Un tipo, de aspecto extraño, vestido con ropa que parecía refinada para el lugar donde estaba, que hablaba con acento extraño y que decía que era de las tierras del imperio del Zar, le dijo una vez que había venido hasta tan lejos porque esperaba que el desierto en la noche sea como un manto perlado. Por eso no se sintió del todo mal cuando lo reclutaron forzosamente de la estancia, donde solamente había estado dos días, y se los había pasado durmiendo, para trabajar como zapador en las defensas contra el indio, en la Zanja de Alsina. Porque quería comprobar qué tan verdadero era lo que le había comentado al pasar esa persona.
Él, Anacleto, y sus compañeros siempre volvían caminando tranquilamente al lugar del trabajo. El lugar donde trabajaban siempre era un poco más lejos. También se iban de allí tranquilos, pero agotados. Cada tanto escuchaban historias sobre los malones, por eso todos llevaban la pistola en el cinto. Más vale prevenir que curar, susurró uno de los zapadores más viejos, que ya no estaba con ellos, se había fugado, y se puso el revolver en el cinto. Con los días todos empezaron a imitarlo. Uno, el que siempre iba más atrasado, llevando las palas y los picos sobre una mula que marchaba muy pausadamente y cada tanto se encaprichaba, lo que hacía que todos tuvieran que esperar que al bicho se le diera por seguir recorrido, era el único que iba sin armas. Salían con la última oscuridad de la mañana y caminaban un buen tramo, desde el fortín hasta la línea. En el tramo de ida no hablaban demasiado, todavía estaban algo dormidos y el frescor de la mañana hacía que cada uno esté inmerso en sus propios pensamientos, si es que los tenían. Cuando volvían, con la primer oscuridad, en el momento cuando el sol dejaba paso a la luna en el cielo, tampoco charlaban. De hecho, en la cuadrilla donde estaba Anacleto las charlas eran algo fuera de lo corriente.
Cada tanto, muy cada tanto, un oficial, que reportaba directamente a don Alfredo Ebelot, iba con ellos. Les ofrecía un par de instrucciones al principio del día, desde el caballo, que ellos intentaban cumplir al pie de la letra. Muchas veces les daba rebencazos cuando les decía que estaban haciendo algo mal. Cuando iba a darlos era el único momento que se bajaba de su pingo blanco. Aparecía a media mañana, gritaba, siempre lo hacía, repartía algunos rebencazos, normalmente siempre a los mismos zapateros. Antes de irse cruzaba un par de palabras con el capataz, siempre del lado del indio, al cual el capataz iba lanzando improperios por lo bajo, porque a ese lado ellos no se atrevían a pisarlo, era lo primero que le habían dicho a Anacleto, “nunca te paréis del lado del indio, siempre hazlo de este lado”, y, luego de todo eso, se iba, dejando una polvareda, levantada por su caballo que se iba relinchando.
El sol está en el cielo, una mancha luminosa en el, por lo demás, siempre celeste cielo. No están trabajando porque el capataz les dijo que era mejor guardar las fuerzas durante un rato. Hace mucho calor, en la lejanía parece haber movimientos sobre la tierra, como que la tierra es agua. Ellos no tienen ninguna sombra cerca para tirarse a descansar. Los árboles, pocos, aunque parecen cercanos, están a kilómetros de distancia. Cerca de los zapadores no hay nada, más que la zanja a medio abrir para el este y la inmensidad de la pampa para el otro lado. Todos están de este lado, de lado del indio no hay nadie, solamente algún solitario está dentro de la fosa. Están dispersos en pequeños grupitos de uno o dos personas. Son alrededor de una decena de zapateros, tirados en el final (o el inicio, no lo sabían) de la zanja que tenían que construir. Algunos están tierra adentro tirados sobre matas de pastizales amarillos, la mayoría están sentados sobre el borde.
El capataz está un poco más alejado del resto, a unas pocas leguas de distancia, Anacleto es el más cercano ya que lo había acompañado, sin decir nada hasta ese lugar. Allí, el capataz, se había parado en el borde de la zanja y mira hacía afuera, haciéndose sombra con la mano, inspecciona el horizonte, intentando encontrar algún malón. En todo el tiempo que Anacleto había estado con la cuadrilla nunca había presenciado el ataque de los indios, aunque sí había escuchado varias historias en los fortines o en el pueblo de Puan, que era el más cercano. El capataz cada tanto hace ruidos extraños, mientras tiene la mirada puesta en un punto del horizonte, en la parte que le toca a los indios. A nadie le gustaban esas expresiones del capataz, pero sólo lo decían cuando estaban en las barracas.
