jueves, enero 13, 2011

Ella en violeta.

Se levanta a media mañana, cuando el sol ya le pega contra la cara. Morosamente abre los ojos, no se encuentra, tarda unos largos segundos en darse cuenta dónde está. Un escalofrío le recorre el cuerpo de arriba abajo, se sienta en la cama mirando por la gran ventana. En el edificio de enfrente ve al muchacho que parece trabajar, en la computadora, a ella le gusta molestarlo cuando está ahí. Normalmente se pasea, primero, con poca ropa por los pasillos y, al final, cuando ya se sabe totalmente observada, por el muchacho, que de lejos tiene cara de John Cleese, termina sacándose toda la ropa por un instante. Ophélie se para y se despereza en el gran ventanal del dormitorio. Puede observar que el muchacho levanta la cara de la computadora y se queda mirándola, le gustaría escucharlo respirar. Sólo tiene puesta una remera y una tanga. Ophélie anda semidesnuda por el departamento juntando sus ropas tiradas y las cosas suyas que andan por ahí. Se siente, y es, perseguida por los atentos ojos del muchacho.
Sobre la mesa, encuentra una nota de Mijaíl Torquist, que dice que no la puede esperar –como todas las mañanas que se queda ahí- y que a la noche se encuentran en la tertulia. Piensa, con molestia, en ese encuentro que organizaron tan lejos, tendría que tomar el subte y luego el Roca al sur para llegar, estar un rato, recitar e irse. Por unos instantes piensa en no ir y queda, más o menos, convencida que no va a hacerlo. Pero se tiene que bañar para quitarse el detestable olor de Mijaíl del cuerpo. Se desnuda, totalmente, frente a la ventana. Por unos instantes se queda mirando la cara del muchacho, los ojos se le abrieron y la mandíbula le cayó en jarra. Le gusta imaginar que algún día, se anime, le toque el timbre, así le preguntaría qué siente cuando la ve paseándose por ahí desnuda, cuáles son sus deseos cuando la ve cogiendo o si se masturba pensando en ella. Le sonríe, pero no sabe si el muchacho lo nota. Ophélie se ducha rápido, acariciándose el cuerpo, y sale de allí.
En la calle, camina rápidamente, casi corriendo, por entre las callecitas de Belgrano para primordialmente alejarse de allí, pero también para llegar al trabajo. Le gusta ese barrio de la ciudad, le gusta Buenos Aires, en general, pero, cuando ve películas suecas, siempre se imagina viviendo en ese país, con su clima gris y sus barrios señoriales, con la nieve en invierno y el verde el resto del tiempo. Extrañaría los jacarandás, eso sí, se dice. Es unas de sus fantasías. Además le encanta que las mujeres sean divinas, todas contorneadas, rubias, de ojos celestes, altas; así es como le gustan las mujeres. Ophélie para un taxi y se sube, piensa en decirle que persiga al auto rojo que va delante para que los lleve a cualquier lado. Siempre pensó que el llegar a cualquier lado cada vez que se toma un taxi tiene que ver con el gusto por Suecia. Los tiene completamente asimilados y cada vez que toma un taxi piensa en su vida en ese país nórdico. Allí ella se encuentra a sí misma en un harem lleno de hermosas suecas para ella, corriendo por la nieve y viviendo en un pueblito alejado de las grandes ciudades pero con hermosas casas de estructura medieval.
