sábado, mayo 15, 2010

Sequía.




Se pone el gabán negro sobre la remera, tiene el cigarrillo colgándole de los labios con la ceniza esperando a caer. Mira a los amigos de Marchu que juegan al póquer, fuman, toman; una bruma ocre los encierra y los hace parecer lejanos a todo. Toca un par de últimas notas en el piano, parado y sale de la habitación.

Si querés estar solo porque no te vas por un tiempo a la estancia en el sur de la provincia. No hay nadie, sólo hay sembradíos y vacas. Terreno libre para una fecunda imaginación”. Le había dicho hacía unos quince días Marchu en respuesta a que Mariano Sputnik le había mentido que se quería alejar de la ciudad para empezar a escribir una novela sobre unos escritores rusos en la gran guerra patriótica. Los dos sabían que Mariano estaba mintiendo, se ve que Marchu decidió que lo mejor era no indagar en los sentimientos más profundos, sabiendo que las ganas de irse y desaparecer eran una vez más provocadas por el gran amor, muchas veces esquivo. Así fue como Mariano agarro un auto que consiguió por otro lado –Suaznabar le presto el auto familiar, ese auto que sólo trasportaba a una pareja pero que Julia decía que ya era una familia- y salió con rumbo al sur de la provincia. En la ruta paró varias veces, contento a tomar café y comer medialunas. Paró en una parrilla llena de camiones de todos colores a su costado más que nada para mirarlos y estudiarlos. El final del viaje llegó a la estancia donde sólo había polvo y parecía un desierto en una zona que antes había sido fértil. Por unos instantes, mientras el auto levantaba y arremolinaba la tierra detrás de él pensó que quizá su mente en ese lugar fuera tan estéril como todo lo demás. Pero no le importó y siguió rumbo hasta la casa, al casco de la estancia. Allí bajó sus pocas cosas, abrigos y ropa, la computadora y algunos libros, y se tiro en la cama para quedarse dormido y levantarse con el sol cuando empezaba a perseguir a la luna que quería escapar.

Abre la puerta y mira la noche yéndose despacito. Las pocas estrellas intentando permanecer pegadas al lienzo nocturno pero perdiendo su luminosidad. Mira una última vez adentro y piensa que se tendrían que haber ido en la madrugada para ir a pescar como habían dicho cuando llegaron, pero en vez de eso se quedaron fumando, tomando y jugando al póquer. Cierra la puerta sin que nadie se dé cuenta que él ya no estaba en el piano tocando desafinadamente. Camina tranquilo levantando polvo de lo que era un campo verde. La falta de lluvia por tanto tiempo había convertido a esa zona en un desierto en donde cada paso que dabas el polvo te abrazaba y te ensuciaba la ropa. Tiene frío. Mete las manos en los bolsillos y sigue caminando, alejándose del casco. El cigarrillo colgándole de la boca, las manos bien metidas en los bolsillos cerrando de facto el gabán por sobre su pecho. Pienso en sus adverbios de modo y sus gerundios, no sabe bien porqué le gustan tanto. Cada una cierta cantidad de pasos, aleatoria, mira para atrás de él y busca las luces. Quiero dejar de ver luces y quiero sentirse solo en el medio del campo. Se aleja de la zona arbolada, de los tres coches estacionados, de la parrilla y los elementos del campo. Camina entre una oscuridad absorbente en retirada, pensando en que hace días que no llueve y que ella está lejos, muy lejos, durmiendo en ese instante con otro hombre, pero que tal vez tiene los ojos abiertos y está pensando en él.

Cuando llegó a ese lugar, despertándose con la luna, pensó que no tiene nada para comer, que no tiene nada pensando para escribir y que realmente no tiene nada para hacer en ese lugar. Pero se siente bien, se siente lejano y escondido. No tenía planes para volver en el corto plazo y eso le había dicho a Suaznabar cuando le pidió por el coche, este estaba sentado con Wilmar y se estaban riendo de algo sobre lo que hablaban. Suaznabar lo miró y le dijo que no, que él usaba el auto y que lo necesitaba. Cuando se lo había pedido le había cambiado la cara aunque Wilmar seguía dando carcajadas estruendosas que retumbaban en todo el comedor. Pero entró Julia, saliendo de la cocina, con un porrón en la mano y le dijo a Mariano que sí se lo podía llevar. Suaznabar no discutió y encendió un cigarrillo, al mirar a Wilmar empezó a reírse de nuevo y continuaron hablando de lo que venían hablando. Ulises estaba cocinando y Julia lo ayudaba; o más bien tomaba cerveza y lo miraba, aunque cada tanto le decía dónde estaba tal o cual cosa; Mariano fue a la cocina y empezó a hablar con Julia. Esta lo miraba con una cara extraña pero en sus ojos se veía la eterna amabilidad de la que hablaba su marido y que decía no tener. Ella le decía que hacía bien, a veces había que alejarse para olvidar. Ulises le decía que por su experiencia no servía todo eso, aunque si realmente se iba a ese lugar lo que mejor podría llegar a hacer era escribir esa idea esquiva sobre los autores rusos en la gran guerra patriótica. Mariano realmente no sabía nada sobre autores rusos ni siquiera tenía bien en claro que esa era la denominación que los rusos le daban a la segunda guerra mundial. Pero siempre hablaba de ello como si fuera un erudito del tema, y sus amigos le creían, o por lo menos decían creerlo. Salvo Wilmar que siempre que hablaba de eso le decía que era un mentirosohijodeputa –así todo junto y rápido-. El día de la llegada se sentó y puso música, muy fuerte, y grito hasta más no poder. Nadie llegó a quejarse.

Mira para atrás y ve las luces en la lejanía pero todavía las veía. El cigarrillo se había acabado y lo había tirado pasos atrás, había agarrado con la punta de los dedos la colilla y la había hecho volar en un arco ascendente y luego descendiendo hasta el piso. Busca en el gabán –que no era suyo sino de Marchu- y encuentre los cigarros que él fumaba. Agarra uno y se lo pone en la boca, mientras se daba vuelta para mirar las luces. Busca el encendedor. Siente la nariz muy fría y tiembla un poco. En la madrugada el frío es tajante. Busca a la luna en retirada y piensa en los poemas de García Lorca. El polvo hizo que las botas impermeables negras estén recubiertas de una pátina de polvillo. Un gallo canta en la lejanía y unas aves cantan a lo lejos. El viento sopla, le vuela el gabán abierto, genera un sonido insoportable en esa dirección y la cambia. Ella debe estar con los ojos abiertos en el lado derecho de su cama, mirando el reflejo rojo del reloj despertador en la mesita de luz. Debe sentir la respiración de su pareja a su costado sin que la toque. Debe estar desnuda y la frazada la debe tener hasta el cuello, tapando su cuerpo. Tal vez la cola de ella toque la espalda desnuda de su pareja. Pero, mientras fantaseaba Mariano, debe estar pensando en mí. Deben haber hecho el amor en la madrugada antes de dormirse, por eso ella duerme desnuda, sino no lo hubiera hecho. Y está despierta porque un sueño poderoso la despertó. Una imagen que no la deja dormir. Tal vez se despertó allá tan lejos y miró a su pareja esperando encontrarme, pero lo encontró a él. Y después de ese momento no se pudo dormir. Entonces mira la hora esperando que el despertador cante las siete. Pero las horas no pasan. Y en vela piensa en mí y se aleja de ese cuerpo ajeno a su amor. Quiere que lleguen las siete para que su pareja esa noche se levante y ella tenga que empezar a hacer cosas para escapar del recuerdo y del anhelo. Mariano se para y mira para atrás, todavía ve las luces pero más a lo lejos, los árboles cerca de la casa se mueven bastante porque el viento arrecia y este empieza a mover las nubes que tal vez ese día tapen al sol, y quizá la próxima noche tapen a la luna. Tal vez traigan lluvia. Y si pasa eso quizá asiente el polvo del olvido. Pero él seguirá pensando en ella.

Se dio cuenta que no tenía nada para comer y entonces ese primer día agarró el coche y fue hasta la ciudad. Le gustó ese corto viaje de veinte kilómetros que lo haría cada tres días en los días sucesivos. Antes que nada fue al cine que pasaba una vieja película con Steve McQueen y Faye Dunaway. Preguntó porqué pasaban esas películas y el viejo boletero le dijo que cada tres días pasaban películas clásicas que el cine tenía en stock. Se dijo que Faye Dunaway era una linda mujer pero no era de su estilo. Todos la recordaban por Bonnie & Clide, pero Mariano la recordaba por Network. Se acordaba de la escena en que ella miraba al noticiero desnuda, escuchando como el “anchorman” criticaba al mundo y su amante detrás le pedía sexo. Luego en todas las otras escenas andaba sin corpiño y eso a Mariano le encantó. Cuando terminó la película fue a comprar víveres y cigarrillos. Le impresionó que en un pueblo hubiera un supermercado chino, el chino lo saludó como si lo conociera en la puerta del negocio mientras hablaba con una vieja que le chusmeaba las actividades del barrio. El chino estaba bien informado de las vicisitudes de sus clientes. Compró todo y volvió antes que caiga la noche. Todavía no hacía tanto frío y se quedó largamente mirando la luna en el cielo pensando que ella podía verla, que era la misma luna -¿Es la misma luna?- con estrellas en posiciones un poco diferentes, otro plano astral. Se preguntó si ella sufría cómo sufría él y se respondió que no. Ella estaba en pareja con otro hombre, aunque Mariano estaba seguro que lo amaba a él.

Camina más rápido porque tiene mucho frío. Casi corre pero eso no impide que el viento se cuele por entre los botones y le erice la piel. Tiene las manos cruzadas por delante del pecho en los bolsillos en un intento de cerrar mejor el gabán. Tiene la capucha puesta y da largas pitadas a su cigarrillo. La luz ya está saliendo en el horizonte y los colores son extraños. Un rojo rosado se empieza a notar mientras que un amarillo rabioso juega con el horizonte y el negro aclarado se aferra a lo más alto del cielo. Si Belgrano hubiera visto esta madrugada la bandera sería totalmente diferente, dice en voz alta casi gritando, esperando ninguna respuesta. Y mira atrás y no ve nada. No hay luces no hay nada más que campo en sequía con la tierra agrietada. Piensa en ella lejana en su cama. Tal vez está pensando en él. En Buenos Aires estaba lloviendo y en Londres seguro que había niebla y asesinatos en los puertos. Marianela dónde estaba esa noche. Con su novio o su pareja. Con su primo. En Londres o en Buenos Aires. Perdida o encontrada. Tal vez estaba pensando en él. En Mariano. Sí. Desnuda en la cama con su pareja a su costado, alejándose cada vez que él quería abrazarla. Aunque hacía frío y el calor del cuerpo es lo mejor en las camas grandes, ella se alejaba de su pareja porque su piel le daba asco. El recuerdo era más fuerte que el presente y el pensar en Mariano, en mí, le hacía mal. El rojo y la luz. Pero deja de pensar en eso. Está lejos de todo y no hay nada más que viento y madrugada.

Una tarde estaba enfrente de la computadora mirando lo poco que había escrito. Había escrito toda una discusión de un par de autores rusos –que habían existido, pero nunca conocido- en un café cerca de la Lubianka. Había escrito diez páginas en las últimas cinco horas, mientras tomaba mate. Sólo había mantenido conversaciones esporádicas cuando saludaba a los empleados que le vendían las vituallas o enseres y cuando los mozos se le acercaban y le tomaban el pedido en los restaurantes o bares a los que iba de vez en cuando. Entre el ruido de las teclas y el silencio aparente del campo, escuchó a lo lejos un coche. Se levantó de la silla, dejando la computadora prendida, y salió. Se quedó debajo del alero mirando el horizonte donde una mota de polvo se levantaba y se enrulaba en sí mismo. Esperó y el polvo fue creciendo y se notaba la forma de dos autos que iban rápido acercándose. Puteo por lo bajo, por primera vez en mucho tiempo. Normalmente todo lo que se le ocurría se lo decía en voz alta sin importarle generarse un habito que podría ser mal visto en la ciudad. Los autos llegaron hasta él y estacionaron debajo de la parra, cerca de donde estaba también el auto de Suaznabar, lleno de polvo en todos sus costados. Vio a Marchu que lo saludó de lejos y le dijo que venían a pasar el fin de semana –era jueves-, que no lo iban a molestar y que iban a salir de noche y dormir de día, mientras se iban a ir al río cercano a pescar. Mariano estaba molesto, pero no lo demostró en la cara. Pero antes de saludar a nadie fue a apagar la computadora. Ese día se quedaron todo el día adentro, comiendo y bufando. Cada tanto salían y peloteaban un rato. Pero Mariano no escribió más. Marchu le contaba sobre lo que había pasado en ese tiempo, sobre lo que había visto, sobre lo que había comido, sobre lo que había cogido, sobre lo que había sufrido, sobre lo que había gozado. Pero no importaba. En algún momento le dijo que vio a Marianela con su pareja. Y eso erizó la piel de Mariano. Pensó que venía el fin de semana, las carreras y que iban a estar juntos todo ese fin de semana. Que iban a hacer el amor, que iban a besarse y eso le revolvió el estómago. Se hizo de noche y mientras uno de los amigos de Marchu –que Marino no conocía ni intentó conocer en ese día- hacía el asado, el resto jugaba al póquer en la sala. Comieron y luego volvieron a jugar al póquer, Marchu estaba perdiendo mal y los otros estaban más o menos. Salvo uno que ganaba casi todas las manos y Marchu, medio empinado y alegre, le decía que estaba haciendo trampa. Casi se fueron a las trompadas varias veces pero siempre lo paraban, le daban más ginebra y seguían. Mariano estaba con un vaso de gin & tonic tocando desafinadamente el piano de pie que estaba arrumbado y desafinado contra una pared. Tocaba lo poco que sabía una y otra vez, errando notas y creando un sonido anárquico que se mezclaba con los gritos de los no-pescadores borrachos jugadores de póquer. Se da cuenta que es tarde y que no podrá dormir con esos gritos. Piensa en sus dos rusos metidos en un café charlando de cosas que a los rusos no le importan. Recuerda a Marianela y se da cuenta que nunca va a poder dejar de pensar en ella, que es parte de su pasado y presente. Frustrado, se puso el gabán negro sobre la remera gris, tiene el cigarrillo Malboro colgándole de los labios secos con la ceniza esperando a caer. Miró a los amigos de Marchu que jugaban al póquer, fumaban, tomaban; una bruma ocre los encierra y los hace parecer lejanos a todo. Tocó un par de últimas notas en el piano, ya parado y sale de la habitación, de la casa, del casco de estancia, alejándose por última vez para volver a casa.




1 comentario:

Luna dijo...

Muchos detalles.
Es así, cuando llueve porque llueve y cuando no, también se piensa y se extraña.


Besos