lunes, febrero 16, 2009

Hacinado (o las voces)

El piso es duro. Asfalto o baldosas. Le molesta caminar con sus alpargatas gastadas sobre esa superficie fuerte que no es mullida y blanda como la hierva o la tierra por donde le gusta andar. Cada tanto su vista ve algún pedazo de vidrio roto de alguna botella de cerveza o de gaseosa. Siempre viendo eso sabe que está en la llamada civilización.

Se sube a la bicicleta y pedalea. Pedalea al compás de la brújula. Tranquilo, intentando mirar al horizonte. No lo veía, por las casas bajas o por algunos edificios más o menos altos. El cielo se veía celeste, algunas nubes negras andaban pululando por el cielo. Las hojas secas se movían por el viento, eran empujadas en dirección este. Zaucedo pensó “viento del este, llueve como peste”.

Pedalea tranquilo esquivando los baches y a los autos que doblaban contramano. En las esquinas las personas esperaban amontonadas para cruzar, cada tanto veía a alguien que le gritaba groserías a los demás. Algunas personas vagaban por las calles mientras el viento movía el aire caliente, cargado de humedad. Ve a lo lejos una señora que estaba con un diario abanicándose contra el calor. La pierde vista mientras con su bicicleta dobla en una ochava.

Pedalea escapando del hacinamiento de la ciudad. Pedalea al verde campo por calles adoquinadas, avenidas asfaltadas y rutas de ripio. Sus ojos captan todos los movimientos que lo rodean. Las personas caminando, los que estaban trabajando, los que no tenían nada o los que andaban mufados. La vida de la ciudad siempre está muy viva para una persona que está escapando de ella.

Pedalea con su bicicleta robada. Rotó el candado el resto siempre le había sido fácil y esa vez no era la excepción. Se subió y pedaleó para escapar. Y sigue pedaleando, en busca de la inmensidad del campo donde el único sonido en sus oídos era el viento, los pájaros cantando, el relinche de su caballo o los grillos en las noches. Buscaba el horizonte sobre sus ojos, los pastos altos, las vacas y los lotes loteados.

Mientras pedalea siente sobre su cuerpo el peso del momento previo. Siempre los recuerdos se cuelan en algún sonido. Para él los lugares, las esencias, los momentos no invocaban más que un leve atisbo del pasado. Tenía suerte de no poder extraer de su mente los recuerdos crudos con esos detonantes.

Pero estando en el bar del Lito, en una mesa redonda de madera del fondo de salón cuadrado lleno de mesas similares a la de él aunque había varias rectangulares, mirando todos los movimientos de los parroquianos que tomaban, gritaban y jugaban a las cartas, le pasó. Otra vez le pasó. Siempre le pasaba en las ciudades, siempre le pasaba en los lugares habitados. Estando en el Bar de Lito escuchó una voz. Escuchó una de las tantas voces que no quería volver a oír. Una voz hermosa con muchas capas que tantas veces había dicho su verdadero nombre, su primer nombre. Una voz amable, amada, amalgamada a las dulzuras de un matrimonio que había desaparecido hacía tanto tiempo. A la vez que el guacho Zaucedo pensaba que ella todavía lo estaba esperando en el cielo o en donde sea que las almas se reúnen una vez fallecido el cuerpo material. Sólo que a él le estaba llevando muchos siglos morir.

La voz dijo: Una más para el camino.

Las voces en el tiempo podían llegar a repetirse. O eso creía él. Las voces eran lo peor que podía sentir Zaucedo, ya que cada tanto una de ellas era tan parecida a una voz amiga, a una voz amada, a una voz perdida. Porque siendo el gaucho Zaucedo como era, teniendo más de cien vidas llenas de recuerdos, las voces en los lugares habitados se le repetían, volvían a ser en otras personas. Mientras que las miradas y los olores podían tener algo de eso, las voces siempre volvían como ecos que desataban todos los recuerdos, que lo inundaban de melancolía. Ese era el porqué el guacho siempre andaba cabalgando en la soledad de la llanura pampeana buscando a la muerte, ya que por más que haya vivido tantos siglos él todavía se consideraba mortal. Zaucedo estaba seguro que uno sólo comprueba su mortalidad en el momento del fallecimiento, por más que para él tardaba en llegar.

