Nunca terminará de saber que le pareció más extraño: que haya sacado una pistola nueve milímetros del cinturón o que le haya dicho “Ni siquiera el Everest es el mismo al que George Mallory subió. Se movió todo un metro desde ese momento”. Suaznabar está ahí parado en el medio de un campo seco, en el medio de la nada, en un caluroso día de verano, con las manos en alto escuchando el viento en sus oídos.
Se sorprendió cuando él sacó la pistola (Una Beretta 92 de 9mm) de atrás del cinto. La traía escondida debajo de la camisa blanca, sin ninguna arruga, que volaba por los efectos del viento que, en vez de traer fresco, movía desesperadamente el aire calido que estaba quieto sobre un descampado en Entre Ríos. Tampoco tuvo mucho tiempo para verlo venir, antes de saludarlo, cambió la cara y se llevó la mano a la espalda. Suaznabar había caminado un largo rato a campo traviesa para llegar a las coordenadas que le había dado para el encuentro. Ni siquiera sabía qué era lo que quería de él el, que en Colón le decían Edmundo Hillary, pero que le habían informado varios que estaban bastante seguros que ese no era su verdadero nombre.
Si los sucesos empiezan en algún momento, y no son sólo una eterna y simple cadena de eventos, empezando desde el nacimiento, que llevan a ese instante, todo empezó cuando estaba sentado en una mesa redonda del bar “La Georgina”, a media mañana, con un café cortado doble y un tostado de jamón y queso, tomando notas sobre vuelos espaciales y cosmonautas. Tal vez si las notas hubieran sido sobre astronautas, la cadena, por la teoría del efecto mariposa, lo hubiera llevado a la playa, tomando mate con Julia, bajo la sombra fresca de un sauce. Pero estaba anotando ciertos hechos sobre el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio y, también, el primer hombre en orbitar la tierra. Había una anécdota que le llamaba mucho la atención, pensando que podría llegar a ser un buen cuento corto, si él pudiera escribir cuentos o novelas. Una mujik siberiana ve caer la capsula Vostok 1, sin tener la menor idea –como casi todo el mundo occidental u oriental- que los soviéticos lo habían logrado, aunque en un primer momento la campesina debe haber pensando que eran simplemente llamas que caían del cielo. Que se haya acercado, intrigada, a ese lugar, de dónde seguro salía humo en contraste con el cielo, habla sobre la curiosidad natural de casi todos los seres humanos sean o no educados. Llegada ahí para ver a una forma humanoide, vestido de naranja furioso, para preguntarle si venía del espacio exterior. Tal vez la rusa sólo esperaba que le dijera que era piloto de combate o algo así, pero a Gagarin no se le ocurrió otra cosa que ser sincero y le dijo, seguramente con una sonrisa en la cara y un aire socarrón que tienen todos los pilotos de pruebas: ciertamente sí. Sólo para terminar de asustar a la campesina, que no entendía nada. Los historiadores decían que Gagarin le dijo que era soviético; a Suaznabar, si alguna vez escribía ese cuento corto, le gustaba pensar que le había mostrado su casco blanco con las siglas CCCP en rojo y eso, sólo eso, había terminado de convencer a la siberiana que, en realidad, él era un compatriota y que algo grande acababa de pasar. A la larga, habrían llegado los medios de rescate, helicópteros o aviones que sobrevolaban la zona y, Gagarin, como el primer piloto espacial, se alejaba hacía el horizonte, dejando a la mujik ensimismada y preguntándose qué era todo eso.
Mientras anotaba los datos que estaba leyendo de un libro, que había conseguido en una librería de saldos de la 12 de Abril, en su pequeña libretita de tapas negras, se le aparece la figura, que luego le estará apuntando con una pistola en el medio del campo, y se sienta en la silla vacía. Al principio Suaznabar no se había notado al individuo. Estaba anotando con un lápiz todos los datos para, alguna vez, aunque más bien nunca, escribir ese cuento. Levantó la cabeza y lo vio, sentado enfrente, apoyado contra el respaldo de la silla, mirando por sobre su hombro a ambos costados. Le dijo en susurros que no lo conocía, pero que él sabía quién era, Suaznabar, el novelista. Primero pensó en negar, ya que nunca había escrito una novela, pero luego recordó una vez que El Espectro, estaba en un bar y gritaba a los cuatro vientos que el esposo de su primera era un novelista famoso, sólo de ahí podía venir esa asociación equivocada. El tipo siguió hablando, diciendo que su nombre era Hillary, y que lo necesitaba para documentar un suceso extraordinario que estaba por suceder. Suaznabar lo miraba sin entender nada, pero debía admitir, si alguien en ese momento se lo hubiera preguntado, que ese hombre le había llamado muchísimo la atención. Tal vez fue su forma de hablar, con un extraño acento que sólo los anglosajones podían pronunciar, o su mensaje desesperado entre miradas paranoicas, pero algo le había generado un aura de incógnita.
Quería hacerle miles de preguntas para entender mejor la situación. Le preguntó al tal Hillary qué es lo que tendría que atestiguar, pero este dijo que no podía decirle en ese lugar. Éste miraba para su izquierda y su derecha cada dos por tres y, en pocos momentos lo miró a la cara. Le informó que tendría que encontrarse con él, al siguiente día en una hora concreta en tal latitud y longitud. Luego, parándose, le preguntó si le interesaba el asunto. Suaznabar, que no entendía demasiado, pero todo eso le había generado una curiosidad difícil de explicar, le dijo que sí, completamente. A lo que el tal Hillary le dio la mano, Suaznabar se la estrechó, y el hombre desapareció entre la gente que atiborraba el bar con aire acondicionado, en ese día de tremendo calor. Notó al instante que le había pasado un papel, y lo siguió con la mirada, mientras sentía el papel que le quemaba la palma de la mano. Cuando lo perdió, con un secretismo que le había pasado el otro, abrió el papel y leyó las coordenadas y una hora especifica, con una advertencia para que acudiera a la cita solo.
Decidió conseguir información sobre el tal Hillary por eso anduvo en búsqueda de El Espectro, que era el único que podría saber algo sobre el tipo. Llamó desde un teléfono público al diario, preguntó si se encuentra, pero le dicen que hace muchísimo tiempo que no aparecía, le dijeron que desde que el Cíclope firmó una declaración judicial diciendo que lo había matado no aparecía por ahí. También le dijeron que si lo veía, no creyendo demasiado la historia que ya llevaba más de un año en boga de todos, que todavía le guardaban el escritorio, tal y como lo había dejado, solamente que un poco más ordenado. Suaznabar cortó, no sin antes decir que pasaría el mensaje. Esperó un rato en la cabina y luego llamó a su esposa, Julia, pero no estaba en la quinta, o por alguna razón no atendía. Miró el reloj pulsera y se dio cuenta que debería estar yendo a ver a sus tías.
Se puso a caminar sin rumbo, primero pensó ir hasta el diario y preguntar por lo que saben de ese tipo, pero sin el peso de El Espectro, se dio cuenta que nadie le diría nada. Partió rumbo a la costanera y allí se quedó mirando, por un largo rato, el río. Vio ese cuerpo constante de agua que se mueve eternamente, con ese color caramelo que refleja el sol amarillo y brilloso. Ahí donde la gente estaba navegando y perdiéndose en la inmensidad de lo eterno por unos instantes.