Ancleto está sentado en el borde, el de este lado, los pies le colgaban, la zanja era casi tan alta como él de profunda y más larga que cualquiera hombre, que él haya conocido, de ancha. Cada tanto mira al capataz que está todavía con la mano mirando el horizonte, parece que no se movió en los últimos diez minutos, pero el tiempo en el desierto, como bien lo había aprendido Anacleto, parece estirarse y alargarse.
Un par de compañeros, en la lejanía, se estaban gritando cosas; el capataz los mira por un instante pero los deja seguir en la suya, piensa que así los demás muchachos se van a distraer y, además, seguro que es por el calor que está haciendo en la zona. Se acerca a donde está sentado Anacleto. “El lugar más peligroso de toda la fosa, es justo en el que estamos nosotros, en el borde, en las zonas no escavadas”, se sienta tranquilamente a su costado, intentando ponerse cómodo, sus movimientos sos ágiles, pero lentos, como buscando una seguridad que no encuentra en el borde de la tierra. “Los indios no son tontos, buscan el camino fácil para entrar y robar nuestro ganado, cabalgan por el borde de la zanja hasta llegar hasta todavía no terminamos, en donde estamos nosotros, para después meterse tierra adentro. Por eso, tenemos que estar con los ojos abiertos”, le dice a Anacleto, que lo escucha y piensa que todos los demás están en otra. Un par están peleando por vaya a saber qué cosa, otro par intenta separarlos, otros los miran de cerca, otros de lejos, y algunos están adentro de la zanja, ya que es el único lugar donde se puede llegar a conseguir algo de sombra.
El capataz grita un par de cosas a los que están peleando, desde el lugar donde está, sin pararse, los que pelean no le hacen caso, pero eso no le importa, la cuestión es gritar, demostrar algún poder de mando, aunque sea solamente una cuestión formal. Anacleto no sabe mucho del capataz, sólo que desde hace muchísimo tiempo está trabajando en la zanja. Antes era miembro de un regimiento, y antes de eso, según escuchó por ahí, tenía un pequeño rancho con una china y un caballo. Anacleto pensó, esa vez, que el caballo debía de estar muerto y la china ya debía de tener otro hombre. Ambos miran el horizonte, cada tanto, el capataz mira al este, para ver si vienen los indios bordeando la fosa. “Si llegan a aparecer estamos perdidos. Somos diez hombres, más o menos, casi todos tenemos pistolas, pero el malón caerá por sorpresa, y nos matarán a todos. Si llegan a aparecer” repitió como resignado. El capataz agarra un pedazo suelto de adobe, que se usaba para el talud, y se los tira a los que están peleando. Esto los hace salir de la pelea, otros zapateros los ayudan y se sientan uno muy alejado del otro. “Creo que de algún momento a otro deberían llegar los soldados del fortín más cercano. Les dije que estamos en una posición expuesta, pero me parece que el oficial al mando no le importa nada. Por suerte, todo esto está seco, y, si llega a aparecer un malón, lo vamos a poder ver desde lejos, por el polvo que levantarán. Pero los indios son muy taimados y diestros jinetes, si aparecen, quizá podamos matar a dos o tres, pero ellos nos barrerán rápido y seguirán camino tierra adentro, vaya a saber qué tanto, y volverán con las vacas”.
Algo que le llamaba poderosamente la atención a Anacleto eran los indios, nunca había visto uno, pero todos se la pasaban hablando de ellos. Cada tanto, cuando estaban en la barraca, mientras Anacleto miraba fascinado el manto perlado del cielo nocturno, le preguntaba a sus compañeros si habían visto alguna vez a un indio. La mayoría le respondía que no, que él no había visto ninguno, pero empezaban a contar historias sobre conocidos que los habían visto o historias sobre algunos gauchos que habían conocido a muchos indios. También una historia que contaban, que recorría a menudo las barracas, era la de un gaucho matrero que vivía, solitario y arisco, en el desierto, todos decían que este tipo era inmortal, que se lo notaban por las arrugas en la cara que denotaban todo el tiempo que había esperado y el olor a cadáver que se desprendía de sus ropas. Otros decían que esperaba algo, pero no sabían decir qué. Pero nadie en el regimiento lo habían visto. Las historias decían que estaba dentro del territorio de los indios, y que estos no lo tocaban porque sabían que era una deidad. Además, ya lo habían matado tantas veces que no gastaban fuerzas en esa empresa inútil. La mayoría de las payadas en la línea hablaban sobre este gaucho. El típico payador lentamente afinaba la vigüela, haciéndola sacar ruidos extraños, y se lanzaba a cantar el cuento de este gaucho. Era un mito, pero casi todos lo daban por cierto.
