Una chica –de no más de veinte años, quizá de diecisiete o dieciocho, a lo sumo- lo sacude suavemente. Le posa una mano en su hombro más cercano y lo presiona un par de veces. Suaznabar está dormido contra su asiento en el micro de larga distancia y se despierta precipitadamente, haciendo caer el libro de poemas de Malcolm Lowry al piso. La chica lo mira con una sonrisa y sin palabras sigue su camino hasta la puerta. Por un momento él creyó haber visto un ángel, tal vez porque la luz matinal del sol que entraba por la ventanilla formaba una extraña corona luminosa encima de su cabeza.
Toma el libro del piso, abierto en un poema casual. Primero saca el polvillo que había acumulado por su corto lapso en el piso, lo sopla y lo sacude. Mientras camina por el estrecho pasillo del micro intenta leer. Sólo lee algunas palabras que se posan en su vista: hierro, silenciosos, ancla, esfera, kikirikí, pero deja de leer al llegar a esa palabra extraña que no la puede poner en ningún contexto. Sale del ómnibus y se apea en su sobretodo gris. El viento y el frío lo sacuden y sacuden las páginas del libro, perdiendo el marcador. No le importa. Camina por la explanada cerrándose los botones del abrigo y ajustándose la bufanda.
Se para de repente sin el riesgo de ser atropellado por nadie ya que no había demasiada gente en la estación de esa ciudad de la pampa bonaerense. Dejó –los pequeños pasados que están en el presente de la prosa- de pensar en todos sus problemas y mira a su alrededor. Ve lo que debería ser verde blanco, la helada de la mañana todavía no se había disipado en esa hora de la mañana. Eso le gusta a Suaznabar ya que piensa que el vaho que larga cuando respira por la boca hace juego con el paisaje que lo rodea. Más allá de toda la pampa parece ser la nada, el lugar donde uno se pierde. Es como un desierto verde y con vacas, un vacío donde la gente vive.
Agarra de su bolsillo el mapa que se dibujo y mira el triangulo dibujado en el área de letras. Entre las tres ciudades mencionadas por ese texto que había encontrado la tarde anterior. Piensa en si encontrará a Julia en esa ciudad, siente deseos de verla, encontrarla, abrazarla y besarla. Desde hace días tiene esa necesidad.
Tiene frío. Los pies, aunque abrigados y con unas botas gruesas, de tanto estar quietos están fríos. Las manos todavía las tiene bien porque en el micro se estaba bien, pero las mete rápido en el bolsillo para mantener el calor. Mira el puesto de diarios a su costado y sale de la estación de ómnibus. La ciudad –propiamente dicha- está unos cientos de metros más allá de la estación que se posa en un extremo. Camina por el boulevard arbolado y pasan los autos en ambas direcciones, pero bastante espaciados.
La ciudad le parece pintoresca, la casas son bajas y coloridas –abunda el verde y el celeste- intenta recordar esas características en algunos de los relatos que tanto obsesionan a su esposa. Tiene que tener los ojos bien abiertos para ver si reconoce algunas de las palabras con que se describe la ciudad. Pero también, piensa, hay dos factores a considerar. El primero es que desde el momento en que ese lugar fue vertido en letras al tiempo presente puede haber cambiado en demasía y, segundo, tal vez el lugar nunca existió. El segundo punto le interesa más, le parece más interesante. Pero sabe que en alguna ciudad en el triangulo está su mujer y él quiere estar a su lado.
Las posibilidades de encontrarla en esta ciudad no son muy grandes. Ella se está moviendo de una ciudad a otra buscando ese lugar de los cuentos, buscando ese pueblo narrado en las historias. Está buscando la real William Morris aunque tenga otro nombre. Suaznabar sabe que ella tiene que estar en algún punto en el triangulo que él encontró en su casa. Sin embargo algo, no sabe si es cómo da el sol matinal en la calle o el aroma que expelen los árboles y los caños de escape cree que está cerca de su mujer.
Llega a un café y se sienta en una mesa. Se saca el sobretodo y lo cuelga en una silla vacía, se abre los botones del saco y mira al mozo que se acerca lentamente. Le pide un café con leche con medialunas (“De grasa o de manteca”, “mitad y mitad”, “¿Cuántas?”, “un número par, cuatro”). Saca del bolsillo de su saco negro una hoja de papel y la lee. La relee lentamente y piensa que lo primero que debería hacer es ir al centro de la ciudad. Sabe que allí no tendrá ninguna respuesta porque todos los pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires –reales o ficticios- siempre son iguales, plaza, monumento de San Martín, Municipalidad, Iglesia, Comisaría, café en la esquina.