Armó teorías descabelladas de dónde eran las coordenadas, de quién era el tipo y qué podría ser lo tenía que atestiguar. No llegó a ninguna conclusión, ya que las coordenadas eran números, del tipo no sabía nada y de lo otro sabía todavía menos. Se divirtió un buen rato solo, pensando en que era una historia de espías, aunque en ningún momento pensó que ese tipo, que parecía tan poca cosa, podría llegar a estar apuntándole con una pistola.
Llegó a un bar, en algún momento, cuando el sol ya caía. Se sentó en una solitaria mesa afuera y pidió un vermouth con aceitunas. Estaba solo, en el patio, en la oscuridad, la mayoría de los habituales estaban dentro, cerca de la barra, donde había luz y gritaban improperios cada vez que a uno le tocaba una buena mano en la partida de truco. Vio a Fulgencio que se acercó, caminando lentamente, en realidad no se llama así, es su sobrenombre por su parecido con el dictador cubano Batista. Lo saludó con ganas, Suaznabar lo invitó a sentarse, ya había bajado bastante la temperatura y hasta se podía decir que estaba agradable, aunque seguía caluroso. Una brisa corría por allí, que movía las ramas del sauce que tenía arriba de su cabeza, que cada tanto le hacía cosquillas al rasparlo, todo eso generaba un agradable sonido estival y campechano. Compartió un poco de su vermouth, mientras comían aceitunas. Se le ocurrió preguntar por Hillary, si sabía algo. La verdad que no lo conocía demasiado, solamente lo había visto una decena de veces y nunca habían cruzado palabras. Fulgencio le decía que creía que estaba loco, siempre miraba para todos lados vigilando. Pero le informó un par de cosas de su historia. Primero, que había aparecido en la ciudad casi de la nada, de un día para el otro. Así de buenas a primeras compró una casa, en contado, chiquita, pero con vista al río, en una zona paqueta. Se dio a conocer como Edmundo Hillary, aunque nunca nadie le preguntó si ese era su nombre verdadero, todos le decían el yanqui. Había conseguido un trabajo en las afueras, donde pilotaba viejos aviones a hélice para la aplicación aérea de fertilizantes, y, cada tanto –“muy cada tanto”- algún vuelo de pasajeros. Fulgencio no sabía mucho más sobre el tipo y, de hecho, no quería saber más. Según él tenía algo muy raro, algún tipo de secreto o algo por el estilo, le dijo. Suaznabar se rió, que no le parecía eso, aunque estaba mintiendo y esa última aseveración lo dejó pensando, y el papelito en el bolsillo el empezó a arder.
Ya estaba en la quinta de Jacinto, el padre de Julia, que nunca estaba, por suerte, esperó a que vuelva su esposa. Volvió tarde, riéndose a sonoras carcajadas, un poco borracha, trastabillaba golpeando el umbral de la puerta. Suaznabar la ayudó a subir la escalera, mientras ella le daba besos chiquitos en el cuello o adonde podía alcanzar. La tiró en la cama, pero no lo soltó y él cayó sobre ella. Julia le empezó a sacar la ropa, mientras le susurraba al oído. Cuando ella estaba un poco tomada era un poco más agresiva en la intimidad, mucho más activa, menos romántica. Ella se quedó rápidamente dormida luego, pero él seguía despierto. La luna estaba en lo alto y se reflejaba contra el río Uruguay. Bajó las escaleras, caminó bordeando la pileta, siguiendo por entre los sauces llorones hasta el río. Anduvo por la orilla alejándose de la casa, de casi todo.
Al poco rato se sentó en un tronco caído mirando la otra orilla, escondida en la oscuridad. Estaba pensando en el día, en cómo trascurriría, en qué sería. Lo que más le interesaba era el misterio, todo el halo de secretismo que se había generado alrededor de lo que le había pasado esa tarde, con esa nota que le había pasado el tal Edmundo Hillary. Atrás suyo, un chistido, de alguien. Se dio vuelta y sólo vio una brasa de un cigarrillo. Esa brasa se fue acercando hacia él, notó que era El Espectro, en otra de sus apariciones misteriosas. Se sentó al lado suyo. Conversaron un largo rato mientras las agujas del reloj marcaban un nuevo día y la madrugada se iba haciendo cada vez más presente en el cantar de los grillos y el zumbido de las chicharras que, por unos segundos, llenaban todo el ambiente.
En algún punto Suaznabar se puso a mirar la luna, pensando en si alguien en verdad la había pisado, en cómo podría haber sido eso, cómo podría haber sido escenificada esa gran puesta. Pero a él le gusta creer, no puede tener fe en dios ni en los santos evangelios pero en la llegada del hombre a la luna, en los restos del modulo lunar, en las banderas clavadas en el gris, en las pisadas eternas sobre el piso lunar, en tres iniciales escritas por el último que estuvo ahí, en todo eso creía. Pero El Espectro se reía de eso, le decía que todo era una fantochada. En chiste le dijo que los rusos habían llegado. Se rieron juntos. Aunque luego los embargó la fantasía de cuánto habría cambiado el mundo si eso hubiera sucedido. Suaznabar siempre cree que las pequeñas cosas marcan el camino de las grandes, y eso era un momento gigante en la historia. Tal vez, se dijo, eso hubiera cambiado el curso de la guerra fría, eso podría haber generado un nuevo movimiento ascendente en la economía de la Unión Soviética. No creía que podrían llegar a estar sentados, escuchando a los grillos y a las chicharras si los rusos hubieran llegado a la luna. Piensa que estarían todos muertos. Los pequeños cambios cambian el futuro en formas inimaginables que repercuten en cambios inmensos en los modelos, los cambios grandes te sacan de curso y descarrilan la historia.
Pero aprovechó para preguntarle que sabía sobre el yanqui, así lo conocía, más que por su nombre y apellido, que le dijo que eran inventados. No sabía mucho, no pudo averiguar demasiado, aunque su olfato de periodista le decía que había algo atrás de ese tipo. Lo había perseguido varias veces cuando iba al campo de aviación, volaba viejos cacharros con gran destreza y fumigaba grandes sembradíos, era el único en la región que hacía eso. Estaba seguro que era yanqui. Para él ese no era su nombre. Había escuchado una historia, en un bar lejano, por la ciudad lindera de San José, que éste había contado una vez que estaba borracho. Según El Espectro el tipo había empezado a hablar sobre viajes astrales y espías de la CIA que lo buscaban por saber demasiado sobre ingeniera inversa. Cuestiones sobre naves espaciales y, en algún punto, dijo, se puso a escribir ecuaciones en el pizarrón donde escribían los especiales del día. El Espectro, que según le comentó, había escuchado todo de primera mano, puesto que estaba ahí ese día, en ese bar. Suaznabar se dio cuenta que lo había perseguido. Él copió las formulas y luego se las llevó a un ingeniero amigo, que, como era de Buenos Aires, se llamaba Martín y no tenía sobrenombre como todos en Colón. Nunca le había mandado una respuesta y nunca más volvió a escuchar de él. Se había desvanecido en el aire o se escondió en la multitud, como una hoja en un árbol, como desapareció de nuevo El Espectro, el primo de su mujer.
