Se despierta con la incertidumbre en la mirada. Mientras la vista se acomoda a los colores y luces de la vigilia, todavía siente las extrañas sensaciones del mundo de los sueños que habita durante las noches. Escucha el sonido de los autos pasar por la calle cercana, el cantar de los pájaros en la media mañana y el ruido del mundo que se despliega –y repliega- ante un nuevo día. Le arden los ojos, estornuda varias veces y vuelve en sí. Se refriega los ojos y queda viendo estrellitas blancas que desaparecen cuando tiene los ojos abiertos y existen cuando cierra los ojos. Pestañea y esas manchas subsisten apegadas a la visión unos cuantos segundos para fundirse en lo que ve: el borde de la cama, la mesa redonda más allá, las paredes, la puerta de madera, la otra puerta, la máquina de escribir sobre la mesa.
Apoya los pies contra el piso y siente todo el peso de su cuerpo sobre ellos. La relativa comodidad del colchón es cambiada por lo duro del piso, y entre pasos vacilantes se dirige al baño. Sus pies desnudos pisan cosas puntiagudas que lo hacen insultar a los santos creadores del mismo universo, con la mano va sintiendo las superficies rugosas del cuero de un sillón, el cosquilleo de la pana del tapizado de la silla y la suavidad de la madera de la mesa. Como todavía no está del todo despierto, ni confía plenamente en su visión lleva las manos por delante de su cuerpo, todavía el cuarto está en penumbras, sólo entra la luminosidad del afuera por las rendijas de las cortinas.
Vuelve a la habitación, con la cara más limpia y la boca fresca. Ahora ve mejor todo lo que está frente a él. Se da cuenta que son las diez y piquito de la mañana, no tiene nada para hacer. Se acerca al tocadiscos y pone a Tchaikovsky con su “
Se sienta frente a la mesa redonda, en la silla inhabitual. Se vuelve a parar y va –va yendo- hasta una mesita baja y rectangular donde hay una pava eléctrica, a su costado una taza con café instantáneo batido la noche anterior. Con el café en la mano, debidamente endulzado, retoma su anterior posición en la mesa, pero está vez en la más habitual. Mientras toma el café y posa la vista en una reproducción de un cuadro de El Bosco, nota unas páginas a su costado derecho, mecanografiadas que no recuerda haber escrito. Las mira y lee aleatoriamente algunas palabras: “diablo”, “escuela”, “kilómetros”, “disparos”, “sertón”, “etcétera”, etc.
Los disparos del cañón y el final de la obra, marcan el punto en que abre las cortinas de la habitación para empezar a leer ese papel que tiene en la mano:
Una realidad eterna.
El padre siempre se levantaba cuando el sol todavía no despuntaba en el firmamento, todavía la noche oscura se inmiscuía en todos los lugares del rancho. Los sonidos eran nocturnos y el padre podía recitar uno a uno los animales que lo hacían. Esperaba el amanecer dando vueltas por ahí, buscando cosas qué hacer, tomando alguna infusión caliente. Cuando los rayos del sol empezaban a clarear el lugar, sabía que tenía que irse a la mina. Tomaba todos sus bártulos y, con las manos callosas y gastadas, despertaba a la madre, aunque esta nunca estaba realmente dormida, siempre tenía un ojo abierto.
Ella se levantaba y lo saludaba con un beso. El sol salía y cubría con su luz todos los lugares del sertón. La arboleda de alrededor empezaba a proyectar las sombras. La madre salía de la cama, rápidamente, mudaba de ropas y miraba a su marido desaparecer por el camino que hacía todos los días, esperaba hasta que se pierda en el recoveco del horizonte, hasta que doblara y ya no lo viera más. Cuando la zona se devoraba a la imagen de su marido, la madre daba vuelta y emprendía con todas sus actividades diarias.
En algún punto sin hora precisa, el sol está ya sobre el horizonte y su luz es total, las sombras son todavía largas pero se ve todo alrededor. La madre llama a su hijo para que se despierte, le grita una vez por su nombre. El hijo siempre está despierto antes que la madre lo llamé, él no duerme bien en las noches ya que siempre recuerda el recorrido y no puede dormir. Los fantasmas y los sonidos se le esconden en el alma, por las noches, con la oscuridad y el relativo silencio –en el lugar la noche es más ruidosa que el día- le vuelven las palabras y los susurros que se le acercan.
Se lo contó al cura de la iglesia de
La madre siempre le deja una leche calienta sobre una mesa, para ese momento la madre ya empezó a caminar para llegar al pueblo a unos kilómetros de distancia rumbo noroeste. El hijo iba hasta la mesa y tomaba toda mirando el horizonte, pensando en lo cansado que estaba para correr todo los quince kilómetros hasta la escuela rural. El hijo miraba el horizonte buscando a ver si en algún lugar, en algún recoveco, en alguna sombra de árbol se escondía su demonio. Ese que lo esperaba y le susurraba desde lejos todo el camino de ida y de vuelta.
Preparado sale a enfrentar su tortura a escuchar al diablo. Los primeros pasos siempre los daba pisando rápido, mirando las piedras del camino y pateando algunas. Caminaba casi corriendo con los pelos en punta y la piel sensible. Al principio las voces sólo parecían ser el susurro del viento, el movimiento de las ramas o el rugir de algún animal zonal. Promediando el trayecto las voces se clarificaban y gemían, le decían no estudies, escápate, no vuelvas, etcétera y piérdete. Las palabras calaban hondo en su ser y lo único que el hijo hacía era rezar, mientras la curiosidad morbosa siempre le hacía levantar la mirada con miedo y buscar entre los árboles, entre los morros, entre la tierra seca a ese que le hablaba. Quería verlo, quería encontrarlo y sentirlo real.
El hijo llegó a la escuela y la maestra lo saluda con afecto y palabras que lo calman, pues cuando está con otras personas no escucha los susurros bajos del demonio. Pero nunca presta atención ya que mira por la ventana sucia buscando. No lo encuentra, mientras la maestra habla de matemáticas, literatura, sintaxis y la historia del primer imperio del Brasil. La maestra cada tanto lo mira y le dedica una sonrisa, pero él se pierde entre las palabras de esta y deja de recordar las tablas de multiplicar, las historias de Machado do Assis, la gramática de las oraciones o del Emperador Pedro I; piensa en cómo será. Piensa en si será rojo, si tendrá cuernos y si largara fuego por la boca.
Con las campanadas terminó el día de clases y el hijo siempre vuelve por el mismo trayecto. Las voces vuelven a tardar en aparecer. Pero en la vuelta dicen mátalo, dispara, hazlo… hazlo… hazlo, no dejes testigos. El hijo se paró en su lugar, se quedó quieto mirando el piso, mirando la piedra que nunca pateó. Lo sintió llegar, rezó dos padrenuestros y varios avemarías. Lo escuchó hablar por disparos. Las aves que estaban cerca suyo salieron volando alrededor, chistando y graznando. El hijo se agacho por acto reflejo. Sonó otro disparo con diferente sonido del anterior, y otro, otro y otro. El hijo se acercó a la arboleda desde donde salían los disparos, mientras el demonio hablaba cada vez más fuerte y con más volumen. Parapetado detrás de un árbol miró a un hombre que disparaba con su fusil a otros que estaban más allá. Las personas tenían miedo en los ojos y furia en la cara. Los otros disparaban más a menudo y el solitario intentaba resistir. El hijo sólo miraba, disfrutaba y pensaba en que el demonio estaba allí, era alguno de ellos. Un disparo penetró al solitario en el hombro y cayó cerca de la orilla de un arroyo de aguas plateadas y dulces. La sangre cambió el color del agua en un rojizo diluido, el solitario seguía disparando caído, mojado. Disparaba con su arma, un sonido seco que retumbaba en la nada. Pero otro disparo lo atravesó. En ese momento tuvo que soltar el arma.
Los otros aparecieron de entre las sombras, aparecieron con sus fusiles apoyados en la cintura mirando al solitario en la orilla del arroyo vertiendo su sangre a la madre-tierra. Los otros eran tres. Y tenían ropas gastadas y sucias. Sus caras eran viles y en sus ojos no había nada. Uno se acercó y lo remató con su revolver. Un disparo certero en la cabeza, siguió disparando aunque sabía que estaba muerto. El hijo lo miraba y escuchaba las palabras del arma, las palabras del odio. El placer estaba en su alma y veía lo que le gustaba, veía el futuro. Se persignó cuando el que disparaba ya no tenía más balas, pero seguía apretando el gatillo, el arma no tenía más fuego pero su corazón todavía ardía.
Uno de los otros lo miró, cruzaron la vista por un segundo. Esos segundos que duran mil años para uno de los dos. El hijo sintió en esa mirada el fuego del infierno, las palabras del demonio gritaban en su corazón, en su alma.
Desaparecieron entre la arboleda con ruido de cascos de caballos y disparos al aire, con gemidos del diablo que gritaba vítores. El hijo se quedó un largo rato en su escondite, mirando al muerto, esperando algo que nunca pasó.
Las voces lo siguieron durante todo el camino de vuelta. Ese día llegó mucho más tarde que de costumbre y su madre y padre estaban nerviosos. Lo encontraron a medio camino, su padre lo golpeó por hacerle eso a su madre, que lloraba y lo abrazaba.
Comieron y el hijo escuchó a su padre hablar sobre su trabajo en la mina. Contó sobre varios bandidos que andaban rondando por la zona, y le dijo a ambos, a su esposa y a su hijo, que tuvieran cuidado, que todas esas personas eran de temer. El hijo no escuchaba del todo, veía el cuerpo del hombre muerto, del solitario en el arroyo cristalino donde el agua que corría fuerte inundaba con su sonido eterno.
En la noche escuchó todas las palabras del recorrido, sabía que al otro día también las escucharía. No sabía qué iba a hacer, tenía que decidir su futuro. Se persignó y rezó junto a su almohada.
Deja las hojas sobre la mesa. Piensa en su no-recuerdo de escritura. Sonríe al pensar que tal vez el espíritu de algún escritor brasilero y sertonero, se le haya metido en el cuerpo por la noche. Sería la primera vez que algún autor de otro país se le mete, lo hace entrar en transe y escribir.
Le arde la cara, le duele la cabeza. Los recuerdos del día anterior con todo su dolor embargan su alma. Siente que quizás por todas esas palabras que Marianela vertió sobre él no recuerda nada. Tal vez la escribió el diablo y ese cuento era una obra del mal.
Le arde el parpado derecho y la mejilla derecha. En esos lugares con la toalla se raspó muy fuerte cuando quería sacarse el dolor de la cara. Las lágrimas no esconden el dolor, pero ahora los ojos le arden y la visión se le nubla en recuerdos.
Mira el cuento, releído y corregido por Mariano. Él que ha sido el medio para que ese autor se haya posado en sus manos y escriba esa historia. Quiere pensar que no todo es efímero en la vida, que no todo desaparece. Pero no tiene nada más que hacer que eso.
Esa historia no es suya, es ajena y no la podría hacer pasar como ajena, pero tampoco la podría hacer pasar como suya. Es igual que ella, que era suya y era ajena, que era conocida y desconocida a la vez, que era canto y caricia.
Ella fue efímera, pero su recuerdo es eterno.
Así es como ve cómo se queman las hojas. El cuento fue efímero, pero el recuerdo siempre será eterno.
2 comentarios:
me gustó.
no estoy muy elocuente y sin embargo siento que debiera decir algo.
capaz que digo, de todo lo que se me ocurre, que me gusta la idea de un texto que se quema.
como tantos manuscritos (pienso en bajtin, por ejemplo, que se fumó un extenso ensayo) que han desaparecido pero que fueron palabras, historias, textos, etc.
Sos groso, G. Me encantó.
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