Está sentado en silencio, en la cabecera de la gran mesa de roble, uno de los
muebles más valiosos de la universidad, de los más antiguos. Las ventanas están
cerradas, las pesadas cortinas no terminan de tapar toda la luminosidad que
entra desde afuera, pero no permite que nadie pueda mirar para adentro. Esto el
profesor de escritura creativa de la Universidad lo había notado las primeras veces
que había dado clases en esa aula, en el ala este del campus universitario. Él
tiene las manos apoyadas sobre la gran mesa de roble, las puso hace poco tiempo
ahí, al principio, el vidrio que la recubre, le dio un poco de frío pero con el
tiempo cesó. Lo mira al otro, al negociador, sentado pasivamente enfrente en la
otra cabecera.
El negociador, está sentado donde se sentaba siempre el mismo molesto
estudiante, a unos cinco metros. Entró hace diez minutos, lentamente, examinó
desde lejos a los estudiantes en el suelo, maniatados a un costado, con cinta
aisladora en sus bocas, eran cuatro que todavía sufrían. Se sentó porque el Profesor
le pidió que lo haga de una manera cortés, correcta, y él sabía que nunca hay
que decir que no en una situación de rehenes. La primera evaluación que había
hecho, hablando por teléfono, no había sido satisfactoria. Todo el asunto se
había desarrollado bien temprano, en la primera mañana, cuando empezaban las
clases. El Negociador se había dado cuenta de entrada que el Profesor conocía
el terreno y los francotiradores no tendrían disparos limpios para terminar el
asunto rápido en la posición que se daban las cosas. Siempre era una opción
pero no era la que más le interesaba, era de los que quería que todo se acabara
de la forma más limpia posible, claro que este asunto ya había empezado mal.
Muy mal. El aula sólo tenía una sola puerta para entrar o salir, y era también
de roble, maciza, de mucho valor histórico y arquitectónico, pero el negociador
no tendía problemas en mandarla a destruir si eso podía hacer salir sanos y
salvo a los cuatro estudiantes vivos. Solamente que lo dudaba.
Antes de entrar sus superiores le habían dicho que busca la forma, por
todos los medios posibles, para intentar cambiarlo de lugar, sentado en donde
estaba el profesor, no había posibilidades para que los francotiradores
hicieran su trabajo, y parecía que lo sabía. El estilo del negociador siempre es
intentar salir de los problemas es hablando, a veces le parecía increíbles todos
esos embrollos en los que cierto tipo de personas se mete.
El profesor tiene las manos entre la pistola automática, un arma eficiente,
una Colt 1911, calibre cuarenta y cinco, arma usada por los soldados
norteamericanos desde antes de la Primera
Guerra Mundial hasta mediados de la década del ochenta. El
padre del negociador tenía una en su casa y, probablemente, esa arma fue usada
por el padre del profesor en la guerra de Corea en la cual, según su expediente
participó en un regimiento de infantería. Estaba aceitosa, lubricada y cuidada.
En el ambiente todavía había aroma a pólvora.
Todavía, más allá de la invitación a tomar asiento que habían sido gestos
con la pistola, no habían hablado. Se estuvieron midiendo en silencio un largo
rato, el Profesor lo miraba con un aire medio distraído, como si estuviera
pensando en otras cuestiones. El Negociador intentó sacar provecho del tiempo
muerto repasando todos los recovecos del lugar, intentando encontrar otra forma
de entrar, por algún momento pensó que las ventanas podrían servir, pero tenían
una pesada reja que podría llegar a complicar el asunto.
El Profesor hace gestos de querer hablar, el negociado se dispone a escuchar.
Intentará usar toda su psicología para sacar rédito de lo que diga, casi
siempre los deja hablar primero y va usando lo que les van soltando, en su
experiencia, siempre quieren terminar con el asunto, quieren salir, volver a
estar afuera, pero tienen miedo de
todo, de lo que han hecho, de lo que va a pasar, de sus rostros en la televisión.
Es como si entraran en razón de golpe y por eso esperan, intentando descifrar
cómo salir de ahí, a veces, tomando las decisiones incorrectas.
Finalmente, el Profesor habla: “Hay que tener ganas de escuchar. Y yo siempre
escucho. Sé que ese es, también, su trabajo; es también escuchar, aplicar su
conocimiento e intentar encontrar una solución que sea útil para todos. Mi
trabajo en esta universidad es similar, sino igual. –El negociador asiente, no
por medio de palabras, sino de gestos-. Mi cátedra se llama “Taller de Escritura
Creativa” y todos los quiero ser escritor
vienen al curso. Por supuesto que yo escribo, he publicado varios cuentos en
varias revistas universitarias y una larga novela sobre formalistas rusos en la
revolución de Octubre. Tuvo un cierto revuelo en la crítica, se discutió,
fracasó estrepitosamente en las ventas, tanto que nunca me publicarán otro
libro. Por eso estoy acá, sino no haría este trabajo, realmente. Normalmente
vienen aquí los que están en una medianía, no son buenos ni son malos, y se
nota que están acá para sacar los créditos necesarios y seguir sus caminos como
críticos literarios o periodistas. No me caen mal los de las carreras de
comunicación. Pero odio a chicos con deseos de estrella, deseos de ser
escritores, bah, escritores, deseos de ser una luminaria de la industria
editorial, y de esos hay demasiados, diría. Y este era uno de esos. –Hace un
gesto a su costado derecho, el negociador levanta un poco la cabeza para
mirar-. Escribía malos cuentos, pero su estrella no era la calidad sino la
suerte, así era como siempre se los publicaban en prestigiosas revistas y lo
llamaban la cosa nueva. Decían que
tenía un estilo, una voz novedosa. Por supuesto que yo sé
que a cuando algunos escriben mal lo llaman estilo.
Pero en esta oportunidad no era un eufemismo. Y ahora le van a publicar una
novela. Bueno, será un éxito, eso seguro, pero no va a escribir la
continuación”.
El Negociador se da cuenta que tiene que ser un poco más proactivo, que es
el momento de aprovechar el bajón anímico del Profesor y lo toma. Le plantea
las opciones que posee, le aclara los puntos oscuros, intenta que abra los
ojos, que vea todo lo que ha hecho, lo que está haciendo todavía. En algún
momento de la charla, se da cuenta que el profesor es una persona derecha, un
hombre que cree en el bien y el mal, y lo que desea hacerle notar es que ha
hecho un mal. Un gran mal. Que la balanza de la justicia ya cayó para el otro
lado y que dejé en paz a los chicos que todavía están vivos a su izquierda, la
derecha del Profesor.
Pero el profesor le hace una pregunta: “¿Conoce usted la técnica literaria
del “Arma de Chéjov”?”, saliendo por un momento del mutismo en el que se había
sumido. El Negociador no sabe de qué está hablando, y le dice lo que sabe sobre
el dramaturgo ruso, intentando no decir que no. “Se ve que conoce a Antón Chéjov,
pero se equivoca. Era un genio del cuento corto. Generó de los mejores, sino
los mejores, cuentos cortos del Siglo XIX, sino de toda la historia de la humanidad.
Teatro, usted es como casi todos los que conocen su teatro. El verdadero genio
de este autor está en los relatos. Odio ir a ver obras de teatro y, al final de
la obra, ver cómo se llevan los aplausos las marionetas que son los actores. Cuando
en realidad somos nosotros, los que nos sentamos en la máquina de escribir los que
generamos todo. Ellos no serían nada sin nosotros, y nuestros textos podrían
sobrevivir sin ellos. El drama, la tragedia, todo está en el papel, y ellos
sólo repiten como loros nuestras palabras. El teatro, es sólo una forma de
robarnos la luz, porque nosotros, los autores, no queremos divismo, no tenemos el
ego de los actores. Actores, puf, normalmente destruyen la obra. Son
marionetas, son nuestros personajes, hacen lo que nosotros queremos”. El
negociador escucha, intenta terminar de develar todo lo que le dijo, porque
sabe que en sus palabras hay un gran valor psicológico, pero mientras está
intentando usar esa información el otro retoma su monólogo: “Continuando. Esta
técnica, el arma de Chéjov, dice que «si presentaste un arma cargada en el
primer acto, la tenés que hacer disparar en el último», por supuesto que así
como está esta técnica, tenemos a su opuesto. La cual es el “Arenque Rojo”. Ésta
última impulsa la teoría que hay elementos que se ponen en la trama sólo para
desviar la atención. Así que más allá de todo esto estamos aquí. Y yo pienso en
esos términos. El arma está entre mis manos y, además, tal vez usted es sólo un
mero elemento de distracción en la trama. Porque como usted ve, mi querido
colega, yo soy el cuento, aquí esta mi escenario, yo lo escribo. Este es mi
cuento, ¿Entiende?”.
