Estás anémico de amor. Estás frío. En tu cuerpo no entra una insufla más de sentimientos. Algunas veces, cuando andás por la calle y te encontrás con una chica bonita –en cuerpo y cara, tal vez en alma- sentís un pinchazo al órgano del deseo. Pero dura poco, porque el deseo es un corredor de sprints muy cortos y el amor es un maratonista de largo aliento. Así es como una vez que el deseo se satisface en sus ansias con el cuerpo ajeno o en prácticas onanistas, el sentimiento de empobrecimiento del amor vuelve a tu ser. Por eso te pesan los hombros al caminar y el pantalón siempre te parece un talle más grande que el que debería ser.
Andas por las calles perdido mirando a los ojos de las personas que parecen no verte. Miras a las mujeres que vienen a ti a la cara. A veces bajás un poco la cara y le mirás el escote en verano, el pulóver en invierno. Pero ellas pasan en legiones a tus costados. Son ejércitos enemigos que andan a tu lado sin verte, sin sentirte, sin odiarte. La batalla ellas la tienen ganada, vos no existís y ellas se pasean en sus ropas ajustadas, triunfantes, por las calles de tu ciudad. Porque la batalla decisiva la perdiste hace algún tiempo cuando Marianela se fue y te quedaste solo mirando a las demás mujeres. Sabiendo que ninguna es ella, cuando empezás a conocerlas siempre esperas reconocerla a Marianela en las otras mujeres. Te das cuenta que ella es única y que era tuya, que está en Londres y que vos perdiste. Y cuando te das cuenta que ellas no son la mujer que vos amás, perdés las ganas de estar entre ellas, de besarlas, de amarlas, de hacerles el amor, de perderlas.
Mientras el bar se va vaciando de gente, vos extendés tu mano delante de tu cara y la mirás. Abrís la mano como para saludar con todos los dedos bien separados y la pones delante de tu cara. El anillo que alguna vez tuviste ya no está allí. Te miras la palma de la mano y te das cuenta que no la reconoces. Allí tal vez están escritos todas tus heridas de amor y todo tu futuro. Pensás si allí alguna quiromántica podrá leer algo. Vos te miras las líneas y las arrugas. Te das cuenta que si la miras mucho tiempo esta mano, que ya no es la tuya, va a desaparecer. La miras y esperas a que desparezca y puedas ver las paredes sucias y suicidas del bar. Volverse transparente como para todas las demás personas. Te das cuenta así que sos un ente que desapareció de todas las personas importantes de tu vida. Miras la mano porque sabés que en algún momento va a empezar a decolorarse y ser la pared del bar.
Pero no pasa. Aunque el mozo pasa por tu costado sin verte. Y mientras tantos ves el aliento ocre del humo del cigarrillo pasar por tus dedos abiertos y giras para verte las lastimaduras de los golpes en los nudillos. Das una pitada, larga y plena, al cigarro y con la mano extendida lo agarras. Tomas algo de café mirando el lugar sin observarlo. Perdido en tus pensamientos sobre los amores perdidos y las soledades aparentes.
Volvés a extender tu mano por sobre el lugar donde cuelga la televisión tipo hospital. La mirás con toda tu fuerza intentando ver cómo tu mano deja de existir, intentando encontrar la forma en que desapareces de la vida de las demás personas. De cómo desapareciste de la vida de Marianela. Y te quedas pensando en ella mientras tu mirada se pierde el foco de tus dedos que se hacen cada vez más chiquitos y finitos. Te das cuenta que ella es un ente autónomo de tu vida. Ella es alguien que está allí cada tanto cuando la necesitas, alguien con quien hablas; pero no soportas las ganas de querer verla, de querer besarla, de sentir su cuerpo enredado al tuyo mientras respiras su esencia. Respirarle el olor de sus cabellos. Oler el color de su cuerpo y recorrerla de punta a punta.
Y tu mano se desvanece de tu mirada y tus ojos se pierden. Y en la televisión colgada está Jim Lovell caminando por donde siempre debe haber soñar caminar y nunca lo logró. Un Lovell con la cara de Tom Hanks con su traje lunar mirando el polvo blanco del terreno lunar. Mirando con ojos únicos algo que nunca más volvería a ver. Vos te das cuenta que el piso de la luna es algo único y vos jugaste a hacer tus alunizajes. Te acordas de esos momentos.