Al otro día, agarró la camioneta y puso en el GPS las coordenadas que le había pasado el tal Edmundo Hillary en el papel, que quemó según una instrucción que había en el mismo. Manejó hasta salir de la ruta catorce y doblar en una vecinal de tierra. Anduvo un buen rato, el sol rajaba la tierra y la temperatura andaba cerca de cuarenta, por lo menos la térmica. Estacionó al costado de la calle de tierra, por donde viejos autos pasaban cada muerte de obispo a todo lo que da levantando polvo, saltó un alambrado y tuvo que caminar unos cuantos kilómetros para llegar al lugar exacto. Una vez allí, en el medio de la nada, sólo estaba presente el viento que movía el calor y susurraba idiomas extraños en sus oídos.
A lo lejos lo vio venir. Una figura que apareció caminando lentamente, tranquila. Primero era una sombra, lejana, sin forma, casi un espejismo entre el calor. Luego, con el movimiento constante, empezó a tener forma humana. Pensó en la siberiana y la figura naranja de Yuri Gagarin apareciéndosele, por algunos instantes fantaseó con la posibilidad que ese momento fuera la exacta antítesis de aquella. En vez del frío siberiano, el calor del campo entrerriano; en vez de una mujik, un burgués de clase media; en vez de un viajero del espacio, un tipo al que se le había caído el avión que usa para fumigar campos. Encendió un cigarrillo para esperar mientras la figura fue tomando forma.
Ni bien toma forma en un movimiento rápido saca la pistola de su espalda y le apunta. Suaznabar atina a levantar los brazos y decir algo como ey, ey, cuidado con eso, y el tipo, el presunto Edmundo Hillary le dice lo del Everest. Suaznabar no interpreta bien el mensaje. Pero el otro, en extremo paranoico le dije si es del MI5 o la CIA. Obviamente Suaznabar niega, siendo verdad, pero con la leve sospecha que con la pregunta ya está en jaque; que el negar, para el otro, es igual que afirmar. El tal Hillary le apunta, lo sostiene, lo mira, le dice que Suaznabar está vestido como los espías ingleses en los países caribeños, con pantalón de lino y camisa blanca un poco abierta. No puede más que reírse, el otro no se ríe, en ningún momento esboza una sonrisa. Por eso empieza a decirle que él lo citó en ese lugar y que está ahí solamente porque le había pasado el papelito con las coordenadas.
Por unos instantes, que parecen eternos para Suaznabar, por más que sea un cliché es lo que siente, ambos permanecen callados. El otro baja la pistola, pero no la suelta, Suaznabar se saca el cigarrillo de la boca, al que casi no le había podido dar pitadas. Le pide una explicación a todo eso. El otro empieza a caminar para el norte. Con la pistola, sin apuntarle, le hace gesto para que camine a su costado. Suaznabar, para complacer al hombre armado, lo hace. Le dice que van a ver cómo cae una capsula desde el espacio, una que el gobierno de los Estados Unidos por el momento mantiene en secreto y que va a ser usada para volver a la luna y, luego, en un esfuerzo aún más grande, para llevar al primer humando a Marte. Mientras el tal Hillary sigue caminando en dirección norte, Suaznabar se queda quieto mirando como se aleja, hasta que se da cuenta que no camina más a la par y se da vuelta. Le pregunta qué le pasa, responde si le está tomando el pelo. Edmundo Hillary, y cada vez Suaznabar está más seguro que no se llama así, le responde que no. Y le vuelve a hacer el gesto con la pistola para que lo acompañe, no es un gesto amenazador pero lo intimida.
Caminan rápidamente. Suaznabar piensa en la coincidencia entre su cuento de Gagarin, la charla de los hombres en la luna con El Espectro y eso que le había dicho el tal Hillary. Él le dice que no cree que algo así, de tanta envergadura pueda mantenerse en secreto y, que además, qué ganaría el gobierno norteamericano de mantener eso en secreto. Hillary, sin parar de caminar para el norte, por el campo chato, y al parecer eterno, le dice que no sabe qué ganaría pero que de llegar a darse a publicidad debería dar explicaciones de ciertas tecnologías que no están al alcance de nuestra civilización. ¿Extraterrestres? Le pregunta, el otro le dice que sí. Y cómo sabe eso. El presunto Hillary, le cuenta que él era piloto de la fuerza aérea de los Estados Unidos (USAF), que voló en los Balcanes a mediados de los noventa y fue el primero en derribar un MIG usando un AIM-120 en un F-16. Consiguió dos victorias más, aunque una disputada y no confirmada. Luego de eso, fue trasladado a la Base Edwards donde hizo el curso de Piloto de Prueba y, al ser primero en su clase, fue comisionado para las pruebas en el último avión-X de la fuerza. Ahí empezó a volar llevándolo a más de 80 km arriba (“Y eso ya se considera “espacio” amigo”, dijo con esas palabras, “por lo que me dieron el título de astronauta de la fuerza aérea. Búscalo, me vas a encontrar, no por este nombre, claro”). Pero se fue dando cuentas de secretos que estaban más allá de su pago, los pilotos no eran personas que callaran y podían hacer hablar hasta el más parco de los ingenieros. Empezó a levantar sospechas entre los civiles de la base. A la larga lo sacaron de la línea de vuelo, los médicos (“Enemigos naturales de los pilotos”, le dijo) dijeron que tenía una arritmia cardiacas crónica, algo que nunca antes, en miles de pruebas habían podido encontrarle. Lo dejaron en tierra, lo que para un piloto peor que se lo podían hacer. Él tenía todo lo que tenía que tener, pero unos médicos, que no sabían qué era un avión lo habían dejado en tierra. Y sólo porque había hablando con algunos ingenieros que no soportaban ni los tragos, ni la velocidad que con la que él manejaba y le habían contado sobre el aterrizaje y los estudios. Sentía que en la base lo seguían, en algún punto estuvo algo deprimido y con baja autoestima, pero él seguía teniendo el material, era piloto todavía, todo era un complot contra él. Renunció a la Fuerza Aérea, pero los seguían vigilando. Escenificó su muerto y escapó del país. Y así estaba acá, porque ahí podría limpiar su nombre cuando Suaznabar atestiguará lo de la capsula espacial y que él no estaba loco, como habían hecho creer a la opinión pública. Pensaba que así lo volverían a dejar volar (“Aviones en serio, no eso que vuelo ahora”).
Suaznabar no podía si creerle lo que decía, en el campo parecía estar muchísimo más tranquilo que en la ciudad, no miraba sobre sus hombros pero escarbaba con sus ojos el horizonte. Se puso a sopesar su historia con todas las aristas y lo poco que él sabía sobre aeronáutica. Sabía según leyó alguna vez en revistas que lo que decía sobre los AIM-120 en los Balcanes podía ser cierto, que en Edwards estaban la mayoría de los pilotos de pruebas norteamericanos, era el lugar donde se había roto la barrera del sonido, pensó. Pero todo lo demás, la capsula que cayera en Argentina, materiales de otro mundo y todo la paranoia que demostraba en su hablar. Le preguntó por qué iba a caer en el campo, por qué no en el mar como en el proyecto Mercury, Geminis o Apollo. Mientras seguían caminando hacía la nada, respondió que cuando cae en el mar la recuperación necesitas buques, helicópteros y mucha gente. Sin embargo, cayendo lejos de las miradas ajenas, en un campo controlado por ellos –como tenían en todo el mundo- podían recuperar la capsula con la menor ingerencia de gente posible, además el aterrizar iba a ser mejor para las próximas fases, dijo. Le pareció razonable y que por ese lado no podría llegar a satisfacer su curiosidad de saber qué tan real era lo que decía. Y le preguntó de por qué un novelista en vez de un periodista. Ahí para en seco, lo mira, y le dice que él, como escritor, podría encontrar mucho más aristas que un periodista. En la ficción estaría más la realidad que lo que un simple testigo podría mostrar. Un novelista podría describir mejor todos los detalles, los sentimientos y tendría más sentimiento que un periodista. Dejó en claro que se daba cuenta del peligro que se podría llegar a tomar al pensar que lo que escribía era ficción o un cuento, pero que era un riesgo que había que tomar.