“¿Vio alguna vez a alguno?”, le dijo Anacleto al capataz, casi en un suspiro, aspirando las palabras y dejándolas que se la lleve la muy suave brisa, “a algún indio”. El capataz al principio deja que las palabras se diluyan y mira atentamente la fosa, siguiendo la línea artificial que formaba hasta el horizonte, que los encerraba de los cuatro costados. “No. Por suerte nunca me encontré con esos salvajes, llevo aquí años de trabajo, creo, o serán meses, ya no lo sé, pero nunca me encontré cara a cara con ningún indio. A veces me pongo a pensar si será verdad que existen, me pongo a pensar si esta empresa que hacemos no será algo así como una excusa para meternos a todos en la milicia y trabajar para los ricos. Quizá por aquí hagan pasar agua para el ganado o algo así. No. Nunca vi a ningún indio”. Asegura el capataz mientras escupe dentro de la zanja.
Anacleto mira el paisaje que se abre frente a ellos. Ve pastizales amarillentos, algunos espesos arbustos espinosos, tierra eternamente lisa, alguna que otra zona de árboles, a lo que parece ser pocos kilómetros pero que en realidad son casi cientos, no ve ningún animal, no ve sombra, ni nada que se mueva, todo parece estar muerto. Se pone a pensar cuál será el valor de todas estas tierras, para llegar a darse cuenta que para él no lo tienen, pero que si, otra gente, más rica, más inteligente, está intentando poner un límite entre ellos y los indios, debe ser porque algo tienen que valer. Se pone a pensar en los indios, allá, tierra afuera, como así también piensa en los que viven tierra adentro. No llega a ninguna conclusión ni de unos ni de otros. A unos nunca los vio en su vida, no sabe cómo son ni cómo se ven, a los otros los vio muchas veces en las ciudades y los pueblos, en las pulperías y en las fiestas, pero no sabe cómo piensan ni cómo hablan.
“¿Conoció a muchos gauchos, señor?”, el capataz lo mira largamente, pensando, recordando o intentando hacerlo. Otra vez escupe en la zanja. Con sus movimientos lentos y tranquilos, se acomoda en otra posición, un poco más lejos de Anacleto, que lo inspecciona lentamente. “No, la verdad que no he visto ninguno, ni aquí en la frontera, ni tierras adentro. No los conozco, como no conozco indios. Supuestamente andan en sus caballos, tomando mate y carneando ganado, pero yo nunca los vi en todos mis años en el desierto. A veces creo que no existen, que son solo un invento de esos escritores de Buenos Aires, que son solamente algo que asumen que está acá. No sé quién habrá sido el que lo inventó, al gaucho digo, o al indio, si habrá sido Dios o si habrá sido un señor, encerrado en un hotel, en la ciudad, pero te aseguro que yo no los conozco. Ni a unos, ni a otros. Deben ser inventos. O por ahí, tal vez somos nosotros; tal vez nosotros somos los gauchos, nada más que no lo sabemos. Ya que, lo que ellos dicen que son, deberíamos ser nosotros, pero no hablan como nosotros ni se ven como nosotros. Quizá seamos así a la vista de las personas esas. Qué seremos, unos tipos que andan por el campo matándose entre ellos, jugando a la taba y matando ganado, o seremos esto, unos tipos que andan por el campo haciendo un pozo para mantener alejados a unos indios que nunca vimos, en nuestros meses, o años, ya no sé, de tiempo que estamos acá, en la intemperie. Pienso que todos los pueblos deben tener algún tipo de ser, que nadie sabe si existe o no. Quizá los indios, al final, estén de aquel lado, allá, y no porque dudemos de su existencia podemos dejar de pensar que no están, porque creo que en ese momento aparecerán. Pero tal vez para ellos, si es que existen, nosotros debemos ser lo mismo, algo que tal vez nunca vieron. Y nosotros somos unos que no saben para qué están, ni qué hacen. Sí, ni siquiera deben estar seguros si nosotros existimos. Sabemos que hacemos esta zanja, y se nos dice que el objeto de esto no es impedir que pasen, sino intentar que no salgan con el ganado, pero a mí eso me suena irrisorio, imposible. Por eso a veces dudo de todo, porque todo esto, la zanja, los indios, los gauchos, o nosotros, todo me parece irreal. Pero quién sabe, de hecho, nosotros, como casi todas las personas no sabemos nada. Tal vez lo sabe el Presidente”. A Anacleto le retumban las palabras del capataz, se queda intentando retener las palabras para luego intentar repetirlas. Las quiere memorizar para tener algo sobre qué hablar con los demás, para parecer un poco más avispado de lo que es. Pero las palabras se le esfuman, como nunca las pudo ver más que por un rato en su mente, en su imaginación.
El capataz se para y camina a paso moroso bordeando la zanja. Anacleto se para detrás, lo que genera cargadas que gritan los otros zapateros, cosas como que Anacleto es la novia del capataz y otras por el estilo. Todos ríen y gritan. Están cansados de esperar y el sol está arriba sobre ellos. El capataz o no escuchó o hace oídos sordos, y vuelve a escupir otra vez sobre la zanja, tercera vez en un rato. A veces piensa que odia y ama a la fosa, un sentimiento es muy raro. Camina lentamente, mirando para dentro del metro setenta y cinco de profundo, mirando el adobe que recubre el primer metro e inspeccionando el talud. Levanta la vista y mira el horizonte, siempre hacia el este y hacía el sur; de ahí, de donde podrían venir los Pamperos, Mapuches, Tehuelches y quién sabe qué otros nombres de indios. Anacleto también mira el horizonte, pero no busca indios, sino que observa, buscando el final, intentando encontrar algún punto donde la pampa plana se termine y empiece el cielo, pero ese lugar no existe. “¿Qué hay de aquel lado?”, le larga otra pregunta al capataz, que está inusualmente conversador, normalmente lo chista para que se calle y lo manda a seguir con sus tareas. El capataz se da vueltas, y con un par de silbidos y gritos hace que todos los zapadores resuman sus tareas. “De aquel lado... Quién sabe. Nadie ha ido para allí, o por lo menos ha vuelto para decirlo. Según me han contado marineros, algunos, a los que tengo fe sobre lo que me cuentan, la tierra en algún punto se termina y solamente hay mar. Dicen que con un barco podes llegar al final de la tierra y rodearla para llegar a otros lados, otros mares. Yo no lo sé, les creo, pero me suena irreal. Debe ser porque ellos conocen la inmensidad del mar. Pero nosotros conocemos la inmensidad del desierto, y en nuestros corazones sabemos que no puede terminar. Yo creo que más allá hay un lugar donde se puede caminar jornadas y jornadas para llegar a ningún lugar. Me parece que caminando hasta el horizonte se puede llegar a escalar el cielo, porque si te fijas, como seguro que lo has notado muchas veces, el horizonte no existe, no hay una línea como la zanja que separe la tierra del cielo. Dicen que en otros lados hay una separación, algo que te muestra que más allá hay otra cosa. Pero acá, el amarillo de los pastizales, el verde del piso, se mezcla lentamente con el amarillo, rojizo y celeste cielo. No hay separación entre esto y aquello. A veces pienso que tienen la razón quienes allá dicen que viven los muertos, que los indios son simplemente fantasmas que no podemos ver, que se llevan al ganado y a las mujeres. Son los jinetes de la muerte. Allá debe andar la muerte, caminando lentamente. Quizá para esto es la Zanja de Alsina, para separar de este lado a los vivos con aquellos, sean lo que fuesen, indios, muertos o quién sabe qué. De aquel lado de la zanja nadie sabe qué hay, pero se quiere ganar ese algo. Yo no soy creyente, no creo en Dios ni en su hijo y todas esas cosas, pero eso no quiere decir que no crea que pueda haber algo que yo no pueda entender. Y creo que eso está de aquel lado”.
El capataz se pone a caminar en paralelo a la zanja, le dice que lo acompañe, que van a dar una vuelta y hacer el recuento de cuántas leguas cavaron ese día. Lentamente van caminando, el capataz inspecciona la zanja, el talud, la tierra al costado, el adobe cercano al piso. Cada tanto da muestras de satisfacción y otras se muestra bastante disconforme con algún acabado, habla bajo, pero en voz alta, no para Anacleto, sino para sí. Luego dice, en voz alta, para que el otro lo escuche: “Me parece que esta obra, que parece no tener fin, es una imagen del país que estamos construyendo. Estamos en guerra desde hace años y hacemos una zanja para separar a los indios de los que viven tierra adentro. No sabemos si existen unos u otros, pero estamos acá, trabajando. Sufrimos deserciones, pero seguimos en la obra, que parece ciclópea, parece una quimera sin fin. Tal vez nunca lleguemos a terminarla. Pienso que es poco efectiva además. Pero esto debe significar algo. Lo que me termina demostrando es que algunos vivimos sobre la línea, vivimos en la frontera. Todavía no sé en la frontera de qué”. El capataz sigue camino y Anacleto intenta recordar algunas palabras que le parecen extrañas. Los zapateros se ven a lo lejos, la zanja es recta y marca el camino que recorrieron.