Se queda un rato sentado degustado el café con leche, que le hace muy bien. Lo despierta del todo, aunque todavía las imágenes del sueño lo seguían. Mira por la ventana del bar para la avenida donde cada tanto algún auto pasa. Sumerge la mitad de una medialuna de manteca –solo las de manteca se pueden sumergir en el café con leche- y piensa en las ciudades que podría seguir visitando. Una mujer perdida en un triangulo de las bermudas literario y un hombre que la busca desesperadamente pensando en que tal vez nunca la vuelva a ver.
Antes de salir le pregunta al mozo para dónde queda el centro (“Perdone, pero me podría informar cómo hago para ir al centro”, “Tiene que seguir por la avenida hasta llegar al semáforo, ahí doblar a la derecha y sigue derecho por esa calle y va a llegar. No se puede perder”, “Muchas gracias”, “A usted, señor”). Llega hasta el semáforo y dobla a la derecha, el aspecto del pueblo empieza a camibar. En vez de casas bajas de colores, ahora hay más chalets y además que hay muchos coches estacionados a ambos lados de la calle. Suaznabar llega a la plaza y allí ve lo que esperaba.
Se sienta en la plaza y busca en los bancos a ver si ve en alguno de ellos sentados a su esposa. Busca a su mujer bien abrigada, con su bufanda roja y su tapado negro. Probablemente con ese frío ella tenga puesto algún tipo de gorro, que seguro que hace juego con la bufanda. Pero ella por lo menos en la plaza no está. Siente deseos de ir a ver el río –en los relatos siempre se habla del río y eso ha reducido bastante el número de pueblos y ciudades en su búsqueda-. Pero no sabe para donde agarrar. Su instinto le dice que siga caminando por la calle principal y que en algún momento empezará a ir barranca abajo.
Sigue caminando con sus manos en los bolsillos, el sobretodo bien abotonado y el cuello subido para taparse del viento que viene frío. El libro lo tiene debajo del brazo y es el único equipaje con el que salió. Siente deseos de fumar y se acerca a un quiosco donde se copra un atado (“Riiing”, “¿Qué desea señor?”, “Cigarrillos, por favor. Saratoga.” “Aquí tiene”, “Tome”, “Su vuelto”, “muchas gracias”, “Hasta luego, señor”). Fuma mientras se da cuenta que está en una barranca y el río caudaloso se abre delante de él. Llega hasta el río y empieza a caminar por la avenida costanera. No sabe si está yendo para el sur o para el norte, pero siente que va por el camino correcto.
En un momento la avenida de la costanera pierde el rumbo del río y entra a la ciudad. El sigue por la avenida por la que venía y se encuentra con una plaza triangular. Esto lo alegra de sobremanera, y dejando el libro en un banquito busca entre los papeles que lleva en el bolsillo interno del sobretodo. Releyó con particular interés un papelito que decía: “Entre dos calles que se cortaban entre ellas y una se comía a la otra, me di cuenta que no debía desaparecer, que tenía que seguir y encontrar aquel lugar donde se podía ser feliz, donde se podía ser mejor.”
Un linyera se le acerca y se sienta a su costado. Suaznabar no lo nota hasta que le pide un cigarrillo, y en vez de darle uno le da tres. (“Señor, ¿tiene un cigarro?”, “Sí, tome”, “Muchas gracias señor”). Se quedan callados mientras le da fuego. Fuman ambos en silencio mirando el busto de alguien. El linyera le dice algo más (“Por su gentileza señor, le voy a dar una fija para el hipódromo”, “No tiene porqué”, “No… No, se lo voy a dar”, “Bueno, a ver, pero no debería ir regalando ese dato”, “En la tercera carrera, el pingo llamado Pimpollo”, “¿Pimpollo?”, “Sí, nombre raro, ¿no? Pero se los oí a unos tipos caminando, de esos que tienen caballos en el campo, el dato vale algo, ¿no? Hoy ya se lo dije a una señora y me dio veinte pesos, también me dio tres cigarrillos”, “¿Alta, castaña, ojos de un marrón casi negro, pelo castaño ingobernable pero lacio y brillante? ¿Con un saco negro, bufanda roja y boina roja?”, “Salvo lo del sombrero, a todo el resto sí. ¿La conoce señor?”, “Creo que es mi esposa.”, “Si fuera mi esposa yo estaría seguro”, “Yo le describí a mi esposa, pero tal vez usted no vio a mi esposa”, “¿Perdió a su esposa, señor?”, “No, ella salió a buscar una quimera y parece que encontró una fija”, “me dio veinte pesos señor”, “…y tres cigarrillos”, “Sí, cómo lo sabe”, “me lo acaba de decir hombre”, “Ah, perdón”, “bueno, tome, ahora tiene cuarenta pesos, juégueselos a Pimpollo”, “gracias señor”, “de nada, gracias a usted”, “Ah, dónde queda el hipódromo”, “Siga derecho por la costanera, ahí lo encontrará, en la margen, no se puede perder”, “Gracias”), algo que le hace pensar que el linyera vio a su mujer. Julia siempre que le piden cigarrillos les da tres. Suaznabar tomó esa costumbre de ella.