Se pararon en un lugar que no era para nada diferente del primero donde estaban parados. A sus costados no había nada, el pasto estaba tan seco como a unos kilómetros, el horizonte estaba también escondido por unas líneas de árboles y no se notaba la ruta vecinal ni las provinciales o las nacionales. El tal Hillary mira el gran reloj que tenía en la muñeca y espera. Le dice que un amigo que todavía tenía en Edwards le había confirmado que la tercera capsula iba a caer cerca de estas coordenadas, y que sería con la que practicarían el aterrizaje de precisión. Así que podrían ser testigos privilegiados de la historia y exponerla.
Algo a Suaznabar no le terminaba de cerrar, la motivación le parecía bastante irrazonable, volver a ser puesto en la línea de vuelo, cómo podría lograr eso exponiendo algo así sin ser considerado un traidor, en términos norteamericanos. Se lo preguntó y el otro le dice que no era un traidor, que sólo le iba a mostrar a los contribuyentes en qué estaban gastando sus dólares, que no le molestaba las capsulas o la conquista del espacio, que era algo que tenían que hacer como americanos, pero que el secretismo no era bueno y que lo hayan sacado de los vuelos, eso era impagable. Sólo por querer saber la verdad, lo habían tratado como a un traidor cuando él era un patriota, alguien que nunca haría nada en contra de su país ni de la fuerza aérea. Y le habían pagado así. Él sólo quería volar cazas, probarlos y llegar hasta el límite, probar el envoltorio, ver hasta dónde se podía ir y luego forzarlo un poco más. Se lo habían quitado, y ahora estaba buscando la forma de volver a conseguirlo. Suaznabar se dio cuenta al instante, que de ser cierto, así no sería cómo lo conseguiría pero todavía el otro tenía un arma, y una parte de su ser, pequeña pero no por eso menos importante, quería ver qué le pasaría cuando nada pasara.
Ambos miraban el cielo buscando algo, Suaznabar sabía que no pasaría nada, el tipo estaba loco, tal vez lo habían perdido en algún hospital psiquiátrico y estaba escapando en sus delirios. Aunque tenía un arma, y eso lo hacía peligroso, pero además, como le gustaba la historia de Gagarin sea o no cierta, le gustaba la historia que le había contado, sea o no cierta. Le gustaba pensar en un piloto de caza que había derribado a varios aviones, se había convertido en pilotos de pruebas y se había vuelto loco. Una buena historia se dice Suaznabar, casi tan buena como el otro cuento corto. Pero él no escribiría ninguna de las dos historias.
Edmundo Hillary (“¿cómo te llamas en realidad?”, “no puedo decirlo”), le dice que podrían llegar a tener compañía y Suaznabar mira el cielo viendo una línea de humo que venía cayendo desde el cielo. Se quedó petrificado un instante, haciéndose visera con la mano, mirando eso que no podía describir de otra forma. El otro mira el reloj y dice justa a tiempo y se quedan mirando. Supuestamente debería caer a unos cincuenta metros, le dice. Pero en la caída ambos se van dando cuenta que iba a caer mucho más lejos, a un par de kilómetros tal vez. Esto enfurece a Hillary que empieza a decir que seguro habían interceptado el mensaje que había recibido, sus cálculos no podían estar mal, los había hecho varias veces. A lo lejos, además, ven al ras de la tierra lo que parecía ser polvo levantado por vehículos. Hillary saca unos binoculares del bolsillo, primero mira la bola de humo que va cortando el cielo en dos, luego mira al polvo en la tierra. Dice que vienen unos autos, lo cual no es del todo ilógico. Le pasa los binoculares a Suaznabar que mira el cielo, pero no puede ver nada, en realidad, sólo ve algo que cae, que puede ser cualquier cosa.
Cuando se los va a devolver ve que el otro le apunta de nuevo con el arma. Le hace gestos para que se vaya, que corra. Suaznabar no sabía si era para dispararle por la espalda o para que escape de los autos que se acercan. Mira primero el arma y luego lo que cae del cielo. Observa los ojos del otro y nota que no va a disparar.
Lo que cae del cielo está cada vez más cerca del piso y una explosión llena el lugar. Cuando se apaga el sonido por un instante no hay ruidos, nada, el recuerdo de la explosión borra todos los otros sonidos del lugar. Pero eso dura poco tiempo y empiezan a escuchar sirenas que se acercan rápido. Mira a Edmundo Hillary, este le dice que corra, que se vaya, que aproveche, que cuente lo que vio, ya que al otro día dirán que en la zona hubo un accidente de aviación.
Suaznabar considera que es mejor escapar del hombre con el arma aunque todo le produce intriga. No tiene miedo pero piensa en Julia y en qué le pasaría a ella si ese tipo lo matara por lo que podría ser –aunque ahora era todo muy real con lo que caía del cielo y las sirenas que se acercaban- algo gigante y escondido. Corre y se aleja, cada tanto mira para atrás. El otro le grita que nada nunca es igual, que todo se mueve, hasta el Everest no está en el mismo lugar, por más raro que suene, todo cambia y la verdad tiene que moverse para llegar a ser mostrada. Hillary corre en dirección inversa, con rumbo a la caída, pero se encontrará con las sirenas antes de llegar.
En algún momento se encuentra solo y lejos de todos. Salta las alambradas y se sube a la camioneta. Está acalorado y le cuesta respirar, traspira y siente que huele mal. Piensa en qué habrá pasado, pero le cuesta prender la camioneta y escapar. Espera y nada pasa, ningún coche anda a su costado ni ve en el cielo ningún helicóptero o aviones. No sabe qué es lo que vio, pero se siente en un cuento de aventuras, quizás de espionaje.
Cuando enciende la camioneta lo hace para encender el aire acondicionado. Al final cuando pasaron varios minutos de todo pone en marcha el vehículo, da una vuelta en u y vuelve por donde vino.
Al otro día leerá en el diario local que se estrelló un avión en un campo de la localidad de Villa Elisa y que ahí falleció el piloto, un tal Edmundo Hillary y su acompañante que todavía no se conocía su identidad. Suaznabar no sabrá qué creer, no esperaba encontrar el nombre del otro ahí. Prenderá la camioneta y recorrerá el mismo camino, aprovechando que las coordenadas en el GPS todavía estaban allí, en evidente falta a la quema de datos del papelitos. Saltará la alambrada y caminará, en un día nublado pero sin lluvia pero con todavía mayor calor, por el campo hasta llegar a una zona quemada, donde no había casi ningún despojo. Nada que indicara que allí había habido un accidente salvo unas cintas con un “prohibido pasar”, Suaznabar buscará entre la parte quemada del pasto, pero no podrá solucionar ese día el misterio de la capsula. Se preguntará qué es lo que tendría que haber cambiado en los pequeños gestos para poder encontrar el final de eso que le había pasado el día anterior.