A veces mientras la luna se alzaba en el cielo nocturno de las pampas pensaba que la muerte lo esquivaba y tenía que buscarla de cualquier modo.

Estaba en el Bar de Lito con el eco de la frase una más para el camino, retumbando y regenerándose en otras frases más amables, más personales. Antes de eso Lito, que era la viva imagen de su abuelo, se había ido detrás de la barra dejándole una garrafa de ginebra. Él se servía en el liquido en el vaso, hasta el borde, mirando como el liquido se movía en pequeñas olas pero nunca caía a la superficie de la mesa. Sentado firme en su silla, con su espalda recta apoyada contra el respaldo alto, las voces de los parroquianos se alzaban cada vez con más fuerza en palabras ajenas siempre hasta el: una más para el camino. Había pocas mujeres. El sonido de las bolas de pool golpeando una contra otra le llegaba aplacado por las paredes y las risas de unos borrachos. Una nube grisácea de humo de cigarrillo flotaba un poco más arriba de lo alto de su cabeza. Él encendió un cigarrillo y lo puso en el cenicero azul tornasolado que decía “Cinzano” en sus cuatro costados.

No es que todas las voces, que toda la vida, le haga recordar algún momento en su larga existencia. No es así. Tiene que ser una voz especial, que es como un eco, como una invitación al pasado. Tiene que tener el tono exacto y las palabras justas para que lo lleven a otros lugares. Lejanos en el tiempo y, a veces, lejanos en el espacio.

Agarró el cigarrillo del cenicero y le dio una muy larga pitada. Luego soltó el humo azulado por la boca generando anillos huecos que se escapaban lejos de él mientras se agigantaban hasta diluirse y unirse a la nube grisácea con olor a cigarrillo y alcohol que flotaba desde hacia decenas de años en el lugar. Mientras bajó la vista para mirarse la alpargata porque sintió una comezón extraña, escuchó una voz. Escuchó la voz. El: una más para el camino. Una voz femenina, el pasado que le hablaba en el presente. Rápidamente Zaucedo levantó la cabeza y buscó entre las personas a la portadora. No la encontró. Pero su vista se posó en una mujer madura que estaba en la barra mirando a Lito, sin hablar esperando el trago. El gaucho se quedó mirándola, pensando que era raro para una mujer estar en un tugurio como ese.

Una cosa que no sabía Zaucedo sobre las voces, era si eran reales o no. Aunque cuando estaba en la intemperie, en el campo, cabalgando al sur, buscando el fin; a veces las escuchaba nítidamente traídas a él por el viento. En esos momentos era los que hacía parar a su caballo con un par de palmaditas en el cuello, calmándolo; aunque en realidad se calmaba a sí mismo. Eran pocas las veces que pasaban en el campo, una cada decenas de años. En la ciudad, en los lugares habitados, era constante.

Se quedó mirando a la mujer que nada se parecía a su mujer. La miraba y se perdía en sus recuerdos, viendo a su mujer. Viéndola reír. Su primera mujer. En ese momento todos los recuerdos de su primera vida, los recuerdos más añejos, más guardados entran en escena y se quedan en él por varias horas. Tal vez serían días o semanas. Ella está ahí, su voz vuelve en la voz de otra persona. La exacta entonación, la dulzura, todo lo necesario para generarlo.

Tomó de un sorbo la ginebra, dio una larga pitada al cigarrillo y salió por la puerta abrigado por todos esos momentos que resurgían como si pasaran en ese instante. Todavía era de noche y faltaba un largo rato para que amanezca. El eco de la voz todavía estaba en él, y lo estaría mucho más. No sabía dónde iba a dormir, ni qué iba a hacer. Las calles oscuras no dejaban llegar a la luz de la luna para ver las respuestas. Las luces amarillas del alumbrado público lo molestaban, mientras los recuerdos se proyectaban en su visión. Veía a su mujer, fallecida hace tantos años, caminando delante suyo. El eco de la voz volvía y lo desesperaba.

Así vago por las calles, que se empezaron a llenar de gente. Y empezó a sentir el hacinamiento de la ciudad. Sin calma empezó a respirar intranquilo, viendo a las personas correr para alcanzar los colectivos de colores estrafalarios y los autos en largas colas parados en semáforos en rojo que no siempre respetaban.