El capataz llega hasta el punto donde iniciaron al alba. Vuelve a inspeccionar el horizonte y la línea. Por un momento cree ver una polvareda a lo lejos, pero está seguro que eso es lo que quiere ver, y que no está allí. Le dice a Anacleto: “Vuelva sobre sus pasos y cuando llegue levante la bandera. Y ahí vuelta a trabajar, a seguir cavando la zanja para separarnos de aquello, sea lo que sea que es”.
Él, Anacleto, y sus compañeros siempre volvían caminando tranquilamente al lugar del trabajo. El lugar donde trabajaban siempre era un poco más lejos. También se iban de allí tranquilos, pero agotados. Cada tanto escuchaban historias sobre los malones, por eso todos llevaban la pistola en el cinto. Más vale prevenir que curar, susurró uno de los zapadores más viejos, que ya no estaba con ellos, se había fugado, y se puso el revolver en el cinto. Con los días todos empezaron a imitarlo. Uno, el que siempre iba más atrasado, llevando las palas y los picos sobre una mula que marchaba muy pausadamente y cada tanto se encaprichaba, lo que hacía que todos tuvieran que esperar que al bicho se le diera por seguir recorrido, era el único que iba sin armas. Salían con la última oscuridad de la mañana y caminaban un buen tramo, desde el fortín hasta la línea. En el tramo de ida no hablaban demasiado, todavía estaban algo dormidos y el frescor de la mañana hacía que cada uno esté inmerso en sus propios pensamientos, si es que los tenían. Cuando volvían, con la primer oscuridad, en el momento cuando el sol dejaba paso a la luna en el cielo, tampoco charlaban. De hecho, en la cuadrilla donde estaba Anacleto las charlas eran algo fuera de lo corriente.
Cada tanto, muy cada tanto, un oficial, que reportaba directamente a don Alfredo Ebelot, iba con ellos. Les ofrecía un par de instrucciones al principio del día, desde el caballo, que ellos intentaban cumplir al pie de la letra. Muchas veces les daba rebencazos cuando les decía que estaban haciendo algo mal. Cuando iba a darlos era el único momento que se bajaba de su pingo blanco. Aparecía a media mañana, gritaba, siempre lo hacía, repartía algunos rebencazos, normalmente siempre a los mismos zapateros. Antes de irse cruzaba un par de palabras con el capataz, siempre del lado del indio, al cual el capataz iba lanzando improperios por lo bajo, porque a ese lado ellos no se atrevían a pisarlo, era lo primero que le habían dicho a Anacleto, “nunca te paréis del lado del indio, siempre hazlo de este lado”, y, luego de todo eso, se iba, dejando una polvareda, levantada por su caballo que se iba relinchando.
El sol está en el cielo, una mancha luminosa en el, por lo demás, siempre celeste cielo. No están trabajando porque el capataz les dijo que era mejor guardar las fuerzas durante un rato. Hace mucho calor, en la lejanía parece haber movimientos sobre la tierra, como que la tierra es agua. Ellos no tienen ninguna sombra cerca para tirarse a descansar. Los árboles, pocos, aunque parecen cercanos, están a kilómetros de distancia. Cerca de los zapadores no hay nada, más que la zanja a medio abrir para el este y la inmensidad de la pampa para el otro lado. Todos están de este lado, de lado del indio no hay nadie, solamente algún solitario está dentro de la fosa. Están dispersos en pequeños grupitos de uno o dos personas. Son alrededor de una decena de zapateros, tirados en el final (o el inicio, no lo sabían) de la zanja que tenían que construir. Algunos están tierra adentro tirados sobre matas de pastizales amarillos, la mayoría están sentados sobre el borde.
El capataz está un poco más alejado del resto, a unas pocas leguas de distancia, Anacleto es el más cercano ya que lo había acompañado, sin decir nada hasta ese lugar. Allí, el capataz, se había parado en el borde de la zanja y mira hacía afuera, haciéndose sombra con la mano, inspecciona el horizonte, intentando encontrar algún malón. En todo el tiempo que Anacleto había estado con la cuadrilla nunca había presenciado el ataque de los indios, aunque sí había escuchado varias historias en los fortines o en el pueblo de Puan, que era el más cercano. El capataz cada tanto hace ruidos extraños, mientras tiene la mirada puesta en un punto del horizonte, en la parte que le toca a los indios. A nadie le gustaban esas expresiones del capataz, pero sólo lo decían cuando estaban en las barracas.
Ancleto está sentado en el borde, el de este lado, los pies le colgaban, la zanja era casi tan alta como él de profunda y más larga que cualquiera hombre, que él haya conocido, de ancha. Cada tanto mira al capataz que está todavía con la mano mirando el horizonte, parece que no se movió en los últimos diez minutos, pero el tiempo en el desierto, como bien lo había aprendido Anacleto, parece estirarse y alargarse.