En el recorrido, deja volar su mente, y allí, se posa la figura de su abuelo, con todos sus cuentos sobre su juventud entre poetas y dramaturgos. Cada vez que piensa en él odia fuertemente a los novelistas naturistas y se dice con renovada –y efímera- certeza que la novela murió con Flaubert. Se baja del taxi y paga el recorrido. Todavía le faltan diez cuadras, pero se había cansado de andar en coche con ese día tan bonito. Las calles de ese barrio le gustan especialmente ya que son todas arboladas y los edificios son coquetos y antiguos. En la calle de enfrente ve un jacarandá, lleno de sus flores violetas, es el único en toda la cuadra y, mientras todos los demás árboles están llenos de sus hojas verdes, el jacarandá está resplandeciente, pintando de violeta su arboleda y el piso. A su madre no le gustaban porque decía que las flores en el piso eran resbalosas. Ophélie tiene la seguridad que no le gustan porque a su abuelo le encantaban. Su madre siempre tenía que odiar lo que le gustaba a su abuelo, por eso su madre era doctora en física mientras su abuelo era poeta. Si es que la física y la poesía eran tan dicotómicos como ese sistema de valores llevaba a evaluar.
“Es la época” se susurra para sí misma. Se queda mirando el árbol violeta, solitario, entre un regimiento de árboles de hojas verdes. Decide que va a ir a la tertulia, después de todo, pero leerá un poema nuevo, no el que le habían dicho que lea. En vez de caminar al trabajo, como tenía pensado hasta que bajó del taxi, sigue de largo buscando una plaza, un café o algo que le parezca tranquilo para poder fumar y escribir unos versos –en forma de soneto, ya que en el manifiesto que escribió Mijaíl, solamente se admite, la que para él es la única forma de la poesía: el soneto-. Encuentra un café bastante tranquilo en una esquina poco transitada, se sienta y pide un cortado. Está justo debajo del cartelito que indica que no se puede fumar, pero Ophélie igual enciende un cigarrillo y nadie la detiene; alrededor de ella todos, los pocos que están, fuman.
Está imbuida en el pensamiento de su abuelo, de cuando tenían esas largas charlas, caminando por las calles de tierra de los campos en el interior de Santa Fe. Su abuelo iba con una escopeta abierta, que le colgaba del hombro y ella iba a su costado, jugando con las piedras. El viejo le contaba sobre los poetas de la capital que conocía y a todos los que lo visitaban en su casa en las afueras de la ciudad. También le recitaba poemas de Rilke o de Rosario Castellanos, a quien en varias oportunidades había dicho haber conocido, siempre en el DF pero las circunstancias y los detalles siempre variaban. Lo que sí le constaba era que a Castellanos sólo la recitaba para ella, para todos los demás eran los otros poetas. Entonces Ophélie siempre pensaba que Rosario Castellanos era su poetisa personal. En el café con el cigarrillo en la mano todavía siente el sol en la cara de esas cacerías o cuando hacía dorado a la parrilla en las fiestas de año nuevo, mientras todos los demás familiares estaban sentados en la mesa bajo del sauce, ellos dos estaban cerca del fuego, su abuelo con un vermouth en la mano, Ophélie con su vaso de coca-cola (Aunque ella siempre pedía fanta), le contaba sobre los Jacarandá y sobre sus poemas. Esos poemas que nunca se iban a publicar pero que estaban escondidos en un arcón. Poemas que muchos odiaban y detestaban, que preferían que se olviden. Le relataba, con gestos ampulosos que la hacían reír, sobre dos tipos de reuniones, con diferentes grupos de poetas. El primero era el famoso grupo de la ciudad y la de enfrente del río. Se juntaban y teorizaban sobre la poesía, tomaban y se emborrachaban, mientras escribían sus poemas, de la manera más fiel al manifiesto del grupo. Las otras charlas, del otro grupo, eran de las que más le gustaba escuchar, ya que siempre había un dejo de secretismo en lo que narraba su abuelo. Su madre siempre decía que todo lo que le contaba su abuelo eran mentiras, que el abuelo era un gran farsante. Ophélie sabía que su abuelo era un gran poeta, lo cual, casi al mismo tiempo, lo transformaba en un gran mentiroso. Los poetas son creadores, le decía ella a Máxima en una tertulia de las de Mijaíl y los sonetistas, y todos los creadores son mentirosos porque siempre antes de ellos hay muy poco, o, mejor digamos, nada. Máxima aquella vez la escuchaba y la miraba con ojos enamorados, Ophélie sólo se la quería llevar a la cama, degustarla, para que ninguna otra esté con ella. Pero todavía no se daba.
