domingo, mayo 27, 2012

Nombres Falsos.

Creo que la historia que más me gusta de José María Arce, me dice, es una de cuando era joven, recién salido de la facultad, aunque realmente no sé si haya terminado o si simplemente fue un par de clases. Pero bueno. Enciende el cigarrillo con las brasas del anterior y se lo pone rápidamente en la boca. Mientras tomo un poco de la grapa que nos había traído el despensero que nos hacía el favor de esperarnos mientras nosotros a su vez esperábamos a que Arce llegara. Ulises me dijo que era mejor llegar temprano, ya que uno nunca sabía a qué hora podía llegar a acercarse por el lugar. Pero el tano nos hacía la gamba, tenías las luces apagadas del local, sólo un pequeño velador, que no iluminaba casi nada en nuestra mesa y una luz al fondo, que usaba para leer. Había tenido la gentileza de habernos dejado la grapa y Ulises hablaba como si le tuviera miedo a la oscuridad. 
En esa época se hacía llamar Brausen, lo miro con incredulidad entre las penumbras, creo que no llega a ver mi cara, o no le da demasiada importancia a mi sorpresa. Había conseguido una beca, no sé cómo hace pero siempre consigue buenos trabajas con poca presencia o becas de fundaciones que nadie conoce. Bueno, estaba trabajando sobre los poemas de Weldon Kees, haciendo traducciones, aunque él, las llama versiones, y no sé si tiene más de dos o tres poemas traducidos, o versionados. Me lo imagino andando todos los días con un saco de tweed arrugado, un Bremen gris, camisa y pantalón de vestir negro. Todos los días con lo mismo, a lo sumo le agregaría una bufanda en los días más frío de junio o julio, pero siempre vestido así, todo el tiempo. Así me lo imagino al Brausen de Arce. Lo vi una sola vez en esa época, la primera vez que lo vi en mi vida, yo estaba de oyente en una clase de literatura americana, y él estaba sentado al lado del profesor, sin hacer nada, leyendo unas notas. Siempre aparecía con el profesor, se sentaba en el banco adelante, y leía las notas, siempre vestido igual, siempre arrugado. Nunca le pregunté por eso, creo que me respondería con mentiras. Así es él, y me mira sobre la llama del cigarrillo. A veces pierdo el hilo de su monologo porque me hipnotiza el eterno moviendo de la brasa roja del cigarrillo en sus labios.
Vivía en capital, cerca de avenida de mayo, en un edificio viejo, algo coqueto, según lo que sé, pero él tenía una buhardilla en el último piso. No tenia muebles, salvo una mesa y la cama. La cocina era a garrafa y las ventanas estaban siempre sucias. Conocí ese piso hace poco, todavía allí tiene libros, es como su almacén. A él le había llamado la atención un vecino, que vivía justo debajo de él. Supongo que lo que le había abierto la curiosidad era su acento, su forma de decir hola, que creo que al principio, y como buenos vecinos, eran las únicas palabras que habían intercambiado cuando se cruzaban por las escaleras, el edificio no tiene ascensor.
El despensero se acercó a la puerta y la abrió, por un momento Ulises se calla y espera. Yo tenía la puerta de frente, así que se dio vuelta para mirar, pero no había llegado, y el despensero hizo entrar a un perro de la calle, que al parecer era de él o vivía en el despacho de bebidas. Le serví un poco de grapa en su vaso y rellené el mío.  En esa época sé que dormía de día, toda la mañana hasta bien pasado el mediodía, iba a la facultad, me lo encontré varias veces allí, pero nunca intercambiamos palabras, y a la noche se iba a la biblioteca del congreso a trabajar sobre sus versiones. Allí estaba hasta las doce, luego se iba a los bares de avenida de mayo y así pasaba el rato. Creo que en uno de esos bares se encontró con su vecino. También creo que su vecino lo reconoció y le hizo un gesto de amistad con el vaso, pero esa noche no pasó de eso. La vida de Arce, entonces Brausen, aunque vaya a saber cuál es su nombre, una vez iba con él y un tipo le empezó a gritar Santamaría, Santamaría, eh, viejo y querido Santamaría y Arce me dijo que apuráramos el paso. Cuándo le pregunté que era eso, me dijo simplemente, otra vida.
Así que pasaba las noches yendo a la biblioteca del congreso hasta que cerraba, después andaba por Rivadavia o avenida de mayo, caminando y terminaba en el bar. Siempre el mismo bar, no sé que tomaba, pero me imagino que empezaría con un café y seguiría con ginebra, gin & tónica, Martini o un Tom Collins. Tal vez con cada apellido toma un cóctel diferente de ginebra. Supongo que se fue acercando a propósito a su vecino. Algo le había llamado la atención. No sé cómo habrá roto el hielo, quizás le contó su trabajo con los poemas de Weldon Kees, o su vida, o su suicidio. Quizás fue el vecino que se le acercó porque necesitaba romper la soledad de sus salidas nocturnas al bar. O necesitaba a alguien que lo acercara a su departamento cuando estaba borracho. No lo sé. Nunca he podido saber cuál fue la razón, pero sí sé que con el tiempo se encontraban en ese bar de avenida de Mayo a tomar y charlar.
Prendió otro cigarrillo con la brasa del anterior, ya era el tercer cigarrillo de la noche, desde que estábamos sentados, Ulises parecía aburrido, pero contaba como si quisiera que yo aprovechara la historia de alguna manera, tenía esas cosas, a veces sin que le pidas nada se ponía a contar cuentos sólo para que uno los escriba. Él era el narrador oral del grupo, pero casi nadie lo escuchaba. Supongo que fue alguna de esas veces que caminaban el corto trayecto desde el bar, que nunca supe exactamente cuál era, hasta el edificio de departamentos. Allí llevó al vecino, que se hacía llamar August Stramm y era alemán. Esa fue la primera vez que entró al departamento del vecino. Era coqueto, con muebles de diferentes estilo, bibliotecas con libros viejos pero todo muy armado, casi como si no hubiera personalidad en los estantes. Le sorprendió que no hubiera fotos, en una casa tan formal no había fotos ni de parientes, ni de esposas, ni de hijos. Pero no le dio importancia. Lo sentó en un chaise longue, donde quedó dormido al instante. Arce, siendo Brausen, husmeó un poco el lugar, agarró un libro, en alemán y se sentó en un sillón regencia de pana blanca. Se quedó dormido.
A la mañana siguiente, era sábado, creo, Arce se despertó antes que Stramm y empezó a irse cuando el otro lo vio, y le preguntó qué estaba haciendo allí. Procedió a explicarle toda la noche, pero el otro no le creía demasiado, fue hasta una cómoda, abrió un cajón y sacó una pistola. La apuntó, supongo que con una Walther PP, pero él nunca me dijo con qué, y le dijo que se vaya. Arce se fue con las manos en altos, con el libro del alemán en la mano y el bolso al cuello. Se fue a su buhardilla, tiró el libro y se quedó dormido de nuevo. No sé si de miedo, o de cansancio, o borrachera o qué, pero se durmió, esto él me lo jura, pero jura mucho en vano y casi todas sus historias tienen dejos de irrealidades. Recuerdo que huno una vez que no apareció con su saco de tweed arrugado, su Bremen gris, su camisa blanca y sus pantalones de vestir negro por el aula de literatura americana. Siempre supuse que esa tarde era la siguiente de esa noche, un sábado de práctica. Pero quién sabe.
Ulises hizo un alto, toma un poco de grapa, vacía su vaso de un saque y yo le vuelvo a servir, por primera vez en la noche siento deseos de fumar, pero no le pido un cigarrillo, aunque él está volviendo a encender otro con la brasa del anterior. El perro está dormido entre mis piernas, el despensero duerme con un libro en su pecho, la puerta está cerrada a cal y canto, y entre los pósteres de garrafa Sánchez, Eliseo Mouriño y demás glorias de Banfield sigue con su historia. Tuvo que esperar hasta el lunes para volver a su rutina. Por la noche estuvo en la biblioteca del congreso hasta las once y media, más o menos, chequeando diccionarios de inglés, viejos diarios de época y demás cosas que hacía allí. Además, ya en esa época estaba empezando a buscar la figura de Rafael Hithlodino, creo que sus primeros pasos fueron esas noches en ese lugar, me parece que allí escuchó a un linyera que dormía todo lo que podía en la sala sobre la ubicación de ese libro en Lisboa. Luego volvió a ir al bar, creo que dio una vuelta más larga, tal vez se perdió un poco por las calles del barrio, dando vueltas hasta llegar a nueve de julio o plaza de mayo para luego retomar, armarse de valor y volver al bar, donde pensaba que estaría su vecino alemán. No es algo muy Arce, le digo, normalmente anda escapando. Eso es verdad, dice Ulises mirando la braza de su cigarrillo en su mano, pero en esa época era Brausen, sonríe y me apunta con los dedos índice y anular donde sostiene el cigarrillo.
No estaba, resume rápidamente. Stramm no estaba en el bar. A la otra noche tampoco. Y la otra en vez de ir directamente al bar, Arce fue al edificio y golpeó durante un rato la puerta, nadie atendía. Entonces, Brausen, y no Arce, entró. El lugar estaba a oscuras, pero Stramm estaba allí, en un sillón de cuero, con su Walther PP apuntándole. Le hizo gestos para que se sentara en el sillón regencia de pana, él cumplió las órdenes, sin levantar los brazos, tampoco hizo ningún gesto ampuloso. Había un olor a alcohol fuerte que embargaba el ambiente, pero él jura que no había más sonidos que la respiración de Stramm y el movimiento de un reloj antiguo cerca de la ventana que daba a la calle.
wer sie arbeiten, dijo en alemán Stramm, me dijo Arce que le dijo, dice Ulises, MOSSAD, CIA, SIDE. Estos últimos acrónimos eran lo único que entendía, me dijo Arce, dice Ulises. Y me apuntaba, movía el arma con cada palabra, como si eso hiciera que las respuestas broten, con cada palabra intendeible, que las repetía una y otra, vez movía el arma de manera amenazante. Hasta que se cansó y retrayó la corredera para atrás, se paró y volvió a repetir las palabras. Ulises fuma tranquilo y el humo se hace tornasolado con la poca luz del lugar. Me dice que Arce temblaba cuando le contaba el cuento, y hacía los gestos del alemán, que de hecho, mientras se lo contaba, en el medio del Bar el Sol, que ya no existe más, en la esquina de la estación de Banfield, se paró de repente y le gesticulaba como apuntándole con un arma. Dijo que en sus ojos veía el recuerdo, y que o el suceso había pasado o que Arce era mucho mejor actor que lo que cualquiera podía llegar a creer. Al final, Stramm, se cansó de hablar en alemán y no obtener respuesta, y Arce, o Brausen, estaba mudo, en shock y no le salían las palabras. Y le preguntó, para quién trabajas. Mossad, CIA, Side. Arce dice que le dijo que trabajaba para el Instituto de Traducción Henry Larssen, que le habían dado una beca para traducir los poemas completos de Weldon Kees. Stramm todavía le apuntaba con el arma. No le creía.
Al final, Ulises encendía otro cigarrillo y se nos había acabado la grapa, Stramm se volvió a sentar pero nunca le dejó de apuntar. Le dijo que era una muy buena covertura, que había comprobado los papeles y todo parecía estar en orden, pero que era eso lo que le le llamaba la atención. Pero que ya no le importaba nada y que Stramm ya no servía, puesto que si él, Brausen, que era Arce, me dijo Ulises, recalcandolo hasta el hartazgo, lo había podido encontrar, y que asumía que era del servicio de inteligencia argentino, que otros jugadores más importantes lo podían encontrar a su vez. Se quedó callado un momento, y Ulises recreo el silencio, y en el despacho de bebidas no se escuchaba un alma, mas que el perro que soñaba a mis pies. Le dijo que su nombre era Georg Heym, que había nacido en Dresde antes del bombardeo, en diciembre del 44. Su padre era Hauptmann en la Wehrmacht, y nunca lo había conocido, murió en la toma de Breslau, cuando los rusos quemaron las ruinas de la ciudad. Él había crecido entre medio de uniformes americanes, britanicos y franceses en alemania occidental, a donde su madre había huido cuando los rusos tomaron Prusia y Silesia, con él, bebé, en brazos. Luego, había crecido y había entrado al servicio externo de Alemania Occidental, trabajando primero en Bonn y luego en varias capitales europeas del este. Hasta que recayó en Argentina.
Ulises se para y va hasta donde el despenciero duerme tranquilamente, yo veo la brasa del cigarrillo que se aleja y se pasa detrás de la barra, agarra una botella cualquiera y vuelve. El perro duerme bajo mis pies, como su dueño, y José María Arce todavía no da señales de vida. Se sienta y me sirve, pruebo, era Hesperidina, a mi nunca me gustó mucho esa bebida, pero era lo que había, y tomamos eso. Arce me dijo que el alemán, Stramm, aunque nacido Heym, le siguió contando su vida. En Argentina trabajó para la embajada alemana, pero desde hacía tiempo trabajaba para el servicio de inteligencia alemán, así fue como de un día para otro cambió el nombre, Stramm volvió a Bonn y Heym fundó una importadora con oficinas en Paseo Colón, cerca del puerto. Desde esa tapadera ellos, él era parte de varios, debían obtener información sobre los nazis que aún vivían en Argentina, lo que había pasado con Eichmann había encendido las alarmas. A él le había tocado la tarea de encontrar a Heinrich Müller (conocido como Gestapo Müller), el más alto gerarca de la Alemania Nazi que no se había encontrado paradero.
Arce me dijo que escuchaba todo con una mezcla de incredulidad y pasión, mientras Stramm todavía le apuntaba con el arma a Brausen. Aquí, en este país, me encontré con un personaje llamado Manfredini, dijo Arce que le explicó Stramm, me dice Ulises. Un personaje extraño, un poeta italiano fascista, enamorado de Gabrielle D’Annunzio que había tenido algunos contactos con las brigadas rojas, lo cual era muy raro, que había escapado de Italia, a Francia y finalmente a España, donde había conocido a dos personas importantes: al jefe de Odessa, que le dio datos sobre la emigración nazi a América Latina y a López Rega, del que se hizo amigo, y se lo llevó a Argentina. Allí siguió la pista de los nazis que quedaban en la década del setenta. Y yo, me lo encontré, dijo Arce, que informó que Alemán, dice Ulises. Me puso en la pista de Gestapo Müller.
En este punto Ulises para, toma aire y se queda mirando cualquier punto en el espacio. El perro se había despertado y se había ido a la puerta. Mueve la cola y espera. Parecía que quería salir o alquien estaba llegando. Pero al rato, el perro vuelve a tirarse, esta vez cerca de la puerta, pero despierto, esperando. Dice que encontró a ese nazi, aunque todo lo que dijo de Müller fue raro. Según Stramm, estaba viviendo en San Juan, lejos de los lugares donde los cazadores de nazis buscaban, Buenos Aires, Córdoba y Bariloche. Al parecer Stramm se dirigió personalmente, aunque ya esa fase de la operación no era de su competencia, e hizo inteligencia in situ a Paul von Sthüler. Él está convencido que, me dijo Arce, dice Ulises, que era Müller. No como ese pobre tipo que encontraron en Centroamerica y dijeron que era, no, este, según él, era. Estaba viejo, ya tenía alrededor de setenta y siete años.
