domingo, agosto 15, 2010

La Pelea de Gallos.

«¿Cómo esperas que sea?», le pregunta José María Arce a Ulises. Ambos caminan un poco más adelante que los otros tres, que van más lentos. «La verdad que no sé, -le dice Ulises Margariño, de su boca sale un vaho blanco- supongo que como esa caricatura de William Hogarth». Los que vienen un poco más atrasados van callados, escuchando la conversación de los de adelante. Mariano Sputnik les grita, con bastante fuerza, «Yo me lo imagino como ese capítulo de Seinfeld, donde llevan a Little Jerry Seinfeld a pelear». Suaznabar se ríe del comentario, recordando el episodio. José María Arce mira a Ulises con cara de “qué metido este pibe”, pero Ulises sonreía a la par de los demás.

Van caminando por una calle de tierra en el medio del campo. Están en una zona de Ministro Rivadavia donde no hay nada cerca de ellos. El colectivo los dejó en la avenida y, según las referencias de un viejo gaucho andrajoso, tenía que caminar por esa calle de tierra varias leguas adentro, para luego doblar en el primer cruce a la derecha y seguir caminando. En algún punto de la caminata se les abriría ante ellos el espectáculo de un galpón iluminado en el medio del campo. Allí tendrían que entrar y serían testigos de las últimas peleas de gallos del sur del conurbano.

Normalmente Ulises no cubría ese tipo de cosas, pero charlando con el editor se le cruzó ese trabajo, él se negó en un principio argumentando que normalmente hacía siempre cosas culturales, pero el editor le retrucó que no iba a encontrar nada más cultural y añejo que las peleas de gallos. Se lo pensó un corto tiempo y aceptó el trabajo freelance para el diario. Así fue como fue investigando y redactando un principio de nota. Iba a inventarla de la nada porque estaba enojado pero se dijo que podría llegar a ser divertido. Entonces fue al bar y se encontró con todos sus amigos sentados, tomando vino y hablando sobre nada en particular y les propuso la aventura. Wilmar no quería ir, pero Suaznabar se lo llevó a cuestas. Y, ahora, mientras caminaban por el campo oscuro, casi sin luces y con un frío de mil demonios cada tanto bufaba y los mandaba al carajo a todos los que tuvieran gallos o gallinas.

«¿Quién carajos es ese tal Hogarth?» Pregunta Wilmar con mala cara, mirando para dentro del campo iluminado por la luna llena. «Es un caricaturista inglés del siglo dieciocho», responde Suaznabar que va a su costado y cada tanto le pone una mano en la espalda para que acelere el paso. «¿Cómo sabés eso?», le pregunta ahora Mariano, y Suaznabar se encoje de hombres sin saber qué decir. «¿Y cómo es esa caricatura de ese inglés?», ahora es José María Arce que pregunta y se la hace a Ulises, que toma la posta. «Básicamente, hay dos gallitos que se picotean, un Lord de algún estilo con cara de zapallo. Hay un montón de tricornios que parecen ser de clases bajas con tickets de apuestas en sus manos y parece que hay mucho bochinche porque parece que no se escuchan. Además algunos tienen como cornetas que usan en los oídos. Es un cuadro raro». Caminan un rato en silencio, escuchando los grillos. A lo lejos un par de luces encandilan sus ojos. Las luces se acercan rápidamente, ellos se abren para dejar pasar al coche, que pasa por entre medio, ya que algunos fueron para la zanja de la derecha y otros para la de la izquierda. Al pasar, la camioneta, deja sobre ellos una fina capa de polvo levantado. Ellos siguen caminando siguiendo las indicaciones del viejo gaucho andrajoso.

Cada uno va pensando en cómo llegaron a estar esa noche caminando por una calle de tierra en busca de una pelea de gallos. Sólo Ulises sabía lo que le deparaba la noche, y esperaba que por lo menos un par de ellos lo acompañaran. Wilmar había estado descanando de varios mítines en los que había participado y por eso había aparecido por el bar a jugar al pool con el taxista, que los había dejado en donde empezaba la calle de tierra. Suaznabar había dejado de trabajar y no tenía muchas ganas de volver a su casa, Julia estaba con su padre, y él no tenía ganas de meterse en discusiones por lo que fue para el bar a tomar unas ginebras. Mariano había pasado toda la noche anterior escribiendo algo que él todavía no entendía a dónde iba, pero que sentía que tenía potencial. Aunque no sabía para qué. Para despejarse luego de haber intentando encontrar el rumbo del escrito se fue al bar a tomar algo y caminar. Por otro lado, José María Arce andaba caminando sin hacer nada y entró al bar sin esperar ver a ninguno de ellos. Pero fueron apareciendo lentamente, sentándose en la mesa del fondo donde estaba tranquilo. De todos los que están caminando por la calle de tierra, sólo Mariano Sputnik tiene reales ganas de ver cómo es una riña de gallos, pero no sabía bien porqué le emocionaba la idea.

«¿Qué tiene de interesante esta nota?», dijo alguno, Ulises no reconoció la voz, pero sabía que venía del grupo de los de atrás. «La verdad que no sé –dijo con sinceridad-, pero es lo único que conseguí y se me estaban acabando las divisas. Pero, supongo que tendrá que ver con la ilegalidad del acto. También un poco con lo inhumano de las riñas». Escucha que Wilmar se ríe socarronamente, y luego le dice: «Los gallos son animales, y no pueden hacer cosas inhumanas». Sabía que le estaba tomando un poco el pelo y le espetó un vos entendés. «No, no. Una cosa inhumana es con falta de humanidad. Y un gallo no puede tener humanidad porque es un animal. Sería un acto inanimal, o algo así». Los demás caminan y se ríen al unísono porque saben que Wilmar sólo está buscando roña porque no tenía ganas de estar congelándose los bigotes en el medio del campo en una noche así. «Igual, no se refería –dice Suaznabar- a los gallos, él estaba hablando del acto en sí, que gente vaya a apostar por un gallo a que le gane al otro, ya que normalmente el resultado es la muerte». Ellos andan tranquilos y Mariano dice: «Vamos a tener que apostar, porque sino vamos a levantar sospechas». Y ellos se quedan pensando en la afirmación. «¿Cómo vamos a elegir a un gallo por sobre el otro? Porque para mí todos los gallos son iguales». Dice José María Arce, mirando al resto de sus compañeros, que estaban mal iluminados por la luz de la luna que entraba por entre las copas de los árboles que bordeaban a ambos lados la calle de tierra. «Vos agarra y mira a los gallos, el que te parezca más cocorito, a ese ponele la plata». Eso se lo dijo Suaznabar sin realmente tener idea de si cocorito, era la palabra adecuada. «Yo le iba a apostar –interrumpe los pensamientos de todos Mariano- al que tuviera el espolón más grande».

Llegan al cruce de caminos y al llegar Ulises se para. Mira para ambos costados y luego mira para delante. No hay nada en el campo, ni nadie. Siguen el camino que el gaucho andrajoso les dio. Al doblar el grupo que venía adelante paró y los de atrás siguieron caminando, así que ahora los cinco iban en el mismo grupo de personas. Suaznabar encendió un cigarrillo, Mariano le pidió uno y los dos iban fumando y riendo. Rompe el silencio Ulises Margariño: «Yo pensé que todos los espolones eran iguales», y lo mira a Mariano que se reía con el cigarrillo en los dedos. Nota que levanta los brazos en gesto de yo no tengo idea, hablo por hablar. Pero todos ellos saben que ninguno tiene idea y que todos estaban hablando por hablar.

«A mí me parece que es una actividad que emula a Darwin. Tiras a dos gallos, que de por sí son bastante parecidos, con las mismas condiciones. Entonces ahí se prueba la selección natural. Uno de los dos gana y mata al otro. Tal vez Darwin se la pasó mirando riñas de gallos cuando pensaba en su evolución». Se escuchan los pasos y los grillos a lo lejos. Cada tanto algún perro aúlla solitariamente. «A Newton se le cayó la manzana en la cabeza y descubrió la gravedad, -dice Suaznabar en sorna- y Darwin mientras perdía las pocas libras que le quedaban en el bolsillo desarrollaba la teoría de la evolución de la selección natural mientras miraba peleas de gallos. Sí, esa es la historia que no te cuentan». Algunos de ellos rieron, pero no todos. José María Arce andaba con frío y se estaba poniendo tan molesto como Wilmar. «Bueno, quizá no sea así, pero sería una forma de probarlo». «Pero los gallos no evolucionan en el maldito circulo donde los ponen a pelear», eso Suaznabar se lo dijo en grito y con el cigarrillo colgándole de la boca. Mientras tanto Ulises se ríe y toma notas mentales para poner todas las conversaciones que se dan a sus costados para ponerlas en una semblanza a la riñas de gallos. «Va a ser morboso –dice Wilmar-, vamos a ver morir a un gallo porque a los tipos estos se les da por apostar. Es como una pelea de box hasta la muerte». Caminan sumidos en sus pensamientos, «Es tan cruel como las corridas de toros, nada más que acá son los mismos animales que se pelean entre ellos. Educados para matarse, para ver la sangre del otro y tirarse encima. El animal no tiene la culpa, y el animal es mucho más humano que el mismo humano en esto». Y todos pararon y miraron a Wilmar, que era le que al principio se había reído del comentario de la inhumanidad.

Piensan en los gallos, las plumas y el olor. Los gritos y la gente que, con los tickets de las apuestas en la manos, deliran esperando que su galle gane. Además, piensan en que no puede haber demasiado dinero involucrado, es el ansia del juego. La necesidad de jugar que lleva a las personas a esas practicas. Piensan en cuando alguna gente tiene algún peso en el bolsillo y pasa por el almacén para jugárselo a la clandestina. ¿Qué va a ganar con ese peso? Piensan ellos, no va a ganar nada, pero se lo juegan igual, porque en el juego está la pasión. «Tal vez a los gallos les gusta», dice José María Arce para que todos se rían, «es como dicen a veces los que van a los corridas de toros en España, que si el toro pudiera elegir entre ir a la corrida o no, siempre elegiría la gloria de la pelea contra el torero». Se ríen. Suaznabar le dice: «Es que esa gente tuvo largas conversaciones con los toros, en las noches estrelladas se llevan una botella de jerez y se largan unas inmensas parrafadas con los toros». Ríen de nuevo, y a lo lejos ven el edificio iluminado. Con un montón de autos a los costados.

«En Santiago del Estero son legales, -dice Ulises, los demás lo escuchan-; aunque va en contra de una ley nacional. Y son legales por ley provincial». Wilmar caminando escupe al costado y dice algo sobre la ley y su estupidez. Siguen caminando, cada vez hay más luces, y entran a la pelea de gallos.

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