Se sorprendió cuando él sacó la pistola (Una Beretta 92 de 9mm) de atrás del cinto. La traía escondida debajo de la camisa blanca, sin ninguna arruga, que volaba por los efectos del viento que, en vez de traer fresco, movía desesperadamente el aire calido que estaba quieto sobre un descampado en Entre Ríos. Tampoco tuvo mucho tiempo para verlo venir, antes de saludarlo, cambió la cara y se llevó la mano a la espalda. Suaznabar había caminado un largo rato a campo traviesa para llegar a las coordenadas que le había dado para el encuentro. Ni siquiera sabía qué era lo que quería de él el, que en Colón le decían Edmundo Hillary, pero que le habían informado varios que estaban bastante seguros que ese no era su verdadero nombre.
Si los sucesos empiezan en algún momento, y no son sólo una eterna y simple cadena de eventos, empezando desde el nacimiento, que llevan a ese instante, todo empezó cuando estaba sentado en una mesa redonda del bar “La Georgina”, a media mañana, con un café cortado doble y un tostado de jamón y queso, tomando notas sobre vuelos espaciales y cosmonautas. Tal vez si las notas hubieran sido sobre astronautas, la cadena, por la teoría del efecto mariposa, lo hubiera llevado a la playa, tomando mate con Julia, bajo la sombra fresca de un sauce. Pero estaba anotando ciertos hechos sobre el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio y, también, el primer hombre en orbitar la tierra. Había una anécdota que le llamaba mucho la atención, pensando que podría llegar a ser un buen cuento corto, si él pudiera escribir cuentos o novelas. Una mujik siberiana ve caer la capsula Vostok 1, sin tener la menor idea –como casi todo el mundo occidental u oriental- que los soviéticos lo habían logrado, aunque en un primer momento la campesina debe haber pensando que eran simplemente llamas que caían del cielo. Que se haya acercado, intrigada, a ese lugar, de dónde seguro salía humo en contraste con el cielo, habla sobre la curiosidad natural de casi todos los seres humanos sean o no educados. Llegada ahí para ver a una forma humanoide, vestido de naranja furioso, para preguntarle si venía del espacio exterior. Tal vez la rusa sólo esperaba que le dijera que era piloto de combate o algo así, pero a Gagarin no se le ocurrió otra cosa que ser sincero y le dijo, seguramente con una sonrisa en la cara y un aire socarrón que tienen todos los pilotos de pruebas: ciertamente sí. Sólo para terminar de asustar a la campesina, que no entendía nada. Los historiadores decían que Gagarin le dijo que era soviético; a Suaznabar, si alguna vez escribía ese cuento corto, le gustaba pensar que le había mostrado su casco blanco con las siglas CCCP en rojo y eso, sólo eso, había terminado de convencer a la siberiana que, en realidad, él era un compatriota y que algo grande acababa de pasar. A la larga, habrían llegado los medios de rescate, helicópteros o aviones que sobrevolaban la zona y, Gagarin, como el primer piloto espacial, se alejaba hacía el horizonte, dejando a la mujik ensimismada y preguntándose qué era todo eso.
Mientras anotaba los datos que estaba leyendo de un libro, que había conseguido en una librería de saldos de la 12 de Abril, en su pequeña libretita de tapas negras, se le aparece la figura, que luego le estará apuntando con una pistola en el medio del campo, y se sienta en la silla vacía. Al principio Suaznabar no se había notado al individuo. Estaba anotando con un lápiz todos los datos para, alguna vez, aunque más bien nunca, escribir ese cuento. Levantó la cabeza y lo vio, sentado enfrente, apoyado contra el respaldo de la silla, mirando por sobre su hombro a ambos costados. Le dijo en susurros que no lo conocía, pero que él sabía quién era, Suaznabar, el novelista. Primero pensó en negar, ya que nunca había escrito una novela, pero luego recordó una vez que El Espectro, estaba en un bar y gritaba a los cuatro vientos que el esposo de su primera era un novelista famoso, sólo de ahí podía venir esa asociación equivocada. El tipo siguió hablando, diciendo que su nombre era Hillary, y que lo necesitaba para documentar un suceso extraordinario que estaba por suceder. Suaznabar lo miraba sin entender nada, pero debía admitir, si alguien en ese momento se lo hubiera preguntado, que ese hombre le había llamado muchísimo la atención. Tal vez fue su forma de hablar, con un extraño acento que sólo los anglosajones podían pronunciar, o su mensaje desesperado entre miradas paranoicas, pero algo le había generado un aura de incógnita.
Quería hacerle miles de preguntas para entender mejor la situación. Le preguntó al tal Hillary qué es lo que tendría que atestiguar, pero este dijo que no podía decirle en ese lugar. Éste miraba para su izquierda y su derecha cada dos por tres y, en pocos momentos lo miró a la cara. Le informó que tendría que encontrarse con él, al siguiente día en una hora concreta en tal latitud y longitud. Luego, parándose, le preguntó si le interesaba el asunto. Suaznabar, que no entendía demasiado, pero todo eso le había generado una curiosidad difícil de explicar, le dijo que sí, completamente. A lo que el tal Hillary le dio la mano, Suaznabar se la estrechó, y el hombre desapareció entre la gente que atiborraba el bar con aire acondicionado, en ese día de tremendo calor. Notó al instante que le había pasado un papel, y lo siguió con la mirada, mientras sentía el papel que le quemaba la palma de la mano. Cuando lo perdió, con un secretismo que le había pasado el otro, abrió el papel y leyó las coordenadas y una hora especifica, con una advertencia para que acudiera a la cita solo.
Decidió conseguir información sobre el tal Hillary por eso anduvo en búsqueda de El Espectro, que era el único que podría saber algo sobre el tipo. Llamó desde un teléfono público al diario, preguntó si se encuentra, pero le dicen que hace muchísimo tiempo que no aparecía, le dijeron que desde que el Cíclope firmó una declaración judicial diciendo que lo había matado no aparecía por ahí. También le dijeron que si lo veía, no creyendo demasiado la historia que ya llevaba más de un año en boga de todos, que todavía le guardaban el escritorio, tal y como lo había dejado, solamente que un poco más ordenado. Suaznabar cortó, no sin antes decir que pasaría el mensaje. Esperó un rato en la cabina y luego llamó a su esposa, Julia, pero no estaba en la quinta, o por alguna razón no atendía. Miró el reloj pulsera y se dio cuenta que debería estar yendo a ver a sus tías.
Se puso a caminar sin rumbo, primero pensó ir hasta el diario y preguntar por lo que saben de ese tipo, pero sin el peso de El Espectro, se dio cuenta que nadie le diría nada. Partió rumbo a la costanera y allí se quedó mirando, por un largo rato, el río. Vio ese cuerpo constante de agua que se mueve eternamente, con ese color caramelo que refleja el sol amarillo y brilloso. Ahí donde la gente estaba navegando y perdiéndose en la inmensidad de lo eterno por unos instantes.