El Profesor se remueve en la silla, se para, pero está en el mismo lugar,
solamente que parado. El Negociador lo mira y piensa en cómo podría hacerlo
mover unos metros a sus costados. Vuelve sobre el tema del bien y del mal, a lo
cual el Profesor le responde sacando ejemplos de novelas y cuentos, se los tira
por la cara, le pregunta si en Julien Sorel había bien o había mal, si existen
esos pequeños campos de la ética normativa. Le habla sobre cosas que están más
allá de su capacidad de comprensión empieza a citar filósofos que sólo conoce
de oírlos como Kant, u otros que no conoce como Bentham. Le menciona el Dilema
del Tranvía y otras cosas. Todos asuntos de ese estilo, que el Negociador
desconoce, se siente impotente ahí sentado, escuchando.
Empieza a pasear en un espacio un poco más amplio, el negociador sabe
todavía que no entra en el campo visual de los francotiradores, y que si lo
estuviera mientras todavía está en el recinto no dispararían porque la orden la
tiene que dar él, y sólo él, como se lo aclaró al jefe del operativo ni bien
llego a la escena.
Pero el Profesor se
calma y deja de dar esos pequeños paseos. Se queda quieto mirando para abajo,
al lugar donde los alumnos, los participantes de la cátedra de escritura
creativa de la facultad, están tirados maniatados y con la boca tapada, gimiendo,
intentando pedir ayuda, sin lograrlo. Cada tanto el Negociador los mira y les
pide calma con la mirada, que él está allí para ayudarlos, pero la situación
los desborda.
El Profesor se vuelve a
sentar y el negociador se para, intenta acercarse hasta las ventanas, pero el
otro agarra el arma que siempre estuvo en la mesa, entre sus manos, le apunta
directo al cuerpo, por primera vez, y el negociador levanta las manos, están
lejos, a unos cinco metros, entre bibliotecas llenas de libros, debajo de una
araña muy ornamentada en el techo. Vuelve sobre sus pasos. Se da cuenta que va
mucho más en serio de lo que temía y que él sólo está ganando tiempo. No ganará
en una batalla dialéctica, tiene que hacer que se pare y empiece a pasear por
la habitación.
Retoman la
conversación, el Negociador le pregunta si necesitan algo de comer o algo de
tomar. Los estudiantes parecen querer hablar entre los sollozos que siempre
estuvieron en el ambiente, quieren hacerse entender, pero no pueden emitir más
que gruñidos por entre la cinta aisladora que tapa sus bocas. El Profesor dice
que sí, que podrían tirar pizzas o algo así para los chicos. El Negociador le
responde que va a salir unos minutos, que va a pasar el pedido, que volverá
para seguir charlando, intentando solucionar el asunto.
Mientras abre la pesada
puerta el Profesor apunta el arma a los chicos, que aúllan, se pueden hacer sentir
por entre la cinta que tapa sus bocas. Con un gesto pequeño, casi imperceptible,
el Negociador detiene a los SWAT que están cerca de la puerta. No es la mejor
solución, tampoco es el momento, puede llegar a disparar, lo mejor son los
francotiradores. Mientras empieza a salir, detenido detrás del umbral, le dice
que debería mirar por la ventana, intentar pispear a toda la gente que está
siguiendo el asunto, que hay mucha gente que lee su cuento Profesor.
Este responde: “Sólo
resta saber si nuestro cuento sigue la Teoría del Iceberg, esa que propone que lo más
importante no hay que decirlo”. El negociador se queda en el umbral, pensando
si ha incitado la curiosidad del Profesor a mirar por la ventana. Y luego lo
escucha susurrar despacito, por lo bajo, casi para sí mismo: “¿Qué tiempo es éste / en el que una
conversación / es casi un crimen / porque incluye / tantas cosas explícitas?[1]”
Sale, completamente,
allí le pide a uno de los policías, vestidos de negros, enfundados hasta la
cara, su radio. Se la pasan e informa al centro de comando que no hay más
opción que dispararle, que cuando los francotiradores tengan disparo que lo
tomen.
El negociador espera. Y
escucha un disparo. Luego otro, otro, otro y otro.
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