“Mi encuentro, conmigo, en época violeta” pone en un renglón. Se ríe mientras piensa en el estúpido de Mijaíl Torquist. Ella está segura que él pensaba que ella estaba perdidamente enamorada de él, pero Ophélie apenas lo soporta. Se había acercado a Mijaíl por dos razones, porque tenía un grupo, de poetas exegetas, bastante importante y, porque ese grupo, estaba compuesto mayormente de muchachas bonitas. Él le había puesto el ojo la primera vez que la vio. No es feo muchacho, no le desagradaba. Pero el problema es que se la da de poeta. Lo único que hace es fumar y largar teorías a la loco. Supuestamente escribe muchísima, pero ella le escuchó sólo dos o tres poemas, malos, encima. Pero nada de eso está mal y a veces las teorías no le desagradan pero Mijaíl Torquist –su verdadero nombre es Miguel Torrente-, tiene feas formas de expresarlo. Es como si le fallara la estética, lo cual es un gran pecado en un –presunto- poeta. Ella a veces piensa que esa es la razón por la cual Mijaíl se aferra estéticamente a una forma clásica como el soneto.
Escribe debajo, “Es mi muerte como escritora”, desde su abuelo había querido escribir poesía. Cuando iba todos los veranos a la casa de su abuelo, se quedaba en su oficina con él, a veces, leía los libros que tenía arrumbados en el piso. Los mejores libros eran los que estaban en el piso, Ophélie leía con avidez en las siestas interminables que todos tomaban. Ella estaba en la penumbra de la habitación con una linterna leyendo a Quevedo o a Yeats. Lo que nunca pudo encontrar en esa habitación eran los libros de poemas de Rosario Castellanos, el abuelo se los sabía de memoria pero ella no. Por eso siempre empezaba buscando ese –o los- libro para memorizar, y poder recitar junto a su abuelo en las largas caminatas por el campo. Nunca lo encontró. Tal vez era el libro que estaba debajo de la fotografía, blanco y negro, de su abuela; ese libro que nunca tocó, y que nunca supo cuál era, ya que estaba forrado en azul araña.
Mijaíl sí conocía a su abuelo. Eso le llamó la atención, quizá esa fue la razón por la que lo llevó a la cama la segunda vez, aunque estaba segura que era para que se calle, y esa, le había parecido la forma más segura de lograrlo. Quizá lo hubiera hecho igual. En su mente también jugó la idea de invitar a Máxima, pero cuando eso pasará la quería para ella sola y no quería tener que lidiar con la pija de Mijaíl entre medio de ellas dos. Ese día él le estaba hablando, pero Mijaíl tiene una forma extraña de hablar, porque parece que le habla lo hace hablando para todos. Aunque lo escuche una persona habla para un auditorio. Eso es lo que más le molesta, ya que siempre está en pose. Siempre está esperando que alguien lo escuche y que diga, qué inteligente este tipo. Pero al mundo no le interesa Mijaíl y para pasar a la posteridad tendría que salir a matar a varias personas en una dependencia municipal, de una ciudad pequeña, del interior de la provincia de Buenos Aires. Ophélie se lo dijo varias veces, él se reía, pero ella no era sarcástica. Y seguía hablando: “Lo que su traductor lo comentaba como una genialidad, para mí, una vez más, demuestra, que el tipo pensaba en inglés antes que en castellano. The Maker, dice que le dijo al instante que le diga cómo había que traducir el título. Por supuesto que lo tenía pensado de antemano, porque él había escrito todo en inglés y lo tradujo al instante al castellano. Porque “hacedor” parece más una palabra a la inglesa, es más la traducción de “maker” que otra cosa –decía Mijaíl, esta vez para un público nutrido, atípicamente masculino en su mayoría-. Cuchilleros y compadritos. Así eramos, gauchos, cuchilleros y compadritos. Además fíjate, que fue el único que mató a Martín Fierro. Y esto, que parece algo simple y casi gracioso, indica algo muchísimo más grave. Borges es el único que se siente capaz para matar a la literatura argentina. Esa cuestión de la civilización y la barbarie, de que hubiéramos sido otros si nuestro libro fundador hubiera sido Facundo en vez del Martín Fierro. Entonces, el tipo mata a Fierro y con ese acto lo que quiere dar por indicado es: «acá termina la literatura argentina, luego de esto no hay posibilidad que exista, mató al gaucho. Liberación». Por supuesto, también algún viva los milicos por ahí…”. Para callarlo esa fue la primera vez que lo besó, de prepo, entre sus palabras y los gritos de los demás. Lo besó y le agarró la mano, lo llevó a un taxi y le dijo que la lleve a su casa. Y ahí, después de haber cogido, entre las cenizas de los cigarrillos y las respiraciones apesadumbradas, él le dijo que conocía a su abuelo. Que tenía uno de sus libros en la mesita de luz. Y se durmieron.
