lunes, febrero 27, 2012

La Inundación.


Las primeras dos gotas que notó golpearon cerca del margen de la hoja de papel, formando una pequeña deformación. A Julia esa imagen le hace recordar cuando en las noches de verano leía y su dedo gordo dejaba una huella en el papel. Pero esos recuerdos duran sólo un efímero segundo ya que nota que la lluvia va a caer con mucha intensidad en pocos instantes más, por lo que la copia del manuscrito se la pone junto al pecho acunándola como a un bebe, toma velozmente sus lápices y lapiceras de colores de la mesa, agarra por el borde del vaso largo su cerveza y camina con paso apurado hacia dentro del bar, a una mesa cerca de la ventana. Mientras todos los demás veraneantes corren para apearse debajo de toldos o dentro de otros locales.
Dentro, ella tira todo sobre la mesa redonda mientras afuera se larga el chaparrón anunciado, tan típicos en esa zona durante el verano. Antes, desde su antigua posición veía el río, la casa de Cultura y el lugar donde los camiones hidrantes paraban para reabastecerse. Ahora, aunque está un poco más allá de su lugar original, no logra ver más de diez metros de distancia. Toma un largo trago de su cerveza, que no se mojó, porque su mano cubría la parte de arriba del vaso. La copia del manuscrito que está usando no tiene muchas imperfecciones por el agua. Podrá seguir trabajando en ella hasta que o llegue su primo, apodado “El Espectro”, como era originalmente el plan, o hasta que aparezca su marido para llevarla de nuevo a la quinta. Julia sabe que su primo no aparecerá, pero nunca por eso deja de ir a las citas que acuerdan de antemano.
Se sienta, se siente mojada, el pelo le cae sobre la cara, se arregla cómo puede y mira por la ventana. Recuerda los chaparrones estivales de su juventud en ese mismo pueblo, de su primer beso bajo la lluvia no demasiado lejos de ese lugar, de los bailes nocturnos que terminaban en corridas porque el agua caía con fuerza y todos se tenían que esconder bajo los árboles y los toldos que se ponían especialmente para la ocasión.
Ordena los lápices en la mesa y toma la lapicera roja. Se mete de nuevo en el manuscrito, en la fotocopia, una de la que sus ayudantes sacaron cuando el muchacho, Fernando, les llevó las cajas con los inéditos de su abuelo. Una vez que Julia había aceptado el desafío de poner en orden, corregir y recopilar todos los inéditos, luego de haber leído algunos extractos y asegurarse de la calidad del material, la primera medida que tomó fue que sus ayudantes de cátedra (que nada tienen que ver con el proyecto que le insumió los últimos dos años de su vida) le sacaran tres fotocopias a los originales. Luego, con las copias hizo que dos octogenarios egresados de las Academias Pitman pasaran esos escritos en computadora. Los octogenarios eran reacios a usar las PC, pero Julia logró con mucha simpatía y paciencia hacerles entender que era necesario tener una copia digital, sobre la que haría luego las correcciones, de los manuscritos. Así fueron los primeros pasos que dio, antes de empezar a leer todo, o sea, antes de empezar a trabajar.
Y ya había leído todo, había corregido casi todo. Le faltaba el cuento que tenía enfrente de sí. El último, cronológicamente en la historia, y el último que fue escrito. Ya desde los primeros cuentos se mencionaba que el destino de la ciudad de William Morris, lugar de ficción en el medio de la pampa húmeda, aunque con certeza eso no se puede precisar, era el de terminar inundada por efectos de un lago artificial de una represa río arriba. Por eso el gobierno de la provincia había ido borrando a la ciudad de los mapas lentamente. Primero sacándola de las guías, luego removiendo los carteles de la ruta y al final, simplemente olvidando que existe y fundando un pueblo con el mismo nombre en el conurbano bonaerense. Además el perenne intendente había tenido sus discusiones con el gobierno provincial, lo que no ayudó a la posición de la ciudad. En este último cuento se contaba el desarrollo de la inundación. Se contaba el destino final de la ciudad (otrora pueblo; durante los cuentos y las novelas, que abarcan una veintena de años, crece en población, y a su vez en personajes). Julia venía dejando ese trabajo de lado en los últimos tiempos, desde la fiesta de año nuevo no tocaba página, cuando su marido le preguntaba la razón ella le decía que hacía muchos años que estaba viviendo en el pueblo, del cual no se sentía con suficientes fuerzas como para salir. Él entendía, tenía sus propios demonios dando vueltas, o podría decirse que él era el demonio que le daba vueltas a un joven inocente.