Lo que después me dijo Arce, que pasó, fueron puras incoherencias, según él Stramm, le volvió a apuntar, y le puso el arma en la sien, sentía el olor a aceite y pólvora que lo embriagaba. Gatilló el arma. Brausen debía estar muerto, dijo Ulises, pero la Walther estaba descargada y en vez del disparo, hizo un sonido seco a resortes. Stramm empezó a reir. Y le dijo que debía ver su cara. Que creyó que lo iba a matar. Y se reía con fuerza, y sin parar. En algún punto Brausen, o en ese punto, ya, Arce, empezó a reir también. Stramm se volvió a sentar en su sillón de cuero y le dijo que todo era un cuento, una novela de espionaje que estaba escribiendo. Y volvió a reir. Que había cosas ciertas, sobre su nacimiento, lo de su padre y su empresa, pero que el resto eran ulucubraciones, como todos esos cuentos que se dicen de la Stasi, y estas palabras, al parecer, quedaron grabadas en la mente de Arce, porque la repitió varias veces. Al final le dijo que Heym era un escritor era un escritor expresionista alemán, muerto en un raro accidente en un río congelado.
Arce, en ese momento me miró, dice Ulises, y me dijo: no estoy muy seguro de nada de lo que pasó esa noche, pero sé que luego no lo volví a ver más. Tampoco sé porqué tendría miedo de los servicios secretos occidentales, si supuestamente él hubiera pertenecido al servicio secreto alemán. Yo le dije que no se preocupe por eso, si era todo mentira, era todo una historia que le había contado. Tal vez, me dice Ulises, mientras Arce todavía dudaba, Brausen estaba totalmente seguro que lo que había oído era verdad, que Stramm era Heym, que era espia y que había encontrado, por medio de los datos de un tal Manfredini, a Heinrich Müller, alias Gestapo Müller en San Juan, haciéndose pasar por Paul von Sthüler. En ese punto, medio que me perdí con todos los nombres que me daba Ulises, pero él reía. No le importaba, le parecía que la historia era buena, divertida, e interesante.
Llegado al caso, me dice Ulises, de llegar a ser cierta, Paul von Sthüler está muerto, hoy tendría más de cien años. El jefe de la Gestapo nunca fue enconrado, dice, aunque creen que murió cuando escapaba de Berlín. Algunos dicen que huyó a la Unión Soviética, lo que, aunque primeramente inverosímil, al final, con ciertos datos, puede ser probable. La opción de sudamérica, le digo, no sé, dice Ulises, acá encontraron a Eichmann, y no dijo nada sobre su jefe, mejor dicho, sobre el paradero, aunque Eichmann era SS y Müller Gestapo, le dije. Sí, responde Ulises. Y Arce, qué cree al final de todo esto, le pregunto. Nada de lo que diga José María Arce puede ser tomado en serio, con el tiempo se fue poniendo cada vez más paranoico, vos lo sabés, de hecho, yo lo sabía, lo sé, cree que lo persiguen agentes del gobierno de Utopía, el estado perfecto descripto por Tomás Moro, dicen que lo buscan para sacarle el libro de Rafael Hitlodino que encontró en Lisboa. Una vez mandó un paquete, que anduvo entre varias manos. Por las mías pasó, yo se lo dí a Ulises, no me atreví a abrirlo, sé que Ulises tampoco lo abrió. Creo que ninguno lo abrió. Al final, todos teníamos un poco de miedo.
Se nos acabó la bebida. El perro se levanta y empieza a ladrar, salta contra la puerta y da vueltas, la cola se mueve en signo de alegría. El despendero se despierta y camina rápido sobresaltado hasta la puerta, la abre y espera. Sale, mira arriba y abajo en la calle, el perro se escapa. El despensero está afuera, gritando el nombre del perro, con los brazos en jarra y silba bien fuerte. Ulises y yo lo miramos, una mano me toca el hombro, me doy vuelta y es José María Arce, que me saludaba, haciéndome señas para que no haga ruido nos vamos por la puerta de atrás.