Tiene el primer verso listo, lo relee y sonríe. Algunas palabras todavía no le terminan de convencer pero en la forma de soneto, le parece que rinden. Se pide otro café, tiene algo de frío aunque afuera hace casi treinta grados de calor. El aire acondicionado enfría todo su cuerpo. Sonríe y piensa en su abuelo. Imagina que ella lo está imitando en ese momento, piensa en qué haría él y lo intenta hacer a su semejanza. Tuvo una época, la primera de su vida de escritora, en que buscaba escribir como él, intentar encontrar su voz e impostarla en sus palabras. Por supuesto esto tuvo poca vida, pero en esa encarnación de su abuelo, pudo publicar algunos poemas en algunas revistas del interior, más que nada. Ahora las palabras eran suyas, solamente intentaba imitar ciertos modismos de su abuelo cuando escribía cuentos sobre él, lo que no hacía tan a menudo.
Se puso a preparar la segunda parte. Fumaba sin parar, cuando se le apagaba uno encendía el otro, era el único rasgo que había adquirido de los sonetistas de Tornquist. Antes no fumaba tanto, lo hacía a veces enfrente de su madre, para enojarla, ya que decía que no debía fumar y sandeces del estilo. Su abuelo fumaba largos cigarros marrones, pero sólo lo hacía después de la siesta y después de la cena. Muchas veces Ophélie le preguntó porqué sólo en esos momentos, su abuelo se perdía en respuestas cruzadas e inventos momentáneos, pero siempre eran maravillosos relatos que tenían la razón escondida en actos ajenos y encuentros casuales. Una vez le contó de un gaucho inmortal que le dijo que lo mejor que podía hacer era fumar, fumar hasta que se muera, porque la muerte es lo que nos define, si uno no muere no es nada. Hay que morir, dije el abuelo que le dijo el gaucho, cuyo nombre no recordaba Ophélie en ese momento. Aunque tampoco estaba segura que su abuelo alguna vez se lo haya dicho. Se dijo que tendría que escribir ese cuento. Mientras escribía los versos en forma casi automática, solo paraba para reafirmar su métrica, pensaba en la forma del cuento. No se decidió, aunque lo que quería contar, casi palabra por palabra estaba elegido.