Armó teorías descabelladas de dónde eran las coordenadas, de quién era el tipo y qué podría ser lo tenía que atestiguar. No llegó a ninguna conclusión, ya que las coordenadas eran números, del tipo no sabía nada y de lo otro sabía todavía menos. Se divirtió un buen rato solo, pensando en que era una historia de espías, aunque en ningún momento pensó que ese tipo, que parecía tan poca cosa, podría llegar a estar apuntándole con una pistola.
Llegó a un bar, en algún momento, cuando el sol ya caía. Se sentó en una solitaria mesa afuera y pidió un vermouth con aceitunas. Estaba solo, en el patio, en la oscuridad, la mayoría de los habituales estaban dentro, cerca de la barra, donde había luz y gritaban improperios cada vez que a uno le tocaba una buena mano en la partida de truco. Vio a Fulgencio que se acercó, caminando lentamente, en realidad no se llama así, es su sobrenombre por su parecido con el dictador cubano Batista. Lo saludó con ganas, Suaznabar lo invitó a sentarse, ya había bajado bastante la temperatura y hasta se podía decir que estaba agradable, aunque seguía caluroso. Una brisa corría por allí, que movía las ramas del sauce que tenía arriba de su cabeza, que cada tanto le hacía cosquillas al rasparlo, todo eso generaba un agradable sonido estival y campechano. Compartió un poco de su vermouth, mientras comían aceitunas. Se le ocurrió preguntar por Hillary, si sabía algo. La verdad que no lo conocía demasiado, solamente lo había visto una decena de veces y nunca habían cruzado palabras. Fulgencio le decía que creía que estaba loco, siempre miraba para todos lados vigilando. Pero le informó un par de cosas de su historia. Primero, que había aparecido en la ciudad casi de la nada, de un día para el otro. Así de buenas a primeras compró una casa, en contado, chiquita, pero con vista al río, en una zona paqueta. Se dio a conocer como Edmundo Hillary, aunque nunca nadie le preguntó si ese era su nombre verdadero, todos le decían el yanqui. Había conseguido un trabajo en las afueras, donde pilotaba viejos aviones a hélice para la aplicación aérea de fertilizantes, y, cada tanto –“muy cada tanto”- algún vuelo de pasajeros. Fulgencio no sabía mucho más sobre el tipo y, de hecho, no quería saber más. Según él tenía algo muy raro, algún tipo de secreto o algo por el estilo, le dijo. Suaznabar se rió, que no le parecía eso, aunque estaba mintiendo y esa última aseveración lo dejó pensando, y el papelito en el bolsillo el empezó a arder.
Ya estaba en la quinta de Jacinto, el padre de Julia, que nunca estaba, por suerte, esperó a que vuelva su esposa. Volvió tarde, riéndose a sonoras carcajadas, un poco borracha, trastabillaba golpeando el umbral de la puerta. Suaznabar la ayudó a subir la escalera, mientras ella le daba besos chiquitos en el cuello o adonde podía alcanzar. La tiró en la cama, pero no lo soltó y él cayó sobre ella. Julia le empezó a sacar la ropa, mientras le susurraba al oído. Cuando ella estaba un poco tomada era un poco más agresiva en la intimidad, mucho más activa, menos romántica. Ella se quedó rápidamente dormida luego, pero él seguía despierto. La luna estaba en lo alto y se reflejaba contra el río Uruguay. Bajó las escaleras, caminó bordeando la pileta, siguiendo por entre los sauces llorones hasta el río. Anduvo por la orilla alejándose de la casa, de casi todo.
Al poco rato se sentó en un tronco caído mirando la otra orilla, escondida en la oscuridad. Estaba pensando en el día, en cómo trascurriría, en qué sería. Lo que más le interesaba era el misterio, todo el halo de secretismo que se había generado alrededor de lo que le había pasado esa tarde, con esa nota que le había pasado el tal Edmundo Hillary. Atrás suyo, un chistido, de alguien. Se dio vuelta y sólo vio una brasa de un cigarrillo. Esa brasa se fue acercando hacia él, notó que era El Espectro, en otra de sus apariciones misteriosas. Se sentó al lado suyo. Conversaron un largo rato mientras las agujas del reloj marcaban un nuevo día y la madrugada se iba haciendo cada vez más presente en el cantar de los grillos y el zumbido de las chicharras que, por unos segundos, llenaban todo el ambiente.
En algún punto Suaznabar se puso a mirar la luna, pensando en si alguien en verdad la había pisado, en cómo podría haber sido eso, cómo podría haber sido escenificada esa gran puesta. Pero a él le gusta creer, no puede tener fe en dios ni en los santos evangelios pero en la llegada del hombre a la luna, en los restos del modulo lunar, en las banderas clavadas en el gris, en las pisadas eternas sobre el piso lunar, en tres iniciales escritas por el último que estuvo ahí, en todo eso creía. Pero El Espectro se reía de eso, le decía que todo era una fantochada. En chiste le dijo que los rusos habían llegado. Se rieron juntos. Aunque luego los embargó la fantasía de cuánto habría cambiado el mundo si eso hubiera sucedido. Suaznabar siempre cree que las pequeñas cosas marcan el camino de las grandes, y eso era un momento gigante en la historia. Tal vez, se dijo, eso hubiera cambiado el curso de la guerra fría, eso podría haber generado un nuevo movimiento ascendente en la economía de la Unión Soviética. No creía que podrían llegar a estar sentados, escuchando a los grillos y a las chicharras si los rusos hubieran llegado a la luna. Piensa que estarían todos muertos. Los pequeños cambios cambian el futuro en formas inimaginables que repercuten en cambios inmensos en los modelos, los cambios grandes te sacan de curso y descarrilan la historia.
Pero aprovechó para preguntarle que sabía sobre el yanqui, así lo conocía, más que por su nombre y apellido, que le dijo que eran inventados. No sabía mucho, no pudo averiguar demasiado, aunque su olfato de periodista le decía que había algo atrás de ese tipo. Lo había perseguido varias veces cuando iba al campo de aviación, volaba viejos cacharros con gran destreza y fumigaba grandes sembradíos, era el único en la región que hacía eso. Estaba seguro que era yanqui. Para él ese no era su nombre. Había escuchado una historia, en un bar lejano, por la ciudad lindera de San José, que éste había contado una vez que estaba borracho. Según El Espectro el tipo había empezado a hablar sobre viajes astrales y espías de la CIA que lo buscaban por saber demasiado sobre ingeniera inversa. Cuestiones sobre naves espaciales y, en algún punto, dijo, se puso a escribir ecuaciones en el pizarrón donde escribían los especiales del día. El Espectro, que según le comentó, había escuchado todo de primera mano, puesto que estaba ahí ese día, en ese bar. Suaznabar se dio cuenta que lo había perseguido. Él copió las formulas y luego se las llevó a un ingeniero amigo, que, como era de Buenos Aires, se llamaba Martín y no tenía sobrenombre como todos en Colón. Nunca le había mandado una respuesta y nunca más volvió a escuchar de él. Se había desvanecido en el aire o se escondió en la multitud, como una hoja en un árbol, como desapareció de nuevo El Espectro, el primo de su mujer.
Al otro día, agarró la camioneta y puso en el GPS las coordenadas que le había pasado el tal Edmundo Hillary en el papel, que quemó según una instrucción que había en el mismo. Manejó hasta salir de la ruta catorce y doblar en una vecinal de tierra. Anduvo un buen rato, el sol rajaba la tierra y la temperatura andaba cerca de cuarenta, por lo menos la térmica. Estacionó al costado de la calle de tierra, por donde viejos autos pasaban cada muerte de obispo a todo lo que da levantando polvo, saltó un alambrado y tuvo que caminar unos cuantos kilómetros para llegar al lugar exacto. Una vez allí, en el medio de la nada, sólo estaba presente el viento que movía el calor y susurraba idiomas extraños en sus oídos.
A lo lejos lo vio venir. Una figura que apareció caminando lentamente, tranquila. Primero era una sombra, lejana, sin forma, casi un espejismo entre el calor. Luego, con el movimiento constante, empezó a tener forma humana. Pensó en la siberiana y la figura naranja de Yuri Gagarin apareciéndosele, por algunos instantes fantaseó con la posibilidad que ese momento fuera la exacta antítesis de aquella. En vez del frío siberiano, el calor del campo entrerriano; en vez de una mujik, un burgués de clase media; en vez de un viajero del espacio, un tipo al que se le había caído el avión que usa para fumigar campos. Encendió un cigarrillo para esperar mientras la figura fue tomando forma.
Ni bien toma forma en un movimiento rápido saca la pistola de su espalda y le apunta. Suaznabar atina a levantar los brazos y decir algo como ey, ey, cuidado con eso, y el tipo, el presunto Edmundo Hillary le dice lo del Everest. Suaznabar no interpreta bien el mensaje. Pero el otro, en extremo paranoico le dije si es del MI5 o la CIA. Obviamente Suaznabar niega, siendo verdad, pero con la leve sospecha que con la pregunta ya está en jaque; que el negar, para el otro, es igual que afirmar. El tal Hillary le apunta, lo sostiene, lo mira, le dice que Suaznabar está vestido como los espías ingleses en los países caribeños, con pantalón de lino y camisa blanca un poco abierta. No puede más que reírse, el otro no se ríe, en ningún momento esboza una sonrisa. Por eso empieza a decirle que él lo citó en ese lugar y que está ahí solamente porque le había pasado el papelito con las coordenadas.
Por unos instantes, que parecen eternos para Suaznabar, por más que sea un cliché es lo que siente, ambos permanecen callados. El otro baja la pistola, pero no la suelta, Suaznabar se saca el cigarrillo de la boca, al que casi no le había podido dar pitadas. Le pide una explicación a todo eso. El otro empieza a caminar para el norte. Con la pistola, sin apuntarle, le hace gesto para que camine a su costado. Suaznabar, para complacer al hombre armado, lo hace. Le dice que van a ver cómo cae una capsula desde el espacio, una que el gobierno de los Estados Unidos por el momento mantiene en secreto y que va a ser usada para volver a la luna y, luego, en un esfuerzo aún más grande, para llevar al primer humando a Marte. Mientras el tal Hillary sigue caminando en dirección norte, Suaznabar se queda quieto mirando como se aleja, hasta que se da cuenta que no camina más a la par y se da vuelta. Le pregunta qué le pasa, responde si le está tomando el pelo. Edmundo Hillary, y cada vez Suaznabar está más seguro que no se llama así, le responde que no. Y le vuelve a hacer el gesto con la pistola para que lo acompañe, no es un gesto amenazador pero lo intimida.
Caminan rápidamente. Suaznabar piensa en la coincidencia entre su cuento de Gagarin, la charla de los hombres en la luna con El Espectro y eso que le había dicho el tal Hillary. Él le dice que no cree que algo así, de tanta envergadura pueda mantenerse en secreto y, que además, qué ganaría el gobierno norteamericano de mantener eso en secreto. Hillary, sin parar de caminar para el norte, por el campo chato, y al parecer eterno, le dice que no sabe qué ganaría pero que de llegar a darse a publicidad debería dar explicaciones de ciertas tecnologías que no están al alcance de nuestra civilización. ¿Extraterrestres? Le pregunta, el otro le dice que sí. Y cómo sabe eso. El presunto Hillary, le cuenta que él era piloto de la fuerza aérea de los Estados Unidos (USAF), que voló en los Balcanes a mediados de los noventa y fue el primero en derribar un MIG usando un AIM-120 en un F-16. Consiguió dos victorias más, aunque una disputada y no confirmada. Luego de eso, fue trasladado a la Base Edwards donde hizo el curso de Piloto de Prueba y, al ser primero en su clase, fue comisionado para las pruebas en el último avión-X de la fuerza. Ahí empezó a volar llevándolo a más de 80 km arriba (“Y eso ya se considera “espacio” amigo”, dijo con esas palabras, “por lo que me dieron el título de astronauta de la fuerza aérea. Búscalo, me vas a encontrar, no por este nombre, claro”). Pero se fue dando cuentas de secretos que estaban más allá de su pago, los pilotos no eran personas que callaran y podían hacer hablar hasta el más parco de los ingenieros. Empezó a levantar sospechas entre los civiles de la base. A la larga lo sacaron de la línea de vuelo, los médicos (“Enemigos naturales de los pilotos”, le dijo) dijeron que tenía una arritmia cardiacas crónica, algo que nunca antes, en miles de pruebas habían podido encontrarle. Lo dejaron en tierra, lo que para un piloto peor que se lo podían hacer. Él tenía todo lo que tenía que tener, pero unos médicos, que no sabían qué era un avión lo habían dejado en tierra. Y sólo porque había hablando con algunos ingenieros que no soportaban ni los tragos, ni la velocidad que con la que él manejaba y le habían contado sobre el aterrizaje y los estudios. Sentía que en la base lo seguían, en algún punto estuvo algo deprimido y con baja autoestima, pero él seguía teniendo el material, era piloto todavía, todo era un complot contra él. Renunció a la Fuerza Aérea, pero los seguían vigilando. Escenificó su muerto y escapó del país. Y así estaba acá, porque ahí podría limpiar su nombre cuando Suaznabar atestiguará lo de la capsula espacial y que él no estaba loco, como habían hecho creer a la opinión pública. Pensaba que así lo volverían a dejar volar (“Aviones en serio, no eso que vuelo ahora”).
Suaznabar no podía si creerle lo que decía, en el campo parecía estar muchísimo más tranquilo que en la ciudad, no miraba sobre sus hombros pero escarbaba con sus ojos el horizonte. Se puso a sopesar su historia con todas las aristas y lo poco que él sabía sobre aeronáutica. Sabía según leyó alguna vez en revistas que lo que decía sobre los AIM-120 en los Balcanes podía ser cierto, que en Edwards estaban la mayoría de los pilotos de pruebas norteamericanos, era el lugar donde se había roto la barrera del sonido, pensó. Pero todo lo demás, la capsula que cayera en Argentina, materiales de otro mundo y todo la paranoia que demostraba en su hablar. Le preguntó por qué iba a caer en el campo, por qué no en el mar como en el proyecto Mercury, Geminis o Apollo. Mientras seguían caminando hacía la nada, respondió que cuando cae en el mar la recuperación necesitas buques, helicópteros y mucha gente. Sin embargo, cayendo lejos de las miradas ajenas, en un campo controlado por ellos –como tenían en todo el mundo- podían recuperar la capsula con la menor ingerencia de gente posible, además el aterrizar iba a ser mejor para las próximas fases, dijo. Le pareció razonable y que por ese lado no podría llegar a satisfacer su curiosidad de saber qué tan real era lo que decía. Y le preguntó de por qué un novelista en vez de un periodista. Ahí para en seco, lo mira, y le dice que él, como escritor, podría encontrar mucho más aristas que un periodista. En la ficción estaría más la realidad que lo que un simple testigo podría mostrar. Un novelista podría describir mejor todos los detalles, los sentimientos y tendría más sentimiento que un periodista. Dejó en claro que se daba cuenta del peligro que se podría llegar a tomar al pensar que lo que escribía era ficción o un cuento, pero que era un riesgo que había que tomar.
Se pararon en un lugar que no era para nada diferente del primero donde estaban parados. A sus costados no había nada, el pasto estaba tan seco como a unos kilómetros, el horizonte estaba también escondido por unas líneas de árboles y no se notaba la ruta vecinal ni las provinciales o las nacionales. El tal Hillary mira el gran reloj que tenía en la muñeca y espera. Le dice que un amigo que todavía tenía en Edwards le había confirmado que la tercera capsula iba a caer cerca de estas coordenadas, y que sería con la que practicarían el aterrizaje de precisión. Así que podrían ser testigos privilegiados de la historia y exponerla.
Algo a Suaznabar no le terminaba de cerrar, la motivación le parecía bastante irrazonable, volver a ser puesto en la línea de vuelo, cómo podría lograr eso exponiendo algo así sin ser considerado un traidor, en términos norteamericanos. Se lo preguntó y el otro le dice que no era un traidor, que sólo le iba a mostrar a los contribuyentes en qué estaban gastando sus dólares, que no le molestaba las capsulas o la conquista del espacio, que era algo que tenían que hacer como americanos, pero que el secretismo no era bueno y que lo hayan sacado de los vuelos, eso era impagable. Sólo por querer saber la verdad, lo habían tratado como a un traidor cuando él era un patriota, alguien que nunca haría nada en contra de su país ni de la fuerza aérea. Y le habían pagado así. Él sólo quería volar cazas, probarlos y llegar hasta el límite, probar el envoltorio, ver hasta dónde se podía ir y luego forzarlo un poco más. Se lo habían quitado, y ahora estaba buscando la forma de volver a conseguirlo. Suaznabar se dio cuenta al instante, que de ser cierto, así no sería cómo lo conseguiría pero todavía el otro tenía un arma, y una parte de su ser, pequeña pero no por eso menos importante, quería ver qué le pasaría cuando nada pasara.
Ambos miraban el cielo buscando algo, Suaznabar sabía que no pasaría nada, el tipo estaba loco, tal vez lo habían perdido en algún hospital psiquiátrico y estaba escapando en sus delirios. Aunque tenía un arma, y eso lo hacía peligroso, pero además, como le gustaba la historia de Gagarin sea o no cierta, le gustaba la historia que le había contado, sea o no cierta. Le gustaba pensar en un piloto de caza que había derribado a varios aviones, se había convertido en pilotos de pruebas y se había vuelto loco. Una buena historia se dice Suaznabar, casi tan buena como el otro cuento corto. Pero él no escribiría ninguna de las dos historias.
Edmundo Hillary (“¿cómo te llamas en realidad?”, “no puedo decirlo”), le dice que podrían llegar a tener compañía y Suaznabar mira el cielo viendo una línea de humo que venía cayendo desde el cielo. Se quedó petrificado un instante, haciéndose visera con la mano, mirando eso que no podía describir de otra forma. El otro mira el reloj y dice justa a tiempo y se quedan mirando. Supuestamente debería caer a unos cincuenta metros, le dice. Pero en la caída ambos se van dando cuenta que iba a caer mucho más lejos, a un par de kilómetros tal vez. Esto enfurece a Hillary que empieza a decir que seguro habían interceptado el mensaje que había recibido, sus cálculos no podían estar mal, los había hecho varias veces. A lo lejos, además, ven al ras de la tierra lo que parecía ser polvo levantado por vehículos. Hillary saca unos binoculares del bolsillo, primero mira la bola de humo que va cortando el cielo en dos, luego mira al polvo en la tierra. Dice que vienen unos autos, lo cual no es del todo ilógico. Le pasa los binoculares a Suaznabar que mira el cielo, pero no puede ver nada, en realidad, sólo ve algo que cae, que puede ser cualquier cosa.
Cuando se los va a devolver ve que el otro le apunta de nuevo con el arma. Le hace gestos para que se vaya, que corra. Suaznabar no sabía si era para dispararle por la espalda o para que escape de los autos que se acercan. Mira primero el arma y luego lo que cae del cielo. Observa los ojos del otro y nota que no va a disparar.
Lo que cae del cielo está cada vez más cerca del piso y una explosión llena el lugar. Cuando se apaga el sonido por un instante no hay ruidos, nada, el recuerdo de la explosión borra todos los otros sonidos del lugar. Pero eso dura poco tiempo y empiezan a escuchar sirenas que se acercan rápido. Mira a Edmundo Hillary, este le dice que corra, que se vaya, que aproveche, que cuente lo que vio, ya que al otro día dirán que en la zona hubo un accidente de aviación.
Suaznabar considera que es mejor escapar del hombre con el arma aunque todo le produce intriga. No tiene miedo pero piensa en Julia y en qué le pasaría a ella si ese tipo lo matara por lo que podría ser –aunque ahora era todo muy real con lo que caía del cielo y las sirenas que se acercaban- algo gigante y escondido. Corre y se aleja, cada tanto mira para atrás. El otro le grita que nada nunca es igual, que todo se mueve, hasta el Everest no está en el mismo lugar, por más raro que suene, todo cambia y la verdad tiene que moverse para llegar a ser mostrada. Hillary corre en dirección inversa, con rumbo a la caída, pero se encontrará con las sirenas antes de llegar.
En algún momento se encuentra solo y lejos de todos. Salta las alambradas y se sube a la camioneta. Está acalorado y le cuesta respirar, traspira y siente que huele mal. Piensa en qué habrá pasado, pero le cuesta prender la camioneta y escapar. Espera y nada pasa, ningún coche anda a su costado ni ve en el cielo ningún helicóptero o aviones. No sabe qué es lo que vio, pero se siente en un cuento de aventuras, quizás de espionaje.
Cuando enciende la camioneta lo hace para encender el aire acondicionado. Al final cuando pasaron varios minutos de todo pone en marcha el vehículo, da una vuelta en u y vuelve por donde vino.
Al otro día leerá en el diario local que se estrelló un avión en un campo de la localidad de Villa Elisa y que ahí falleció el piloto, un tal Edmundo Hillary y su acompañante que todavía no se conocía su identidad. Suaznabar no sabrá qué creer, no esperaba encontrar el nombre del otro ahí. Prenderá la camioneta y recorrerá el mismo camino, aprovechando que las coordenadas en el GPS todavía estaban allí, en evidente falta a la quema de datos del papelitos. Saltará la alambrada y caminará, en un día nublado pero sin lluvia pero con todavía mayor calor, por el campo hasta llegar a una zona quemada, donde no había casi ningún despojo. Nada que indicara que allí había habido un accidente salvo unas cintas con un “prohibido pasar”, Suaznabar buscará entre la parte quemada del pasto, pero no podrá solucionar ese día el misterio de la capsula. Se preguntará qué es lo que tendría que haber cambiado en los pequeños gestos para poder encontrar el final de eso que le había pasado el día anterior.
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