El cuento había sido el primer escrito que había encontrado el muchacho que le había acercado el proyecto. Lo había visto al lado de la máquina de escribir de su abuelo la última vez que entró a la casa para intentar hablarle. El muchacho se llama Fernando Zambra, es abogado (cuando le había acercado las cajas era estudiante) y trabaja en la una secretaría legal y técnica de la Cancillería, por lo que pasa sus horas libres estudiando idiomas (francés, alemán, danés, hebreo, ruso) para conseguir una experiencia en el extranjero. Su abuelo se llamaba Don Alberto Daniel Dabul-Vallejos, famoso en ciertos ámbitos de alta alcurnia, no por haber nacido en cuna de plata sino por haberse casado con una de las mujeres más adineradas y de mejor apellido del país. Su esposa falleció relativamente joven y Don Alberto crío a sus tres hijos (dos mujeres y un varón) solo. Nunca se volvió a casar. Su nieto favorito era Fernando, hijo de su hija mayor, y a éste le legó sus manuscritos luego de su suicido (con una pastilla de cianuro, “como los jerarcas nazis en el final de la guerra” le dijo Fernando a Julia). Su nieto lo encontró, muerto, al lado de la máquina de escribir, en el rollo había una hoja dónde solamente decía: Los misterios se esconden a la vista en la vida, los libros libres se guardan en la cochera. Nadie terminó de entender la frase hasta que en el testamento Don Alberto le legó a su nieto preferido, entre otras cosas materiales menores, la llave de una cochera en la calle Carlos Croce, en la ciudad de Lomas de Zamora. Allí encontró las cajas. Con los cuentos, las novelas, unos cuatro mil papeles mecanografiados que conformaban una obra que había empezado en el momento que murió su mujer (por la fecha del manuscrito más antiguo) hasta horas antes de su muerte elegida.
Así fue cómo llegaron los manuscritos a las manos de Julia, Fernando había sido alumno suyo en un curso sobre historia del arte, y decidió que ella era la mejor para el trabajo. Julia tomó todas las medidas para organizar todos esos manuscritos que contaban la historia de ese pueblo (luego ciudad) llamado William Morris. Cuentos fantásticos, policiales, banales; novelas de personajes, experimentales o existencialistas, todo sobre el núcleo de la ciudad, con personajes recurrentes, que envejecen, contando unos veinte años de existencia, desde el momento en que anuncian que el pueblo dejará de existir hasta el momento que el agua borra todos los rastros de las calles, las casas, los bares, la plaza y la ribera. Todo narrado desde esa pluma, sin que nadie lo supiera en vida, sin intención de publicar nunca nada, sin que ninguno de sus familiares supiera de la vida secreta de Don Alberto. Algunas veces, le contó Fernando, cuando él llegaba escuchaba el repiqueteo de la máquina de escribir, una viejo armatoste Remington gris (uno de los objetos que le dejó en herencia), pero ni bien cerraba la puerta los sonidos cesaban. Nunca nadie supo nada. Nadie ni siquiera lo sospechó. Nadie sabe cuando escribía y varios miembros de la familia (numerosa y patricia) dudan que Alberto haya escrito todas esas páginas.