Estaba en los tercetos del final, la rima establecida por el manifiesto, la métrica del poema. Ella recordó cuando su abuelo, una vez, en su escritorio, con un libro en la mano, le contó sobre un amigo de él, de otro grupo, de uno de Buenos Aires, que le habían hecho el vacío todos los amigos, los poetas, los editores. Le dijo que había que tener cuidado cuando se hacían cosas como la que hizo él, riéndose, le dijo que él lo había hecho muchísimas veces pero nadie del grupo se había dado cuenta. Y que eso era la comidilla del otro grupo, al que verdaderamente, según sus propias palabras, pertenecía su abuelo. Mientras pensaba en el jacarandá pintando de violeta todo el piso y sus flores. El abuelo le había impuesto la figura de ese árbol. Le había dicho que crecía alrededor de los paralelos donde él había vivido toda su vida. Que se escondía entre todos los demás árboles todo el tiempo para demostrar su valía, por unas efímeros semanas, en primavera. Ahí destacaba su color violeta eterno. Así tendríamos que ser nosotros, le dijo, una revolución por unas semanas, demostrando que todo lo demás es blanco y negro, o verde, llegado al caso, para poner un poco más de color. Si tal vez solo uno tomara el pelaje, el espectro sería muchísimo más interesante. Luego se ponía a rememorar las tertulias con ese grupo de poesía, que se juntaban muy pocas veces al año, en lugares cada vez más alejados. Decía que casi todos eran parias, que nunca los dejarían publicar, o en algunas casos, volver a hacerlo. Que sus libros eran inhallables y sus poemas se había quemado de las hojas de las revistas. Eran los parias y estaban afuera de la literatura oficial. Eso era lo que más le gustaba a Ophélie, a veces pensaba que sólo para eso se había encamado con Mijaíl y que la había dejado entrar a los sonetistas. Otras veces pensaba que había entrado para conseguir llevarse a la cama a Máxima. Tal vez eran las dos razones de peso.
Se dio cuenta que tendría que salir si quería llegar a la tertulia. Llegó hasta la estación de subte y espera que llegue la formación. Mientras tanto sacó de su morral a Mallarmé y lee. Hace calor allí y los ventiladores no dan abasto, mueven el aire viciado y calido. Le había dicho que era muy lejos para ella llegar hasta el sur, Mijaíl respondió que había conseguido un bar, bastante grande, con cantidad de bebida y que le había salido gratis, lo único que necesitó fue confirmar cuánta gente iba a llevar, le dijo que el Gallego, así se llamaba el dueño del bar, lo consultó con una calculadora y le respondió con avidez que sí, que podría hacer la tertulia literaria de los sonetistas ahí. Ophélie dudaba seriamente que el dueño del bar haya dicho todo eso, le parecía que hablar de tertulias y literarias con un gallego era algo difícil, pero ella sabe que es bastante prejuzgadora. Llega hasta constitución, se aprieta contra todos los hombres sudados y cansados, el olor del hombre trabajador la fascina, exuda erotismo para ella. Pone su mirada en un muchacho que está contra las puertas, mirando las casas que pasan. Lleva una mochila negra de Los Piojos, morocho, pelo negro, ojos color avellana, piensa que debe ser muy bueno en la cama, lo imagina violento y eso le gusta en un hombre. Recuerda a todos los hombres que llevó a la cama, está segura que ningún hombre la llevó a la cama, ella lo hizo con todos. Mujeres, está segura que sí, muchas la llevaron, las mujeres la pierden también. Aunque nunca mezcló. Para ella los hombres y las mujeres eran como el agua y el aceite. Ophélie era el jarrón.
Mijaíl le dijo que era justo enfrente de la estación, no recuerda el nombre de la ciudad, pero era algo con B. Le habían dicho también que era la primera con b larga en el recorrido, así que no se preocupó. En algún momento se daría cuenta que tenía que bajar. La luz del sol se estaba yendo lentamente, eso también le gustaba de los días próximos al verano, la luz parecía que se hacía eterna. Esa luz, mortecina, que iba alejando lentamente, en el horizonte, era lo que más le gustaba de sus caminatas, cacerías o salidas a pescar con su abuelo. La luz nunca se apagaba del todo y cuando lo hacía la suplantaba una luna inmensa en el cielo que hacía que la luz todavía fuera eterna. Su abuelo le escribía poemas a la luna, era su astro favorito. Muchísimas veces estaba en el cielo, en sus poemas, o en sus, pocos, cuentos. La luz eterna todavía estaba en los poemas de su abuelo, él decía que había un momento del día que hubiera querido retratar en palabras. Cuando el sol todavía está en el horizonte, en rojo, rodeado de nubes que lo agarran para que no se vaya, el cielo medio acelestado todavía en un franja y el negro tomando casi todo, con la luna bien en blanco y bien pesada, casi caída a la tierra. Según su abuelo, nunca lo había logrado. Ophélie estaba segura que sí, pero que nunca lo había escrito, o por lo menos ella no lo sabía, pero cuando se lo contaba, en el campo, el zaguán o en la oficina, de día, en penumbras o en oscuridad, ahí, cada vez, lo lograba.