Respiraba ese aire viciado de la ciudad. Las mujeres de su vida, los amigos, volvían a aparecer en cada esquina por las voces que escuchaba cerca suyo. Cerca de la estación de trenes escuchó mil voces y revivió mil pasados, más de una vida en recuerdos. Y así era su momento en la ciudad. Cuando uno tiene más de cien vidas vividas tiene muchos recuerdos acumulados y, por más que se intente en otras cien vidas, esos recuerdos no se van. La melancolía del gaucho siempre se expresaba peor en las ciudades.

En ellas a cada rato, traído por las voces, veía a alguna persona del pasado delante de él. Como le pasaba en ese momento. Sin saber si era una persona de carne y hueso o un fantasma. Veía a todas las personas que había matado en guerras o en defensa propia. Sólo mirándolos a los ojos, viendo el alma, se daba tanta cuenta que esas personas eran otras.

Vio una bicicleta colorada y con cambios encadenada a un poste de luz verde. Con destreza y con la herramienta adecuada, que sacó de su bolso, rompió la cadena y se subió. Y pedaleaba.

Pedalea rápidamente escapando de la ciudad. Buscando dejar atrás a las voces que no puede dejar de escuchar en los lugares con tantas personas juntas. Pedalea siguiendo la brújula tratando de escapar de la jungla de concreto. Escapa en la bicicleta de los recuerdos, buscando la paz. Buscando a la muerte que lo encuentre de una vez por todas. Y cuando la encuentre el no sacaría su facón pero sí la retaría a duelo.

Él sentía que ya no había mucha más vida que vivir. Ni siquiera quería sobrevivir. Eternos años había pasado en familias, en alegrías y tristezas. Ahora, desde hacía casi cien años, el gaucho Zaucedo intentaba cabalgar hasta el fin.

Aunque en este momento pedaleara.

2 comentarios:

Eclipse dijo...

muchas cosas para decir hoy, me agarraste inspirada.
después de pasados los dos primeros párrafos, que necesitan serias correcciones, la historia me atrapó mucho.
- creo que de todos los personajes, Zaucedo es de los que más me gusta.
esa condición de héroe maldito me atrae, hasta me enternece, la condición de inmortalidad y lo que ello conlleva, creo que de a poco vas tejiendo una complejidad riquísima en este personaje, lleno de misterio y profundidad, que contrasta con la aparente simpleza de un gaucho solitario del montón.
- lo de los colectivos de colores estrafalarios me pareció genial, lograste captar lo que para un ciudadano es espectáculo común y verlo a través de los ojos de otro. creo que eso resume mucho, una frase sola que expone la visión de un gaucho sobre la urbe.
- me gustó también la forma en que desarrollás todo. contás lo que finalmente sucede al principio, repetís lo que le pasa a Zaucedo con las voces, pero todo se hace progresivamente y logra que uno se vaya metiendo en eso que le pasa al personaje.
- "Ahora, desde hacía casi cien años, el gaucho Zaucedo intentaba cabalgar hasta el fin.
Aunque en este momento pedaleara."
. siempre te jodo con los finales, pero en este la pegaste, rotundo en pocas palabras, el cabalgar/pedalear... simplemente genial. la alusión al duelo con la muerte, bien, resumiendo las ideas que expresás durante todo el relato.
- de veras me gustó, capaz porque estoy demasiado encariñada con el gaucho, a pesar del arranque tortuoso que sospecho por falta de re-lectura y corrección, nomás.
faltan correcciones, de las que siempre te digo, tiempos verbales, frases que podrían estar mejor redactadas, detallecitos de esos, pero mi impresión general es muy buena.
ya tendré, como te dije alguna vez, los impresos para rayar a gusto, subrayar, resaltar y colocar notas al margen.
besos!

maga dijo...

Gracias señor por la apreciacion del final!. Hace mucho calor, con mas de 39 de termica no carburo bien. Despues vuelvo y te comento tu texto, que por cierto lo lei, para que no me proteste eh!. Igual el cometario de la señorita Eclipse avasalla cualquier tipo de intento de comentario mio, se paso la niña, bien!.
Besotes.