martes, junio 15, 2010

Poema.

Está sentado a la mesa con la nariz metida en los libros, con mucho frío en las manos. Piensa en el cómo poder sacar ese libro de la biblioteca y llevárselo para terminar con el trabajo. La vista no se focaliza en las letras que tiene que leer y la mente le vuela y piensa en todo lo que podría estar haciendo. Pero tiene que terminar con esa larga novela rusa, estuvo toda la tarde tomando notas, las notas históricas de la novela, las notas que hablan sobre la historia rusa. Su tesis es que la literatura rusa ha sido la que más ha intentando entender su historia por medio de sus novelas. Se le ocurrió cuando estaba leyendo en Vida y Destino, en los momentos en que los intelectuales, que no estaban en Moscú por el asedio de las tropas nazis, en Kazán discuten sobre literatura, levantando del olvido a la figura de Turgueniev. Ese mismo día, bien tarde y de noche, fue hasta la casa de su profesor. En todo el trayecto fue revisando la idea, la forma, las novelas a tratar. Pensó en La Guerra y la Paz, en Petersburgo, en Todo fluye, en Padres e Hijos, y en todas las novelas que abarcaban una fase de la historia rusa. Una historiografía a través de la literatura. La historia no le gustó demasiado a su profesor, tal vez porque eran las once de la noche y, ya, estaba algo borracho. Eso no lo paró y empezó con su plan maestro, trazó algunas líneas. Releyó las novelas que había leído.

Él está mirando la ventana desde lejos. Ve que ha caído el sol afuera, adentro de la biblioteca cada vez hace más frío. Piensa en agarrar el libro, meterlo en el morral de cuero, llevarla y volverla a poner en el mismo estante de donde la sacó la mañana que sigue. Pero no puede hacerlo, hay una cierta pared invisible que su moral no pasa. Por eso piensa en ella, piensa en esa muchacha que cada tanto lo mira de lejos, hablan y se llevan bien pero en que nada pasa. También se da cuenta que es esa moral que no lo deja pasar a invitarla a tomarla un café o pasar a algo más, le gustaría pero no lo hará. Como tampoco romperá las páginas de la novela que tiene enfrente –El Don Apacible, tomo 3, de Mijaíl Shólojov- que le servirían para terminar las notas. No da más y sabe que tendrá que volver al otro día, le falta más de cien páginas del tomo 3 y todo el último volumen de la novela. Pero la ciclópea tarea avanza.

Piensa en ella, la imagina sentada enfrente de él tomando un café y hablándole. Por supuesto no se imagina ninguna charla realmente profunda, ninguno de los dos es así. Cuando se hablan, por el poco tiempo que lo hacen, hablan sobre cosas muy pequeñas como el clima y se hacen chistes todo el tiempo. Ella ríe con toda la boca, de ahí sale el alma contenta de todos los colores. Le gustaría poder escribir un poema. Intentar poder escribir algo en ese tonó. Poder expresar su forma de ver las cosas en una métrica, con rimas asonantes –le gustán mucho más que las totales- pero no puede. No tiene alma de poeta, aunque cuando alguien le pregunta qué sos, él responde: Poeta. Si le preguntan por alguna poesía que escribió se divierte citando trozos de poemas. Una vez, en una reunión donde nadie lo conocía y él estaba a desgano, empezó a citar partes de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, mezclándola con malas traducciones de Walser, una pizca de Poetas malditos franceses y ahí tenía un poema que funcionaba fuertemente y lo terminó con la frase del soneto de Quevedo, que decía: lo fugitivo permanece y dura. A su amigo, el que lo llevó, se le cayó el cigarrillo cuando terminó de recitar, habiéndose dado cuenta lo que había hecho. Los contadores, médicos y abogados –que nunca saben nada de letras o cosas bellas- lo aplaudieron y lo palmearon en la espalda.

A su costado tiene un par de blocs de hojas. En uno están las notas de las novelas, escritas con muchos colores, a veces hay flechas que llevan una cita hasta la otra, y conceptos que se mezclan. Por ejemplo, algunas notas de Petersburgo se mezclaban con las de un cuento de de Bábel, donde el autor recuerda cómo escapaba a las turbas que se movilizaban por Odessa en la revolución de 1905. En el otro block, tiene palabras que le gustaron mientras leía. Palabras que le generaron algo en el alma y que le hizo ponerla en papel. Son las palabras que le gustaría usar como poeta, encadenarlas a una métrica específica y hacerlas sonar al ritmo de las demás.

Empieza a meter todas las hojas en el morral. La bibliotecaria pasa por un costado y lo mira de reojo. Se le cae el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y la bibliotecaria le dice que en ese lugar no se puede fumar. Sin ganas asiente con la cabeza y la ve irse, caminando tranquila con los libros en sus brazos. Sale apurado, con el morral en un brazo, el pullover y el saco de pana negra, la bufanda a medio enroscar en el cuello. Cuando llega afuera, y la fría ventisca lo golpea, suelta todo y cae al piso. Mientras lo junta piensa en su trabajo –a destajo, sin saber bien porqué lo hace, escribiendo un ensayo que no lo va a terminar vendiendo- y en su vida. Se da cuenta que está perdido. Está parado en la puerta y mira para la derecha y para la izquierda. Poca gente andaba por la calle y todas parecían ser caracteres grises y pálidos. Ninguna parecía ser mujer, todos eran hombres que andaban con la cara triste, la boca tapada y los ojos puestos en las baldosas. Quería ver a alguna mujer para mirarla en los ojos y sentir que tal vez podría empezar a tener algún sentido en la vida. El trabajo no lo terminaba de satisfacer, estaba solo en la vida y cuando estaba los fines de semana en su departamento –muy chiquito, comprado con una herencia que le había dejado justo para eso- mirando la televisión o leyendo, se daba cuenta que estaba perdiendo el tiempo. Que la vida le pasaba por el costado y él no hacía nada para detenerla.

Camina pensando en ella que lo tiene despierto a la noche. La piensa y la repiensa. Se la dibuja en palabras y la ve cuando cierra los ojos. Pero no puede tenerla, está lejana, está en otro lugar y siempre busca una excusa para escparse y hablarle desde más lejos. Siente que la pierde y muchas veces, él, no hace nada para traerla y acunarla en sus brazos. Por eso camina con la mente perdida en San Petersburgo/Leningrado, Volvogrado/Stalingrado y ella, que entraba caminando como campesina rusa. Vestida como mamuska. Y él sabe porqué ella era en sus fantasías esa figura típica. Ella era tantas cosas sin que lo notara, que cada vez salía de debajo otra y otra. Y su vida quedaba con muchas ellas que lo rodeaban y le hablaban desde lejos. Ella era la que no está, la que te habla, la que te encanta, la que te hace chistes, la que te mira, la que no-está, la que no podés tener.

Intenta pensar en un poema mientras camina por la vereda. Se mezcla con los hombres de caras largas, con la bufanda tapándoles las bocas y los ojos puestos en el piso. Él camino pensando en lo que nunca tuvo ni nunca tendrá. Y piensa en el GULAG, en las cárceles de las estepas. Se le mezclan los pensamientos. A veces se siente en una carcel, y todavía no llegó en su historiografía rusa al Stalinismo, dandonse cuenta que piensa en alguien con quien no puede estar. Cuenta los días y los marca en un almanaque cerca de su cama mientras está con frío en la cama y piensa en ella, su sonrisa y sus ojos, sus palabras y su voz; que se pierden que se difuminan en la mente. Cree que está en una prisión sin haber hecho nada incorrecto –como tantos personajes en Vida y Destino, porque lo Kafkiano en verdad ha sucedido en la madre de todas las rusias, desde generales que los llevaron a Sibieria, para luego ganar la Gran Guerra Patriotica hasta el bedel más pequeño que terminaron en ella así- por lo menos da un cierto sentido de resistencia. Él por otro lado camina del departamento al trabajo y del trabajo a la biblioteca y de la biblioteca a casa. Se da cuenta que su vida es otra mamuska.

Enciende un cigarrillo en una esquina mientras un colectivo pasa muy cerca de la ochava en la que está parado. Fuma tranquilo esperando el semáforo que se ponga en rojo para los que van, pero nadie realmente va. Todos vuelven. La vida es un ir y volver. Pero él no siente deseos de volver, ni tiene a dónde ir. El camino es el de siempre. Los pasos son los mismos que los de todas las noches. La misma chica linda aparece como una luz en el día y pone los platos en la misma mesa todos los días. Esa nunca lo mira porque la vida se repite en poemas infinitamente ínfimos que se pintan en decenas de segundos y se sienten el resto de la vida. Mientras más minúsculo el momento más esplendido el poema. El momento es un poema, la vida es un momento.