Lo viviste y tus ojos pierden tu mano, pierden la televisión, pierden a Tom Hanks y pasan de largo del Jim Lovell que nunca fue. Tus ojos dejan lugar al pasado y en vez de ver lo que ellos te muestran tu cerebro te señala los pasados. Te ves en tercera persona, sos el narrador de tu propio pasado. Sos tu propia ficción. Por eso la vez a ella, a Marianela tirada en la cama, en la tuya, durmiendo un sueño liviano. Está casi desnuda, tiene una bombacha roja muy pequeña. La ropa está toda a su costado señalando el camino que hizo hasta llegar a la cama. El saco negro cerca de la puerta. El pulóver gris tirado lejos de haberlo tirado en juego sexy. La camisa negra que usaba abierta y escotada a los pies de la cama. El jean al costado de la cama, con la parte de adentro para afuera en demostración de lo rápido que se lo sacó. Y el corpiño rojo –ese ideal conjunto rojo que compró para vos- en la mesa de luz, colgando del velador. La bombacha se la había vuelto a poner cuando volvió del baño por pudor o vaya saber qué, vos no lo sabías. Tu amada Marianela casi siempre andaba con bombacha –pequeña casi inexistente-, ella andaba siempre casi desnuda. Y ella dormía en tu cama, las frazadas todas desarmadas a sus pies. Vos la mirabas, te habías quedado dormido a sus pies y los tuyos están en su cara. Te despertaste antes en la tarde luminosa y la mirabas con las últimas luces de la tardecita.
Ella con su cara redonda y su pelo negro sobre su cara. Su cuerpo blanco leche. Se había quedado dormida mirando al techo, tu amada siempre dormía boca abajo. Ella quería que la despiertes con mensajitos que vibren bajo su almohada para despertar con una sonrisa y vos lo hacías para que seas lo primero que ella pensara en esas mañanas. Te moviste y el colchón se movió. Ella abre los ojos y cuando se da cuenta dónde está, te mira y una sonrisa se le planta en la cara. Vos le besas los muslos de la pierna y Marianela se ríe, con una sonrisa que parte ventanas y te llena el corazón de amor. Te enamoraste de ella por su sonrisa, te enamoraste de ella la primera vez que te sonrió en ese bar de Bernal mientras vos insultabas a Coldplay.
Se sienta apoyando la cabeza contra la pared y se aleja de vos. Mientras se mueve empieza a hablar sobre todo y sobre poco. Su voz infinita que hoy en el bar estas perdiendo, la voz que intentas recordar con su sonrisa nerviosa cuando le decías “Te quiero”, "Te amo", "Te deseo", "Te necesito" u otras palabras dulces. La voz que no podes recordás en ese instante. Pero ella te habla con su voz, con su voz propia. Su voz aguda. Vos te acomodas para estar más cerca de ella y te apoyas sobre su estómago. Ella con sus manos te acaricia la cara mientras habla sobre el trabajo y trabajoso del trabajo. Pensás poesías y odas a su cuerpo casi desnudo que no expresás, tus manos acarician su cuerpo. Sus manos se cruzan mientras vuelan como mirlos al encuentro. Los dedos de ella pasan por entre los tuyos y las manos se enroscan en un apretón. Atraes el nudo de dedos a tu boca y besas lo que sobresale de sus dedos finos, con sus uñas cuidadas y pulidas.
Ella se suelta y vos sentís el ir y venir de su panza por debajo de tu cara. Sentís cómo sube y baja. Escuchás su respiración y sentís su risa en su cuerpo. Te volvés a enamorar más profundamente cuando te das cuenta que su sonrisa se traslada por todo el cuerpo. Te alejas un poco y la miras desde sus ojos a la punta de sus pies. Le besas el estomago y con tu nariz le acaricias el ombligo.
Alejas tu cabeza y mirándola le decís que la amás como nunca has amado ni amaras. Te sentís raro porque estás tan cursi. Cuando te pones cursi te da miedo, cuando te pones así ellas se van. Pero no te importa en ese momento. Sólo te importa ella y su cuerpo de leche. Miras sus pezones rosados y sus ojos marrones. Sus labios finos y rosados. Alejas tu cabeza y te acercas con los ojos mirando su estómago. Ella tiene su mano sobre tu nuca y juega con tus cabellos, enredándolos. Vos apoyas tu pera contra su cuerpo desnudo, y abrís la boca, sacas la lengua y la pasas un poco por el lugar. Tu mano aparece y se pone cerca de la boca. Tus dedos bajan de tu cara. Tu mano derecha tiene el índice y anular como piernas, y pisan el cuerpo blanco de tu amada. Vos decís “es un pequeño pasa para el hombre pero un gran paso para Mariano” y haces saltar tus dedos sobre su panza, cada tanto le haces cosquillas y ella se ríe, pasando su temblor por todo el cuerpo. Vos lo sentís en tu cabeza. Le decís que tu cabeza está en el mar de la tranquilidad, y la miras a tus ojos. Tu oreja está apoyada contra su panza y escuchas todos los sonidos de su cuerpo.