Julia no sabe si lo escribió Alberto, pero con los años se dio cuenta que todos lo que ella leyó salió de la misma pluma. Y esa pluma había escrito el último cuento, el que estaba al costado de su máquina de escribir con el mensaje cuando lo encontraron. Y el cuento trataba sobre las últimas horas de William Morris, pero contado años después, en primera persona por alguien que había nacido allí en el año setenta y vivió allí cinco años, hasta que toda huella del lugar de su natalicio se borró. Así el personaje desde sus recuerdos intenta recontar las últimas horas de su ciudad. En su relato hay un personaje especial, su vecino de enfrente, un personaje que nunca fue importante en ningún cuento o novela, pero que siempre está, atrás, de costado, en unas pocas palabras a veces, pero siempre ahí: Paul von Sthüler. El narrador recuerda cómo lo veía todas las mañanas y recuenta, además varios de los sucesos de los otros relatos, por ejemplo como von Sthüler escuchó a un borracho decir que su trabajo era cazar lobisones en las noches de luna llena, o cuando robaron el banco de la ciudad y el único testigo había sido el que limpiaba los zapatos enfrente, siendo von Sthüler el único que le daba crédito al hombre, o los sucesos que llevaron a la muerte del Naila y cómo encontró el cadáver.
El relato empieza así: “Yo nací en un pueblo que hoy no existe ni nadie recuerda” (Ella tachó con un lápiz rojo el «Yo») y hace un recuento de la historia de la ciudad hasta su último día cuando “el agua entró desaforadamente, inundando la casa donde había vivido toda mi infancia. Tapó todos mis recuerdos y nunca pude volver a mi hamaca en el sauce del fondo o el almacén de ramos generales del Turco donde le compraba los cigarrillos a mi viejo. El agua borró parte de mi vida, una parte que ni aparece en los viejos mapas”. Así se nos cuentan las últimas horas de la ciudad. Y Julia corrige, tacha y arregla la gramática, hace un trabajo sutil, pero que es necesario.
Pero por más que la ciudad esté en primer plano Paul von Sthüler es el verdadero protagonista del relato. Se cuenta cómo el narrador conocía al Alemán (así se lo llama en los primeros cuentos y novelas, luego se lo llama por nombre o, a veces, y son muchas, como el Prusiano), que vivía enfrente de su casa. Recuenta las pocas veces que charlaron, donde el Prusiano le decía que había nacido en un pueblito cerca de Königsberg, sobre las costas del mar báltico. También sabía que era miembro de una familia aristócrata junker y que como muchos de su clase había estudiado en la Academia de Guerra Prusiana en Berlín. Le contaba historias sobre sus peleas en el barro en la primera guerra mundial con solo veinte años, le comentaba como eran las trincheras en Verdún, cómo era Kiev, dónde estuvo unos meses antes que los alemanes la dejaran para que entren primero los nacionalistas ucranianos y luego los bolcheviques. Todo le sonaba a historia, a mentira, a ficción, pero el narrador recontaba cómo lo fascinaban esas historias y eso tuvo un peso sustancial en encontrar su verdadera vocación.
El relato intercala la historia de Paul von Sthüler y las horas finales de William Morris. El narrador nunca supo nada más del prusiano una vez que el agua había borrado al pueblo, del que nadie nunca más volvió a escuchar. El Narrador sin nombre había estudiado historia y uno de sus proyectos personales era intentar revivir el recuerdo de la ciudad en un libro. Nadie quería recordar a una ciudad que había desaparecido bajo las aguas y mucha gente ni siquiera sabía que alguna vez esa ciudad había existido. Todos sabían que estaba el lago artificial pero nadie sabía lo que escondía. Lo tenían por loco al contar sus recuerdos iniciales de infante. Así que emprendió la búsqueda de todos que habían habitado la ciudad. Fue encontrando a varios y armó el libro en base a esas entrevistas. Todo iba bien hasta que se puso a buscar al prusiano. Lo buscaba por dos motivos. Una por su ciudad. El otro porque su tesis profesional tenía que ver con el período de la República de Weimar. Pensaba que así mataría dos pájaros de un tiro. Pero el Prusiano fue imposible de hallar. Se enteró que ningún Paul von Sthüler había entrado al país en los registros de inmigración. Se fue dando cuenta que el Prusiano era una máscara de alguien más, de otra persona. Y mientras el proyecto de la historia de la ciudad crecía en fotos, historias y páginas, el misterio de quién había sido el alemán se incrementaba en su mente.