Camina por la avenida costanera mirando el gran río, viendo cada tanto a un par de nenes en guardapolvos jugar a la pelota. Llega hasta el hipódromo a la margen del río, lo que a Suaznabar le parece extraño. No es una gran estructura, son un par de casuchas de maderas blancas, con unos cuantos establos y la gran pista de tierra. No tiene ningún lujo y la tribuna son tablones como las de las viejas canchas de fútbol. Se acerca al lugar donde se hacen las apuestas y le juega a Pimpollo. Sale de una de las casas de maderas blancas y se acerca a la tribuna de fútbol. Desde allí busca a Julia pero no la ve. Va hasta el bar, que en realidad es un quiosco. Compra café, y se vuelve a la tribuna.
Se sienta en el tercer tablón y mira la primera carrera –llegó justo para el espectáculo-, personas alrededor de él gritan (“Vamos, vamos”, “Puto, puto”, “Dale, puto”, “ganó Puto”).
Una mano le toca el hombro y Suaznabar reconoce en cualquier lugar la calidez de ese gesto. Se da vuelta y ve a su mujer. El pelo largo lacio y castaño, brilloso e ingobernable, la tez blanca extrema, los ojos marrones casi negros y su sonrisa gigante. También ve la bufanda ajustada a su cuello como para ahorcarse, el saco negro y la boina en la cabeza que le queda tan hermosa. (“Te extrañaba Julia”, “Yo también S, cómo me encontraste”, “Extrapolé los papeles estos, hice trabajo de crítico y me hice un mapa, ayer estuve en el primer pueblo que marqué y hoy llegué acá y un linyera me hizo darme cuenta que vos estabas acá”, “Le jugué algo de plata a Cardo en Flor”, “Mira qué forro el linyera, a mí me dijo Pimpollo”, “-risas-“, “Y yo le jugué a Pimpollo, así que vamos a ver quién gana mi vida”, “Lo más probable es que perdamos los dos”, “Yo ya gané, te encontré”, “No existe la ciudad, o por lo menos está oculta”, “pensé que te perdía en el Triangulo Julia”, “Te amo S.”, “Y yo a vos Julia, si te quedas buscando la ciudad yo me quedo con vos”, “No, era un capricho, era algo necesario para reponerme y respirar, lo único que encontré en este viaje fue darme cuenta de cuánto te extraño”, “y yo a vos mi vida”).
En la primera carrera ganó un caballo que se llamaba Puto. En la segunda carrera ganará un caballo que se llamaba Hipnótico por el campo. En la tercera carrera ellos estarán gritando por sus respectivos caballos. Perderán ambos, ganará un caballo llamado Siguiendo la luz mala. Pero ambos se irán del hipódromo abrazados y sonrientes, conversarán de las cosas que les pasó los últimos días lejos el uno del otro. Llegarán al hotel donde para Julia y dormirán y charlarán tranquilos lo que resta del día. Harán el amor y cuando Julia le pida que le de un cigarrillo, él le dará tres. Ella se sonreirá.
Al otro día en el auto familiar volverán a su casa, ella leerá en voz alta los poemas de Malcolm Lowry y él improvisará poemas con métrica y rítmica de mojón. Pararán en una estación de servicio donde ella escuchará historias de William Morris, del verdadero personaje, pero en ese momento se dará cuenta que tiene tanto material para empezar a intentar hace algo más importante que sólo andar por la pampa buscando quimeras en triángulos donde el realismo se abstrae, y el realismo mágico hace que en miles de kilómetros cuadrados encuentres en un mismo lugar a tu ser amado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario