Sale por la puerta llevándose soledades entre todos los papeles. Le había dejado a la editora de “Ireizher” un escrito sobre las últimas películas que había visto, que todas eran de la década del cuarenta. Hacía mucho que no dejaba ningún trabajo, la editora lo había llamado a la mañana temprano (Tan temprano que era de noche), necesitaba un escrito con suma urgencia. Ulises Margariño no lo dudó y buscó entre los papeles que había en la mesa del comedor. Encontró, casi sin buscar, una tesis sobre “el tercer hombre”, sobre la entrada tardía de Orson Welles en esa película y como robaba el protagonismo de la historia en todo momento, hasta cuando no estaba en la pantalla. Cómo se lo esperaba y demás vicisitudes del blanco y negro (Plateado y gris, le gustaba decir a Ulises).
Salió de la pequeña casita en Temperley y se subió al taxi blanco. El 504 anduvo un largo rato hasta que llega a la estación de Banfield. Ulises se baja del taxi y cruza al bar “La Guillermina”, dejando atrás al taxista con sus largas zancadas. Se queda un rato mirando en la televisión los Juegos Olímpicos mientras toma un jugo olímpico. Tranquilo saca del bolsillo interior del gabán negro (Que tenía puesto dentro, no había estufa en el bar, habían cortado el gas por falta de pago, o eso decían) un cigarrillo, con mucho garbo lo golpea en el filtro para aplastar el tabaco. Luego con un fósforo enciende el cigarrillo mientras en la pantalla aparece el triatlón, se queda mirando a las atletas mientras el cigarro le cuelga del labio. Se queda viendo maravillado como allá, del otro lado de mundo, es de día y en donde estaba él era de noche. Una noche fría, cerrada y malaventurada.
Se queda fumando tranquilo, esperando que nada pase, ya que nada pasaba en su vida. El taxista ya había pasado para el cuarto de atrás, seguramente estaba desafiando a alguien al pool o al billar. Ulises nunca había sabido distinguir uno del otro, aunque si lo invitaban jugaba a cualquiera de los dos. Sin saber distinguir el uno del otro casi siempre ganaba, era muy bueno con la geometría. En realidad, Ulises era una de esas personas que eran buenas para casi todo pero hacen poco y nada. En el circulo de Suaznabar se decía que las mejores novelas y cuentos eran siempre de Ulises Margariño, mucho mejores que las de Mariano Sputnik que era el único realmente publicado y ganador de un par de premios literarios. Pero Ulises se pasó la vida viajando, escapando de fantasmas y volviendo a los viejos pagos cambiados por el paso del viento y del tiempo. Diez años de luchas y diez años de vueltas. Había pasado la vida y en sus casi cuarenta años ya no tenía demasiado, ni esperaba demasiado de ella. Soñaba con suicidios y vivía entre inercias.
Se quedó sin fumar, mirando la tele, mientras el mozo le traía una ginebra que Ulises no desdeñó. En su mano derecha tiene el vaso de ginebra, el cigarrillo se consume en el cenicero cuadrado de colores que tornasolan con la marca “Gancia” en sus cuatro costados. Sin pensar en nada, de un trago se toma toda la ginebra, retomando el cigarrillo y el jugo que había quedado en la barra. El mozo se le acerca de nuevo y se lleva el vaso vacío.
En un tris a su mente se le viene la imagen de Dora. Hermosa Dora dorada dormida por última vez en su cama, mientras él la miraba intentando recordar cada arruga y cada estría, cada perfección y cada imperfección. Dora dejaba caer las lagrimas todavía dormida, mientras Ulises no sabía interpretar lo que pasaba al otro lado de su cama. Pero él sabía que se iba a ir a exilios forzados, ella podía llegar a asumir su perdida.
Hacía mucho tiempo que no la veía, casi desde hacía un año. Desde esa vez que habían hecho el amor luego que el amante de ella se vaya y antes que el marido de Dora aparezca. Un corto mensaje había llegado a su casa un par de días más tarde: “No te puedo ver más, el amor que tengo por vos es tan grande que tiene que desaparecer tan de pronto...O no desaparecerá nunca” Eso solo era lo que leyó esa vez en su letra manuscrita y pequeña. No la había visto más, aunque en realidad la había perseguido un par de veces por la calle, cuando la había visto de casualidad.
Recuerda la última vez que la vio como un espía (Eso era lo que era). Ella iba con su marido, reía; pero la risa no era profunda, no se le llenaba la cara de alegría, no estaba iluminada de alegría. Él recordaba que lo lograba casi sin proponérselo. Fue el único gran amor de su vida, le costaba usar el pretérito para describir lo que había sido ella en su vida. Ulises siempre decía que ella era el gran amor en su vida.
Terminó el cigarro y fue a buscar al taxista, que lo había llevado en una noche neblinosa hasta la casa de Dora. Lo encontró al pasar por una puerta escondida detrás del perchero, en el reservado para las mesas de billar. Había dos, las dos tenían paño azul. “¿Qué es el azul y qué podemos decir del azul? De los colores y de la muerte no podemos decir nada” parafraseando a Albert Camus en su mente. El taxista estaba sentado en un alto taburete, jugando con su taco sin jugar y hablando con el contrincante, diciéndole lo que tenía que hacer si quería ganarle. Ulises se acerca por detrás y le habla al oído.
“Che, necesito que me lleves a un lugar” le dice.
“No puedo, tengo mucha pasta puesta en este partido” responde.
“¿Por qué entonces les decís lo que tienen que hacer?” Pregunta curioso sin importarle realmente.
“Porque yo soy así, pero no lo puede lograr igual... Va para largo esto” otra vez responde sin mirarlo, sin dejar de tener la vista puesta en la bola blanca que choca contra otra bola de color generando un ruido hueco que tanto le gusta.
“Entonces dame las llaves del taxi” le dice.
Buscando en su bolsillo, sin dejar de hacer gestos con el taco para mostrarle lo que tenía que seguir haciendo su contrincante, las encuentra y se las da. Ulises las toma y hace el mismo camino que había hecho para llegar hasta ese lugar, pero a la inversa. Mira el llavero, también decía “Gancia”; nada más que el decía estaba correctamente aplicado ya que no lo decía más, simplemente se intuía.
Ulises enciende el Peugeot 504 blanco y maneja por las calles frías de Banfield. Luego de un corto recorrido llega a la casa de Dora y estaciona enfrente. No había árboles que tapen su vista, veía la casa entera, todas las ventanas enrejadas donde estaba atrapada su amada. Baja la ventanilla un poco y enciende otro cigarrillo. En la oscuridad el fósforo le ilumina la cara, se queda mirando el fuego. Piensa en Prometeo y en como se robó el fuego para los humanos, para esos que creo, para sus hijos, para que no se mueran. Luego lo apaga moviendo su mano a gran velocidad, generando un color que se va moviendo en ondas hasta que se apaga en una leve humareda blanca que se pierde entre el olor a quemado y la oscuridad del lugar.
Fuma. Busca en las ventanas luces prendidas. Mira para ver si la ve; tantas miradas para ver. Intenta encontrarla, si puede entrever su figura en alguna de las ventanas iluminadas. Todas las ventanas estaban iluminadas pero ninguna sombra se acercaba en ninguna de ellas. Estaba desilusionado, quería verla, era un deseo casi vital que se cernía sobre su pecho. Pero ella no aparecía, no cerraba las ventanas ni salía a tirar la basura. Nota que la basura ya estaba en la calle. Solo faltaban que los basureros la recojan, como él quería hacer con ella.
Él se había ido hacía mucho tiempo, había vuelto hacía menos tiempo. Ella no tejió mortajas como Penélope, ella no lo esperó. En esos momentos Ulises pensaba que nadie esperaba a nadie, nadie lo podía hacer. Pero el amor no se diluye como pintura en aguarrás, sigue existiendo por un largo tiempo, no se puede diluir rápido, los ecos del amor duran por mucho tiempo, siempre volviendo. El problema es cuando esos ecos siguen sonando con tanta fuerza luego de tanto tiempo. Eso le pasaba a él, creía que le pasaba a ella también.
Mientras ojeaba las ventanas se pone a pensar en Odiseo y Penélope. El se fue a la guerra de Troya, estuvo diez años en batalla y diez años volviendo (La vida de su tocayo era similar en números). La interpretación moderna del mito hacía pensar que Odiseo había vuelto a Ítaca por la vuelta a casa, la vuelta al hogar, por la vuelta a la patria. Ulises desde hacía mucho tiempo pensaba que no era así. Él estaba seguro que Ulises había vuelto simplemente porque estaba enamorado de su esposa.
Para eso siempre argüía que Odiseo se había hecho el loco para no ir a la Guerra de Troya, no por temor, sino por amor. Su hijo había nacido hacía poco tiempo y no quería dejar sola a su esposa con su niño. Quizá por temor a que ella sucumbiera a los fantasmas de la soledad, algo a lo que todas las otras mujeres griegas habían caído, recordaba el caso de Clitemestra.
Pero Odiseo sabía que Penélope lo iba a esperar. Ella se había quedado con todos los bienes, ella tejió mortajas mientras su marido estaba en batalla. Ella destejía todas las noches y esperaba; seguramente le daba santas hecatombes a los dioses para desear que su marido vuelta sano y salvo de la aventura.
Y Odiseo había vuelto por amor, se podría haber quedado con Circe. Se podría haber quedado en alguna de todas las costas en las que naufrago. Podría haber quedado encerrado en el infierno con Aquiles y Ayax. Podría haberse dejado ser comido por Polifemo. Podría haber sido tantas cosas, pero eligió volver a casa; no por Ítaca, no por sus bienes o por Laertes. Volvió por amor, volvió por Penélope, que lo esperó mientras todos los pretendientes vivían en su palacio y se comían su comida.
Hasta se dijo que había muerto en Troya. Santa Ilion, él, en su ingenio había podido traspasar los altos muros. El ingenioso hijo de su padre Sísifo que había salido del infierno para volver a su casa con su amada.
Ulises fumaba y pensaba en el amor de su tocayo. Sin importar lo que había pasado luego de su retorno (Lo que torna, retorna). Él había cumplido su parte, por muchos amores fugaces que había tenido, por más Circes que lo tenían atados en el viejo continente; él siempre había querido volver al amor. Al amor verdadero de Dora.
Pero Dora, tal vez, se había cansado de tejer y de destejer. No había habido ninguna comunicación por parte de él. Ulises había escrito mil cartas, mil cartas que no había podido mandar; dos mil cartas que se habían quedado en buzones extraños; tres mil cartas que no habían llegado a destino.
Muchas veces se enojaba Ulises con Dora. Pero al tiempo entendía que ella no lo iba a poder esperar casi una vida. Que veinte años no es nada... “Decídmelo a mi” se dijo mientras la radio tronaba tangos amargos.
“Tantos amores truncos como tantos amores que llegan a ser”. En una ventana una sombra apareció, descorrió la cortina y apareció ella. Dora había escuchado su llamado y salió a mirar a la calle. Se quedó ahí un largo rato, Ulises la miraba y la memorizaba. Recordaba sus besos, sus labios. La imaginaba desnuda, nadando en su cuerpo. Navegando entre sus lunares para llegar a su corazón y sentir el elixir que era su alegría.
Ella lo ve. Lo ve por una pitada que él da y le ilumina la cara. Se lo queda mirando, sus miradas se cruzan y se dan cuenta que el amor truncado de ellos fue para los dos la cosa más importante de sus vidas. Por más que ella este casada, por más que él no haya podido retomar ninguna historia de amor.
Dora levanta la mano y lo saluda. Ulises devuelve el saludo. Luego, ella cierra la cortina. Una lagrima rueda por su mejilla hasta llegar a su pantalón. Apaga la radio y buscando en el bolsillo interior de su gabán encuentra el paquete de cigarrillos “Saratoga”. De pronto, Dora se aparece en la ventanilla del taxi. Él se asusta, da un grito agudo.
“Hola” le dice ella dulcemente.
“Hola” repite él sin creerlo.
“¿Qué haces?” Pregunta ella no queriendo preguntar eso, sino decirle algo así como: Llévame lejos con vos.
“Necesitaba verte” Responde él con la más absoluta sinceridad.
“Yo también” Dice ella sin mentir.
Ulises se acerca a su cara, ella se deja sentir, suspirando. Él va respirando su ser, sintiendo su alma cerca de la suya. Empieza dándole un beso partido en el la comisura del labio. Luego con su mano la acerca y mete la mitad de su cuerpo en el auto por la ventanilla abierta. Su mano se enreda con sus pelos y tironea un poco los pelos de su nuca. Dora, empieza a besarlo más fuerte, cada vez más fuerte, como si la vida se le va en eso. Los dos se empiezan a alejar al tiempo; los dos saben que eso fue solo un paréntesis en sus vidas separadas.
Ella se va caminando hasta su casa, él enciende el coche y vuelve a su casa.
Llega a su casa y escribe un largo ensayo sobre el amor de Penélope y Ulises. Al otro día va a la casa de la editora y se sienta en su escritorio, delante de la computadora. Le da el papel y le dice que eso es para “Hireizer” (Nótese que el nombre de la revista siempre cambia de tomo a tomo). La editora le agradece, pero se tiene que ir a dar clases en la facultad. Ulises se ofrece a llevarla en el taxi que no devolvió, mientras el taxista todavía lo espera en “La Guillermina” con el taco en una mano y la ginebra en la otra.
“Quisiera tomar un trago de las aguas el Leteo para olvidar” le dice Ulises a la editora, mientras maneja, “Pero tengo que procastinar de otra forma”.
“Quisiera tomar un trago de las aguas el Leteo para olvidar” le dice Ulises a la editora, mientras maneja, “Pero tengo que procastinar de otra forma”. (ECO, eco, eco, eco)
(Dato curioso, entren en rae.es en el buscador pongan la palabra: tornasolado. Aparecerda esto: 1. adj. Que tiene o hace visos y tornasoles. Luego copien y peguen la palabra, tornasoles. Y esperen y vean que esa palabra al parecer no existe en ese diccionario. Entonces, ¿qué es Tornasolado?)
3 comentarios:
Me gustó la imagen de el bar de madrugada, fumando con ginebras y billares...
Tenés una obsesión con que los 504 son taxis, no? jaja
el fondo blanco cansa la vista, más con textos de tamaña extensión
cuando tenga un ratito leeré tu cuento, no quiero perdermelo...
me encantó tu comentario esta muy bueno que uno piense diferente y pueda expresarlo, yo no dije que quisiera un mundo sin lo que me duele, seria irreal, y sabiendo que existe no puedo estar ajena...
¿y "tornasol" en singular?
digo, de pronto
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