Mientras ella te mira con el calor del amor en sus ojos vos te alejas y vas a su cara. Le das un beso pequeño en sus labios. Un beso rápido, cortito, casi un robo y volvés a tu posición original. Pero te acercas unos centímetros en su largo cuerpo a su cara. Estas a la altura de su pecho. Ahí volvés a hacer el mismo ejercicio. Mientras vas bajando tu cabeza le decís que ahora sos el Apollo XV. Haces los mismos movimientos pero con más velocidad. Ella te dice que esa es tu misión favorita a la luna, vos asentís con un beso en la base de sus pechos, y la soplas. A ella le hace cosquillas, se ríe y te golpea jugando. Esta vez vos sos el Modulo Lunar y le hablás sobre cómo Scott hizo sobre la faz de la luna la prueba que Galileo estaba en lo correcto. Para eso tenés que alejar tu cabeza de su cuerpo y pones ambas manos sobre sus tetas. Le decís que tu mano de la derecha es un martillo y tu mano de la izquierda una pluma de un águila. Ella conoce todo lo que le decís pero te escucha y se ríe sin saber bien qué es lo que vas a hacer. Tus manos posadas sobre sus pechos van bajando a la misma velocidad y en un momento las dos se posan sobre sus pezones y cuando tocan “el piso” le decís que Galileo tenía razón. En ese momento le empezás a pellizcar tiernamente los pezones. Ella se ríe y se cansa de todas las vueltas. Te agarra la cara y te besa. Vos sin perder tiempo te pones encima de ella y le agarras las manos por sobre su cabeza. Ella te lanza mordiscos a la cara, vos te reís y, como la tenés dominada, la besas. Besos largos, amantes. Besos extraños y llenos de pasión.
La soltás y ella te abraza, sus manos se enredan en tu cuerpo recorriendo tu espalda de abajo para arriba y viceversa. Ella te besa el cuello y te respira palabras de amor en tu oído. Te perdés en su cuerpo y en su aroma. Miras a Marianela hermosa debajo de ti, con su sonrisa que te enamora. Sus dientes perfectos y sus labios rosados. Su voz en tu oído. Su color en tu tacto, su olor en tu boca y su gusto en tu piel. Pierde la bombacha roja entre las sabanas mientras sus piernas se entrelazan, y sus cuerpos se exploran otra vez.
El mozo te despierta de tus sueños y te dice que es hora de cerrar, que pagues la consumición y te vayas. Vos dejas el dinero sobre la mesa con una generosa propina. Te pones el piloto y te recordás la vez que la vista en piloto negro cortito. Llovía y te dijo que se iba. A dónde te vas, me voy, a dónde, lejos, por qué, simplemente porque. Y entre las lágrimas de la ducha y tus ojos rojos lloraste.
Salís y te das cuenta que la noche está en su apogeo. Las nubes negras y oscuras tapan el cielo y sus estrellas. Levantas la cabeza y caminas en dirección a donde debería estar la luna. Cada tanto una ventana se forma entre las nubes negras. Se les ilumina los bordes con la luz blanca de la luna. Se deja ver por un rato, por unos instantes está ahí y sin quedarse quieta sigue su camino entre las nubes. Se esconde entre los velos y te deja solo en la estación de Banfield.
Caminas entre la poca gente y empieza a llover levemente. Cae una lluvia que se arremolina. Miras a las personas que pasan sin verte y te das cuenta que de nuevo sos invisible, que dejaste de ser para todos. Andas por las veredas mirando los ojos de las mujeres que te miran sin ver, como si fueras de cristal. Pensás en Breton y en sus casas de cristal. Vos sos el hombre de cristal, con los sentimientos hacía fuera, sin vida interna y sin que nadie realmente esté interesando en lo que sentís. Andas por las calles intentando recordar su mirada o el sonido de su voz.
Te das cuenta que el sonido de la voz es lo primero que se pierde. La voz es lo más particular de la persona. Las miradas quedan en las fotos y a veces están pegadas al alma. Vos podes describir las miradas de todas tus amantes, incluida Marianela, con lujo de detalles. Desde sus ojos a cómo esa mirada te abrazaba y no te soltaba. Pero la voz, a su vez se diluye entre los ecos de tu memoria. La voz se pierde y es imposible de reproducir. No podes escuchar nunca a nadie que hable igual.
Por eso caminás hasta un teléfono público y marcas su número. Lentamente, apretando fuertemente una tecla por vez. Y esperas el tono. Y escuchas su voz. Esa voz que escuchaste tantas veces diciendo cosas bonitas y amorosas. Pero está vez sólo te dice que ella está afuera, que ella está lejos y que si querés dejar el mensaje, esperes para hacerlo después de la señal.
1 comentario:
Hermoso. Y muy triste.
Me parece que la invisibilidad de él tiene que ver con su propia indiferencia hacia otras mujeres... la busca a ella, solo a ella. Asi es el amor. Muy lindo, G. Sobre todo ese relato de cama, de domingo a la mañana, tan fabulosamnete idealizado, tal como funciona la memoria!!! Mencantó. Si conoces un tipo así, presentalo.
Un besito!
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