Desde hacía tiempo todos habían ido armando teorías sobre ese personaje, que siempre aparecía de refilón. Julia sospechaba que algo había con ese personaje pero no sabía qué, tenía varias ideas pero no podía poner el ojo en ninguna. Uno de sus ayudantes señalaba que el Prusiano en realidad era la representación de Dios, un ser que está siempre y al que no le prestamos atención más que en algunas oportunidades. No había mucho con qué solventar esa teoría pero era por lo menos agradable y se reían cuando la formulaba. No sabía porqué Dios sería alemán. Fernando tenía una teoría. Para él von Sthüler era nazi, un criminal de guerra, tal vez miembro de las SS (o sino de las Waffen-SS). Que era testigo de las historias, muchas veces él estaba pareciendo inocente, pero no lo era. Y mencionaba ejemplos. Pero lo más importante para Fernando era que Paul von Sthüler no era un personaje de ficción sino un ser de carne y hueso.
Mientras Julia corregía los textos, Fernando usaba sus influencias para intentar develar el misterio de Paul von Sthüler en la vida real. Sostenía que todos los datos que había dado su abuelo eran ciertos: que era prusiano, que había nacido cerca de Königsberg, que había participado en la primera guerra mundial, pero estaba seguro de dos cosas, que no era aristócrata y que no había sido oficial, sino soldado en la Primera Guerra Mundial. Tenía sus razones y Julia las consideraba lógicas, pero el extrapolar un personaje de ficción a una ofrenda de la vida real, le parecía tirado de los pelos. Pero Fernando estaba obsesionado con la idea. Decía que tenía que ser alguien que su abuelo haya conocido, y que hubiera moldeado el personaje desde allí. Que todo era una pista para desenmascarar a esa persona que se escondía detrás de la máscara de la ficción. Julia le afirmaba que de llegar a ser cierto, cosa que dudaba, lo más probable es que la persona en cuestión estuviera ya muerta, pero Fernando no se detenía por eso, decía que la verdad era más importante que la vida o la muerte. Por esas razones leía y relía todos los extractos donde aparecía el personaje (o podría llegar a estar, muchas veces se presumía que era el Prusiano pero no estaba explicitado en los cuentos o novelas), buscaba signos y datos. Y como su propio proyecto personal fue armando una biografía de Paul von Sthüler, el resumen de la ciudad de William Morris, pero en sólo un personaje.
Para Julia, por lo menos en el cuento que está corrigiendo, el alemán significa un cierto paralelismo entre la desaparición del pueblo y el desarraigo del prusiano. Eso porque Prusia ya no existía más (su territorio era parte de Polonia, Rusia y Lituania), sus ciudades (hasta la ciudad donde había nacido el personaje) habían cambiando de nombres (por ejemplo, Danzig ahora era Gdansk), que en esos lugares ya no se hablaba más alemán y, en muchos casos, ni siquiera vivían alemanes étnicos. Desde ese punto de vista leía ese último cuento, si había alguna tenue asimilación entre la desaparición de la ciudad y los recuerdos del Prusiano esa era la razón que encontraba, esa era su idea crítica. De eso Julia estaba segura. De todo lo demás, no sabía nada. Por lo pronto no le interesa. Además en esos momentos había llegado a interesar a una editorial para intentar ir publicando algunos relatos (con lo cual ella se llevaría un cierto porcentaje como sueldo a sus dos años de trabajo). Piensa en lo que le había dicho el editor, «estamos interesados, no estamos extasiados, esto no es una olla de oro, pero es interesante». Antes de irse de la oficina le había aclarado: «Encaja con nuestro catalogo de rescates». Eso la ponía contenta, quería que otros llegaran a disfrutar del viaje como había disfrutado ella.
