Me ardían los ojos. Me lloraban. Cada vez que parpadeaba sentía el calor en ellos, sentía que se me quemaban. Las lágrimas eran sin dolor, sin sentimiento. Los cerré en algún momento, fue sólo un instante y los volví a abrir. El instante que estuvieron abiertos antes que volviera a parpadear yo no estaba en donde había estado hasta ese momento. La habitación donde estaban las bibliotecas, la televisión prendida en algún canal aleatorio, las paredes amarillas fueron intercambiados por un mundo (re)conocido donde las paredes caían de madera a una biblioteca baja, con una mesa entre medio y la luz menos iluminadora. Mis ojos volvieron a cerrarse y cuando se abrieron estaba de nuevo de donde nunca me había ido.
Cómo verán las personas que pueden ver el futuro. Será como ese abrir y cerrar los ojos, donde estas sólo un pequeño instante en otro lugar. Igualmente yo no he visto un futuro en el momento en que estuve en otra habitación cuando mis ojos se cerraron. Yo estuve en una ficción. Un pasado. Pero ese pasado no existió porque era un presente en ese momento. Un presente pasado por recuerdos.
También es importante lo que no vi cuando mis ojos se cerraron. Porque yo sé que Marianela estaba por algún lugar de esa habitación, y cuando volví a abrir los ojos la perdí de vista. Por eso seguí cerrándolos para intentar volver a esa habitación y verla, acercándome a la mesa, tal vez sentándose en la silla y cambiando de canales la televisión mientras yo estaba sentado en el sillón haciendo como que miraba la televisión pero viéndola a ella.
Intenté escribir un cuento o relato de ese suceso varias veces. Me sentaba en frente de mi máquina de escribir –una Olivetti verde que según me comentaba mi abuelo, aunque en realidad era posesión valiosa de mi bisabuelo, era del modelo que usaban los fiscales y peritos que llevaban a las escenas de los crímenes- y miraba la página en blanco, sin que ningún espectro me pudiera ayudar a escribir eso, que era sólo mío, tan efímeramente mío. Pensé en aquello cuando Julia Suaznabar me preguntó aquella vez cuándo había sido la última vez que vi a Marianela. Porque tal vez esa debería ser la última vez que la vi. Pero creo que lo que Julia quería saber era hacía cuanto tiempo que no la veía físicamente.
Le respondí algo. Siempre respondo algo. Le respondí con una ficción. Lo sé, siempre lo hago. El tiempo se me escapa entre las manos y yo siempre ando buscando entre lo pasado para encontrar algo qué contar, pero todo lo que cuento son historias y alteraciones de las cosas que pasaron, o que podrían haber pasado o que no. Creo que le dije que la última vez que la vi había sido cuando la fui a ver para hablar. Que ella estaba de entre casa y la encontré, me abrió la puerta. La última vez que la vi había sido cuando ella se sentó en mi regazo y lloramos debajo de una escalera de caracol cuando ella me decía que se iba, que Europa la esperaba para poder olvidarse de mí porque el amor no era suficiente. O tal vez le dije que fue cuando salíamos de su casa, yo atrás de ella, mirándola para recordarla como pudiera en el futuro, y que ella me abrió la puerta, yo la saludé con un beso fugaz que ardió en mis labios un largo tiempo. Aunque quizás le dije a Julia que fue cuando la miraba de reojo mientras me iba como si nada me importara, viéndola desaparecer entre la acacia y la parra, escondiéndose entre sombras de día. Seguro que le dije algo de ese día, qué no sé, pero algo de ese día. Aunque todo lo que le podría haber dicho en realidad son palabras, y las palabras son el aparato que mueve el pasado, el instrumento ficcional del ser humano. Por eso terminó siendo algo como una historia, tal vez tiene basamento en la realidad, pero la realidad no existe, es efímera. La luz que yo le conté a Julia de cómo le pegaba el sol al pelo azabache de Marianela nunca fue así, nunca podría brillar tanto. Ni ese día estaba tan linda como el paso del tiempo me la va haciendo ver.
Pero tampoco esa vez fue realmente la última vez que la vi. O quizás sí. Cómo la vi, si la terminé viendo es otra pregunta. Lo que conté pasó, pasó como lo conté, ella estuvo esa vez caminando por el camino que tantas otras veces habíamos hechos debajo de la parra entre las sombras que proyectaban las hojas. Quizá no hacía calor y ella estaba más tapada de cómo la recuerdo, de cómo la cuento.
A veces pienso que esa vez no fue la última vez que la vi, que nunca va a ser la última vez que la vea. Entonces pienso en aquel día que estaba sentado escuchando a un expositor a mi derecha hablar sobre Emile Zola y la búsqueda eterna de la literatura por el realismo, por llegar hasta ser una replica de la realidad. Yo estaba un poco fastidiado aquel día, eran mis épocas ariscas y estaba bastante molesto con los postulados del muchacho a mi derecha. Era parte de una ola de neo-naturalistas que pululaban por las letras. Sus libros eran aburridos y monótonos: casi todos los que escribían eran muchachos de clase media alta que estaban fascinado por una descripción de la realidad de la gente que vagaba por la calle usando términos elaborados y casi científicos. No sé en dónde había empezado eso, tal vez en algún taller del centro, pero se estaba expandiendo como la peste. En algún punto dijo esa frase que usan todos alguna vez, esa que la realidad es más asombrosa que la ficción, y allí perdí el rumbo de todos los causes que me mantenían como escucha esperando mi turno para hablar. Mientras miraba a una chica que era asombrosamente parecida a Marianela, seguro que para él no era parecida a Marianela pero para mí sí, aunque él tampoco creo que haya tenido el placer de conocer a un ejemplar tan hermoso de mujer como es ella.
Lo paré en seco, con una sonrisa cómplice a la chica parecida, allí busqué fuerzas que no tenía, o tal vez ganas que no tenía –ganas de levantar a esa chica con mi intelecto. Le dije que la palabra era ficción. Que no importara como lo pusiera jamás llevarían el naturalismo a ningún otro lado que a un elemento ficcional. Empecé una perorata tonta y banal, en que le decía que siendo la palabra –con todo lo que ello conlleva- el único elemento que tienen los escritores para escribir historias –o no-historias, como también a veces a esos muchachos les gustaba decir- no podíamos escapar nunca de lo que era. Podíamos jugar con la realidad, podríamos llegar a los límites de estar en el borde, pero siempre en el lado de la ficción, ya que trabajamos con las palabras. Cite a Juan José Saer –al que supuse que tendrían que respetar, ya que seguro lo habían leído mal, leyéndolo desde las largas descripciones del río o cosas así-: Cada palabra, por simple y directa que sea, ya es una ficción. Y saliendo desde ese postulado, no podríamos construir nunca nada que no fuese ficción. Luego seguí –en ese punto ya nadie me interrumpía porque yo estaba lanzado, y si alguien osaba hacerlo yo simplemente hablaba más alto que los demás, como si eso hiciera que mis ideas fuese más importantes, pero bueno- con la parte clave de mi exposición: No existe la realidad. Y aclaré: Los seres humanos no viven en la realidad, sino que viven en un mundo ficcional. Algunas personas se rieron de mí, pero yo hablé y al hablar creaba. Que siempre nos estamos creando, nos elegimos en el mundo en base de cosas que no son realidades. Nos elegimos como entes que interactúan con el mundo y casi siempre lo hacemos con palabras, u actos que luego describimos en palabras. Y cuando queremos pensar quienes somos, pensamos en la vez que hicimos tal cosa o yo soy de tal otra. Al final sólo somos palabras escogidas que forman un relato de lo que somos. Y como relato –ya que todos somos una historia- somos ficción, que no es lo mismo que ser mentira, sino que somos otra cosa que realidad. La realidad, como espacio, es efímera, es diminuta, se nos esfuma a cada momento. Por eso estamos anclados en un pasado esperando un futuro –o accionando un futuro, si quieren ser más positivos- entonces si como seres humanos no podemos vivir en un mundo real, cómo le podemos pedir a la literatura eso. Llegamos al punto de describir de forma materialista a las clases más bajas de la sociedad, intentando desde una fisiología o hechos hablar del sujeto. Y no hay más realidad ahí que cuando decimos que alguien ve. No hay realidad. Somos ficción. Basamos el mundo en sentidos, y los sentidos engañan, los sentidos juegan con nosotros. Cómo podemos creer que una forma de arte puede llegar a ser realista, a ser naturista si no podemos estar seguros que lo que vemos, oímos, sentimos y, a la larga, vivimos es real. La vida como ficción, eso es lo que es. Y de ahí para abajo no puede haber nada más.
Ahí me callé y el muchacho empezó a rebatir punto por punto las argumentaciones que yo había disparado en mi empecinamiento. Decidí apartar mi mente de todo eso que pasaba a mi costado y descansé la mirada en la chica que me hacía recordar tanto a Marianela, y quizá esa fuera la última vez que la vi. En esa chica. Esa chica que tenía zapatos rojos y se le escapaba un bretel rojo en el amplio cuello de la camisa blanca. La pensé desnuda, solo en tacos rojos y ropa interior roja, caminando, viniendo hacia mí. Pero me sacó de la ensoñación la moderadora de la reunión que reclamaba mi atención con preguntas que no sabía bien cómo contestar. Me preguntó sobre mi próxima novela, y yo no tenía en ningún plan alguna novela. Pero por no quedar mal con los demás escritores que todos hablaban de mil ideas yo le dije al auditorio una idea que tenía pero que ni era un plan para nada. Hable sobre mi próxima novela como si la estuviera escribiendo. Mentí. Me seguí ficcionalizando en otro. Y dije que mi novela tenía como personaje principal a un emulo de Aquiles en estos días. Pero analizando el mito desde lo erróneo –que yo creo, dije- de lo glorioso del destino. En mi historia, Aquiles sería un homosexual rubio que anda por la ciudad, en algún momento conoce su destino de manos de una adivina gitana en el túnel que está debajo de la nueve de julio. Allí le dice que tiene una opción, o tener una corta si decide tomar la acción heroica que el espera, así consiguiendo que todos recuerden su nombre por generaciones, o vivir una prospera y larga vida siendo olvidado por todos. Por supuesto, mi Aquiles elige la larga vida y se esconde en un prostíbulo de travestís. Allí se hace llamar “
Pero esa noche me encontré en mi casa cuando volví. Allí me senté en la cama, pensando en la historia que había creado de la nada. Y la puerta del baño se abrió. De ese lugar emergió Marianela sólo vestida con unos altos zapatos de tacón alto rojos y un conjunto de ropa interior roja con todo lo que se le podía pedir. El conjunto era de encaje y medio transparente. Y ella estaba parada en la puerta, mostrándome su metro setenta de altura en todo su esplendor. Marianela me sonreía de la forma más erótica que le recuerdo –siendo mis recuerdos tan frágiles como los de cualquiera, siendo mis recuerdos tan ficción como los de todos- con una mano levantada apoyada contra el marco de la puerta y con la otra (la derecha) pasándosela por el contorno de su cuerpo. Recorría su figura con los dedos desde su rodilla hasta el borde de sus senos. Pasando por su hermosa cola y su diminuta cintura.
Yo estaba estático sentado en mi cama. Hacía mucho que no la veía, desde aquella vez que fue la última vez, desde esa vez en año nuevo que ella sostenía una copa y me sonreía como me gustaba a mí. La admiraba, era un signo de exclamación. Los tacos la hacían más alta y en un punto –como en mi fantasía con la muchacha que se parecía a ella- se me acercaba caminando, contorneándose toda. Con movimientos etéreos y sensuales. Toda ella se venía hacía mi y yo la recorría desde la punta de los tacos hasta el flequillo negro de su pelo. Sus ojos me miraban sólo a mí y no se movían. Ella era un sueño, ella era evanescente, ella era una diosa y yo un pobre mortal. Ella era Tetis y yo, el pobre rey Peleo. Las sombras de la habitación jugaban con su caminar y la hacían más sensual. Yo quería poner mis manos sobre ese cuerpo otra vez –una última vez, una primera vez más- y sacarle la ropa a los besos.
A un metro de mí se quedo quieta y giro para mí. Ahí ya notaba todo lo que necesitaba saber. Por los encajes podía notar sus pezones y la piel más blanca que el resto de su cuerpo. Ella estaba hermosa como nunca antes lo había visto, ella era una diosa y me hacía sentir el hombre más afortunado sobre la tierra. En el giro pude notar lo bella y perfecta que era su cola, y la levantó para mí. Sobre su hombro giró su cara y me miró, lanzando un beso que yo recogí con la boca. Así completó el giro y se alejó, para luego volver a mí. Un poco más cerca de mi cuerpo, pero lejos del alcance de mis brazos. Volvió a girar. Y volvió a quedarse de espalda, y mientras yo me embobaba con su cola hermosa, sus ágiles y frágiles dedos desabrocharon el corpiño que saltó dejando a sus pechos más libres. Con un movimiento de brazos el corpiño cayó al piso y pude notar su espalda desnuda, la parte más sexy de su cuerpo entero. Sus ojos emanaban erotismo y su aura pedía que le hiciera el amor. Su cuerpo era blanco como la leche y su aura era rojo como sus zapatos. Mi cabeza explotaba de calor y giro. Otra vez vi su cuerpo perfecto de frente, con esas maravillosas tetas que eran mías por derecho. Se acercó lentamente y puso sus pechos en mi boca. Los mordí y los lamí. Ella hizo fuerza con su cuerpo para caer sobre mí, y los dos nos acostamos en la cama. Mi cabeza golpeó contra un libro que había allí y eso hace que siempre piensa que eso es realidad y no ficción.
Hicimos el amor. Sin palabras. Sólo gemía y yo sentía su respiración en mi oído, con sus pequeñas exclamaciones sin palabras. Yo sí hablaba, le decía que la amaba y otras cosas tiernas que no me puedo sacudir ni en esos momentos. Sé que ella nunca se sacó los altos zapatos rojos de taco alto. Los sentí. Ella estaba totalmente desnuda cuando se volvió al baño haciendo el traqueteo de los zapatos, que fue sólo lo que interrumpió el silencio del cuarto –eso, y mi pesada respiración. Volvió y se acostó conmigo. Sin palabras nos dormimos.
Cuando me desperté en la noche, ella tenía su cabeza contra mi pecho, pero cuando salí de la cama en la mañana no había rastros de nada. Ni siquiera había olor a sexo, pero en mi cuerpo yo sentía los ásperos recuerdos de su cuerpo. Esa mañana me levanté con una congoja de sentir que nunca la iba a volver a ver.
Puede ser que esa noche haya sido la última vez que la vi. O tal vez fue la vez que levantó la copa en año nuevo mirándome entre todas las personas. Quizás fue la vez que la vi para despedirnos y le di un beso fugaz. Otra última vez puede ser esa tarde en que ella era otra en la audiencia de mi ponencia. Pero yo me quedo con que no hay última vez, que siempre habrá una próxima vez que sea la última vez. Por lo menos eso veo en el futuro. Tan borroso como el pasado. Tan ficción como todo, como mi vida. Tan real como nada, sólo el amor es real. Y ese segundo en que estaba en el marco de la puerta en ropa interior roja de encaje y zapatos rojos.
1 comentario:
Un final perfecto.
Que así sea, entonces.
Besos
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