La vida no es para pensarla, es para vivirla. Pero él no puede más que pensar en ella. Hay dos tipos de hombres –entre los tantos tipos que se puedan ocurrir- los que la viven y los que piensan. Los primeros la pasan mejor porque salen con todas las mujeres –u hombres-, porque hacen, van, comen, cenan, pilotean y, lo más importan, vuelven. Estos tienen hijos sin pensarlo. El otro tipo, el tipo de él, piensa la vida. Intenta encontrarle un significado o un sentido. Por eso camina mucho, lee mucho y piensa en la existencia. Siempre va pero nunca vuelve. Así es como pierde a todas las mujeres con la que estuvo dándose cuenta que esa es la última que podría tener. Porque la próxima que te gusta está en pareja y es feliz con él, por más que pueda ser más feliz con vos. Pero ya no vas, porque no podes volver. Y él no va. Cuando no se va ya está muy pensada la vida, porque ya faltan las dos partes más importantes. El ir y el volver.

Por lo menos en una cárcel rusa –piensa él- el sentido a mí vida me lo habían puesto los carceleros. Piensa en Aleksandr Solzhenitsy y su podría escribir un día en la vida de él. Se da cuenta que no leería el libro inspirado en su vida. Porque primero la prosa sea mala y segundo el libro sería muy aburrido. No había ir ni venir. No habría punto. Todo sería un constante devenir a la nada. Y lo peor era que eso era imposible.

Dobla en donde lo hace siempre, aunque a veces no es siempre. Le pesa la ropa, la bufanda lo ahorca, el pantalón está muy apretado y se siente sucio. Se siente más que nada sucio. Quiere bañarse y dormir. Pero se la pasa durmiendo. Y leyendo. Piensa en La Desdichada y en su pobre vida, pero esa mujer tuvo por lo menos un amor de verdad, un amor por el cual morir. Piensa en que Turgueniev también tuvo eso. Cuando vivía en París y veía a su amada, que estaba casada con otro hombre. Se pregunta si no será él la reencarnación de ese escritor medio olvidado por el hemisferio occidental. Se da cuenta que tiene que anotar en su libreta para revisar los libros de Gorki en la biblioteca. Planea su historiografía literaria rusa. Piensa en contar todos los autores que se perdieron en la Rodino Mat, que lucharon por ella y que vivieron bajo el peso del Estado más poderoso. Tal vez por eso le gusta tanto Rusia y su literatura. En ese sentimiento de encierro y esa bruma grisácea que siente cuando lee sus eternas novelas. Tal vez tiene el sentimiento burgués a la inversa y en vez de sentir esa sensación de sentirse representado y llevado por un personaje, para él era el ambiente. Estaba en ese lugar. En ese lugar triste y gris, con edificios rotos en la casa 6/I antes que desaparezca. Y del Volga se iba a Leningrado –San Petersburgo, los nombres cambian y cambia el lugar- y caminaba por las calles viendo a húsares yendo a fiestas para luego ir a morir luchando contra el Grande Armée de Napoleón en Borodino.

Sube la escalera y piensa en ella. Piensa en ella cuando se despierta. La espera cuando no está a la mañana. Habla con ella todo el día. La extraña cuando la deja de ver. La intenta despertar a la mañana. Y está seguro que la ama. Pero no lo dice. Porque es mejor para los dos. Él está seguro que la ama y que no quiere estar sin ella. Pero está seguro que tiene que estar sin ella. Y ella está segura que tiene que estar con su pareja. Y él la repiensa en su jaula. Prende la televisión y pone sus notas sobre la mesa.

Se prepara una comida frugal y rápida mientras la televisión habla sola. Suena el teléfono y él va, siempre piensa que es ella, pero nunca es. Mira por la ventana mientras habla con su madre. Y piensa en el poema que le gustaría escribir. Uno que hable de todo lo que siente, sin tantas palabras. Un poema que resuene en su misma lírica y reúna todo lo necesario para hacer vibrar al lector. Ese poema que escribe siempre que la piensa a ella o que escribe cuando camina. Un poema influido en mismo aire ruso. Con gris y edificios caídos. Con muertes y tragedias. Destinos y alegrías. Un poema que esté en la vida. Que hable de su desdicha y de su día en la vida. De su padre ausente y de su hijo no nato. Un poema que sea la vida. Una vida que pudiera escribir como a él le gustara.

1 comentario:

Luna dijo...

Los poemas son mucho más que rimas y métrica. A veces se hace poesía con otra forma, con las pausas, las esperas, las sonrisas, los silencios.

Besos