Termina el trabajo mientras lee las últimas líneas, donde el narrador mira desde la orilla del lago en dirección de dónde estaba su ciudad. Rememora al prusiano y sopesa cómo se lo comió la tierra (y a la ciudad el agua). Desecha la idea de contratar una lancha con equipos de buceo para entrar de nuevo a su casa. Sabe que sería una tarea ciclópea, nadie sabe a ciencia cierta dónde está la ciudad en el inmenso lago. Cerca del final recuenta que en una de las entrevistas sobre el pueblo, un vecino le dijo, que en una noche de borrachera Paul von Sthüler confesó que ese no era su nombre, que era nazi, y que había escapado a los rusos desde el frente oriental por medio de líneas enemigas hasta ponerse en contacto con miembros de lo que se iba a dar en llamar ODESSA. Así escapó vía Suiza. Y le confeso que tenía una caja fuerte llena de papeles de todo tipo en su casa. El narrador piensa que quizás la caja fuerte todavía esté allí, con los papeles que lo incriminan esperando que alguien la abra, allá abajo en la tumba acuática. Los otros vecinos no daban crédito a esas palabras, decían que era uno de ellos, uno como cualquier otra persona, peronista y buen cristiano. Julia relee toda esa parte. Se lo mandará por correo electrónico a Fernando. Sabe que estos últimos párrafos lo alentarán en su búsqueda. Por un momento sopesa hacer desaparecer este último cuento por el bien del muchacho. Pero decide que no es su lugar.
Mira el reloj. Se da cuenta que su primo ya faltó a la cita, que ya no llegará, eso lo sabía de antemano. No la sorprende. Siempre pasa lo mismo, lo espera sabiendo que no lo verá por eso se entretiene con otras cosas. Todavía llueve afuera. No tanto, pero cae agua. Ve un auto que se estaciona en la puerta, ella lo mira por la ventana, porque es exactamente igual a uno que tenía su padre cuando ella era chica pero que desde hace años está metido en el garaje de la casa quinta sin que nadie pueda hacerlo andar. La ventanilla baja y ve a su marido que la saluda, haciéndole gestos para que suba rápido. Julia agarra todos sus papeles, los mete en el bolso grande desordenadamente y sale corriendo debajo de la lluvia. Entra al coche, el olor a encierro la embarga, encima está mezclado con el olor a humedad. Le pregunta por el coche, él le dice que pensó en el Volvo viejo, agarró la llave, la metió y simplemente el auto arrancó. Ella le dice que así suena un poco fácil. Su marido responde que podría decirle que le cambió la batería, le puso nafta e hizo otras cosas, pero eso sería responderle con la vida real y por lo pronto es mejor vivir un poco en fantasías. Ella sonríe y lo abraza. Se besan. Julia le dice que viven en la vida real, juntos.
Mientras volvían, entre el ruido del motor y los limpiaparabrisas, su marido le dice que en la guantera había impreso un mail que le había mandado Fernando. Julia busca el papel, lo saca y lee: “Encontré a un Paul von Sthüler que vive (o vivió) en la ciudad de William Morris, en el Partido de Hurlingham. Lo voy a buscar”. Ella estruja el papel, se lo queda en la mano, apretándolo fuerte. Mira el río a lo lejos y piensa que el agua erosiona todo, salvo los recuerdos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Reflotando?

Lima dijo...

mas que reflotando yo diria que va hundiendose.