Un par de compañeros, en la lejanía, se estaban gritando cosas; el capataz los mira por un instante pero los deja seguir en la suya, piensa que así los demás muchachos se van a distraer y, además, seguro que es por el calor que está haciendo en la zona. Se acerca a donde está sentado Anacleto. “El lugar más peligroso de toda la fosa, es justo en el que estamos nosotros, en el borde, en las zonas no escavadas”, se sienta tranquilamente a su costado, intentando ponerse cómodo, sus movimientos sos ágiles, pero lentos, como buscando una seguridad que no encuentra en el borde de la tierra. “Los indios no son tontos, buscan el camino fácil para entrar y robar nuestro ganado, cabalgan por el borde de la zanja hasta llegar hasta todavía no terminamos, en donde estamos nosotros, para después meterse tierra adentro. Por eso, tenemos que estar con los ojos abiertos”, le dice a Anacleto, que lo escucha y piensa que todos los demás están en otra. Un par están peleando por vaya a saber qué cosa, otro par intenta separarlos, otros los miran de cerca, otros de lejos, y algunos están adentro de la zanja, ya que es el único lugar donde se puede llegar a conseguir algo de sombra.
El capataz grita un par de cosas a los que están peleando, desde el lugar donde está, sin pararse, los que pelean no le hacen caso, pero eso no le importa, la cuestión es gritar, demostrar algún poder de mando, aunque sea solamente una cuestión formal. Anacleto no sabe mucho del capataz, sólo que desde hace muchísimo tiempo está trabajando en la zanja. Antes era miembro de un regimiento, y antes de eso, según escuchó por ahí, tenía un pequeño rancho con una china y un caballo. Anacleto pensó, esa vez, que el caballo debía de estar muerto y la china ya debía de tener otro hombre. Ambos miran el horizonte, cada tanto, el capataz mira al este, para ver si vienen los indios bordeando la fosa. “Si llegan a aparecer estamos perdidos. Somos diez hombres, más o menos, casi todos tenemos pistolas, pero el malón caerá por sorpresa, y nos matarán a todos. Si llegan a aparecer” repitió como resignado. El capataz agarra un pedazo suelto de adobe, que se usaba para el talud, y se los tira a los que están peleando. Esto los hace salir de la pelea, otros zapateros los ayudan y se sientan uno muy alejado del otro. “Creo que de algún momento a otro deberían llegar los soldados del fortín más cercano. Les dije que estamos en una posición expuesta, pero me parece que el oficial al mando no le importa nada. Por suerte, todo esto está seco, y, si llega a aparecer un malón, lo vamos a poder ver desde lejos, por el polvo que levantarán. Pero los indios son muy taimados y diestros jinetes, si aparecen, quizá podamos matar a dos o tres, pero ellos nos barrerán rápido y seguirán camino tierra adentro, vaya a saber qué tanto, y volverán con las vacas”.
Algo que le llamaba poderosamente la atención a Anacleto eran los indios, nunca había visto uno, pero todos se la pasaban hablando de ellos. Cada tanto, cuando estaban en la barraca, mientras Anacleto miraba fascinado el manto perlado del cielo nocturno, le preguntaba a sus compañeros si habían visto alguna vez a un indio. La mayoría le respondía que no, que él no había visto ninguno, pero empezaban a contar historias sobre conocidos que los habían visto o historias sobre algunos gauchos que habían conocido a muchos indios. También una historia que contaban, que recorría a menudo las barracas, era la de un gaucho matrero que vivía, solitario y arisco, en el desierto, todos decían que este tipo era inmortal, que se lo notaban por las arrugas en la cara que denotaban todo el tiempo que había esperado y el olor a cadáver que se desprendía de sus ropas. Otros decían que esperaba algo, pero no sabían decir qué. Pero nadie en el regimiento lo habían visto. Las historias decían que estaba dentro del territorio de los indios, y que estos no lo tocaban porque sabían que era una deidad. Además, ya lo habían matado tantas veces que no gastaban fuerzas en esa empresa inútil. La mayoría de las payadas en la línea hablaban sobre este gaucho. El típico payador lentamente afinaba la vigüela, haciéndola sacar ruidos extraños, y se lanzaba a cantar el cuento de este gaucho. Era un mito, pero casi todos lo daban por cierto.
“¿Vio alguna vez a alguno?”, le dijo Anacleto al capataz, casi en un suspiro, aspirando las palabras y dejándolas que se la lleve la muy suave brisa, “a algún indio”. El capataz al principio deja que las palabras se diluyan y mira atentamente la fosa, siguiendo la línea artificial que formaba hasta el horizonte, que los encerraba de los cuatro costados. “No. Por suerte nunca me encontré con esos salvajes, llevo aquí años de trabajo, creo, o serán meses, ya no lo sé, pero nunca me encontré cara a cara con ningún indio. A veces me pongo a pensar si será verdad que existen, me pongo a pensar si esta empresa que hacemos no será algo así como una excusa para meternos a todos en la milicia y trabajar para los ricos. Quizá por aquí hagan pasar agua para el ganado o algo así. No. Nunca vi a ningún indio”. Asegura el capataz mientras escupe dentro de la zanja.
Anacleto mira el paisaje que se abre frente a ellos. Ve pastizales amarillentos, algunos espesos arbustos espinosos, tierra eternamente lisa, alguna que otra zona de árboles, a lo que parece ser pocos kilómetros pero que en realidad son casi cientos, no ve ningún animal, no ve sombra, ni nada que se mueva, todo parece estar muerto. Se pone a pensar cuál será el valor de todas estas tierras, para llegar a darse cuenta que para él no lo tienen, pero que si, otra gente, más rica, más inteligente, está intentando poner un límite entre ellos y los indios, debe ser porque algo tienen que valer. Se pone a pensar en los indios, allá, tierra afuera, como así también piensa en los que viven tierra adentro. No llega a ninguna conclusión ni de unos ni de otros. A unos nunca los vio en su vida, no sabe cómo son ni cómo se ven, a los otros los vio muchas veces en las ciudades y los pueblos, en las pulperías y en las fiestas, pero no sabe cómo piensan ni cómo hablan.
“¿Conoció a muchos gauchos, señor?”, el capataz lo mira largamente, pensando, recordando o intentando hacerlo. Otra vez escupe en la zanja. Con sus movimientos lentos y tranquilos, se acomoda en otra posición, un poco más lejos de Anacleto, que lo inspecciona lentamente. “No, la verdad que no he visto ninguno, ni aquí en la frontera, ni tierras adentro. No los conozco, como no conozco indios. Supuestamente andan en sus caballos, tomando mate y carneando ganado, pero yo nunca los vi en todos mis años en el desierto. A veces creo que no existen, que son solo un invento de esos escritores de Buenos Aires, que son solamente algo que asumen que está acá. No sé quién habrá sido el que lo inventó, al gaucho digo, o al indio, si habrá sido Dios o si habrá sido un señor, encerrado en un hotel, en la ciudad, pero te aseguro que yo no los conozco. Ni a unos, ni a otros. Deben ser inventos. O por ahí, tal vez somos nosotros; tal vez nosotros somos los gauchos, nada más que no lo sabemos. Ya que, lo que ellos dicen que son, deberíamos ser nosotros, pero no hablan como nosotros ni se ven como nosotros. Quizá seamos así a la vista de las personas esas. Qué seremos, unos tipos que andan por el campo matándose entre ellos, jugando a la taba y matando ganado, o seremos esto, unos tipos que andan por el campo haciendo un pozo para mantener alejados a unos indios que nunca vimos, en nuestros meses, o años, ya no sé, de tiempo que estamos acá, en la intemperie. Pienso que todos los pueblos deben tener algún tipo de ser, que nadie sabe si existe o no. Quizá los indios, al final, estén de aquel lado, allá, y no porque dudemos de su existencia podemos dejar de pensar que no están, porque creo que en ese momento aparecerán. Pero tal vez para ellos, si es que existen, nosotros debemos ser lo mismo, algo que tal vez nunca vieron. Y nosotros somos unos que no saben para qué están, ni qué hacen. Sí, ni siquiera deben estar seguros si nosotros existimos. Sabemos que hacemos esta zanja, y se nos dice que el objeto de esto no es impedir que pasen, sino intentar que no salgan con el ganado, pero a mí eso me suena irrisorio, imposible. Por eso a veces dudo de todo, porque todo esto, la zanja, los indios, los gauchos, o nosotros, todo me parece irreal. Pero quién sabe, de hecho, nosotros, como casi todas las personas no sabemos nada. Tal vez lo sabe el Presidente”. A Anacleto le retumban las palabras del capataz, se queda intentando retener las palabras para luego intentar repetirlas. Las quiere memorizar para tener algo sobre qué hablar con los demás, para parecer un poco más avispado de lo que es. Pero las palabras se le esfuman, como nunca las pudo ver más que por un rato en su mente, en su imaginación.
El capataz se para y camina a paso moroso bordeando la zanja. Anacleto se para detrás, lo que genera cargadas que gritan los otros zapateros, cosas como que Anacleto es la novia del capataz y otras por el estilo. Todos ríen y gritan. Están cansados de esperar y el sol está arriba sobre ellos. El capataz o no escuchó o hace oídos sordos, y vuelve a escupir otra vez sobre la zanja, tercera vez en un rato. A veces piensa que odia y ama a la fosa, un sentimiento es muy raro. Camina lentamente, mirando para dentro del metro setenta y cinco de profundo, mirando el adobe que recubre el primer metro e inspeccionando el talud. Levanta la vista y mira el horizonte, siempre hacia el este y hacía el sur; de ahí, de donde podrían venir los Pamperos, Mapuches, Tehuelches y quién sabe qué otros nombres de indios. Anacleto también mira el horizonte, pero no busca indios, sino que observa, buscando el final, intentando encontrar algún punto donde la pampa plana se termine y empiece el cielo, pero ese lugar no existe. “¿Qué hay de aquel lado?”, le larga otra pregunta al capataz, que está inusualmente conversador, normalmente lo chista para que se calle y lo manda a seguir con sus tareas. El capataz se da vueltas, y con un par de silbidos y gritos hace que todos los zapadores resuman sus tareas. “De aquel lado... Quién sabe. Nadie ha ido para allí, o por lo menos ha vuelto para decirlo. Según me han contado marineros, algunos, a los que tengo fe sobre lo que me cuentan, la tierra en algún punto se termina y solamente hay mar. Dicen que con un barco podes llegar al final de la tierra y rodearla para llegar a otros lados, otros mares. Yo no lo sé, les creo, pero me suena irreal. Debe ser porque ellos conocen la inmensidad del mar. Pero nosotros conocemos la inmensidad del desierto, y en nuestros corazones sabemos que no puede terminar. Yo creo que más allá hay un lugar donde se puede caminar jornadas y jornadas para llegar a ningún lugar. Me parece que caminando hasta el horizonte se puede llegar a escalar el cielo, porque si te fijas, como seguro que lo has notado muchas veces, el horizonte no existe, no hay una línea como la zanja que separe la tierra del cielo. Dicen que en otros lados hay una separación, algo que te muestra que más allá hay otra cosa. Pero acá, el amarillo de los pastizales, el verde del piso, se mezcla lentamente con el amarillo, rojizo y celeste cielo. No hay separación entre esto y aquello. A veces pienso que tienen la razón quienes allá dicen que viven los muertos, que los indios son simplemente fantasmas que no podemos ver, que se llevan al ganado y a las mujeres. Son los jinetes de la muerte. Allá debe andar la muerte, caminando lentamente. Quizá para esto es la Zanja de Alsina, para separar de este lado a los vivos con aquellos, sean lo que fuesen, indios, muertos o quién sabe qué. De aquel lado de la zanja nadie sabe qué hay, pero se quiere ganar ese algo. Yo no soy creyente, no creo en Dios ni en su hijo y todas esas cosas, pero eso no quiere decir que no crea que pueda haber algo que yo no pueda entender. Y creo que eso está de aquel lado”.
El capataz se pone a caminar en paralelo a la zanja, le dice que lo acompañe, que van a dar una vuelta y hacer el recuento de cuántas leguas cavaron ese día. Lentamente van caminando, el capataz inspecciona la zanja, el talud, la tierra al costado, el adobe cercano al piso. Cada tanto da muestras de satisfacción y otras se muestra bastante disconforme con algún acabado, habla bajo, pero en voz alta, no para Anacleto, sino para sí. Luego dice, en voz alta, para que el otro lo escuche: “Me parece que esta obra, que parece no tener fin, es una imagen del país que estamos construyendo. Estamos en guerra desde hace años y hacemos una zanja para separar a los indios de los que viven tierra adentro. No sabemos si existen unos u otros, pero estamos acá, trabajando. Sufrimos deserciones, pero seguimos en la obra, que parece ciclópea, parece una quimera sin fin. Tal vez nunca lleguemos a terminarla. Pienso que es poco efectiva además. Pero esto debe significar algo. Lo que me termina demostrando es que algunos vivimos sobre la línea, vivimos en la frontera. Todavía no sé en la frontera de qué”. El capataz sigue camino y Anacleto intenta recordar algunas palabras que le parecen extrañas. Los zapateros se ven a lo lejos, la zanja es recta y marca el camino que recorrieron.
El capataz llega hasta el punto donde iniciaron al alba. Vuelve a inspeccionar el horizonte y la línea. Por un momento cree ver una polvareda a lo lejos, pero está seguro que eso es lo que quiere ver, y que no está allí. Le dice a Anacleto: “Vuelva sobre sus pasos y cuando llegue levante la bandera. Y ahí vuelta a trabajar, a seguir cavando la zanja para separarnos de aquello, sea lo que sea que es”.
1 comentario:
Nota: Este Anacleto es el mismo, mucho más joven, que el del cuento "Gaucho Godoy".
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