Le pareció ver a Máxima en el mismo tren. Intenta moverse pero no puede. Los hombres la toca, las tetas, la cola, el pelo, los pies, se calienta. Quiere sacarse la ropa y cogerlos a todos, o por lo menos, al muchachito que sigue mirando las casas a lo lejos, apoyado contra las puertas corredizas del tren. Se da cuenta que se tiene que bajar y lo hace. A lo lejos, ve a Máxima y se acerca. Ella vive por el sur, en las pocas conversaciones que tuvieron le dijo que tenía que ir a conocer la casa, aunque la casa ya no estaba, donde había vivido Cortázar. A Ophélie no le gustaba demasiado, le parecía un autor para adolescentes que empiezan a leer, un manual de inicio en la literatura seria y que luego se tira a la basura, no sin olvidar algunos momentos que duraran para siempre en uno como el primer beso, la primera vez o la primera felación. La llama, ella se da vuelta, con su pelo azabache y sus ojos marrones en ella. Se dan un beso, que Ophélie extiende un poco para sentir un poco más de su esencia. Le dice que es genial haberla encontrado porque realmente no sabe en dónde queda el lugar. Máxima le indica una salida de los andenes y luego le señala un lugar. Cruzan una calle adoquinada donde hay varios Peugeots 504 blancos estacionados, taxis del lugar, y los taxistas sentados en un lugar donde había una placa de bronce que en algún momento, tal vez, se dice ella, durante los saqueos del 2001, se robaron.
Entran a un bar, que ya está abarrotado de gente. Todos ellos son jóvenes, mucho más jóvenes que ella. Los mira y piensa a cuántos se llevaría a la cama. Cuando ve chicos así, todos juntos, piensa en cuántos serán vírgenes. Ella tuvo a varios vírgenes, pero pocas vírgenes en su lecho. Aunque tenía un rosario arriba de su cama, que había sido de su abuela paterna, que era de la región de Provenza. Se abre camino hasta el estrado. Allí esta Mijaíl y hay un chico que esta apoyado contra pared escribiendo algo. Ella lo mira, pero el muchacho no levanta la mirada. Mijáil la quiere besar pero ella le escapa a sus labios y pone el cachete. Máxima también lo saluda y ambas se sientan en una mesa adelante, reservada para la gente importante, aunque en la imaginación de Mijáil, él sólo era el importante y esa era una fiesta a su ego, a sus logros, a sus poesías. Empieza a hablar con Máxima, le encanta como mueve los labios cuando habla y como gesticula con todo el brazo. A su vez le encantó que esté sin corpiño y cada tanto, note los pezones contra la tela leve de la musculosa. Cada tanto Ophélie se imagina llevándosela a la cama, lamiéndola toda, mordiéndole los pezones. Pero esa imagen se va rápido de su mente, Máxima empieza a hablar tonterías, por momentos habla demasiado bien de Mijaíl y esto a ella le molesta. Levanta la mirada, por sobre el hombro de Máxima, y ve a un par de hombres, que desentonan con la muchachada. Uno está mirando al resto del bar desde el espejo, este le gusta más, le parece más imperturbable. El otro, mira ávidamente a la gente, intentando escrutar a los que están más cerca del estrado. Este también le parece un lindo muchacho, algo más bajito y un poco más morrudo, es más rubio de lo que le gustan los hombres.
