo. El vinilo sigue girando sin hacer casi sonido. Lo saca y lo guarda.

Sale de su casa, tranquilo y, una vez afuera, enciende su primer cigarrillo del día. Camina tranquilo por el día nublado y se pone los lentes negros. Se enrosca la bufanda no muy fuerte para no ahogarse, mientras piensa en si trae en el morral de cuero todos los libros para ese día de facultad y de trabajo. Se levanta las solapas del cuello del gabán para cubrir con ella la bufanda de un verde oscuro.

Su mente recuerda fechas de parciales que tiene que dar. Se siente extraño ya cerca de los treinta años todavía dando parciales, a su vez piensa en todo el lapso que las balas volaron sobre su cabeza. Todavía le resulta un poco extraño que todas las conversaciones a su alrededor sucedan en castellano, tiene en la mente todavía la sensación que cada vez que una persona abre la boca va a hablar en francés. Eso le pasa mientras compraba el boleto de ida para el tren. Mira las casas pasar y ve como el suburbio va perdiendo el dibujo de casas para pasar a ser ciudad. Los edificios en el centro y las casas de techos a dos aguas en los aledaños. Cruza el riachuelo, viendo los barcos oxidados y los que navegaban como si fuera una cuenca normal. Baja en la estación y toma el subte para ir a la facultad.

La vida es un viaje, piensa en algún momento. Saca del morral las cartas y se pone a leer las direcciones. Hay un sobre que tiene la letra de Jean-Paul. La lee, éste le dice que le acaban de publicar su reciente novela y muchas cosas más en cuatro páginas. Jean-Paul dice que no quiere terminar con la costumbre del correo y que él siempre les dará algún tipo de trabajo a los empleados postales. Dylan se ríe sólo.

Se sienta en la facultad y escucha al profesor cincuentón. No le atrae demasiado la clase, ni el tema. Tampoco le gusta estar en la cursada tan temprano, no le gustan mucho las materias que da a la mañana y menos le gusta la gente que va a la mañana a la facultad. Pero a él no le queda otra. Se sienta en su rincón, tomando notas en su cuaderno espiralado. Cada tanto pispea a una compañera jovencísima que le parece de una belleza extrema. Ella lo ve mirarla y cada tanto le sonríe. Sabe que es la persona más vieja – luego del profesor – en ese claustro y no lo pone demasiado contento. No cree que pueda entablar amistar con ninguna de estas personas que son sus colegas.

La clase termina y él le hace un par de preguntitas el profesor, emboscándolo antes que se vaya. Lo deja en paz y pasa por la confitería de la esquina. Allí se sienta, lee los apuntes que ha tomado hace un rato, mientras se toma un café bien caliente con algunas facturas. La moza vuelve y se sienta un rato con él, hablan, y se llevan bien. Ella tomó la costumbre de hablarle a él sobre sus problemas con su marido, llevan poco tiempo de casados y Dylan casi es su psicólogo. Ve a la chica jovencísima entrar al bar junto con un grupo de otros compañeros de cursada. Ella lo saluda con los ojos y él devuelve el saludo con la mano. Algo en su mirada le recuerda a Vivi. Hay algo en los ojos de esa chica que ve el mundo como Vivi, se dice. Desde que volvió a Buenos Aires es mucho más frecuente en él pensar en Vivi.

La moza se va y la chica jovencísima se acerca a él, le pregunta que lo había visto en clase y si quería desayunar con ellos. Él le dice que tiene que terminar de hacer unos reportes y que tiene que salir zumbando para el trabajo y ella, mientras se aleja, le dice, la próxima acércate. Dylan en ese momento supo que no se acercaría, y también sabe porqué.

Toma un colectivo que lo deja a unas diez o doce cuadras del trabajo. Tiene una jornada de lectura por delante. Pero le gusta más eso que lo que hacía a principios de año, no le gusta tanto traducir. Le gusta más leer y hacer reportes sobre lo que leyó. Además el ambiente en el edificio anexo es mucho más relajado que el de la embajada, donde hay constante movimiento de personas. En el anexo son una veintena de personas que hacen el mismo trabajo todo el día. Entra al edificio por una puerta lateral, saludando al guardia de seguridad, sube las escaleras y llega a su oficina. El anexo es un edificio medio barroco de principios de Siglo XX que había sido un palacete de una familia portentosa de la ciudad. La embajada francesa lo había comprado hacía más o menos dos décadas para delegar algunas tareas allí. En esos días sólo ellos trabajan allí, los que hacían el trabajo de leer todo el material publicado en el cono sur.

Allí, sobre el escritorio, deja el morral y se desabriga colgando el gabán y la bufanda en el perchero. La oficina es pequeña, la mas chica de todas, por eso él está solo allí. En todas las otras hay dos, o hasta en algunas cuatro, personas. A él le viene bien, no le gusta mucho el murmullo. Y menos cuando es en francés. Sentado anota varias cosas en algunos reportes atrasados, se va acomodando de a poco. En un cuadernito que saca del primer cajón de su escritorio escribe: “En una costa lejana te perdí, encontrándote cuando nos dormimos tarde en diferentes camas”. Cyliane se acerca a la puerta y lo saluda. Él, que estaba en ese momento bajo el escritorio buscando un lápiz que se le había caído, se golpea la cabeza. Ella ríe y le pregunta cómo está el legionario más bonito del edificio anexo de la embajada. Dylan no le contesta, pero ella sigue preguntándole y comentándole cosas. Cyliane es alta, casi tan alta como él, rubia y pulposa, tiene unos ojos celestes como el cielo el día que Belgrano vio la bandera en el cielo –o en la casa real-, es simpática y juguetona, habla un español pasable pero con obvias reminiscencias de se lengua natal; y desde que lo vio, se quiere levantar a Dylan. Quizá es porque sabe que por el momento a Dylan no le interesa. Hablan sobre vicisitudes, él le pregunta por su esposo, ella responde rápido. No hablan mucho más después de eso, y ella lo mira hasta que se va.

Él se queda leyendo con los pies sobre el escritorio mirando por la ventana –aunque es la oficina más pequeña tiene ventana, lo cual es algo que le gusta mucho a Dylan- hasta que le agarra unas ganas irrefrenables de tomar café. Se abriga, y sale del edificio a tomar un café a un bar cercano. Allí se sienta en la barra y leyendo el diario come un tostado. Se dice que por suerte él no tiene que hacer los reportes sobre diarios y revistas, sino sobre libros. Paga y deja la propina. Vuelve rápido pero sintiendo el frío sobre su cara. El frío le hace bien, le gusta, le hace olvidar los desiertos y las batallas. Pero también recuerda cada tanto a Marsella y el regimiento.

Termina el día temprano, tipo tres de la tarde. Le entrega el reporte al jefe de sección y sale, confiado. Cyliane no está por ningún lado, entonces la salida será más fácil. Saluda a los muchachos de la sección de los diarios y revistas. Toma el colectivo hasta la estación, se baja y camina hasta su casa.

El día se pasa, va al supermercado y no hace mucho más. Sentado en el sillón mirando la televisión se le hace la noche. Se pone a escribir un poco, en su máquina de escribir Olivetti verde. No logra llegar a dónde él quiere, pero le da mil vueltas a esa idea que tuvo en el trabajo. Sus recuerdos están en papel, entre el ajedrez y el jazz. En su mente se dibuja la sonrisa de Vivi esa noche en que el cielo se cayó y afuera volaba un Dite alado congelando el mundo. Algo que él pudo vencer, algo que casi acaba con su vida.

Dylan se da cuenta que no prendió las luces de afuera. La noche se hace más fría cada vez, y suena el timbre. Mientras Vivi piensa que no va a atender y que tendrá que volver a su casa a mirar la tele y dormir, las luces se encienden y Dylan abre la puerta. Con una barba de algunos días, con el pelo largo que se le cae a la cara y bien abrigado. Los ojos de los dos se cruzan y ninguno expresa palabras. Vivi porque está sorprendida que sea realmente él y Dylan porque no entiende cómo ella está en su puerta.

- Hola. – Dice ella, con una sonrisa.

- Hola. – Le responde él esbozando una sonrisa mientras sale del asombro.


III






1 comentario:

Eclipse dijo...

recién terminé de leerlo más tranquilamente... hay un par de cosas sobre tiempos verbales y el uso de "tipo..." que me parece no cuadra mucho.
También el vicio de las oraciones cortas, pero ya es una característica tuya.
Definitivamenteme intriga, quiero saber más.
Me gustan los pensamientos de Dylan, la parte filosófica, el recuerdo de los días en la legión.