domingo, mayo 23, 2010

El Piano enterrado.

Ulises Margariño siempre afirma, cuando alguien se lo pregunta pero sin necesidad que realmente lo hagan, que José María Arce es un buscador de anomalías. Por eso, quizá, cuando a Wilmar le llegó la carta sólo pudo recurrir al único que se dedicara a esas situaciones anómalas. Aunque a decir verdad ni Arce ni Wilmar tienen una relación fluida, casi nunca cruzan palabra en las reuniones a las que concurren en común y tampoco se ven fuera del círculo social de cada uno.

A Wilmar la carta le había llegado a sus manos, luego de estar años dando vueltas. El correo que usaban sus conocidos era especial, ya que la carta –sellada y lo único que siempre tenía escrito era el nombre del destinatario en ella- pasaba de manos a otras manos amigas. Así la carta podía estar dando vuelta años o décadas entre viajes e idas y venidas. Algunos de los que las escribían tenían la costumbre de poner el año que la carta salía de sus manos en vez del nunca escrito remitente, así cuando la carta llegaba –si llegaba- al destinatario sabía cuánto tiempo esa carta estuvo dando vueltas entre manos amigas. No pocas eran las veces en que las cartas llegaban y la comunicación ya se había efectuado vía oral. Pero así era cómo las noticias se movían en el círculo. Siempre escribían todo en papel de arroz y si en algún momento caían en las manos de las fuerzas del orden, el que llevara circunstancialmente, se la tenía que comer.

La carta le había llegado a Wilmar hacía un mes. No la había abierto hasta pocos días antes que le informara de la situación a José María Arce. El remitente había puesto el año, en tinta roja y caligrafía extremadamente prolija: 1995. Por lo que había estado dando vueltas de mano en mano más de una década. Las últimas manos por las que pasó esa carta habían sido la de Julia Suaznabar, lo que nunca dejó de asombrar a Wilmar. Julia le contó que estaba sentada en una plaza en un pueblo/ciudad perdida del interior de la provincia de Buenos Aires, en su eterna búsqueda de su ciudad de William Morris. Ese pueblo le había parecido extraño, la gente que andaba por la calle le parecía toda similar, pero eso era lo único diferente de cualquier otro pueblo de la provincia. Una plaza como centro neurálgico, la iglesia como bastión de la moral, la comisaría allí cercana como custodio de esa moral y la municipalidad con toda su retórica ética. Pero en ese lugar, mientras fumaba uno de los largos cigarrillos que fuma ella, se le acercó un gringo sucio –poeta, le dijo luego-. Se le arrimó a pasos vacilantes y le preguntó si ella era ella, y Julia dijo que sí, aunque no sabía cómo ese personaje podía saber eso. Le entregó la carta, dijo que la tuvo unos cuantos años, “de parte de un amigo a otro”. Ella tuvo la carta el tiempo que estuvo de viaje y un día, cuando sabía que su marido iba a ver a su amigo, se la dio para que se la entregara a su destinatario. Así terminó el largo periplo de la carta, pero la carta reposó más de un mes en el escritorio de Wilmar sin ser abierta.

Cuando Wilmar terminó de imprimir los libros y empezó a distribuirlos entre las librerías de incunables, las librerías de viejo y algunos estudiantes para que los repartieran en las facultades, recordó la carta. Ese día –ya de noche- se sentó en el escritorio y la vio, puesta entre dos libros –Dios y el Estado de Bakunin y Chomsky on Anarchism de Noam Chomsky-, sobresaliendo en el aire. Ese fue el momento en que, más de una década más tarde, el papel de arroz con el mensaje vio la luz. Se asombró, y pocas cosas lograban hacerlo. Nunca esperó conocer la verdadera historia de ese suceso. Siempre pensó que todas las cosas que se decían sobre ese personaje y su banda, eran todas charlas de borrachos en bares de anarquistas, socialistas, comunistas o checoslovacos en altas horas de la madrugada. Mientras leía la carta, no podía más que sonreír y hasta reír con algunas de las alusiones. Se dijo en voz alta: “Así que es verdad…” y sonrió. Las instrucciones eran muy claras y le llamaba mucho la atención que se las haya dejado a él, que –cuando se despachó la carta- era un crío bastante imprudente y sin demasiada decisión. Otra cosa es que nunca se habían visto en persona, pero al parecer sí había pasado alguna vez por la panadería cuando la regenteaba su padre. Se quedó pensando en el personaje, en si todas las historias que se contaban entre nubes etílicas eran ciertas. Se dio cuenta que no podría ir a cumplir con el recado. Estaba anclado en su historia y no podría salir de ella por unos momentos para deleitar a los lectores de su vida con un desvarío.

En ese momento se dio cuenta que tendría que encontrar a José María Arce que podría analizar y contextualizar la anomalía que tenía Wilmar entre manos. Por más que no le caía demasiado bien como persona, sabía que era muy bueno en esas situaciones. Suaznabar alguna vez le contó de cómo había conseguido robar de una vieja biblioteca lisboeta el libro de Rafael Hitlodeo y cómo había escrito un ensayo –bastardeado por la crítica histórica hasta el punto de llamarlo literatura- sobre eso. Pero desde hacía mucho tiempo ninguno del grupo lo veía. Se decía que estaba encerrado en la quinta de San Vicente a la que habían ido alguna vez, pero Ulises lo había ido a buscar un día de la semana –lo que fue toda una aventura, según contaba él- y no lo encontró. Wilmar sabía que era el hombre para esa empresa. Por eso lo llamó a Ulises y le preguntó por su amigo, este le comentó que creía que los utopienses se lo habían secuestrado por intentar revelar el secreto de su sociedad.

Fue al bar, primero, allí le dijeron que hacía bastante tiempo que no lo veían. Entonces Wilmar decidió que tenía que conseguir un auto e ir hasta San Vicente, previo paso por el departamento de José María Arce sobre la calle 25 de Mayo en Temperley. Vio un Renault 9 gris oscuro sucio estacionado sobre la mano equivocada de la calle, además –y eso fue lo que lo definió en su elección- estaba puesto en un lugar muy inconveniente para el transito, ya que había un auto estacionado en el lado correcto de la calle y junto al Renault sólo dejaban un pequeño espacio. Wilmar se sintió en su deber cívico/moral aligerar el transito de la calle y, con las herramientas que él siempre llevaba en la campera, abre el auto. Lo enciende y sale rápido por si las moscas. Por suerte tenía nafta.

Manejó primero hasta Temperley, mirando las personas pasar, buscando si alguna de esas personas que iban por la calle era a quien buscaba. Pero llegó hasta dónde estaba la casa de José María Arce sin verlo. Sin tocar el timbre –algo que Wilmar no hace- entró a la casa y notó que hacía mucho tiempo que su dueño no pasaba por allí. Vio una fina capa de polvo por sobre todos los muebles. Pasó los dedos por un estante con libros, notó que faltaban algunos. Sus dedos dejaron una larga marca.

Siguió camino hacia San Vicente agarrando la avenida Hipólito Yrigoyen. Tardó menos de una hora en llegar en ese día. Entró al pueblo lentamente y agarró en dirección a la quinta que tenia alquilada José María Arce. Dejó el auto a un par de cuadras y caminó, mientras el viento le pegaba en la cara. Saltó la reja por la parte de atrás. Vio que el agua de la pileta estaba podrida y muy verde. Fue hasta la casa y entró. Una vez dentro volvió a buscarlo, pero no lo encontró. Otra vez sólo rastros perdidos de la persona desaparecida. Salió como entró y volvió al coche.

Decidió pasar por un café y se sentó allí, en una mesa redonda mirando la plaza del pueblo. Una moza muy simpática y con una gran sonrisa lo atendió preguntándole qué deseaba en ese bello día. Mientras perdía su vista en el cielo gris y tomaba su cortado. Una mano lo palmea en la espalda y Wilmar se da vuelta, una persona que no conoce le susurró al oído una dirección. Este se da vuelta y se aleja sin más. Apura el café y va al encuentro de José María Arce.

Wilmar llega a esa dirección en el coche y espera sentado dentro. Una persona aparece al costado, abre la puerta y se sienta. Es a quien buscaba, que le dice que salga rápido de ahí. En el coche José María Arce le comenta sobre su situación con los utopienses, y Wilmar no le cree nada, pero ve una posibilidad para que acepte su pedido. Le dijo que la mejor forma para que no lo encuentren es que se pierda en el inmenso vacío de la provincia de Buenos Aires. Este lo piensa y le dice que no sabría qué hacer. Y ahí le entregó la carta. La leyó y sus ojos se abrieron. José María Arce también conocía la historia del Filosofo, como todo buen cazador de anomalías.

Wilmar frenó y le dejó el auto, cuando abrió la puerta le dijo que se lo lleve que estará seguro con ese auto durante un buen rato. José María Arce se pasa desde el asiento del acompañante al del conductor pasando por arriba del tablero del medio y esquivando con el pie la palanca de cambio. Lo miró un rato por el espejo perderse en la oscuridad de la noche y luego pone primera y arrancó el coche.

José María Arce conoce la historia del Filosofo y su banda de música. Todos alguna vez en el grupo la habían oído, ya sea en algún bar o café de los tantos que frecuentaban o a algún borracho contarla alguna vez. No sabía porqué pero a Arce las historias en las que él confiaba siempre se la contaban borrachos, siempre hombres, siempre viejos. La primera vez que lo había oído había sido mientras estaba tomando un café en un viejo bodegón de la zona de Tribunales. Allí, una pareja hablaba detrás suyo. El hombre le contaba a la mujer una historia de unos músicos perseguidos que se los podía encontrar en la pampa argentina. Al principio le pareció una historia bien novelesca pero luego fue encontrando cada vez más testimonios que la fueron haciendo –por lo menos en su cabeza- cada vez más verídica. Luego la escuchó una vez en el Café El Sol. Un eterno borracho, no importaba a la hora que uno se acercaba a ese café que estaba en la estación de Banfield siempre estaba ebrio, le contó que ese hombre tocaba música que elevaba el espíritu a la revolución, que con su música hacía pensar a las personas que lo escuchaban y que con su piano podía hacer levantar a todo un pueblo para que salga de su eterno adormecimiento. El Filosofo –así, verbo y no persona- era un mito de la pampa que se posaba cada tanto en sus oídos. Y en los oídos de Wilmar también, las únicas pocas conversaciones en las que no se repelieron fueron cuando ellos afirmaban que estaban convencidos que la banda existía. Todos los demás se reían de ellos.

Y en ese momento, parado en la banquina releía lo que de puño y letra había escrito años atrás ese personaje entre real y novelesco. Ese Filosofo que se estaba dejando el mundo del mito. Los camiones pasaban por su costado pero él estaba enfrascado en ciertas palabras que intentaba develar el mensaje cifrado. “La música siempre seguirá sonando de mi piano. Las notas siempre saldrán de él. Por eso mi piano es un arma, por eso me persiguen”, decía en un momento el Filosofo en la carta. Esta más que nada hablaba que había que buscar su piano, que él ya estaba muy cansado y viejo para seguir moviéndolo por todos los campos. Estaba cansado de escapar con su piano de cola y sus músicos habían sido apresados, estaban muertos, o habían dejado de tocar pensando que la utopía se había apagado. La carta había sido escrita para darse cuenta que tenían que encontrar el piano que allí algo se iluminaría al que sepa mirar o escuchar. Lo que todavía no podía encontrar eran las claves que le indicaran en qué lugar había dejado el piano.

Arrancó el Renault 9 gris oscuro que le había dejado Wilmar y sigue manejando por las rutas de la zona pampeana. Hacía frío ese día. Una espesa capa de niebla tapaba el sol, y algunos autos andaban con las balizas encendidas, algo que José María Arce odiaba e insultaba a los que lo hacían. Manejó hasta una estación de servicio, esperando que la cortina de niebla se corriera y saliera el sol. Allí se quedó esperando mientras fumaba un cigarrillo. Estaba al costado de una ventana y miraba el poco paisaje que podía ver. A veces pensaba que estaba en la puerta del infierno. Releía la carta buscando las anomalías, él estaba seguro que allí estaban las pruebas.

Cada tanto miraba por sobre su hombro e intentaba descubrir si atrás de él alguien lo buscaba. Si atrás de él algún agente lo estaba persiguiendo. Sonrió cuando se dio cuenta que él, siendo perseguido por los utopienses que deseaban que devolviera el libro y que callara lo que sabía de su civilización, estuviera tras los pasos de un músico que era un mito que siempre fue buscado por las autoridades por revolucionario. No vio nada extraño pero entre la niebla podían estar escondidos varios agentes que lo perseguían. Una vez lo encontraron con la guardia baja. Cuando estaba en la quinta en San Vicente. Ahí pensó que los había perdido, ya que sabía que en Temperley lo tenían vigilado. Pero los agentes eran buenos y lo habían seguido hasta el pueblo. Entraron en la quinta una noche mientras él estaba sentado en el sillón de cuero con un libro en la mano. El perro –Donovan- ladró. Cuando levantó la vista ahí los vio. Eran dos tipos bien grandotes. Uno tenía puesto un jogging y el otro estaba de jean y remera. Ahí le hablaron con franqueza y le pidieron el libro. Fueron persistentes pero amables y nunca perdieron el temple. Se fueron como entraron y José María Arce se dio cuenta que corría peligro. Ese día, sin que ninguno de los dos lo dijera, sabía que su vida corría peligro. Pero el libro estaba bien escondido y nunca –nunca- se lo iba a entregar. Ahí empezó a esconderse y no habló con ninguno de sus amigos hasta el día que Wilmar lo fue a buscar. Se había vuelto muy bueno escondiéndose. Pero sentía siempre la respiración de los agentes utopienses en su nuca.

Leyó una frase que le llamó la atención: “(…) cerca de pueblos o ciudades sin nombres, donde no existe la individualidad, dónde un río lejano serpentea entre meandros escondidos entre la tierra seca. Allí, entre un pueblo con nombre sin ninguna ruta que llegue a él, en un lugar que se hace llamar puerto pero que no tiene agua, donde nada se embarca o desembarca, en ese lugar con nombre que hace público las doctrinas, allí se encontrara mi piano con su música que nunca dejará de sonar. Sus cuerdas son eternas compañeras, la obra siempre hará pensar y las ideas siempre vivirán. (…)”. José María Arce se dio cuenta que en ese párrafo estaba la clave.

Vio que cerca de la puerta había un mapa grande y viejo de la provincia de Buenos Aires. Dejó algo de dinero sobre la mesa y camina hasta el mapa. Allí se puso a mirar detalladamente el mapa, buscando dónde estaba en ese momento y los sectores más cercanos. Hizo memoria y recordó que alguien alguna vez le dijo que el pueblo donde por última vez habían visto al Filosofo y su banda de músicos con mutis era en la zona entre Colonia Vega y Santa María. Busca esas ciudades en el mapa pero no las encuentra. Iba a ser complicado.

Leyó: “El Enigma es siempre difícil de descifrar. Se puede intentar 39 veces sin encontrar ninguna respuesta de ninguna gravedad. Aún así se puede intentar durante unos 46 minutos sin llegar a ninguna solución. En el sonido de la música a veces están las respuestas. Ya sea intentando escuchar a Kerchkhoff en su sinfonía de tres. Allí de nuevo se pueden buscar respuestas pero usarlas de manera correcta siempre es más difícil. ¿Dónde está el poder de la música y la revolución? Es más difícil pensar en encontrar. Yo lo dejé atrás. Ya sea en el sur. Pero las cuestiones no son buenas. Me siento perdido en un desierto a cincuenta y nueve grados de temperatura, cocinándome como un pollo en un horno durante cincuenta y un minutos exactos. Pero en ese momento me doy cuenta que dejó mi rumbo normal y tomo otro al oeste. Y dónde voy a terminar. Dónde mi piano va a sonar. Enterrado en el barro, mientras yo busco mi tumba en algún lugar. (…)” y la carta seguía y seguía con perfecta y hermosa caligrafía. Volvió a mirar el mapa y no encontró la clave.

La niebla se había disipado pero José María Arce estaba más perdido que cuando salió hacía varios días de San Vicente. Estaba medio perdido en la pampa y en cada estación de servicio que paraba tomaba notas y apuntes de la carta que le había mandado el Filosofo a Wilmar. Manejó hasta la noche, siempre pensando en los extractos que recordaba de memoria de la carta. Y cuando sus ojos se empezaban a cerrar se dio cuenta que tenía que parar en un hotel para dormir.

En la cama durmió por un rato largo. Hasta que se despertó en medio de la noche. Recordó las palabras y algo hizo ruido en su cabeza. Fue hasta sus anotaciones y buscó unas. Anotó los números en un papel: 39, 46, 59, 51. Fue hasta la carta y volvió a releer el párrafo. Buscó palabras que sobresalieran y notó: gravedad, minutos, grados y minutos. Luego se dio cuenta del Sur, al final del párrafo decía Oeste. Anotó en el papel 39 grados 46 minutos Sur, 59 grados 51 minutos Oeste. Se durmió sobre el escritorio.

A la mañana siguiente se despertó renovado y compró un buen mapa con latitudes y longitudes. Pasó lo que había encontrado en la carta al mapa y encontró un punto muy pequeño que decía: Puerto Manifiesto. Recordó algo en la carta que hablaba sobre una ciudad sin nombre y vio que cerca de ese pueblo con extraño nombre había marcada una ciudad pero que no tenía ningún nombre en el mapa. Primero pensó que era una errata pero luego recordó: cerca de pueblos o ciudades sin nombres y también el: en un lugar que se hace llamar puerto pero que no tiene agua, (…), en ese lugar con nombre que hace público las doctrinas. Sonrió y gritó. La gente en la Terminal de ómnibus lo miró extraño y él bajó el tono de su felicidad. En los primeros párrafos de la carta ponía los nombres de las ciudades sin nombrarlas. Y luego le daba las coordenadas en un párrafo medio onírico al medio de la carta. En una carta de ocho carillas –del derecho y del revés- era algo complicado de encontrar. O eso presuponía José María Arce.

Manejó durante el día hasta las coordenadas. Iba escuchando música y pensó en la Sinfonía de Kerchkhoff, nunca había escuchado hablar de ese músico. Anduvo durante horas manejando pensando en sus manuscritos que había dejado en su departamento. En algún momento recordó el acto que había organizado en ese club. Ahí había hablado de Utopía y había informado a la audiencia –que no había leído su libro- que lo que hablaba Tomas Moro era verdad, esa civilización había existido y todavía perduraba escondida a simple vista. Nadie le creyó, lo abuchearon y los historiadores empezaron a reírse de su ensayo. Esa fue la primera vez que vio a los utopienses detrás de sus pasos.

Llegó a Puerto Manifiesto que era un pueblo de diez casas, ninguna ruta llegaba hacia él, había que desviarse por un camino de tierra durante treinta y cinco kilómetros sin que ningún cartel avisara para dónde había que ir si se lo buscaba. Sólo cuando se entraba había una chapa que decía: Bienvenido a Puerto Manifiesto.

Paró el coche y bajó a la pulpería que era el único lugar donde vio gente. Ahí había un borracho y el pulpero que miraban la televisión sobre la barra. José María Arce le pregunta al pulpero sobre el piano. Este lo mira y le dice: “Así que al fin llegó… Tiene que caminar para aquel lado y de pronto lo encontrará…”. Se lo dice apuntando para un lugar, físicamente imposible caminar para ese lugar sin chocar con la pared, pero él entiende el significado de las palabras. Al dejar de decir eso vuelve a la televisión y se ríe de algo.

Salió y caminó tranquilamente con dirección al rumbo que le encomendó el pulpero. Caminó durante una hora y media. Había saltado dos alambradas de púas y dos más alambradas electrificadas. Siguió caminando mientras sus zapatos se embarraban por el rocío de la mañana. Estaba perdiendo las esperanzas cuando a lo lejos lo vio. Vio una mancha negra entre la gran planicie verde. Y no era una vaca. En ese momento aceleró el paso.

Llegó rápidamente y encontró el piano de cola. Enterrado en las patas en el pasto, con la madera podrida, los pedales rotos, las teclas como desarmadas y la tapa de la caja de resonancia un poco abierta fuera de su lugar. Tenía grafitis a los costados y en algunos lugares se notaban los perdigones de algún muchacho que no había podido cazar nada y le había disparado a esa anomalía en el medio del campo. Le gustaría haber visto a las personas que encontraron ese piano en el medio de ese páramo verde. El tiempo había hecho estragos con la madera. Y se quedó mirándolo. No sabiendo qué hacer. Primero toca una tecla y espera que el sonido de la música vuelva por entre el rugido del viento, pero no pasa nada. Se sienta sobre él pensando en para qué estaba ahí. Sacó su libreta del bolsillo y leyó: se encontrara mi piano con su música que nunca dejará de sonar. Dio un par de pasos para atrás y lo miró, con otra mirada. Pensó en la música y en las ideas que siempre se hablaban del personaje. La idea de revolución de las ideas, el que la música hacía pensar hasta a los pueblos más aletargados y que los gobiernos sólo quieren mayor estupidez de sus ciudadanos. Pensó en el “pan y circo”. Abrió la caja de resonancia y buscó entre las cuerdas, allí encontró un manuscrito, envuelto en plástico para guardarlo. Lo sacó.

Abrió el plástico blanco y leyó: Revolución en La Mayor, por el Filosofo. También había una nota que decía: “El piano puede llegar a ser tomado como un símbolo, tal vez lo mejor sea quemarlo, si existe el mito existe esperanza, pero si existe el piano el mito desaparecerá y sabrán que yo estoy muerto. Así que el piano, mi piano, tiene que morir conmigo para renacer de las cenizas en ideas y esperanzas”. También dentro de la caja de resonancia había un tarro con nafta.

Al caer la noche, José María Arce, estaba a unos dos metros del piano encendido. El fuego crecía y sus llamas se podrían ver desde kilómetros a la redonda. Sostenía el manuscrito sobre su pecho, mientras veía como del fuego podría surgir el mito, y con el mito las esperanzas.