Ella toma algo y empiezan a recitar. Un chico de menos de veinte años, que Ophélie vio sólo un par de veces, tose un par de veces y empieza a recitar. Cada tanto mira para su costado, mirando a los dos hombres, que hablan y escuchan a la vez los poemas. Le llaman la atención porque son las únicas dos personas, que ella vio, que están fuera de lugar. Hablan, el más alto parece tener ganas de fumar, el otro, más que nada, parece estar contando una historia, cada tanto paran para escuchar los poemas. Sus caras demuestras que no les parecen demasiado buenos, y si están esperando eso, la verdad, piensa Ophélie, se van a sentir decepcionados. Máxima al parecer está bastante contenta escuchando los sonetos, cada tanto le dice algo a Ophélie que le hace bajar la libido. Por eso posa su mirada en los dos hombres.
La gente aplaude cuando termina el primer muchacho de recitar. Siguen otros. Por algún momento espera que el chico que está escribiendo sea la salvación de la noche. En algún punto el más alto le susurra algo al otro, y este se ríe histéricamente, el otro parece reírse de su propia humorada, mientras tanto toman y siguen hablando.
A ella le toca subir en cuarto lugar. Y lo hace. Sube y toma el micrófono. Saca del bolsillo la hoja de papel que estuvo escribiendo en la tarde, la nueva y no la que Mijaíl le había dicho que debería leer. Empieza y no lee el título, aunque lo había hecho, haciendo un tonto anagrama con un título de un poema de su abuelo. Lee, pero su vista está puesta en los dos hombres de la barra, que dejaron de hablar y la mira. Ella se da cuenta que ellos se dan cuenta. Por eso esos dos hombres estaban ahí, mientras lee, levanta la mirada y los ve. También llega a notar que Mijaíl se sentó en su asiento y está hablando, de la manera más acaramelada con Máxima. Ninguno de los dos la escucha, pero los dos hombres de la barra sí lo hacen. Termina y la aplauden, no sabe porqué, los desdeña, se dan cuenta que son todos mediocres y no se dieron cuenta de nada. Ella se pierde entre la multitud para intentar alejarse de las miradas de los dos hombres, por un momento tiene miedo de haber sido como Ícaro y llegar cerca del sol. Pero se pierde, aunque sabe que la van a buscar. Piensa en su abuelo, en qué hubiera dicho si la hubiera escuchado ese día. En la mesa, se sienta entre Máxima y Mijaíl que ríen por algo, este le dice que fue muy bueno el soneto que leyó. Ella se ríe, se da cuenta que no notó nada. Hablan y ríen, Ophélie se hace la tonta. Sube Mijaíl al escenario y recita sus terribles sonetos, largos y aburridos, clásicos y extemporáneos. Él vuelve y habla entre las dos, para las dos, Ophélie se da cuenta al instante lo que quiere, Máxima no. Pero no importa, ya que las dos salen con él; Ophélie lo besa, solamente para darle celos. Pero al parecer a Máxima no le importa demasiado y se junta un poco a ellos e interviene en el beso. Se suben al auto de Mijaíl y Máxima le indica el camino a su departamento, mientras le mete una mano en la bragueta y se da vuelta para besar a su vez a Ophélie, que responde el beso con pasión, pero se da cuenta que se va a aburrir esta noche.
Cuando mira para atrás ve que los hombres habían salido detrás de ella. Al más alto, el que le parece más atractivo, se despide rápidamente y se va caminando en dirección contraria fumando, el otro, el que hablaba y le contaba, el que se rió histéricamente, cruza la calle por entre los coches y habla con un taxista, y se sube a la parte de atrás de un taxi blanco. Se da cuenta que está detrás de su huella, pero no le importa. Quiere ver para dónde va ir la noche, mientras tanto Máxima se agacha sobre Mijaíl.

No hay comentarios.: